Tres décadas después del genocidio de 1994, las cicatrices siguen abiertas. Miles de ruandeses, víctimas y perpetradores, exploran caminos de reconciliación a través del diálogo, el perdón y la memoria
Por ALMA Plus Online, África
7 Abril
Foto: ALMA Plus TV
Ruanda conmemora a las víctimas del genocidio de 1994. Tres décadas después, el país enfrenta su pasado mientras construye un futuro sin odio
Cada 7 de abril, el mundo es convocado a reflexionar sobre una de las tragedias más devastadoras del siglo XX: el genocidio de Ruanda ocurrido hace 31 años, un episodio en nuestra historia, que sigue siendo hoy una advertencia urgente en un contexto donde los discursos de odio resurgen con fuerza a nivel global.
En ese 1994, en apenas 100 días, fueron asesinadas alrededor de 800.000 personas —en su mayoría de la etnia tutsi— en una campaña de violencia sistemática ejecutada por extremistas hutus, con la complicidad de sectores del Estado, medios de comunicación y parte del ejército.
El Día Internacional de Reflexión sobre el Genocidio cometido en 1994 contra los tutsis en Ruanda, instaurado por la Organización de Naciones Unidas (ONU), no solo invita a conmemorar a las víctimas. También obliga a mirar de frente los factores que desencadenaron ese abismo: la deshumanización del otro, la propagación del odio étnico, el silencio internacional. Y, sobre todo, el largo y doloroso proceso de sanar después de una herida así.
Ruanda no fue solo escenario del horror. También ha sido, durante tres décadas, un laboratorio de memoria, justicia restaurativa y reconciliación. Una experiencia compleja —no exenta de tensiones—, en la que miles de sobrevivientes y excombatientes conviven hoy en las mismas aldeas, mirándose a los ojos y compartiendo silencios que lo dicen todo.
El odio que se sembró
"Las divisiones entre hutus y tutsis fueron reforzadas por la colonización belga, que impuso carnés de identidad y otorgó privilegios a los tutsis, lo que creó resentimientos profundos en la población", explica la ONU en su archivo de prevención de genocidios. Esa fractura social, alimentada durante décadas, se transformó en una bomba de tiempo.
El detonante llegó el 6 de abril de 1994, cuando el avión del presidente Juvenal Habyarimana fue derribado. El mismo 7 de abril comenzaron los asesinatos.
Las milicias Interahamwe —grupos paramilitares organizados por el partido gobernante, conformados en su mayoría por jóvenes hutus radicalizados y entrenados para asesinar— lideraron los ataques junto a civiles armados. Las escuelas, hospitales e iglesias se convirtieron en centros de masacres. "La comunidad internacional fracasó a la hora de intervenir", reconoció el exsecretario general de la ONU, Kofi Annan.
La voz de las víctimas
"Mi madre, mis hermanas y mi hermano fueron asesinados. Yo fui la única que logró escapar. Tenía que esconderme incluso entre cadáveres para sobrevivir", relata Claudine, una sobreviviente tutsi entrevistada por International Alert. Durante años, sufrió pesadillas y ansiedad. "No podía confiar en nadie".
Otra voz que resuena es la de Jacqueline Murekatete. Tenía nueve años cuando su familia fue asesinada. Hoy es activista y recorre el mundo contando su historia. "Mi abuela fue violada antes de ser asesinada. Mis primos, mis tíos, todos murieron. Compartir mi historia es mi forma de evitar que vuelva a pasar", declaró en entrevista con Facing History.
Pero no todas las heridas son visibles. Jean-Paul, hoy de 45 años, fue testigo del asesinato de su padre, degollado frente a él con un machete. "No sentí miedo en ese momento. Sentí que me apagaba por dentro", contó a The Survivors Foundation. Tras el genocidio, vivió con familiares lejanos y pasó años sin hablar. "Recién a los 30 pude decir la palabra 'muerte' sin llorar". Fue gracias a un programa de acompañamiento psicológico comunitario que empezó a recuperar su voz. "Poder hablar me salvó la vida", asegura.
Odette, una exenfermera de Kigali, recuerda cómo atendió a mujeres con mutilaciones en iglesias convertidas en trampas mortales. "Vi bebés con los cráneos abiertos. Ningún ser humano debería ver eso. Me dolía el alma", dijo en un encuentro del Kwibuka (ceremonias de conmemoración). Hoy trabaja con huérfanos que, como ella, sobrevivieron sin familia.
También está Emmanuel, que tenía 13 años cuando huyó a pie hacia la frontera del Congo. Caminó durante días sin comida, sorteando puestos de control donde mataban a machetazos a quienes no supieran hablar kinyarwanda con acento hutu. "Nos delataba el idioma. El genocidio también fue lingüístico", dijo en un documental producido por Aegis Trust.
Cuando los verdugos hablaron
International Alert ha documentado testimonios de perpetradores que hoy conviven con las comunidades a las que destruyeron. "Participé en los asesinatos. Nos decían que los tutsis no eran humanos. Eso justificaba cualquier acto", confiesa uno de ellos. Tras cumplir condena, se reintegró gracias a un programa de reconciliación comunitaria.
Anastase, quien fue miliciano de Interahamwe, relató ante un tribunal Gacaca que mató a su vecino con una azada. "Lo conocía desde niño. Jugábamos fútbol juntos. Pero en esos días, nos llenaron de odio. Pensé que era mi deber matarlo". Hoy vive a 300 metros de la familia de su víctima. "No hay día que no sueñe con eso. Pero pido perdón".
Marie, cuyo esposo fue asesinado por su propio primo, recuerda cómo tuvo que asistir a las audiencias locales donde los asesinos confesaban. "No era justicia, era como abrir la herida una y otra vez. Pero también entendí que el silencio nos hacía más daño".
Los tribunales Gacaca, inspirados en la justicia tradicional, permitieron juzgar más de un millón de casos en poco más de una década. Aunque criticados por la falta de garantías procesales, abrieron espacios de verdad y reparación que, según Naciones Unidas, evitaron nuevos brotes de violencia.
Memoria para que no se repita
Ruanda ha resurgido. Tras décadas de transformación, el país ha reducido la pobreza en más del 60%, modernizado su Estado con instituciones eficientes y consolidado una estabilidad que parecía imposible en 1994. En 2024, su economía creció un 8,9%, superando el 8,2% del año anterior, gracias a una combinación de buenas cosechas, inversión en manufactura y un sector de servicios en auge.
Pero más allá de estas cifras, Ruanda es un país que ha aprendido que sin memoria todo puede volver. "El dolor no desaparece. Pero si no enseñamos a los jóvenes a reconocer las señales del odio, podríamos repetir la historia", advierte Jacqueline.
Recordar Ruanda no es solo conmemorar el pasado, es una advertencia, porque donde se normaliza el odio, se enciende el germen del genocidio. Y porque donde se mata una identidad, se mata a toda la humanidad.
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