Para resolver la actual crisis ecológica global es necesario comenzar por comprender el modo en que el sistema capitalista ha transformado la relación de la humanidad con la tierra. El pensamiento de Karl Marx nos brinda las herramientas clave para ello.
Matt Huber
Traducción: Florencia Oroz
Cosecha de albaricoques en el pueblo de al-Amar en la gobernación de Qalyubia, Egipto, el 21 de mayo de 2024. (Doaa Adel / NurPhoto vía Getty Images)
Cuando se trata de la política ecológica y anticolonial contemporánea, quizá no haya un factor más central que la tierra. Los pueblos más oprimidos del mundo siguen siendo expulsados de la tierra y, del mismo modo, los movimientos sociales llevan mucho tiempo intentando expropiar las tierras controladas por poderosos capitalistas y Estados. La historia de las revoluciones y los movimientos anticoloniales del siglo XX giró en gran medida en torno a la tierra y a la reforma agraria.
Por lo tanto, es vital que los socialistas comprendan la relación específica entre el capitalismo y la tierra. Para empezar, el capitalismo surgió históricamente arrancando violentamente a la inmensa mayoría de la humanidad de una dependencia directa de la tierra para sobrevivir. Esto es lo que hace el capitalismo como ningún otro sistema económico en la historia. Y para la mayor parte de la humanidad, se trata de un hecho relativamente reciente. Desde la Segunda Guerra Mundial, el éxodo masivo de personas del medio de vida agrícola rural ha sido asombroso. Eric Hobsbawm lo describió con precisión:
El cambio más dramático y trascendental de la segunda mitad del siglo [XX], y el que nos separa para siempre del mundo del pasado, es la muerte del campesinado. En efecto, desde el Neolítico, la mayoría de los seres humanos vivían de la tierra y de su ganado o pescaban en el mar. Con la excepción de Gran Bretaña, los campesinos y agricultores siguieron siendo una parte masiva de la población ocupada incluso en los países industrializados hasta bien entrado el siglo XX.
En países industrializados como Estados Unidos, este proceso está casi completado: en el momento de la ratificación de la Constitución estadounidense, aproximadamente el 90% de la población trabajaba en la agricultura; en 1910 era el 35%; hoy es apenas el 1%. A escala global, sin embargo, el proceso se ha acelerado durante el periodo neoliberal, a medida que los agricultores de todo el mundo se veían sometidos a la competencia internacional debido a los regímenes de «libre comercio» y a las políticas de ajuste estructural. Según datos del Banco Mundial, en 1991 el 43% de la población activa mundial seguía trabajando en la agricultura, pero en 2022 esa cifra se había reducido al 26%.
Prácticamente todos los países del mundo han visto caer en picada el porcentaje de mano de obra dedicada a la agricultura. Para 2022, solo el 9% de los brasileños trabajaban la tierra. En la transformación más asombrosa —lo que algunos llaman la mayor migración humana de la historia— China pasó del 60% de población dedicada a la agricultura en 1991 al 23% en 2022. En Bolivia esas cifras han sido de 43% y 27%. El único lugar del planeta donde la situación marca, si no la tendencia contraria, al menos una trayectoria contradictoria, es el África subsahariana: Angola ha visto aumentar su mano de obra agrícola del 40% al 56%. En otros países, como Burkina Faso, el campesinado ha disminuido pero sigue siendo la gran mayoría de la mano de obra (del 89% al 74%). Kenia ha experimentado un modesto descenso, del 48% al 33%.
¿Qué nos dice esta transformación global acelerada sobre las perspectivas de la política ecológica actual?
Proletarios sin tierra
El marxismo tiene un concepto para describir este proceso: proletarización. Se trata de un proceso de expropiación de los productores directos de la tierra y de cualquier otro medio de producción, de modo que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado a cambio de un salario con el cual sobrevivir. Como sostengo en Climate Change as Class War, se trata de un proceso profundamente «ecológico», una transición desde un modo de vida en el que las personas dependen directamente de la tierra para sobrevivir a otro en el que deben depender de los caprichos inciertos del mercado. No es de extrañar que los campesinos de todo el mundo se hayan resistido a este proceso como una amenaza a su seguridad material arraigada en la tierra.
