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LA INDUSTRIA DEL AZÚCAR AL DESCUBIERTO POR LA CIENCIA: DOCUMENTOS, ENFERMEDADES CRÓNICAS Y CAMPAÑAS DE DESINFORMACIÓN

Consumirlo en exceso se relaciona con la obesidad y la diabetes, entre otros graves problemas de salud. Unido al abuso de grasas y sal, compone una bomba de relojería que les estalla en la cara a cada vez más personas.

El azúcar añadido está presente en la mayoría de los ultraprocesados que consumimos a diario, aunque muchas veces pase desapercibido en las etiquetas. Ilustración artística: DALL-E / Edgary R.

Luis Miguel Ariza
Periodista científico y escritor
Creado: 6.04.2025 

La cruzada particular de la odontóloga Cristin Kearns comenzó en 2007, cuando asistió a la conferencia de un gurú llamado Steven G. Aldana, quien afirmaba que el consumo de té dulce era muy saludable. Para una dentista, esta afirmación resultaba chocante. Nuestras abuelas solían decirnos que el azúcar no es bueno para los dientes, pero Kearns ya sospechaba, cuando trabajaba como directora de una clínica dental que atendía a familias con pocos recursos, que los estragos de las bebidas azucaradas iban mucho más allá y se vinculaban a enfermedades crónicas como la diabetes.

Cuando abordó a Aldana para que se explicara, el gurú se limitó a contestar: “No hay ninguna investigación que sustente que el azúcar cause enfermedades crónicas”.

Mentiras publicitarias

“Fue algo que me sorprendió —nos dice Kearns por correo electrónico—. Me encontraba en una conferencia dental. ¡Parecía bastante obvio que el azúcar estaba ligado a la caries!”. Aquello le dio tanto que pensar que dejó su empleo y se zambulló durante quince meses en una investigación para examinar más de 1.500 documentos internos de diversas compañías azucareras: memorandos, correos y comunicaciones, en busca de una respuesta. Y, al fin, la encontró.

Kearns empezó a unir piezas para construir un relato que pudiera aclarar este enigma, hecho de tantos interrogantes. Comprobó que el lobby azucarero había patrocinado investigaciones favorables a sus intereses y, lo que era más preocupante, que había ocultado resultados que podrían poner en peligro sus beneficios. Por un lado, los esfuerzos estaban encaminados a presentar el azúcar como un nutriente inocente y, por el otro, buscaron la manera de publicitar e intensificar su consumo.

La odontóloga Cristin Kearns descubrió documentos ocultos que revelan cómo la industria azucarera silenció hallazgos sobre sus efectos nocivos. Ilustración artística: DALL-E / Edgary R.

Se conocía, por ejemplo, la relación de este producto con la caries y que una bacteria, la Streptococcus mutans, era la responsable de desmineralizar los dientes, al aprovechar la glucosa residual para fabricar ácido. Los científicos financiados por las azucareras intentaron desarrollar una vacuna contra este microorganismo. Les era más rentable inoculársela a los pequeños que instarlos a comer menos dulce. Hasta se llegó a probar el preparado inmunológico en monos con cierto éxito. Pero el asunto no prosperó.

Entonces, Kearns se topó con otro documento, denominado Proyecto 259 y sellado como confidencial, que figuraba en el archivo del químico Roger Adams, de la Universidad de Illinois y antiguo miembro del comité asesor de la Fundación para la Investigación del Azúcar (SFR). Entre sus páginas, se detallaban las investigaciones del bioquímico W. F. R. Pover, de la Universidad de Birmingham (Reino Unido), pagadas por la fundación entre 1968 y 1969. Al leerlo, la investigadora supo que había encontrado algo gordo.

El cáncer entra en escena

Uno de los objetivos de Pover era determinar la influencia de lo que se come en los niveles de colesterol y triglicéridos en la sangre. Algunos estudios previos sugerían que las ratas alimentadas con una dieta rica en almidón tenían niveles más bajos de colesterol, en comparación con las que se cebaban con comidas muy enriquecidas con azúcar.

Pover sospechaba que los microorganismos que habitaban en los intestinos de los animales tenían mucho que decir al respecto. Un grupo de roedores modificados especialmente para que estuvieran libres de ellos fue alimentado con azúcar, y otro grupo de la misma clase, con una dieta convencional. Pover encontró que la sangre de los primeros contenía elevados niveles de colesterol y que los triglicéridos habían bajado significativamente.

Sin embargo, la ingesta de azúcar en los animales con su flora intestinal intacta causaba un aumento de colesterol y triglicéridos. Si algo así sucedía en las personas, los resultados podrían ser una verdadera catástrofe para la SFR.

