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LA EXPANSIÓN DE LA OTAN Y LA DISOLUCIÓN DEL ORDEN PANEUROPEO

Repasemos brevemente uno de los pasos fundamentales para llegar al statu quo actual: la disolución del orden que reinaba en Europa.

Lorenzo María Pacini
18 de febrero de 2025

© Foto: Dominio público

Primera regla, conquistar

La decisión de promover un orden mundial dominado por la hegemonía colectiva de Occidente después de la Guerra Fría tuvo profundas consecuencias para la seguridad europea. Era evidente que la ampliación de la OTAN comprometería los esfuerzos encaminados a lograr una arquitectura de seguridad paneuropea inclusiva, lo que llevaría a una nueva división del continente, al aislamiento de Rusia y a la reaparición de conflictos latentes. Muchos dirigentes políticos habían advertido de los riesgos de una nueva guerra fría resultante de la ampliación de la Alianza; sin embargo, se llevó a cabo aprovechando la debilidad rusa, con la convicción de que cualquier crisis podría ser gestionada por Occidente. La ampliación de la OTAN se concibió como una garantía contra futuros enfrentamientos con Rusia, que, paradójicamente, se habrían desencadenado precisamente por esa ampliación. Esta contradicción, que llevó a Occidente a una confrontación directa con Moscú, se convirtió en un elemento central del nuevo orden mundial.

Han sido muchos los intentos de construir una arquitectura de seguridad paneuropea basada en los principios westfalianos de soberanía igualitaria, seguridad indivisible y un continente sin divisiones. La expansión de la OTAN, en cambio, rechazó ese equilibrio de poder, favoreciendo la desigualdad de soberanía, fortaleciendo su propia seguridad a expensas de la de Rusia y perpetuando la fragmentación de Europa con una alianza militar permanente en tiempos de paz. La OTAN se convirtió en un instrumento para consolidar la hegemonía estadounidense en Europa y para la contención estratégica de Rusia, obstaculizando su capacidad de represalia nuclear. Para Moscú, estos acontecimientos representaron una amenaza existencial, empujándolo a oponerse al unilateralismo occidental y a promover alternativas multilaterales, aunque siempre basadas en los principios westfalianos.

Una casa común europea frente a una Europa integrada y libre

Tras la división de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, los bloques capitalista y comunista intentaron mantener un equilibrio sin comprometer sus respectivos órdenes regionales. Los Acuerdos de Helsinki de 1975 marcaron un punto de inflexión, estableciendo un marco común para la seguridad europea y reforzando principios fundamentales como la igualdad de soberanía, la seguridad indivisible y el respeto a la integridad territorial. Al mismo tiempo, se sancionaron principios de justicia, como la autodeterminación de los pueblos y el respeto a los derechos humanos.

Estos acontecimientos favorecieron las reformas internas de Gorbachov y su propuesta de una “casa común europea”, que preveía la desmilitarización de las relaciones exteriores con la disolución del Pacto de Varsovia y la OTAN. El modelo imaginado por Gorbachov pretendía superar la lógica de los bloques, sustituyéndolos por una única institución europea que armonizara las diferencias ideológicas. Sin embargo, Estados Unidos contrapuso a esta visión el concepto de “una Europa entera y libre” en 1989, rechazando también el proyecto de Mitterrand de una confederación europea. Temiendo una posible unificación de Europa fuera de las instituciones atlánticas, Washington insistió en el universalismo de la democracia liberal como base del orden europeo, con el objetivo de extender el sistema transatlántico bajo su propio liderazgo. La elección de los nombres, décadas después, resulta realmente curiosa. Los angloamericanos nunca abandonaron la estrategia de marketing comunicativo según la cual Estados Unidos representaba la libertad y Europa del Este la esclavitud y la opresión, incluso cuando esto resultó ser exactamente lo contrario.

