Ante un auditorio colmado de activistas, el presidente de Colombia proclamó: «A un golpe de Estado se le responde con una revolución». Gustavo Petro, formado en la guerrilla, no es un improvisado. Pero cabe preguntarse si su arenga no corre el riesgo de sonar algo extemporánea.
Pablo Solana
El Presidente de Colombia, Gustavo Petro, en el Encuentro Nacional de Medios Alternativos, Comunitarios y Digitales en Quindío, Eje Cafetero, el 12 de septiembre de 2024. (Foto: Joel González / Presidencia de la República)
«Aun golpe de Estado se le responde con una revolución», sentenció Gustavo Petro durante el Encuentro Nacional de Medios Alternativos, Comunitarios y Digitales que se realizó en Quindío, región del Eje Cafetero, el 12 de septiembre pasado. Tras describir las trabas permanentes que la oposición de derecha pone a su gobierno y la serie de amenazas contra su persona, el presidente de Colombia recordó la forma en que los militares chilenos derrocaron a Allende en 1973, dijo que en Colombia «no se puede repetir un 19 de abril de 1970 [cuando un fraude escandaloso impidió un gobierno popular] que nos llevó a una violencia por generaciones, al igual que sucedió con el asesinato de quien iba a ser presidente de Colombia, Jorge Eliecer Gaitán».
Alertó que ahora «quieren repetir la historia» y convocó al pueblo a resistir: «Aquí se va a defender el voto popular. No hay otra forma de detener un golpe de Estado si no es con una revolución del pueblo. El pueblo movilizado de manera generalizada, que no es una marcha más o llenar de nuevo la plaza de Bolívar, no. Es un pueblo que apunte al poder».
No es la primera vez que Petro denuncia el riesgo de un golpe de Estado, aunque hasta ahora no se le había escuchado convocar a una revolución popular. «Es cierto que hay informes de inteligencia que alertan sobre la planificación de atentados contra su vida; por eso él habla de Allende, de Gaitán, y se pone en esa línea», explica un funcionario del gobierno formado en la izquierda. «Y es cierto también que la oposición está en una actitud destructiva, con una violencia mediática y una obstrucción en el Congreso de cualquier iniciativa del gobierno. Pero un golpe de Estado, o “golpe blando” como también mencionó el presidente, requiere de otros factores, como la preparación de un recambio institucional abrupto, algo que en este país no es tan habitual», reconoce la fuente.
Una interpretación más plausible da el escritor y periodista Julio César Londoño: «No es un golpe blando, presidente, es un guarapazo [un golpe fuerte que deja inconsciente]». Y agrega que ninguno de los gobiernos anteriores «soportaron nunca una andanada de ataques y una coalición enemiga tan extraordinaria como la que enfrenta Gustavo Petro: casi todos los partidos, el grueso de la gran prensa, un fiscal rabioso, el Congreso, los banqueros y los empresarios no dejan pasar un día sin criticar las medidas del gobierno con una incansable artillería de falacias chapuceras».
Petro también trazó un paralelo entre su situación y la que padeció Salvador Allende en Chile cuando, a principios de septiembre de 1973, se vio jaqueado por un lock out de empresarios del transporte que la prensa opositora presentó como un paro de camioneros. La confrontación se resolvió a los pocos días por medio de una negociación. Es cierto que hubo activismo de derecha en la medida, que fue sobredimensionada para dañar al gobierno lo más posible. Sin embargo, una cosa es un golpe de Estado y otra muy distinta una estrategia agresiva de desgaste.
«Tampoco es que el gobierno sea tan incómodo para las élites como para voltearlo», analiza un militante político que apoya al gobierno. Efectivamente, las ganancias empresariales siguen incrementándose; ni el sector financiero ni las multinacionales tienen de qué preocuparse, a juzgar por sus balances. «Apenas se están intentando reformas parciales… En cambio, si tumban al gobierno, eso sí sería un problema en este país», concluye.