Para el capital, la proletarización crea una clase obrera masiva a la que explotar; según Karl Marx, el trabajo asalariado es la fuente clave de beneficios de la clase capitalista. Pero, además de la clase obrera y la clase capitalista, este proceso también afianza una «tercera clase» de terratenientes privados que controlan la tierra y extraen «rentas» tanto de los trabajadores como de los capitalistas que necesitan acceder a ella. Muchos movimientos de izquierda por una vivienda segura se enfrentan a la clase terrateniente como principal barrera para alcanzar sus objetivos políticos, y las luchas medioambientales han visto a terratenientes ocupar ambos lados de la disputa.
Por violenta y traumática que sea la desposesión de tierras, los marxistas históricamente creyeron que tenía el efecto liberador de crear «sepultureros del capitalismo» en la clase obrera. Friedrich Engels, en particular, argumentó que separar a los trabajadores de la tierra transformaba su perspectiva local o parroquial en la de una clase universal preparada para lograr la emancipación humana: «Para crear la clase revolucionaria moderna del proletariado era absolutamente necesario cortar el cordón umbilical que todavía ataba al obrero del pasado a la tierra». Al reunir a un gran número de trabajadores en ciudades y fábricas, el capitalismo estaba creando una gran masa de personas con un sentido de intereses compartidos y con capacidad de organizarse para emprender acciones colectivas contra los empresarios y el sistema en su conjunto.
Tradicionalmente, el marxismo no abogaba por la mera preservación de los regímenes agrarios campesinos a pequeña escala, ni por la creación de comunas socialistas agrarias (Marx y Engels calificaron famosamente tales experimentos de «utópicos»). A pesar de algunos esfuerzos por afirmar que el estudio tardío de Marx sobre las comunas campesinas rusas significaba que se había convertido en un «comunista del decrecimiento», en el primer borrador de su carta a la populista rusa Vera Zasulich Marx fue claro: «La comuna puede reemplazar gradualmente la agricultura fragmentada por una agricultura a gran escala, asistida por máquinas, particularmente adecuada a la configuración física de Rusia».
En cambio, los marxistas propusieron que la mayoría proletarizada se apoderaría de los «medios de producción» en su totalidad, incluida la tierra. Vladimir Lenin, por ejemplo, criticó a los narodniks populistas rusos que sostenían que el socialismo se fundaría sobre el control campesino de la tierra a pequeña escala. Por el contrario, él argumentaba que la tierra debía ser nacionalizada —o, mejor, socializada, de modo que el control recaiga sobre los propios trabajadores en lugar de solo el Estado— de una manera que racionalice la agricultura, empleando en ella los métodos modernos desarrollados bajo el capitalismo.
El problema, por supuesto, es que la Revolución Rusa tuvo lugar en un país campesino fuertemente rural en el que la proletarización apenas había comenzado, y la ayuda al desarrollo económico que Lenin y los bolcheviques esperaban originalmente de las revoluciones del mundo capitalista rico nunca llegó. La cuestión de cómo industrializar y qué hacer con el campesinado atormentó a los dirigentes bolcheviques durante toda la década de 1920, hasta que Iósif Stalin optó por una vía particularmente coercitiva de colectivización forzosa. Cabe pensar, aunque solo sea una especulación, que se podría haber seguido un camino menos violento y destructivo hacia la industrialización (llámese «transición justa» para el campesinado).
Marx y Engels predijeron la proletarización gradual de todo el campesinado mundial, así como de los pequeños productores artesanales. Durante mucho tiempo, los comentaristas podían argumentar de forma plausible que estaban equivocados, ya que el campesinado persistió hasta bien entrado el siglo XX. Pero hoy ya no: vivimos en un planeta casi totalmente proletarizado. Esto también significa que la gran mayoría de la humanidad —la clase trabajadora— está profundamente alienada de las condiciones ecológicas de su existencia colectiva.
Política agraria y crisis ecológica
Esta alienación conduce a menudo a proyectos políticos izquierdistas de reunificación con la tierra en forma de experimentos localistas con agricultura alternativa o cooperativas energéticas comunitarias. La izquierda también ha abogado por una suerte de «ecologismo de subsistencia», en el que la política ecológica significa alinearse con los movimientos campesinos o indígenas que defienden los regímenes de tierra existentes frente a la desposesión. Estos movimientos reclaman la soberanía alimentaria o energética en términos diferentes a los del capital, donde las comunidades locales controlan sus propias tierras y recursos para un aprovisionamiento más localizado.
