El abordaje propuesto por el ecomarxismo, a partir de la extensión de la crítica de la economía política en la veta inaugurada por Marx, resulta fundamental...
Frente a la crisis ecológica, la idea de que pueden generarse soluciones efectivas sin cambios profundos en el sociometabolismo es, probablemente, más peligrosa que el negacionismo
Esteban Mercatante
4 noviembre, 2024
A medida que la crisis ecológica se ha vuelto cada vez más difícil de negar, el capitalismo verde se ha ido consolidando cada vez más. Con sus distintas facetas. Tenemos la línea más emprendedorista, que rescata el rol empresarial en tomar medidas de innovación en terrenos vinculados con la sostenibilidad, o la transición energética. Tenemos la regulación más de corte neoliberal sobre “fallas de mercado”, que podemos ver en todo lo que son los impuestos al carbono o los mercados de bonos de carbono, los pagos por conservación, etc. Y después, intervenciones de tipo keynesiano para subsidiar las inversiones que desarrollen energías renovables o impulsen la descarbonización de la industria, o directamente desarrollar iniciativas de inversión estatal. En paralelo, desde los Acuerdos de París se avanzó en compromisos de los distintos países para reducir las emisiones, en niveles que como viene advirtiendo el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) en sus últimos documentos están lejos de lo requerido para evitar que el aumento de temperaturas supere los niveles críticos de 1,5 o 2 ºC en este siglo.
Hoy las empresas compiten cada vez más por mostrarse alineadas con objetivos de sostenibilidad, lo que ha dado lugar a un generalizado lavado de cara verde con poco o ningún impacto real en materia de cambio en las formas productivas. Las proyecciones y escenarios del IPCC trabajan en la perspectiva de que seguirá desarrollándose este capitalismo verde en sus distintas facetas. Eso no aparece cuestionado, aunque al mismo tiempo los informes se van haciendo cada vez más alarmistas sobre los umbrales de límites planetarios que van siendo superados, que van mucho más allá del cambio climático que ya está en terreno peligrosísimo.
Pero, la principal medida de éxito del capitalismo verde no está por lograr resultados efectivos en estos planos, sino que está dada por el grado en que estas iniciativas permitan legitimar el ecologismo de las grandes empresas. Mantener el dominio de los discursos ecológicos significa asegurar que primen las propuestas de soluciones ecológicas que pasen airosamente por las consideraciones de costo-beneficio monetario.
¿Puede el capitalismo verde ser algo más que greenwashing? David Harvey nos recuerda que el capital “cuenta con una prolongada trayectoria de resolución de sus dificultades medioambientales” [1]. Pero, acota el autor, el “éxito” del capital en hacer frente a estos trastornos medioambientales se ha dado “en los términos del capital, que son los de la rentabilidad sostenida” [2]. Esto implica que la sostenibilidad de las condiciones ecológicas en el mediano o largo plazo tiene un rol subordinado. De hecho, la idea de desarrollo sustentable se apoya en una noción de sustentabilidad débil según la cual la destrucción de los ecosistemas puede ser sustituida por otras formas de “capital”, lo cual es un absurdo desde el punto de vista ecológico, pero sirve a los fines de este sistema.
El capitalismo verde, aunque parezca cada vez más hegemónico más allá de los cuestionamientos que recibe por derecha (que contribuyen a que sectores progresistas cada vez más tomen sin cuestionamientos la agenda neoliberal contra el cambio climático), no apunta en lo inmediato a un reemplazo del capitalismo contaminante, sino en todo caso a compromisos. Las industrias hidrocarburíferas, y todas las que se apoyan en ellas, siguen funcionando en condiciones de ganancias, aunque se busque subsidiar más a energías de transición. Al mismo tiempo, el capitalismo verde pone foco en algunos límites planetarios, como el del clima, pero no en el conjunto de los mismos, porque reconocer hace más difícil mantener velada la idea de que hay un problema sistémico con el funcionamiento del metabolismo socionatural, lo que implica cuestionar el orden social en su conjunto para resolverlo.