¿Exagera Petro? ¿Busca victimizarse, sacar provecho de la situación? Más allá de los sectores orgánicos de la burguesía, es cierto que el paramilitarismo sigue activo y que la posibilidad de un atentado contra el primer presidente de izquierda de la historia de Colombia no se puede descartar. Seguramente su preocupación sea honesta. Aunque, tal vez, la exhortación siguiente suene un tanto extemporánea. De ser así, sería un problema: leer mal el cuadro de situación es el principio de toda mala planificación, y en la batalla en la que se encuentra inmerso el pueblo colombiano no se puede correr el riesgo de emitir un diagnóstico erróneo.
Anacronismos (una hipótesis)
Allende y Gaitán: el primero padeció un golpe de Estado clásico en Chile, en 1973, con los tanques en la puerta del Palacio de gobierno; el segundo fue víctima de un magnicidio en 1948 en Bogotá, para impedir la concreción de un gobierno popular.
Las referencias que elije Petro remiten a un pasado remoto bien distante de los tiempos que corren. Podría haber mencionado los intentos destituyentes contra Dilma Rousseff en Brasil, Fernando Lugo en Paraguay, Evo Morales en Bolivia o Hugo Chávez en Venezuela, todos ocurridos durante las primeras dos décadas de este siglo. Pero no: tal vez por su intención de medirse con la «historia grande» de este continente, Petro parece estar pensando en clave del siglo XX. ¿Es en esa misma clave que habla de una revolución popular?
El M-19, Movimiento 19 de Abril, fue el grupo armado en el que Petro tuvo su militancia juvenil y donde se formó política e ideológicamente. Debe su nombre a la fecha en que, en 1970, la oligarquía colombiana realizó un fraude de proporciones abrumadoras para burlar la voluntad popular. Así, la guerrilla de Petro surgió a la vida política defendiendo la democracia. El inicio de una lucha revolucionaria en nombre de los derechos democráticos del pueblo está en el ADN político del presidente de Colombia.
Pero en la década de 1970 había una cantidad considerable de sectores que veían posible el camino revolucionario: Cuba estaba cerca en tiempo y distancia, Nicaragua lograría una heroica revolución social antes de finalizar la década y en el continente proliferaban los movimientos de liberación nacional. En Colombia, el Eme cosechaba adhesión popular a fuerza de acciones armadas en las ciudades y se sumaba al abanico de movimientos insurgentes encabezados por las FARC y el ELN.
En 2024, en cambio, cuesta encontrarle contexto al llamado de Petro a la revolución social. La arenga resulta algo extemporánea en un país que se hastió de escuchar la palabra revolución durante décadas en boca de las guerrillas —desprestigiadas y derrotadas en el caso de las FARC, aisladas en el caso del ELN— y, más recientemente, en boca del chavismo vecino, fuertemente demonizado por los medios de la derecha y por el caudaloso afluente de inmigrantes venezolanos que pueblan Colombia hablando pestes de la revolución bolivariana.
La política de paz que Petro defiende con convicción y acierto, en un país marcado por la violencia, es asumida por las mayorías populares como la contracara de lo que ahora plantea el presidente: tras setenta años de conflicto armado, en términos generales el pueblo no está demandando revolución —que implicaría más violencia—, sino paz (aun cuando valga la crítica a la falta de cambios estructurales que la acompañen). Tampoco parece haber un proceso de creciente movilización y radicalización de las masas que sustente una advertencia de ese calibre.
Más allá de eso, en la expresión de Petro hay un acierto: en el marco de estos regímenes electorales condicionados por el gran capital, en donde el poder económico maneja las burocracias legislativas y judiciales y no permite cambios estructurales, es genuino pensar en la defensa de la soberanía popular más allá de la camisa de fuerza de una democracia amañada, contraria a la voluntad del pueblo. Igual de acertado es proponer la movilización popular con el poder en la mira. Pocos dirigentes asumen esa audacia.
Colombia tal vez sea el mejor ejemplo en América Latina de los límites que determinan estas democracias liberales a cualquier intento de transformación social. Las clases dominantes lograron un diseño institucional estable desde hace al menos medio siglo, cuando las cúpulas de los partidos Conservador y Liberal sellaron el pacto al que denominaron Frente Nacional. Desde entonces se mantuvo la formalidad institucional, se alternaron distintos gobiernos y se mantuvo la división formal de poderes.
