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RETOS Y DILEMAS

¿Podrá hacerse realidad este ensueño de régimen de nuevo tipo sin una amplia y constante participación social?
La iniciativa de un Pacto Nacional encontró oídos prestos en un amplio espectro de los partidos tradicionales, llamativo, pero también preocupante en la medida en que su aceptación reduce los grados de libertad del gobierno

Carlos Alberto Gutiérrez Márquez

Hernando Carrizosa, de la serie "Referentes" (Cortesía del autor)

Los albores de un nuevo régimen político, un horizonte que se abre en Colombia. El Acuerdo Nacional convocado por el gobierno que entrará en funciones el 7 de agosto abre ventanas y puertas para que por ellas crucen luces de diversa tonalidad ideológica y política. Algo que sorprende a propios y extraños, pero común en otras latitudes, sobre todo en países en los que prima el régimen parlamentario, donde la concertación, a no ser que se obtenga en las urnas mayorías indiscutibles, es obligatoria.

Un gobierno que consciente de su minoría parlamentaria sabe que de cambiar esa correlación de fuerzas depende el éxito o fracaso de su gestión, toda vez que desde el próximo 20 de julio su bancada deberá radicar en el legislativo las iniciativas que le permitan refrendar ante el país sus promesas de campaña, reafirmando también el imaginario por el que debe responder la izquierda, cualquiera sea su matiz: ser partera de un nuevo país.

La iniciativa de un Pacto Nacional encontró oídos prestos en un amplio espectro de los partidos tradicionales, llamativo, pero también preocupante en la medida en que su aceptación reduce los grados de libertad del gobierno para proceder con las transformaciones más sustantivas, pues sería ingenuo pensar que las adhesiones son carta blanca para que el ejecutivo haga los cambios tal y como los ha planteado en la campaña. No hay que olvidar que los partidos tradicionales representan intereses atados a los agentes del poder económico, y no por usar buenas maneras van a dejar de lado la defensa de las ventajas para el gran capital.

Como es sabido, el primer año de gestión es un tiempo ideal para liderar las iniciativas más profundas o que pudieran encontrar mayor resistencia entre los grupos de poder. El gobierno aún no está desgastado y quienes lo votaron estarán expectantes y dispuestos a acompañarlo. Por ello se espera, tal y como lo han anunciado, que la prioridad legislativa la centre en la reforma estructural tributaria a través de la cual transformar el andamiaje impositivo vigente en el país y con ello obtener en pocos meses la masa monetaria indispensable para hacer realidad una ampliada inversión destinada a mejorar las condiciones de vida de las mayorías nacionales. Y, paralelo a esto, poder empezar a quebrar las altas tasas de desigualdad reinantes en el tejido social. La vieja disputa entre el pago de impuestos directos o indirectos, zanjada hace tiempo en favor de estos últimos (como el IVA), menos progresivos, que gravan los ingresos de los agentes y no las actividades, sean de producción o de demanda, alcanza nuevamente un punto importante en la discusión, y será uno de los aspectos centrales en las diferencias entre los principales grupos sobre el tema fiscal. Desmontar esa lógica y remarcar las asimetrías en las contribuciones sociales debe ser un ejercicio de desmontar mitos y denunciar inequidades.

Otras iniciativas de ley, como la reforma agraria, también deberán estar en cocción. Como es conocido, el de la tierra es el factor fundamental, indispensable, por resolver en Colombia y sin cuya resolución no se quebrará la base estructural del conflicto armado que marca la cotidianidad de diversas regiones del país, como tampoco los rasgos más persistentes de nuestra estructura social: concentración de riqueza, narcotráfico, desempleo, informalidad laboral, violencia, negación de diversidad de derechos fundamentales, peso de las fuerzas armadas, como tampoco se podrá superar a plenitud el régimen político que está moribundo y del cual el autoritarismo, el militarismo, entre otros, son rasgos preponderantes.

Otra variedad de agendas pendientes: en salud, seguridad social, pensiones, energía, medio ambiente, entre otras, también estarán allí, pero por ser tantas y tan diversas, y en tanto la base sobre la que se asienta el Acuerdo Nacional parte de agendas concretas, tiempos, amplitud e impacto, el espacio para las mismas también es limitado. La apertura de sesiones legislativas el 20 de este mes indicará con precisión los acuerdos y los márgenes para realizarlos. En todo caso, el tiempo está marcado por un máximo de 12 meses o mucho menos, en vista de que el 2023 es año de elecciones territoriales y ante ello, seguramente, los acuerdos y alianzas tendrán otros matices y otros afanes. Un nuevo mapa del poder territorial potencia el cambio de régimen político o limita el que hoy irradia luces en varias direcciones. Debe quedar claro que la urgencia de las necesidades riñe con los tiempos de las formalidades, y que cuatro años son un periodo muy corto para saldar la deuda social. Transformaciones mayores requieren de la participación directa del movimiento social, y este debe entender que los resquicios que puedan abrirse por las disminuciones de la represión deben usarse para su fortalecimiento y para alzar el reclamo que de paso conduzca a una democracia más directa.

