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EL PODER DE LA DERECHA COLOMBIANA


Javier Calderón Castillo

Las facciones de las élites del poder están en disputa, aunque sin poner en riesgo ninguno de sus privilegios. 

Colombia llega al año de sus elecciones presidenciales y parlamentarias, polarizada, empobrecida y con un sueño de paz cumplido a medias.

Colombia llega al año de sus elecciones presidenciales y parlamentarias, polarizada, empobrecida y con un sueño de paz cumplido a medias. El escenario político padece un sisma que puede resultar en procesos de cambios, en continuidades o regresiones. Las facciones de las élites del poder están en disputa, aunque sin poner en riesgo ninguno de sus privilegios.

En primera vuelta electoral se enfrentarán dos fuertes candidaturas, las cuales solo se diferencian por la estructura clientelar a la que representan: la de Germán Vargas Lleras y la del binomio de Iván Duque y Marta Lucía Ramírez. Estos tienen la mayor posibilidad de concretar su triunfo, no por las preferencias de la opinión pública, que hasta el momento se orienta por candidatos del cambio[1], sino por el efecto reproductor de los factores constitutivos (y rutinarios) del poder, fabricados durante los últimos sesenta años.

Entender dichos factores resulta una necesidad para definir estrategias de disputa con realismo político y con alguna posibilidad de quiebre de lo establecido. Las elecciones con grandes jugadores profesionales –como será la próxima contienda– no dejan margen para interpretaciones ingenuas, ni para desconocer prácticas políticas que han estructurado una relación deformada y escindida entre el electorado y el Estado, tales como la compra-venta de votos o las presiones armadas a los sufragantes de bandas paramilitares en 27 de los 32 departamentos del país[2].

La violencia, la corrupción, el clientelismo, la industria cultural y la crisis de representatividad del sistema político son los factores de la trama del poder con los cuales la derecha resiste atrincherada en las instituciones del Estado. Dichas instituciones son su modo de reproducción y, a la vez, el objeto principal de disputa interna. Sin embargo, esos factores son dispositivos susceptibles de transformación, pues son creaciones humanas sujetas a validaciones y a consensos sociales, que pueden cambiar en las elecciones y en todos los procesos de movilización social.

La violencia

“La nación carece de la noción exacta de lo que fue la violencia”, decían Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña en su célebre libro “La violencia en Colombia”, en 1960. La violencia ha tenido y sigue teniendo efectos devastadores en los tejidos organizativos de la comunidad –en general– y ha sido utilizada como el látigo del electorado para el caso de las elecciones –en particular–. La fundación Paz y Reconciliación advierte que los grupos paramilitares tienen presencia activa en 275 municipios de 27 departamentos. En los últimos años, estos han mutado su estrategia, pasando de impulsar las candidaturas por la fuerza –como lo hicieron hasta el 2006 y en las elecciones de 2010, 2011, 2014 y 2015– a la utilización de grandes sumas de dinero para favorecer a sus candidatos preferidos[3].

La violencia se ejerce para acceder al poder o acrecentarlo. Durante los Gobiernos de Álvaro Uribe, 44 parlamentarios fueron procesados por la Corte Suprema de Justicia por su militancia o relación con los grupos paramilitares y, en especial, por la determinación de estos en el triunfo electoral de los congresistas[4]. Igual suerte corrieron gobernadores y algunos alcaldes municipales. Los partidos más investigados por su relación con la violencia paramilitar fueron Cambio Radical, el Partido de la U (en ese momento el partido de Uribe), el Partido Liberal y el Partido Conservador[5], precisamente los mismos que están impulsando las candidaturas de Germán Vargas Lleras, de Iván Duque y de Martha Lucía Ramírez.

Por ello, esa violencia “institucionalizada” con la cual algunos políticos reciben beneficios, se debe poner en discusión en el proceso electoral. Cerca de 67 familiares de congresistas, gobernadores y alcaldes sentenciados por paramilitarismo, asesinato y otros delitos conexos[6] aspiran a estar en el Congreso, movilizando cuantiosas sumas de dinero para lograrlo. Se habla de que diez “clanes” podrían controlar el 35% del Congreso[7], la mayoría liderados por ‘parapolíticos’.

Por ello, lo nuevo es la no violencia en la política. El escenario del cambio lo alcanzarán quienes logren una movilización electoral y cultural a favor del cese de la violencia, contra esa violencia “institucionalizada” que elige congresistas, que define la política en 275 municipios y que utiliza las banderas de la derecha para reproducir el neoliberalismo y la desigualdad.

La corrupción y el clientelismo Odebrecht, Reficar, el Grupo Nule y cientos de empresas de construcción y servicios están comprometidas con la corrupción y el financiamiento de buena parte de las campañas del uribismo y del santismo. Sin embargo, esto no es motivo de controversia electoral. Parece “natural” que la derecha sea corrupta. Los medios de comunicación son indulgentes con la corrupción y la sociedad la recibe como algo “normal”. Ese desaliento en la lucha contra la corrupción es un “gran logro” de la derecha colombiana, pues impide que sea un tema que defina la voluntad del electorado.

