El mayor logro de la ultraderecha radica en haber logrado presentar las formas de dominación más extremas como desafíos al statu quo, como formas de transgresión, dislocación o incluso rebeldía. Lo que ocurre es exactamente lo contrario: el neofascismo habla el lenguaje de la dominación contemporánea.
Natalio Pagés
En una entrevista reciente, el escritor y docente argentino Martín Kohan señaló que una de las claves discursivas del gobierno argentino, y especialmente de Javier Milei como jefe de Estado, dependía del valor que se le puede extraer hoy a la crueldad en la circulación de la palabra. Aunque con menor repercusión que la afirmación anterior, dijo también que Milei —y la mayoría de sus seguidores acérrimos— no están dando realmente una «batalla cultural», si bien tienden a usar el término acuñado por Antonio Gramsci. Se preguntó, con ironía, si había sido la lectura de Gramsci lo que los había llevado a ese concepto o si existió siquiera alguna «lectura» que motivara el uso de su terminología. Ante todo, lo que buscaba Kohan era distinguir una «batalla cultural» de lo que calificó como griterío, expresión de bronca, desprecio y crueldad.
Según Kohan, esas formas discursivas prioritarias para el gobierno están lejos de significar una batalla cultural. No contienen ni una argumentación precisa, ni un intercambio de ideas, ni un posicionamiento claro, ni una contraposición de miradas o cosmovisiones medianamente cohesivas. Eso hace que muchos sectores sociales, comprensiblemente frustrados o enojados por la situación social, puedan reconocerse en la modalidad discursiva e identificarse con el gobierno: porque el discurso empleado hace una apelación directa a esas emociones (Kohan se refiere a sí mismo y su pasión futbolera como el costado «salvaje» de donde emergen esas formas de emoción a las que se podría apelar desde el discurso de la «descarga» o la «bronca», aunque señala que la diferencia es que él no cree que deban ser el basamento de ninguna legislación o acción política relevante).
La idea de un momento especialmente redituable para la crueldad, al menos coyunturalmente, es atendible. Permite hablar de ello el apoyo aún significativo a un ajuste que recae sobre jubilados y trabajadores cuyo ingreso real cae desde hace una década, al recorte de planes sociales, a la caída del consumo —incluso de elementos de primera necesidad— y al congelamiento productivo como estrategia antinflacionaria, al ataque directo y los despidos masivos en sectores con autonomía respecto al gobierno (organismos de prensa, ámbitos artísticos y universidades nacionales), a la represión brutal e ilegal de todas las manifestaciones públicas. Y, especialmente, a la estrategia discursiva de no relativizar ni justificar la necesidad de esas políticas, sino de festejar sus resultados, la desesperación y el dolor que conllevan, promoviendo formas públicas del escarnio.
Sin embargo, el resto de la argumentación produce una encerrona. En primer lugar, porque la apelación a la emoción que realiza el gobierno y el jefe de Estado no refieren a un estado emocional abstracto o amorfo, sino a una frustración, un miedo, una bronca o una desesperación que poseen, además de sobradas razones, una orientación discursiva, un sentido político en sí mismas, una manera de existir por sí mismas como valor moral. No se producen nunca en el vacío. Es decir, no son pura emoción, sino que para expresarse dependen de un vocabulario político precedente y de una adjudicación de responsabilidades políticas, que está en función, a su vez, de una manera de interpretar lo que ocurre en Argentina durante las últimas décadas. Si el gobierno y el jefe de Estado pueden apelar a la emocionalidad, no se debe al carácter reactivo, conservador o negativo de esas emociones per se, sino a la forma en que consiguen un vocabulario político para expresarse y a las formas de vida concretas de las que emergen.
Como dijo Adorno hace mucho tiempo, el problema del surgimiento de personalidades autoritarias no se halla nunca en la «incultura» —en este caso, en la apelación a la pura emocionalidad— sino en la «masificación de una cultura media que hipostasia como verdad al saber limitado», en la que la «repetición se concibe como conocimiento». Pier Paolo Pasolini podría agregar que más bien se trata de la destrucción de cierta autonomía en la producción de identidades populares por una acelerada centralización lingüística y cultural, un aplastamiento de las particularidades generado por el avance colonizador (incluso de cuerpos y emociones) de la sociedad de consumo.
En definitiva, si se quiere comprender la efectividad de la forma discursiva que asume este gobierno —que Kohan describe correctamente como cruel, aunque también es sobradora, falsa, sobreactuada y a veces incluso patética en su intento de trocar conservadurismo en incorrección o transgresión—, es necesario rastrear las diversas formas de imposición y producción del sentido común precedentes, tanto en la manera de vivir como en los consumos culturales, en las mecánicas de trabajo, en los lazos cotidianos, en los discursos predominantes y en el enorme espacio mediático contemporáneo.