A pesar de los muchos contrastes, el fin de la Guerra Fría condujo a un avance en la integración paneuropea. La Carta de París para una Nueva Europa de 1990, inspirada en los Acuerdos de Helsinki, esbozó un nuevo orden de seguridad, reafirmando los principios de soberanía igual, seguridad indivisible y un continente sin barreras. En todo esto, subsistió una contradicción entre el derecho de los Estados a elegir libremente sus propias alianzas y el principio de seguridad indivisible. Aunque cada Estado tenía derecho a unirse a la OTAN, la expansión de la Alianza redividiría el continente y socavaría el concepto de seguridad común. Y como la OTAN se convirtió en el principal garante de la seguridad en Europa, los Estados no tenían más opción que unirse para garantizar su protección, ya que cualquier alternativa independiente era rechazada por Washington. Los esfuerzos rusos para promover una integración alternativa, como la propuesta de unión económica entre Rusia, Bielorrusia, Ucrania y Kazajstán en 2004, fueron vistos como intentos de restaurar la influencia rusa y fueron rechazados por Occidente. Una oposición similar ocurrió con los acuerdos de seguridad entre China y otras naciones, lo que demuestra que el principio de “libertad de elección” solo era apoyado cuando favorecía el orden atlántico.

La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), creada en 1994 para reforzar los principios de Helsinki, permaneció al margen debido a la renuencia de Estados Unidos a compartir el liderazgo de la seguridad europea. La OTAN se confirmó así como el principal instrumento de dominación estadounidense en el continente. Como observó Brzezinski, “Europa es la cabeza de puente geopolítica esencial de Estados Unidos en Eurasia” y la OTAN sirvió para arraigar la presencia política y militar de Estados Unidos en la región.

Dividir Europa para consolidar la hegemonía estadounidense

La ampliación de la OTAN provocó una nueva división de Europa y una renovada hostilidad hacia Rusia. En 1994, el presidente estadounidense Clinton reconoció que una ampliación de la Alianza podría recrear divisiones y propuso inicialmente una Asociación para la Paz como alternativa. Sin embargo, esta iniciativa se convirtió rápidamente en un trampolín para la adhesión a la OTAN, dejando clara la intención de Washington de integrar progresivamente a los antiguos estados del Pacto de Varsovia en la Alianza.

A pesar de las garantías occidentales, Rusia interpretó estas medidas como una amenaza a su seguridad. Ya en 1994, Boris Yeltsin advirtió a Clinton que la OTAN estaba creando “una nueva grieta en Europa”. Muchos diplomáticos estadounidenses, como el embajador Pickering, reconocieron la extrema sensibilidad de Rusia ante la expansión de la Alianza. Sin embargo, en Washington prevaleció la creencia de que Moscú era demasiado débil para reaccionar. El secretario de Defensa, William Perry, admitió que Estados Unidos había ignorado las preocupaciones rusas, tratándolas como una “potencia de tercera categoría”.

Muchos expertos en política exterior se opusieron a la ampliación de la OTAN, temiendo que aislara a Rusia y volviera imposible una verdadera seguridad colectiva. En 1997, cincuenta analistas estadounidenses escribieron a Clinton calificando la ampliación de la Alianza de “error histórico”. La estrategia estadounidense se basaba en la idea de que una Rusia debilitada tendría que aceptar el nuevo equilibrio de poder. Esta presunción resultó ser errónea, y condujo a un deterioro de las relaciones y al surgimiento de una nueva fase de confrontación geopolítica.

Una estrategia de neocontención

Se necesitaba una estrategia de contención totalmente diferente. John Matlock –embajador de Estados Unidos en la Unión Soviética de 1987 a 1991 y uno de los actores clave en las negociaciones que pusieron fin a la Guerra Fría– enfatizó que se había hecho creer a la opinión pública que la OTAN tenía como objetivo eliminar las divisiones en Europa, cuando en realidad estas ya habían desaparecido. En su opinión, “la expansión de la alianza militar, que había mantenido una línea defensiva en el corazón del continente, era una forma segura de reavivar las divisiones”. En lugar de honrar el compromiso de construir una arquitectura de seguridad europea inclusiva, Matlock dijo que Washington había repetido el error del Tratado de Versalles de 1919, excluyendo a Rusia e imponiendo un sistema de seguridad que perpetuaba su fragilidad.

A pesar de la retórica oficial sobre la ampliación de la paz y la estabilidad, la OTAN se preparaba simultáneamente para una posible confrontación con Rusia. Los partidarios de la decisión de Clinton de ampliar la alianza militar justificaron la iniciativa calificándola de “póliza de seguro” contra posibles tensiones futuras con Moscú. Lo que Yeltsin percibió fue que sus interlocutores en Washington estaban preparando una póliza de seguro para garantizarse una ventaja sobre Rusia en caso de que las relaciones se deterioraran. Ya en enero de 1994, antes de que se decidiera la ampliación de la OTAN, el secretario de Estado Warren Christopher y el asesor de Clinton sobre Rusia, Strobe Talbott, argumentaron que la ampliación de la alianza facilitaría la contención de Moscú. Así, después de la Guerra Fría, la OTAN justificó su existencia abordando las amenazas a la seguridad que su propia expansión contribuyó a generar. El ex secretario de Estado James Baker advirtió que esta estrategia corría el riesgo de convertirse en una profecía autocumplida: quienes apoyaban la ampliación de la alianza querían estar preparados en caso de que Rusia respondiera expandiéndose, pero esa misma expansión podría haberla empujado a hacerlo. Al criticar el regreso a una política de contención, Baker enfatizó un punto fundamental: “La mejor manera de crear un enemigo es buscarlo, y temo que eso es lo que estamos haciendo al tratar de aislar a Rusia”.