Las armas de la crítica ecológica
Frente a la crisis ecológica, la idea de que pueden generarse soluciones efectivas sin cambios profundos en el sociometabolismo es, probablemente, más peligrosa que el negacionismo. Es una ideología que debe ser profundamente desmentida, revelada como la mistificación que es, y respondida con una alternativa que permita proyectar un sociometabolismo alternativo, que apunte a una relación más razonable en el metabolismo socionatural.
Me interesa, entonces, rescatar los aportes del ecomarxismo, al mismo tiempo como herramientas que permite discutir las raíces sistémicas que tiene la producción de crisis ecológicas de este orden social, y como punto de apoyo para la discusión de los horizontes poscapitalistas, socialistas.
La crisis ecológica viene planteando el desafío de buscar herramientas teóricas adecuadas para abordarla, y esto ha puesto en efervescencia a todas las esferas de la producción de conocimiento. En este marco de crisis que viene atravesando hace tiempo a todas las disciplinas, es que se ha producido una revalorización de las elaboraciones de Marx, Engels y otros autores marxistas sobre la problemática ecológica y la relación sociedad-naturaleza, en una clave no dualista, producto del esfuerzo del pensamiento ecomarxista contemporáneo. Autores como John Bellamy Foster, Paul Burkett, Kohei Saito, por sólo mencionar algunos, han contribuido a la reconstrucción del pensamiento ecológico de Marx a partir del estudio atento de sus trabajos publicados, así como de aquellos que permanecen inéditos como los cuadernos de sus últimos años. En el andamiaje conceptual de la crítica de la economía política, han subrayado las dimensiones de un pensamiento ecológico no sistematizado, pero profundamente arraigado en su comprensión de las dinámicas de la acumulación capitalista, y muy actual. A partir de este rescate, han contribuido al diálogo y polémica con lo que se ha elaborado desde distintas posiciones del marxismo sobre estas cuestiones a lo largo del siglo XX.
Lo que surge de esta propuesta es una teoría que se aleja tanto de los materialismos mecanicistas, como de planteos que, contra estas posiciones, se inclinaron como una separación tajante, unilateral, de las esferas natural y social. Siempre hubo, en el campo marxista ampliamente definido, posiciones que partían de la continuidad entre lo natural y lo social, contra el dualismo antinaturalista, pero que, a la vez, buscaban distinguir en esa continuidad una especificidad de lo que es un constructo social. El distintivo aporte de las lecturas más actuales es que, partiendo de las elaboraciones de Marx, y en parte también de Engels, encuentran conceptos relevantes para el abordaje de las problemáticas ecológicas.
Quizás el aporte más crucial, que distingue el abordaje marxista de la crisis ecológica generada por el capitalismo, tiene que ver con analizarla a partir de la dinámica de funcionamiento del sistema. Que esta es una cuestión de acuciante actualidad, la pone en evidencia, por ejemplo, Nancy Fraser, en su reciente Capitalismo Caníbal. La autora plantea la importancia de inscribir las opresiones de raza y de género, los daños ecológicos y las tendencias antidemocráticas que se observan en el orden social, en una mirada integradora, que aborde las relaciones entre estas dimensiones y las dinámicas básicas de la acumulación capitalista. Una mirada de este tipo es profundamente deudora del herramental crítico construido a partir de El capital de Marx, aunque la autora por momentos no reconozca esto o incluso levante esta crítica, en parte, contra Marx. La producción y circulación de capital es abordada por Marx como un proceso inseparablemente social y material. Podría parecer una obviedad, pero esta doble dimensión tiende a desvanecerse en la economía política, ni que hablar en la disciplina económica contemporánea.