Un giro en el régimen político que vaya acompañado de una amplia participación social, con especial énfasis regional –periférico o de quienes pueblan los territorios donde más se padece la injusticia y desigualdad social–, así como juvenil, a lo largo y ancho del país, que deberá materializarse por medio de asambleas y reuniones territoriales de todo tipo, con carácter no solo deliberativo sino con poder de mandato y que, por tanto, según el mismo sistema político reinante, terminará transformándose en multiplicidad de proyectos de ley que enriquecerán la agenda legislativa de los próximos años que apunten, repetimos, a que sea entendido y reconocido que “otra democracia es posible”.

El movimiento social debe evitar que todo acabe en la institucionalización de la agenda social. De la decisión de los de a pie de no permitir que sus demandas, como camino obligado, terminen formalizadas y en debate en el órgano legislativo, depende que la brecha que parece abrirse termine convirtiéndose en el camino que conduzca al país a ser una sociedad más armónica y amable. Autonomía, autogestión, sentido crítico, vocación asociativa y transformadora de la estructura social y económica hoy dominante podrán estar a su mando y no dejar de iluminarlo.

Una decisión que, incluso, podría –debería– ser estimulada desde el alto gobierno, consciente que la fortaleza de los actores sociales, y el entretejido entre todos ellos, la libertad para actuar, su puja con el gran y mediano capital, las líneas de fomento a tasas de interés menores o similares a las brindadas a los capitales semilla, a la par de la necesidad de que la diversidad ideológica y política sea cada vez más notoria en el país, y algo trascendental, que no sean ni estigmatizadas ni criminalizadas, es condición sine qua non para que el giro que inicia en el país no encuentre de manera pronta un paredón de inconformidad social al no ver satisfechas sus expectativas e ilusiones de cambio. O que los avances logrados sean revertidos en próximos periodos por movimientos de signo contrario.

Al así obrar, el régimen político que irá consolidándose tendrá un arcoíris como su base ideológica, sin pretender esquematizar ni encerrar en un estrecho marco a la diversidad que somos. País de regiones que cada vez está más a la orden del día como fortaleza para enfrentar, como lo anuncia la fórmula Petro-Márquez recién elegida, la avanzada del cambio climático, para construir una economía no enmarcada en los parámetros de las multinacionales y sus afanes extractivistas, que para el caso del agro pasa por manipulación genética, destrucción de la diversidad biológica que caracteriza a un país como el nuestro y reducción del campesinado a simple peonaje de nuevo tipo y conocidas consecuencias.

Un estímulo a la no institucionalización que debe alimentar infinidad de iniciativas económicas de base asociativa, cooperativa y solidaria, un camino diferente al emprendimiento (individual/individualizante) tan cacareado por los organismos multilaterales y por los gobiernos hasta hoy en funciones en el país. El paso de la competencia a la empatía como principio social en el que la solidaridad y el reconocimiento del otro, mediante la alteridad, den lugar a una sociedad que ciertamente rechace el clasismo, las exclusiones, el sexismo y el racismo debe ser parte de esas metas de mediano y largo plazo del nuevo gobierno.

Tenemos, entonces, el germen de un nuevo régimen político que, por extraño que parezca, tiene en sus manos y entre sus prioridades demandas y temáticas que, como la pendiente reforma agraria también dieron paso a otros cambios de régimen, como el liderado por la llamada Revolución en marcha (1934-1938), y que al finalizar aquel mandato, no lograron realización efectiva.

Como entonces, el afán de un sector del establecimiento es el de arrinconar a la oligarquía terrateniente para poder liberar gran cantidad de hectáreas que permanecen improductivas, dedicadas al pastoreo de pocos semovientes o, simplemente, aguardando su valorización por efecto del paso del tiempo y la demanda creciente de tierras por parte de campesinos minifundistas, o de urbanizadores cuando las ciudades rompen sus fronteras naturales y se conurbanizan.

Diferente a aquel entonces, es que la resolución de esa demanda también es condición para ambientar una resolución efectiva para la problemática del sembrado de los llamados cultivos ilícitos, así como para la erradicación de pequeños laboratorios para transformar la base de coca, como también lo es para recuperar la seguridad alimentaria, cada vez más vigente y urgente.

Pero hoy existe un factor económico multinacional que entonces no estaba presente: el interés de capitales globales por invertir y controlar la producción agraria, lo cual haría imposible tanto la democratización del acceso a la tierra como la seguridad alimentaria, al tiempo que empantanaría la implementación de una acción renovadora, en profundo sentido y sentir, en el campo ambiental. La búsqueda de hacer de la Orinoquía y la Amazonia colombianas planicies para el monocultivo, por la que pujan de tiempo atrás los grandes capitales, marcará en el futuro próximo las disputas entre el uso económico de esos espacios poco propicios para ese fin y su conservación como recurso ambiental y de la diversidad ecosistémica.