Para evitar provocar una reacción hostil de Moscú o parecer demasiado agresivos, en 1994 los expansionistas del Consejo de Seguridad Nacional argumentaron que la cohesión de la OTAN dependía de la ambigüedad estratégica hacia Rusia. Mientras que algunos estados de Europa occidental no estaban dispuestos a declarar abiertamente que Moscú era una amenaza, algunos países de Europa del Este habrían perdido la confianza en la alianza si no la percibieran como un baluarte contra Rusia. Aunque los países de Europa del Este tenían razones históricas para temer a Moscú, el uso de la OTAN como herramienta de contención agravó el dilema de seguridad, aumentando la inseguridad rusa. Por lo tanto, la relación entre la OTAN y Rusia se ha desarrollado en torno a la contradictoria “dicotomía disuasión-cooperación”: por un lado, la alianza trató de contener a Moscú, por otro lado trató de tranquilizarlo negando que lo considerara un peligro, para evitar reacciones negativas.

A Estados Unidos le interesa mantener un nivel de tensión con Rusia para alimentar la idea de una amenaza externa, fortalecer la cohesión de la alianza y limitar la integración económica con Moscú. La influencia norteamericana en Europa depende en gran medida de la dependencia de la región de la seguridad garantizada por Washington: un exceso de confianza y estabilidad reduciría este control. Además, el complejo militar-industrial ha desempeñado un papel clave en la promoción de la expansión de la OTAN, viéndola como una oportunidad para aumentar los beneficios. Inventaron los think tanks como una herramienta para reabastecer el territorio y deshacerse de parte del trabajo que hay que hacer para proceder a la expansión.

Hacia una nueva guerra fría

Muchos dirigentes estadounidenses eran conscientes de que el conflicto, e incluso la guerra, podrían ser consecuencias probables de la expansión de la OTAN.

En 1997, durante una audiencia en el Senado, el embajador Matlock advirtió que la ampliación de la OTAN podría ser “el mayor error estratégico desde el fin de la Guerra Fría”. Explicó que esta política “podría desencadenar una serie de acontecimientos capaces de generar la amenaza más grave a la seguridad estadounidense desde el colapso de la Unión Soviética”. En términos igualmente contundentes, Pat Buchanan, ex asesor de Nixon, atribuyó a Washington la responsabilidad del aumento del resentimiento en Rusia: “Es culpa de la élite estadounidense, que ha hecho todo lo posible para humillar a Moscú. ¿Por qué estamos haciendo esto?”. Buchanan predijo que Rusia acabaría respondiendo a esta amenaza, obligando a Estados Unidos a elegir entre una confrontación con una potencia nuclear decidida a restablecer su esfera de influencia o una retirada de sus compromisos en la OTAN.

La expansión de la OTAN alteró profundamente el equilibrio militar europeo, contribuyendo al desmantelamiento progresivo de los tratados de control de armamentos. El deterioro del Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa (FCE), acentuado por el escudo antimisiles de la OTAN, fue una clara muestra de ello. Incluso tratados fundamentales como el Tratado sobre Misiles Antibalísticos (ABM), el Tratado INF y el Tratado de Cielos Abiertos se derrumbaron, marcando el declive de una arquitectura de seguridad basada en la cooperación y las obligaciones recíprocas.

Desde principios de la década de 2000, la OTAN ha seguido expandiéndose a un ritmo acelerado, al ritmo de la aceleración económica y comercial de la Federación Rusa, reafirmando nuestro estatus de potencia global. Los estadounidenses –y los británicos– sabían cómo hacerlo y cuándo hacerlo.

Desestabilizar y disolver el orden paneuropeo fue fundamental para abrir el camino al siguiente paso: llevar la guerra a Europa. Y así llegamos a la actualidad.

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