Cuanto más se convierte el capital en la relación social dominante y transforma de manera acorde las maneras de producir, genera formas específicas de dominio sobre la naturaleza humana y no humana. En su crítica de la economía política Marx se propone poner en evidencia todas las mistificaciones que se encierran detrás de las categorías con las que esta disciplina se propone explicar el funcionamiento del sistema. Marx muestra cómo la reproducción del orden social capitalista se apoya necesariamente en toda una serie de procesos materiales y sociales que no resultan visibles desde una mirada estrecha de estas categorías económicas. El aspecto más obvio es la explicación de la explotación capitalista, que aparece en la economía política como un intercambio de equivalentes donde cada parte obtiene un precio “justo”. Pero también encontramos referencias a la expoliación de la naturaleza, el aprovechamiento de trabajos no remunerados y las lógicas económicas del colonialismo con sus derivaciones racistas también. No se trata de menciones anecdóticas. Aunque no podamos decir que en Marx haya una crítica ecológica del capitalismo desarrollada, lo cual sería en cierta forma un reclamo extemporáneo, en el edificio teórico de su crítica el problema de los trastornos de los metabolismos socionaturales fue adquiriendo una presencia cada vez mayor en su crítica de la economía capitalista.
Si seguimos el hilo del razonamiento a través del cual Karl Marx se propone en El capital la reconstrucción conceptual del modo de producción capitalista, podemos ir viendo las distintas dimensiones antiecológicas que distinguen al metabolismo socionatural característicamente capitalista. Seguir todo del camino de la mercancía, desde la circulación de los insumos y materias primas (incluyendo la fuerza de trabajo convertida en mercancía), pasando por la producción, hasta llegar a la circulación del capital y las leyes generales de su acumulación (incluyendo las formas de incremento de la plusvalía) permite delinear la multiplicidad de determinaciones que hacen al capitalismo un orden social profundamente antiecológico. No sólo porque cuantitativamente está llevado a un permanente aumento de la escala de valorización (lo que presupone procesos materiales en escala creciente) sino también cualitativamente porque la traducción de toda las esferas de la vida a valores se desentiende de cualquier impacto en los ecosistemas. La propia separación de los productores respecto de los medios de producción, presupuesto básico de este sistema, es convincentemente formulada por algunos autores como la clave para la relación indiferente y enajenada que puede imponer este orden social respecto de la naturaleza. La naturaleza es convertida en objeto de apropiación en pos de la valorización, algo que se exacerba en los extractivismos contemporáneos que conllevan niveles cada vez más extremos de amputación ecológica.
En suma, el abordaje propuesto por el ecomarxismo, a partir de la extensión de la crítica de la economía política en la veta inaugurada por Marx, resulta fundamental para realizar lo que Paul Burkett definía como un análisis socioecológico, que sea al mismo tiempo “consistentemente social y materialista” [3]. Esto significa reunir dos requisitos al mismo tiempo. Por un lado, abordar las relaciones entre las personas y la naturaleza como algo socialmente mediado de maneras históricas específicas, evitando así las concepciones crudamente materialistas –ya sean deterministas tecnológicas o naturistas– de la realidad social como algo naturalmente predeterminado. Por otro lado, debe evitar caer en una visión social-construccionista que enfatice unilateralmente el papel de las formas sociales en la configuración de la historia humana, descuidando cómo el contenido material de estas formas está limitado por las condiciones naturales de producción y evolución humana.
Esto es importante para discutir, por ejemplo, cómo entendemos al antropoceno. Algunos autores, como Andreas Malm, advierten acertadamente contra la tentación, muy funcional para la perpetuación del orden social contemporáneo, de entenderlo como un resultado de la acción humana en general, y no una situada en determinadas relaciones materiales, las capitalistas, que subordinan la organización de la producción (y las formas de consumo que están determinadas por ellas) a la valorización del capital [4].
Aceleracionismo ecológico
Ahora, dentro del campo de la crítica a las salidas capitalistas verdes, encontramos planteos divergentes de cómo debe responderse a los legados de crisis ecológica que deja el capitalismo y hacia dónde debe apuntar una sociedad poscapitalista. Hay dos posturas que, en cierta forma, tienden a polarizar el debate.