Reforma agraria, en todos los sentidos, que va de la mano con el reconocimiento de quien ejercerá como jefe de Estado de que vendrá más capitalismo, para lo cual es indispensable modernizar la estructura social hasta hoy imperante, no solo en este sector sino en otros. La inquietud que despierta esta pretensión es que, si como era visible cuando el gobierno de Juan Manuel Santos pretendió inversión para la altillanura, con monocultivos, y otras partes de la geografía nacional con énfasis en turismo, lo que vendrá para el país no solo será más capitalismo sino más capitalismo globalizado, es decir, nuestra sociedad al servicio y como clorofila para alimentar grandes capitales. Dependencia ahondada, adornada de nuevas imágenes y remozados discursos, capitalismo verde, entre ellos, y como seguramente enfatizará Biden cuando trate del tema con quien asumirá funciones la primera semana de agosto.

Una transformación real en su matriz política que también encuentra un pendiente en las circunstancias que dieron pie para la renovación del régimen político en 1958 y con ello, por un lado, abrir una época de convivencia política por medio de la alternancia en la dirección del gobierno y, por el otro, cerrarle el paso a las vías violentas como conducto para resolver las contradicciones que tuvieran los partidos políticos, pero también las que surgieran en el tejido social.

Como es conocido, el Frente Nacional, sellado como acuerdo de cúpulas, a espaldas del país y para beneficio de los de siempre, terminó por criminalizar y excluir a las mayorías de la participación política legal y no logró sembrar vías pacíficas para dirimir la conflictividad social.
Un nuevo régimen político, por tanto, si quiere profundizar en sus raíces deberá, por un lado, no caer en la trampa de los acuerdos de cúpulas, a espaldas del país, de las necesidades y sueños de las mayorías y, por otro, resolver de una vez y para siempre la realidad del conflicto armado. Paz negociada que deberá darle vida a un país cada vez más diverso, activo, participante, con reducidas cifras de desigualdad social, sin narcotráfico, soberano en el marco de la comunidad internacional, entre otros pendientes.

Fundamentales pendientes, como lo son en su real concreción variedad de derechos humanos recogidos en la Constitución de 1991 y con la cual tomó cuerpo un renovado régimen político que, de alguna manera, intentaba abrir espacio real a la participación y posibilidad de triunfo de fuerzas diferentes a los partidos tradicionales, a la par de abrirle espacio a la solución efectiva del conflicto armado reinante por varias décadas en el país. En simultáneo, buscó legitimar el neoliberalismo y enmarcar al país en la agenda global dominante. La contradicción entre régimen político abierto y estructura económica delimitada en los marcos e intereses del gran capital ha demostrado ser incapaz de eliminar la violencia de las formas políticas en Colombia. Sin entender eso y desmitificar el discurso convencional que sataniza las políticas redistributivas e idealiza una lucha meritocrática, que además es falseada, es imposible iniciar un camino de paz verdadera.

Como es evidente, el tema de los derechos humanos, a plenitud, está pendiente y es un reto para el naciente régimen político que hoy tenemos a la vista en su propósito de igualdad social; como también continúa a la orden del día la resolución del conflicto armado. Y como superación plena de lo heredado por la reforma del 91, dejar a un lado el neoliberalismo, lo cual no pasa de manera total o exclusiva por la agenda local, sino que está ligado a la global. La crisis sistémica que marca hoy al capitalismo, con el declive del imperio del Norte y el emerger de contrapesos reales que lo van empujando de su sitial de honor, las guerras en curso como coletazos de esa acción y reacción, todo ello marca y limita ese propósito. Un imperativo que pasa, además, por una transformación cultural de amplio espectro y con materializaciones en formas de ver y relacionarse entre los millones que somos, así como en usos y consumos imperantes y cada vez más potenciados por las multinacionales de todo tipo, las avanzadas del capital.

Es una realidad que relaciona y condiciona los pretendidos del nuevo gobierno, en tanto ganan más espacio las guerras locales/regionales, y el ascendente hacia la colisión entre imperios o entre sus aliados, no de menor sino de mayor poder militar, propician que la tendencia hacia el autoritarismo gane mayor espacio por doquier y con ello, tal vez con sorpresa o sin ella, recuperen espacio los gobiernos de los militares como fue tan común a lo largo de los años 60 y 70 en nuestra región, así como en otras partes del mundo.

¿Podrá hacerse realidad este ensueño de régimen de nuevo tipo sin una amplia y constante participación social? ¿Podrá hacerse realidad sin el fortalecimiento de los tejidos sociales, su autonomía y vocación autónoma? ¿Podrá hacerse realidad sin que broten cientos de flores en el jardín de la política? ¿Podrá materializarse sin pasar de la democracia formal a una de participación y reales posibilidades para que la economía y la resolución de las problemáticas sociales de distinto orden estén en manos de la diversidad social que somos?

Carlos Alberto Gutiérrez Márquez

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Fuente:
Periódico Le Monde diplomatique, edición Colombia Nº223, julio 2022

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