“una democracia sustancial sólo puede construirse erradicando la dominación capitalista, eliminando la desigualdad y dotando a los ciudadanos de poder efectivo en todas las áreas de la vida social”
La economía, el Estado y la actividad pública
Homar Garcés
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En un amplio párrafo de “La democracia socialista del siglo XXI”, Claudio Katz afirma que “una democracia sustancial sólo puede construirse erradicando la dominación capitalista, eliminando la desigualdad y dotando a los ciudadanos de poder efectivo en todas las áreas de la vida social”. Seguidamente, pasa a explicar que “este proyecto exige gestar otra democracia y no radicalizar la existente. Requiere partir de caracterizaciones de clase para comprender el constitucionalismo contemporáneo e introducir transformaciones radicales, que no se reducen a expandir un imaginario de igualdad. También presupone retomar la tradición que opuso a las revoluciones democráticas con las revoluciones burguesas. La regulación de los mercados, el ensanchamiento del espacio público y la acción municipal son temas de controversia con la democracia participativa. En ausencia de perspectivas socialistas, las iniciativas democratizadoras en estos campos no modifican el orden vigente”.
Tomando en cuenta tal afirmación, es lógico concluir que, a medida que dicho proceso vaya acompañado de un mayor nivel de movilización, participación y de protagonismo populares, la socialización consecutiva del proceso productivo tendrá que manifestarse -indefectiblemente- en cada una de las estructuras de la vida social (incluso en aspectos aparentemente inocuos, como el religioso-espiritual). En resumen, se estaría construyendo una cultura de lo distinto, cuyo eje central sería la emancipación integral de todas las personas.
Esto modificaría sustancialmente la concepción que se tiene respecto al poder y las relaciones por éste generadas. Todos somos testigos de que quienes controlan el poder del Estado generalmente operan al margen de la opinión de la gente, es decir, sin su consenso y sin tomar en cuenta sus decisiones y sus posibles deliberaciones, a la cual asigna un papel siempre secundario y accesorio, sólo útil a la hora de requerir su legitimación a través del voto. La soberanía popular así “delegada” se convierte en un arma a esgrimir en contra de su depositario originario, no importa cuánto se afirme en constituciones y leyes, y cuán grande resulte la reacción negativa de los ciudadanos ante lo que estiman injusto o, en su defecto, necesario. Esto tiende a agudizarse y a generar mayores contradicciones, a medida que la lógica capitalista supera toda expectativa democrática de los sectores subalternos o subordinados.
En este caso, los gobiernos -como elementos visibles de los Estados- terminan adoptando como suyos los intereses y los lineamientos de las corporaciones capitalistas, sobre todo, transnacionales, gran parte de las cuales se han apoderado de territorios ricos en agua, minerales y biodiversidad, sin atender los reclamos legítimos de los pueblos originarios y campesinos que los habitan desde largo tiempo.
La vigencia perpetua y estática de burócratas y de dirigentes políticos en todas las escalas existentes del poder constituido, así como su liderazgo e influencia clientelares ejercidos sobre las masas, representa uno de los obstáculos principales que impiden la organización de ciudadanos autónomos que hagan realidad la democracia participativa y protagónica, sin depender de la acción y las decisiones del Estado. Esta particularidad atenta contra cualquier tipo de iniciativa e intervención populares que en tal sentido se promueva, ya que coarta y castra las transformaciones estructurales que debe protagonizar el pueblo en los ámbitos económico, político, social y cultural, de manera que las diferentes relaciones sociales de producción, de poder y de convivencia ciudadana tengan como objetivo fundamental la emancipación integral de cada persona, en vez de servir de soporte al dominio egoísta de unos pocos.
De no lograrse este último cometido, los valores democráticos liberales que conocemos -extraídos de la Revolución Francesa y amplificados por el socialismo revolucionario y las diversas luchas populares libradas en gran parte del planeta- podrían verse seriamente afectados ante la necesidad de hallar y consolidar fórmulas que le permitan a la gente sortear las dificultades sufridas. Esto tiende a reforzarse aún más ante el engranaje de la violencia y las complicidades que ella causa, lo que se refleja en la impunidad con que actúa la delincuencia organizada, contando con la desidia de las instituciones en cuanto a atacarla y reducirla eficazmente, en beneficio de la ciudadanía desprotegida.
La volátil y compleja realidad del mundo contemporáneo impone como novedades ideológicas discursos y actitudes abiertamente intolerantes, autoritarios e inmorales. Como si ya no importaran el espíritu de convivencia, la ética ciudadana y el respeto a la pluralidad del pensamiento. Esto, por supuesto, no es una simple casualidad. Responde a planes previamente trazados y llevados a cabo sin desmayo por aquellos que dominan el sistema capitalista neoliberal; provocando situaciones que mermen las esperanzas populares y la soberanía de las naciones, de modo que no existan más alternativas que las ya impuestas en Argentina, Brasil o Estados Unidos.
En “La disputa ideológica por la hegemonía global”, Ricardo Orozco describe que, “en tanto hecho histórico, el mercado se reproduce a partir de los sistemas de normas, los conjuntos de leyes y los conglomerados de instituciones que garantizan, entre otras cosas, los derechos de propiedad, los contratos, las patentes, el cumplimiento de las deudas, la circulación monetaria, las directrices laborales, las facilidades de producción, el abaratamiento de costos, etcétera”. La actividad pública queda así caracterizada como algo intrínseco o inherente al ámbito estricto del mercado capitalista, por lo que su función -bajo cualquier nomenclatura- estará chocando constantemente con las aspiraciones democráticas de las mayorías, lo que ha sido una cuestión constante en el devenir humano desde la institución generalizada del Estado-nación.
Todo esto, en conjunto, de comprenderse a cabalidad, podría servir de base para emprender realmente un amplio proyecto de transformación estructural del actual modelo civilizatorio. Ello exige un proceso de descolonización del pensamiento y una revalorización seria del legado cultural de nuestros pueblos y de sus luchas por lograr su genuina emancipación.
FUENTE: https://www.alainet.org/es/articulo/196700