La primera de ellas es la que podríamos llamar ecomodernista. Desde esta perspectiva, la respuesta a la crisis ecológica está en la aceleración del desarrollo tecnológico. El diagnóstico central es que la innovación en el capitalismo se encuentra más limitada para desplegar todas sus potencialidades, porque le cuesta cada vez más traducirse en modelos de negocios rentables que justifiquen las inversiones. Aaron Bastani en Comunismo de lujo plenamente automatizado ejemplifica bien esta mirada. Liberar el desarrollo tecnológico de estas trabas que le imponen las relaciones de producción capitalistas permitiría, en opinión de Bastani, automatizar plenamente los procesos productivos. Este pensamiento poscapitalista, como le han criticado acertadamente algunos autores, piensa más en términos de eliminación del trabajo que de transformación del trabajo. La ausencia de una noción de transformación se encuentra también, aparte, en la manera en que se piensa la abundancia. Que es básicamente “democratizar”, extender, los patrones de consumo de los ricos bajo el capitalismo para toda la sociedad. Esta automatización comunista sería compatible, según estos autores, con la resolución de los problemas ecológicos. Esto puede ser posible gracias a numerosos cambios, grandes y pequeños, que en algunos casos ya están en marcha, pero se podrían acelerar bajo nuevas relaciones de producción comunistas.
El comunismo automatizado podría invertir en gran escala en energías renovables u otras tecnologías. Pero esta vertiente modernista no se detiene ahí. Un supuesto que le permite afirmar que un comunismo de lujo completamente automatizado y ambientalmente sustentable es alcanzable si se termina con los límites que impone el capital al desarrollo tecnológico, es que, en buena medida, el “lujo” tiende a desacoplarse del impacto ambiental. Esto sería, ampliar la escala de lo que supuestamente ya viene ocurriendo en los países más desarrollados, según algunas estadísticas; pero muchas de esas evidencias del desacople se obtienen haciendo abstracción de cómo esos países ricos, imperialistas, sustentan su reproducción (incluyendo con este término los procesos de acumulación capitalista que sus multinacionales comandan desde ahí explotando trabajo y recursos en todo el globo) en numerosos procesos materiales que ocurren fuera de sus fronteras. No hay desmaterialización sino deslocalización de los procesos materiales en terceros países, a donde “tercerizan” los impactos ambientales. Cuando introducimos esta “deslocalización” de la huella material en la ecuación, no ocurre tal desacople. Sustentar la idea de que un comunismo de lujo automatizado tiene un camino despejado sobre la base de estos débiles presupuestos, puede ser ruinoso. Como no quieren poner todos los huevos en la misma canasta, por las dudas, imaginan entonces que, si no hay suficiente desmaterialización, la minería espacial (la extracción de metales de los asteroides) y el uso del espacio puede ser destino para la chatarra que se acumula de manera cada vez más insostenible en numerosas partes del planeta puede ofrecer la respuesta.
Al proyectar más allá del capitalismo formas de consumo que son intrínsecas de este modo de producción, contribuyen a naturalizarlas y deshistorizarlas. Como estas no resultan universalizables de manera sustentable en los límites que plantea el planeta, no sorprende la necesidad de imaginar soluciones intergalácticas a los desafíos ambientales, como las que proponen algunos ecomodernistas como Bastani, que nos ofrece una variante “comunista” (de lujo) de los desvaríos espaciales de Elon Musk o Jeff Bezos.
Decrecionismo
El planteo decrecionista, postula que es necesario desescalar de manera urgente y voluntaria la producción y el consumo, a través de cambios profundos en la manera en la que estos procesos se llevan a cabo. Desescalar, básicamente en los países ricos, es la única manera para reducir la emisión de gases, pero también los efectos que tiene sobre los ecosistemas la extracción de recursos que hoy supera holgadamente la capacidad que tiene la naturaleza para reponerlos. La discusión del decrecionismo no es nueva. Sus antecedentes se remontan por lo menos hasta La ley de la entropía y el proceso económico de Nicholas Georgescu-Roegen, de 1970-71. También la discutió, por ejemplo, Manuel Sacristán.