Elizabeth Ungar, una de las cinco expertas que propusieron las modificaciones al sistema político en el 2017 como parte del posconflicto (reforma hundida en el Congreso), plantea que es preciso saber quién financia a quién en las elecciones, porque “Cuando el dinero se convierte en el factor determinante de los resultados electorales y por ende de quiénes tienen la posibilidad de ejercer o de incidir en el poder, se vulnera el derecho a ser elegido y a elegir libremente”[8].

La violencia y la corrupción generan los recursos para el clientelismo, una pirámide en la cual se intercambia dinero por votos, además de puestos públicos y segmentos de institucionalidad. Cuanto más alto sea el cargo y la porción de Estado, mayor es el precio a pagar y el segmento de Estado a conferir. Es una lógica de ‘toma y dame’ que limita el valor del voto a una mera mercancía transable. No tiene el valor simbólico para castigar la mala administración, ni para votar en pos de mejorar su propia vida. Cuando el voto se vende o se intercambia se convierte en un voto contra sí mismo.

Estas prácticas son muy arraigadas y están extendidas por la región, gracias a ellas las derechas se mantienen en el poder y lo reproducen. Esa es una de las razones por las cuales las encuestas tienen un gran margen de error. Si fuera por la opinión pública, hoy, el electorado elegiría para el balotaje a Sergio Fajardo y Gustavo Petro. Sin embargo, las maquinarias del clientelismo están trabajando en silencio en los 275 municipios controlados por los paramilitares y, en el resto del país, con las redes empresariales que apoyan los clanes políticos en su tarea de comprar y prometer porciones del Estado a cambio del voto.

Industria cultural

En un informe exhaustivo, realizado por el proyecto de Monitoreo de Propiedad de los Medios de Colombia, desarrollado por la Federación Colombiana de Periodistas (Fecolper), se visibilizan tanto la alta concentración de los medios de comunicación, como las relaciones de los medios con la clase política. Tan sólo ocho grupos mediáticos con asiento en el país concentran el 78% de la audiencia en radio, prensa escrita y televisión. Los grupos empresariales más grandes, que concentran cerca de 50% de los medios, son la Organización Ardila Lülle (28,7%) y el grupo económico Santo Domingo (19%)[9].

Los empresarios que poseen estos medios no participan como candidatos electorales, aunque sí aportan financieramente a campañas de candidatos afines. De esta forma aseguran su incidencia en decisiones estatales, como, por ejemplo, el establecimiento del salario mínimo (cuyas escasas subidas pauperizan a la clase trabajadora) o la decisión de mantener impuestos absurdos como el 4 x 1000, que se cobra a todos los usuarios del sistema financiero para subvencionar a los bancos por si quiebran.

Los medios también se benefician de la pauta que paga el Estado. Los privados absorben el 91% de la pauta publicitaria, de la cual el Estado invierte cerca de 121 mil millones de pesos anuales (40 millones de dólares)[10]. Los recursos de municipios, gobernaciones, ministerios y otras instituciones estatales, destinados a pauta no tienen ninguna reglamentación y son usados con los criterios estéticos, políticos y clientelares que los funcionarios y los medios decidan.

En estos medios, además de la incidencia política en campañas y del favorecimiento financiero, se transmiten programas, noticias e información que tienden a incidir sobre las elecciones. El caso más notorio fue el papel de algunos medios en el plebiscito por la paz, donde mantuvieron al electorado desinformado y con una matriz contraria al Acuerdo de Paz, en especial, por lo ocurrido con el grupo Ardila Lülle y su sistema informativo RCN[11]. El debate electoral que comienza no será la excepción, los sectores que encarnan el cambio político en el país se enfrentarán a la ardua tarea de sobrepasar la censura mediática con las redes sociales y con propuestas audaces.

Crisis de representatividad del sistema político

Todo ese esquema descripto nos lleva a este eslabón concreto donde se definen las relaciones de poder, a través de la organización de las distintas ideas y proyectos de país. En la actualidad, existen 13 partidos políticos[12], la mayoría adscritos a las ideas neoliberales y conservadoras. Sin embargo, en las encuestas y estudios de cultura política, la ciudadanía responde de forma refractaria a los partidos políticos, la imagen negativa de estos llega al 89%, y la gente los considera corruptos y causantes de los males del país[13].

Esa cifra demuestra una crisis de representatividad y una ruptura entre los partidos políticos y la población. Una crisis que es necesaria y funcional a la dominación clientelar y corrupta, facilitadora de la manipulación mediática y la transacción mercantil del voto. Una crisis del sistema político sin ruptura, que resulta paradoja, pues en otros países dicha crisis ha terminado en cambios políticos importantes como es el caso de Bolivia y Ecuador.

Es posible cambiar en Colombia, hoy como nunca existen candidatos y candidatas alternativas a la derecha, pero el escenario de triunfo (incluso pensando a mediano plazo en las elecciones del 2022) se conseguirá develando estos factores de poder, conectándose con la población, animando el poder que tiene el ciudadano en el voto, en la participación. Hará la diferencia una candidatura que rompa con lo “normal”, con las maquinarias y con los sentidos instalados sobre la continuidad del elitista modelo de poder, llamando a construir nación en un lugar donde la patria sea el otro.
_____________________



[3] Ibidem











Fuente: http://www.celag.org/poder-la-derecha-colombiana/

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