Eso no impidió la consolidación de un régimen oligárquico que, aún con elecciones periódicas de por medio, libró una verdadera guerra contra el pueblo, signada por masacres, fusilamientos masivos y desapariciones. Recién en 2022, como correlato de un proceso de movilizaciones y estallidos sociales, la candidatura de Gustavo Petro logró quebrar ese esquema. Sin embargo, aquel Estado moldeado por el pacto bipartidista de las clases dominantes, que tan estable resultó, continúa en pie y no permite que se cambie el rumbo ni se alteren los intereses que representa.
Si bien las derechas siguen apelando a violencias de distinto grado y distinto tipo, Colombia habilita pensar la siguiente hipótesis: estos regímenes de democracia formal, amoldados a los intereses de las grandes corporaciones económicas, pueden tolerar perder momentáneamente el control de los resortes gubernamentales con la confianza de que pronto los van recuperar.
Antes que un golpe de Estado que victimice a las fuerzas populares y dé argumentos a los sectores más radicales, les resulta más fácil, más útil y más inteligente desplegar una estrategia de desgaste permanente que arroje como resultado la imagen de un gobierno del «cambio» impotente, con un presidente desgastado por la imposibilidad de concretar las más modestas reformas (Petro tiene sus principales proyectos legislativos —la reforma fiscal, la laboral y la del sistema de salud— bloqueados hace tiempo en el parlamento).
«Hay que dejar que la izquierda haga lo suyo ahora, para que fracase de una vez y no vuelva nunca más», reflexiona una vecina del Park Way de Bogotá que tiene un cargo gerencial en una empresa multinacional.
Las dificultades de gestión del gobierno de Petro conviven con un estado de confusión en su base social de apoyo, mezcla de valoración de la voluntad presidencial con cierta desazón al ver que no se avanza. El protagonismo popular en las calles para garantizar los cambios, al que apela discursivamente cada tanto el presidente, no termina de verse plasmado, o al menos no en las dimensiones que haría falta para destrabar la situación política e ir por más.
Lo que vendrá
El panorama colombiano encaja bien con el clima de época que, en la última edición impresa de esta revista, Martín Mosquera denomina «fin de ciclo» en referencia al cierre de un largo ciclo de la izquierda global. Para el tiempo que se viene, propone Mosquera, conviene «asumir plenamente las características y tareas de un momento defensivo» para poder salir, lo antes posible, «mejor preparados para impulsar las luchas ofensivas del próximo período».
El desgaste al gobierno de Petro que fogonean las clases dominantes se monta bien sobre el momento de retroceso de las izquierdas a nivel global, del que Colombia no escapa ni del que puede escapar a fuerza de mera voluntad. Claro que, contando con los resortes del Estado con los que cuenta el pueblo colombiano a través del gobierno de Gustavo Petro, sería un error no apelar a todos los medios posibles para intentar avanzar.
La alianza entre el movimiento popular organizado y un gobierno que se muestra dispuesto a honrar el mandato del pueblo es un elemento altamente valorable. Tanto el presidente como una parte importante de las organizaciones y las fuerzas sociales están buscando sacar el mayor provecho, acumular de la mejor forma y librar todas las batallas posibles (sobre todo, las que se puedan ganar). Parte de esta táctica de acumulación se vio en el Encuentro de Medios Comunitarios y Alternativos en el que Petro hizo su arenga más encendida.
No serán estos los tiempos de la revolución social, pero cuando se despejen algunos desconciertos, se clarifiquen los caminos y se hayan acumulado las fuerzas y las broncas que ya se están acumulando ante el impedimento democrático, las batallas que anuncia Petro serán las que sin duda habrá que dar.
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Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.
Pablo Solana. Coautor de los libros América Latina. Huellas y retos del ciclo progresista y Final Abierto. 20 miradas críticas a las negociaciones con las insurgencias (2010-2018).
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