En las propuestas decrecionistas encontramos la idea de que son necesarios cambios muy agudos en las formas de producción y consumo. La idea de una nueva sociedad con formas de producción cualitativamente diferentes está presente incluso en los autores que son más ambivalentes respecto de la necesidad de terminar con el dominio del capital, como Serge Latouche. El problema es que no hay equivalencia entre aquello que se quiere desmantelar, y lo que se propone construir. Se pretende que podrá venir el final de un modo de producción a través de la imposición del decrecionismo. Pero este último, por más que se afirme que es mucho más que una postura negativa respecto del crecimiento económico, no termina de delinear una hoja de ruta coherente para subvertir las bases del capitalismo.
Hay una contradicción no resuelta entre las intenciones anticapitalistas y la renuencia a plantear abiertamente una estrategia que ataque el principal centro de gravedad del capitalismo: la propiedad privada de los principales medios de producción. Latouche es explícito en cuestionar cualquier noción de que los objetivos decrecionistas deban alcanzarse a través de una socialización generalizada de este tipo. Entre el gesto anticapitalista y el rechazo de la socialización de los medios de producción, el planteo de autores como Latouche no logra ser más que un compendio de medidas para poner límites al capitalismo, desde el Estado, sin abolirlo. Es una contradicción en los términos esperar que el Estado capitalista atente de esta manera contra la acumulación de capital.
El decrecionismo, como ya señalamos, es un conjunto heterogéneo. Pero es común el énfasis en lo regional/local –en oposición a lo nacional o global–, donde sería propio establecer iniciativas decrecionistas. Se otorga un rol clave a comunidades rurales, campesinas, originarias, etc. También es recurrente el planteo de establecer espacios de autonomía con respecto al capitalismo en los intersticios de las sociedades dominantes, no regidos por el crecimiento. Giorgos Kallis por ejemplo propone que la perspectiva decrecionista puede configurarse a través de una articulación “contrahegemónica” de distintas esferas de la producción social y comunidades que puedan dar lugar a “economías alternativas”. Este microcosmos puede prefigurar un mundo en decrecimiento.
Son incubadoras, donde la gente realiza todos los días el mundo alternativo que les gustaría construir, su lógica hecha sentido común. Los bienes comunes alternativos son nuevas instituciones de la sociedad civil que nutren nuevos sentidos comunes. A medida que se expanden, deshacen los sentidos comunes de crecimiento y vuelven hegemónicas a las ideas compatibles con el decrecimiento, creando las condiciones para que una fuerza social y política cambie las instituciones políticas en la misma dirección [5].
Pero, incluso aunque una transición de este tipo fuera factible de irse gestando paulatinamente en los marcos del capitalismo sin ser reabsorbida por este sistema, algo que resulta contraintuitivo porque la acumulación presiona permanentemente por integrar y subsumir todas las esferas donde haya potencial de producción rentable, sería una transición larga, inconsistente con la urgencia de poner el “freno de emergencia” a la crisis ecológica que recorre todos los planteos decrecionistas.
Hay distintas posturas y matices, pero el debate global ante la crisis ecológica en los sectores críticos, aparece dominado por variantes de uno u otro polo de los que señalamos. Muchos de los exponentes más firmes de las posturas mencionadas son propensos a barrer la complejidad detrás de la polarización. Se simplifican las posiciones criticadas, desmereciendo los puntos atendibles que cada perspectiva tiene para aportar. La cuestión se traba en binarismos sobre si una sociedad poscapitalista debe proponerse “menos” o “más”.