Tales esfuerzos por defender las tierras y los medios de vida tradicionales de la población son justos y deben apoyarse. Sin embargo, esta orientación no es particularmente marxista (en todo caso, el ecosocialismo contemporáneo tiene mucho más en común con el programa de los narodniks). Particularmente, no queda nada claro de qué modo estos movimientos localistas o de soberanía de la tierra podrían hablar en favor de los intereses de la mayoría proletarizada, cuya supervivencia depende del acceso al dinero y a las mercancías más que a la tierra. Bajo el capitalismo, la dependencia de las mercancías significa que la clase trabajadora está sujeta a redes globales de trabajo socializado: cada mercancía que consumimos es el producto de miles de trabajadores de todo el mundo que cooperan para hacerla posible. Lo que el socialismo ha significado para los marxistas es la abolición de la propiedad privada y la socialización total del control sobre un sistema de producción ya socializado.
Como sostenía Lenin (excepto cuando la entrega de tierras a los campesinos se convirtió en una necesidad política en medio de las condiciones de emergencia tras la Revolución Rusa), el objetivo de la política de la tierra no era simplemente mantener relaciones localistas o no alienadas con ella, sino socializarla de tal forma que sea posible planificar colectivamente lo que la sociedad en su conjunto necesita. Este tipo de planificación socialista del uso de la tierra no se centraría únicamente en los intereses de las comunidades locales que viven en ella, sino que también tendría en cuenta las necesidades de alimentos, energía, minerales, productos forestales, etc. de la sociedad en su conjunto. Por lo tanto, la productividad laboral o la eficiencia de la agricultura tienen una importancia crucial, porque la agricultura minifundista, intensiva en mano de obra, no es la base de la emancipación de la sociedad.
Por supuesto, a diferencia del capitalismo, que somete la tierra a los destructivos imperativos capitalistas de maximización de beneficios y a la anarquía del mercado, la planificación socialista del uso de la tierra tendría que permanecer cuidadosamente en sintonía con las limitaciones ecológicas y los requisitos de sostenibilidad. Y las opiniones de quienes viven en o cerca de las tierras designadas para uso social deberían tener más peso en las decisiones colectivas. Las comunidades indígenas y campesinas podrían conservar el control sobre sus propias tierras y recursos y fijar las condiciones de la participación y el comercio con los sistemas de producción mundiales a mayor escala.
Las implicaciones de una perspectiva de este tipo para la crisis ecológica en curso son profundas. Lo que el marxismo postula es el fortalecimiento de una clase global —el proletariado— con el poder de arrebatar al capital un sistema de producción ya global y socializado y reorientarlo hacia las necesidades de toda la humanidad. ¿No es esto precisamente lo que requiere la crisis ecológica? Necesitamos pensar el control social de la producción a escala de especie o planetaria para que podamos satisfacer las necesidades humanas y mantener un planeta habitable.
La típica política localista tiene poca capacidad para resolver problemas de esta magnitud. Es fácil ver cómo pequeños grupos militantes locales podrían apoderarse de la tierra y de los medios de subsistencia locales en todo el mundo en pequeñas bolsas, mientras que la organización capitalista de la producción global permanece en gran medida intacta. Lo que necesitamos una teoría planetaria del poder, y el marxismo nos da una.
No somos dueños de la tierra
En lo profundo del Volumen 3 de El capital, Marx hizo uno de sus raros comentarios sobre cómo sería una sociedad «superior» (es decir, socialista):
Desde el punto de vista de una formación socioeconómica superior, la propiedad privada de individuos particulares en la tierra parecerá tan absurda como la propiedad privada de un hombre sobre otros hombres. Incluso una sociedad entera, una nación, o todas las sociedades existentes simultáneamente tomadas en conjunto, no son propietarias de la tierra. Son simplemente sus poseedores, sus beneficiarios, y tienen que legarla en un estado mejorado a las generaciones venideras, como [buenos cabezas de familia].
El socialismo exige superar la propiedad privada de la tierra —ya sea en su forma capitalista o en la de la familia minifundista— para construir una relación verdaderamente socializada con nuestro principal medio de subsistencia. El capitalismo crea una clase (la clase obrera) con capacidad no solo para liberar a la humanidad de la explotación y las privaciones innecesarias, sino también para gestionar nuestra relación colectiva con la naturaleza a escala planetaria. La izquierda ecologista actual necesita urgentemente este tipo de visión internacionalista basada en la gestión ecológica global.
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Matt Huber
Profesor adjunto de geografía en la Universidad de Syracuse. Es autor de «Lifeblood: Oil, Freedom, and the Forces of Capital».
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