Inversión radical del sentido
La otra cuestión es que el término «batalla cultural» posee, en efecto, un uso completamente manipulatorio por parte de la derecha contemporánea. Pero esto no se debe a la falta de «ideas» o de «debates» profundos, ni tampoco a la necesidad de cierta «civilidad» idealizada en la interacción entre intelectuales o profesionales de la política, sino a que es utilizada para encubrir, precisamente, que el discurso de la ultraderecha requiere de todo ese trabajo previo, de esos cimientos discursivos instalados con precisión (y financiados por los sectores capitalistas más concentrados del mundo: grupos monopólicos nacionales, empresas líderes de telecomunicaciones, think tanks sostenidos por grandes firmas financieras).
Por ende, el uso terminológico de la «batalla cultural» no es promovido para «subirse el precio» —es decir, legitimar un discurso deficitario— sino todo lo contrario: lo que busca es simular que existe un campo de juego nivelado o, incluso, como anticipó el trumpismo y sus intelectuales de la alt-right y el dark enlightment, que la derecha está jugando contra una cancha inclinada porque la «izquierda» domina el establishment y los medios de comunicación (con esto, por supuesto, apela a otra falsedad, la de hacer del sector corporativo del Partido Demócrata o, aquí, de los partidos de centro o los medios concentrados, actores del «marxismo cultural»).
En verdad, la principal modalidad discursiva de la extrema derecha —aquí y en todos lados— no es la apelación a la emoción sino la inversión radical del sentido. A partir del trumpismo, los agitadores de la derecha norteamericana han caracterizado las denuncias contra la corrupción empresarial como «caza de brujas» y a los sectores que se oponen a la desigualdad estructural como «racistas». Es una estrategia que planta al discurso contra la vivencia y la experiencia histórica. Como señaló Masha Gessen, se trata de un sello simbólico de las etapas signadas por el fascismo —concebido no solo como orientación política sino como fenómeno sociocultural— en el que la «sujeción voluntaria» asocia simbólicamente a los actores estatales, a la cultura masiva y a la población en general, volviendo un «desafío a la autoridad», una «novedad» o una «disrupción» el avance extremo del status quo (hoy en día, los valores de la sociedad de consumo y la dominación económica del capital concentrado).
Lo que han logrado los referentes globales de la extrema derecha, su principal efecto a nivel discursivo, es producirse —mediante la repetición de un vocabulario, unas estrategias y unas redes comunicacionales ya establecidas— como outsiders de la política, como underdogs de la disputa cultural, como newcomers de la palabra (términos a los que son muy afectos, tanto ellos como sus epígonos y algunos analistas también). En definitiva, consiguieron mostrarse ajenos al proceso de producción material y cultural de las últimas cinco décadas: la relación extrema entre explotación, extractivismo y ruptura de los lazos de solidaridad que nos ha dado una forma de subjetividad predominantemente individualista a la que apelan permanentemente. Y, con ello, sostener esa palabra dominante desde una simulación de «rebeldía» y «combate».
El padecimiento como identidad
En esto último han recibido mucha ayuda de todas partes. Además de las estrategias retóricas del neofascismo, de sus aliados mediáticos y sus militantes, muchos diagnósticos y análisis profesionales aportan de manera directa a la reproducción de sus consignas o a la fascinación con su ascenso político. El sufrimiento, la desazón y el enojo colectivo se conciben comúnmente como un conflicto con «la política», encubriendo así a las fuerzas sociales y a los factores de poder —indudablemente «políticos»— que impulsan y promueven su expansión.
Se refuerza diariamente la narrativa del «hombre solitario» que, en pocos años y con total ajenidad al campo político, salta de su primera aparición televisiva a la presidencia con el apoyo de un pequeño grupo de twitteros. Y la aceptación social creciente de las formas de dominación más extremas (la represión de la protesta social, la xenofobia, la homofobia, el neodarwinismo, la expoliación privada de los bienes públicos, la evasión fiscal y la fuga de capitales) son asociadas a nuevos «desafíos» al statu quo, formas de «transgresión», «dislocación» o «rebeldía».
Lo que ocurre es exactamente lo contrario: el neofascismo habla el lenguaje de la dominación contemporánea. Formas sutiles, en todo caso, de extremar el discurso de lo existente, de una opresión y alienación naturalizadas. Su resonancia y efectividad no está asociada al rupturismo sino a la expansión, con inflexiones bufonescas y mortíferas, de la trama de sentido individual e hiperconsumista de la sociedad contemporánea. Es el impacto profundo y sostenido de un modo de vida asociado a las megaempresas de comunicación —Facebook, Twitter, Tik Tok— y a las aplicaciones digitales —Uber, Rappi, Tinder, etc.—.
La noción «modo de vida» aquí no es casual. Porque no se trata de participar o no de los ámbitos virtuales, sino de su conquista normativa de la cotidianeidad, donde la existencia misma y su creciente incertidumbre —económica y afectiva— quedan ligadas a sus prerrogativas: la creación de profiles, la objetualización de la individualidad, la producción de marketing personal, la organización de las acciones diarias como una marquesina, la voluntad de ser deseado como suplantación del placer. Un lazo social digitado por el sector privado que instala una ilusión perceptiva: la de la ausencia de reglas en la práctica virtual y la de la autoproducción individual del sentido, del trabajo, del amor y de la subsistencia.