El comunismo, o la ecología de la emancipación del trabajo
Una ausencia en común en las corrientes que mencionamos, a rasgos generales, porque siempre se pueden encontrar autores que ven más este problema, es no considerar seriamente el problema de que no puede surgir otro tipo de metabolismo socionatural sin romper la relación enajenada de los productores con sus medios de producción. Las relaciones de producción aparecen como una “caja negra”, un terreno inexplorado o sólo tratado tangencialmente. Tanto ecomodernistas como decrecionistas mencionan la importancia de la reducción de la jornada de trabajo, aunque sus perspectivas al respecto puedan no ser las mismas. Pero, lo que no aparece es el protagonismo de la fuerza de trabajo explotada por el capital como agente de su propia emancipación, y, al mismo tiempo, de una transformación cualitativa de las relaciones sociedad/naturaleza.
Poner fin al monopolio de la propiedad privada de los medios de producción, terminando con el dominio social del capital, implica introducir una democracia ausente, la de quienes producen, que son también quienes consumen buena parte de lo producido, en el terreno que hoy es dominio privado del capital. Si, en el capitalismo, producción-consumo es una “unidad diferenciada”, mediada por el proceso de intercambio, en la cual la necesidad social sólo puede expresarse como demanda solvente (y sólo se puede manifestar en la elección de alguna de las mercancías que los capitalistas decidieron previamente enviar al mercado), la socialización de los medios de producción puede permitir restablecer la unidad real de ambos procesos, produciendo sólo en la medida necesaria para satisfacer la demanda social, paso inicial de cualquier planificación. Este es un aspecto clave, para salir de la polaridad entre “más” o “menos” que viene dominando las discusiones en el pensamiento ecosocialista. La posibilidad de dominar racionalmente el metabolismo de la sociedad con la naturaleza, abriendo las bases para tomar de manera colectiva las decisiones de qué producir (en función de cuáles son las demandas sociales que deben privilegiarse y a dónde deben volcarse los esfuerzos de inversión) no evitará las decisiones difíciles sobre cómo manejar el legado de destrucción ambiental que deja el capitalismo. Pero, en vez de que éstas sean saldadas por el poder privado del capital, con apoyo de los gobiernos que tienen como función central la reproducción de las relaciones de producción basadas en la propiedad privada y el trabajo asalariado, será el conjunto de la clase productora, habiendo recuperado el dominio efectivo de los medios de producción, la que podrá delinear las alternativas para saldar estas cuestiones con miras a hacer compatibles tres objetivos: alcanzar la plena satisfacción de las necesidades fundamentales, producir de una forma no alienada, y hacerlo, teniendo presente en todo momento la necesidad de establecer un metabolismo racional con la naturaleza. Pero, además, la “expropiación de los expropiadores”, al poner fin a la enajenación de la fuerza de trabajo y abrir paso para la recuperación de una noción de riqueza más amplia, es la base para romper con la idea de que abundancia debe traducirse en un consumismo creciente, con los mismos esquemas que necesariamente desarrolla el capitalismo para colocar un volumen creciente de mercancías.
A diferencia de las imaginerías poscapitalistas, que proyectan la supresión del trabajo gracias a la automatización (y las propias máquinas, encarnación en última instancia del capital, aparecen como demiurgo de esta realización), el comunismo, como lo entendemos acá, tiene en la transformación del trabajo (y de su relación con la naturaleza) un punto nodal.
Transformar la relación entre la fuerza de trabajadoras y los medios de producción, que va mucho más allá de simplemente bregar por la “supresión” del trabajo mediante la automatización (que, en sí misma, no dice nada sobre cómo se produce, cuánto, ni quién lo decide), es la piedra de toque para recuperar todas las potencialidades negadas a la fuerza de trabajo por la relación enajenada por el capital y, al mismo tiempo, para poner fin a la abstracción de la naturaleza. Estas son las precondiciones para pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad, lo que presupone también un metabolismo socionatural equilibrado (o no “fracturado”).
Ahora, ¿cómo puede forjarse la alianza social que pueda llevar adelante esta perspectiva? Me interesa destacar, en este punto, algunas cuestiones. Por empezar, contrariamente a lo que suele aparecer como preconcepto, el profundo interés de la clase trabajadora en cuestiones vinculadas a la ecología. Muchas veces, desde sectores de la propia izquierda más sindicalista aparece la idea de que para interesar a la clase obrera en estos temas hay que ir por el lado de la economía. Por eso muchos terminan yendo hacia las versiones keynesianas del capitalismo verde que unen crecimiento y transición energética prometiendo a la vez recuperación de empleos industriales, y demás. Bueno, hay muchas experiencias y muestras de que este preconcepto es errado. Un muy interesante trabajo de Karen Bell llamado Ecologismo de la clase trabajadora aporta abundante evidencia del interés de la clase trabajadora en estos temas. Entre otras cosas, porque obviamente la ecología involucra los lugares donde vivimos, y porque las primeras consecuencias de los desastres ambientales recaen sobre las clases trabajadoras y el pueblo pobre. Entonces, la idea de que la clase trabajadora no pueda ser un actor protagónico en las luchas ambientales no tiene sustento.
Podemos mencionar distintas experiencias interesantes en la Argentina que muestran esta unidad entre ecología y activismo clasista. Por ejemplo, cómo los trabajadores de Fasinpat, exZanón, desde los comienzos de la gestión obrera plantearon cambiar la relación con los mapuches, que habitaban los lugares de donde la vieja patronal extraía los insumos. Más acá en el tiempo, dirigentes de esa fábrica como Raúl Godoy jugaron un rol clave en Neuquén en rechazo al acuerdo con Chevron y el comienzo del fracking.
Madygraf, otra gestión obrera de zona norte de la Provincia de Buenos Aires, de la ex Donnelley, también viene hace años presentando numerosas iniciativas de reconversión de la fábrica vinculadas a cuestiones ecológicas.
Es notable que el activismo ecologista juvenil ve hoy la importancia de vincularse profundamente con la clase obrera. La reconocida activista Greta Thunberg se acercó hace pocos días a defender la lucha de los trabajadores de GKN en Italia contra el cierre de su fábrica y por su reconversión ecológica. En su intervención pidió el fin de la oposición entre trabajo y clima. Un sector de activismo juvenil ecológico que ve la necesidad de forjar esta alianza para que, contra las salidas del capitalismo verde, se puedan forjar alternativas de otra clase. Alternativas que puedan trastocar los centros de gravedad de este modo de producción global para generar, así, alternativas donde realmente puedan tener cabida todos los sectores campesinos, semicampesinos, comunidades, etc. que hoy resisten la avanzada del capital. Necesitamos conquistar una sociedad de productores libres asociados, que es lo que básicamente era para Marx el comunismo, para buscar las articulaciones adecuadas a la actualidad de la ambición comunista de poder asegurar “a cada quien según su necesidad”, el respeto a los modos de apropiarse de la naturaleza de las comunidades que hoy siguen resistiendo al margen de (y resistiendo a) las formas de valorización capitalista y es establecimiento de un metabolismo socionatural más racional.
Obviamente, no estamos planteando ninguna solución mágica a las peligrosas herencias de crisis que lega el capital. Conquistar nuevas relaciones de producción que se apoyen en la deliberación colectiva no asegura que podamos, de un día para el otro, revertir los trastornos ecológicos producidos por el funcionamiento de este orden social. La propuesta, más sobria, es que no ilusionarse con un prometeísmo tecnooptimista del “comunismo de lujo automatizado” ni resignarnos a las estrecheces que propugna el decrecionismo. Por el contrario, poner el eje en las potencialidades deliberación democrática basada en la más amplia participación de los trabajadores y comunidades, apoyada en la planificación socialista del conjunto de los recursos de la producción social, puede permitir discusiones más sobrias sobre la manera en que una sociedad basada en la socialización de los medios de producción que hoy están en manos de una minoría de explotadores, puede hacer compatibles los objetivos de (re)establecer un metabolismo socionatural equilibrado y la satisfacción más plena de las necesidades sociales.
Por, Esteban Mercatante
La Izquierda Diario
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