Las personas sufren cotidianamente —quizás más que nunca— el impacto del liberalismo económico y de la individuación de las responsabilidades de subsistencia básicas producto de los planes económicos que impulsan los grandes grupos empresariales y el capital de rapiña desde la década de los setenta. Pero no las ven mayoritariamente como fuentes de padecimiento sino de identidad: lograr defenderse solo y sobrevivir.
El histórico desprecio de los sectores populares por los ricos y los especuladores se torna en una parcial identificación y mitología del self-made-man: si ellos triunfaron, yo también puedo; si ellos pisaron cabezas, yo también puedo; si ellos tienen sus artimañas para ganarle a los demás, yo también puedo. Just do it. Se trata de un tejido de sentido histórico pero notoriamente acentuado en la vida, la discursividad y la experiencia cotidiana de los últimos años.
En la Argentina, el impacto de esta forma de subjetivación centrada en la identificación del esfuerzo individual con el éxito de los poderosos exhibe una merma —en ciernes y en disputa— de una de las tradiciones más valorables de la política nacional: el plebeyismo.
Tanto aquí como en Estados Unidos, Brasil o Italia, la ultraderecha habla el lenguaje de la cultura del capital financiero, como la nombra Lucas Rubinich. Lo cual le permite, con la connivencia de los medios y las fuerzas políticas de derecha y centro, eludir su pertenencia a lo «político». También gracias a varios analistas, que señalan alegremente su «novedad», se fascinan con su «verba» y su «poética», asumen su «ajenidad al círculo rojo» y aceptan, básicamente, lo que los representantes y militantes de la ultraderecha dicen sobre sí mismos.
Todas las estrategias propagandistas de la extrema derecha en campaña —sus videos, sus infinitos posteos en redes, sus discursos públicos y las narrativas de sus agitadores— están basadas en la creación de un relato heroico: definirse como víctimas de los políticos «tradicionales», mostrar un movimiento autogestivo del «hombre común» y ocultar la pertenencia política de sus referentes a los capitales de rapiña, a los think tanks neoconservadores, a las formaciones de élite del Pentágono, a las corporaciones religiosas del Opus Dei y el evangelismo, a la familia militar, a los Chicago Boys que llevaron a cabo el plan económico de las dictaduras latinoamericanas.
Sin (tanta) novedad en el frente
Lo terrible del grado en que la clase dominante ha establecido su predominancia a nivel global es, precisamente, la efectividad de los mecanismos de subjetivación que logran invisibilizar o hacer deseable su existencia (la arista simbólica de la dominación de clase, que permite su legitimación y su reproducción social en el tiempo). Las contiendas entre diversos proyectos partidarios o fuerzas sociales congregadas de diversas formas en el campo político que se disputan la hegemonía dejan siempre ese terreno intocado; precisamente, el de la dominación económica y cultural del capital financiero y tecnocomunicacional.
Ese es el lenguaje que habla la ultraderecha que se expande por el globo y, precisamente por eso, no tiene sentido alguno considerarla «rebelde», «transgresora», «incorrecta» o «disruptiva». Esas nociones no dependen de la capacidad de expresar o traducir demandas sociales —por significativas que sean— ni de apelar a esas ideas discursivamente para convencer al electorado —por efectivas que sean— sino a congregar a las fuerzas sociales en oposición al orden normativo. Sin embargo, la efectividad discursiva de la ultraderecha no se sostiene en el desafío a la organización social existente (el individualismo extremo de la sociedad de consumo y las tecnocomunicaciones) sino en lo opuesto: incentivar un futuro distópico donde el dominio corporativista no tenga excepciones, límites ni regulaciones orientadas a proteger la vida común, los derechos ciudadanos y el bienestar colectivo.
La ultraderecha procede a imagen y semejanza de las apps y las social networks: produciendo una falsa sensación de autodeterminación, elección y libertad de consumo individual. Es la inversión del sentido absoluta: un «antiglobalismo» ligado a los sectores más concentrados del capital global y un proyecto estatal represivo, de facultades legislativas delegadas al ejecutivo, de distribución regresiva y disciplinador de la fuerza de trabajo, que constriñe el desarrollo de las organizaciones civiles y su organización autónoma, presentado como fábula «antiestatalista».
El éxito de las ultraderechas contemporáneas, así, responde a la afirmación discursiva de un contrasentido: la extremación del orden desigual y empobrecedor de los grupos (nunca tan) concentrados del capital digitando las decisiones políticas, es decir, la expresión más desbocada y descarnada del «orden» dominante, como oposición al Estado y la política o como ruptura del «estado de cosas». Una estrategia tradicionalmente fascista, actualizada a los tiempos y las tecnologías comunicacionales que corren.Compartir este artículo FacebookTwitter Email
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Natalio Pagés
Sociólogo y doctorando en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investiga sobre teoría social, memoria, imagen y cine.
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