Además, hubo un resultado inesperado: las ratas ordinarias alimentadas con una dieta dulce mostraban niveles muy bajos de una sustancia que inhibe una enzima relacionada con el tumor de próstata. Es decir, aumentaban las probabilidades de desarrollar ese tipo de cáncer. Ante tal panorama, la SRF dejó de financiar el proyecto. La investigación no se completó y los resultados obtenidos hasta entonces quedaron guardados bajo llave en un cajón.

Conspiración dulce

Poco después, las industrias azucareras lanzaron una fabulosa campaña de relaciones públicas para ensalzar las virtudes nutritivas del azúcar ante la opinión pública. “Para ello usaron las mismas tácticas que la industria tabacalera”, denuncia la investigadora.

Kearns era consciente de que, a partir de los sesenta, expertos nutricionistas de todo el mundo habían empezado a señalar a las grasas saturadas como las mayores culpables del aumento de la obesidad, que lleva a la diabetes y a las enfermedades coronarias.

La preocupación cristalizó en recomendaciones para obligar a la industria alimentaria a etiquetar los nutrientes de los alimentos y a destacar, sobre todo, las cantidades de grasa. “Entonces, la gente empezó a tomar más carbohidratos, pero la obesidad siguió creciendo”, nos dice David Raubenheimer, que detenta la cátedra Leonard P. Ullman en Nutrición Ecológica del Centro Charles Perkins, en la Universidad de Sídney (Australia).

Hace solo seis años, el pediatra Robert Lustig, de la Universidad de California en San Francisco (EE. UU.), lanzaba la voz de alarma en la revista Nature: la población mundial de gordos superaba por primera vez en la historia al número de personas que sufría malnutrición en el mundo. Encima, “los individuos sobrealimentados, que almacenan demasiada grasa por consumir un exceso de calorías, también están malnutridos, pues en ellos escasean micronutrientes como las vitaminas, los minerales, la fibra y los ácidos grasos importantes”, señalaba Raubenheimer.

Los riesgos de obesidad

Esa población de obesos está hambrienta casi todo el rato. Es lo que les pasa a los fanáticos de McDonald’s o Burger King: los adolescentes que visitan estos restaurantes más de dos veces a la semana pueden ganar de 4 a 5 kilos con respecto a los que no, y correrán un riesgo doble de convertirse en diabéticos a los treinta años, según un estudio de The Lancet.

Y todo eso a pesar de que a estos gigantes de la hamburguesa se los tilda de productores de comida basura. Un latiguillo así habría sido devastador para la imagen pública de cualquier otro fabricante de alimentos, pero estas multinacionales siguen cosechando beneficios y sus ventas no paran de crecer.

Recientemente la revista Jama publicó un estudio sobre un significativo experimento: a lo largo de un año, seiscientas personas siguieron una dieta que era baja en grasas o en carbohidratos. Y ninguno de los dos grupos destacó especialmente por perder más peso. Sin embargo, la investigación descubrió que aquellos que evitaban los alimentos con azúcar añadido o elaborados con harinas procesadas y que se despreocupaban en cierta forma de contar las calorías que ingerían sí perdieron peso regularmente a lo largo de un año completo.

No obstante, el autor del trabajo, Christopher Gardner, director de Investigaciones en Nutrición del Stanford Prevention Research Center (California), sugiere que desviemos un poco el foco de atención. “Es fácil culpar al azúcar, pero no debemos obsesionarnos con un nutriente aislado; es algo que no es útil. La industria hace muy buen trabajo a la hora de quitar un ingrediente y reemplazarlo por otro. Pero muchas veces el sustituto es peor”, advierte.

Estudios muestran que el azúcar activa centros de recompensa en el cerebro similares a los que responde al alcohol o la nicotina. Ilustración artística: DALL-E / Edgary R.

Las mentiras ocultas

Gardner pone como ejemplo una simple y sabrosa galleta. Se vende y empaqueta como algo que tiene azúcar, pero, además, está hecha de grano refinado como ingrediente mayoritario. Eso significa que se la ha desprovisto de casi toda la fibra y de muchas de sus vitaminas. La fibra es importante para controlar el colesterol. Pero por el solo hecho de tener azúcar, se demoniza la galleta. Entonces, la industria reacciona: lo sustituye por un edulcorante artificial. Es un juego de prestidigitación.

La galleta ahora se vende como saludable, porque no tiene azúcar. Pero sigue repleta de granos refinados, de aditivos y edulcorantes.

Para Raubenheimer, la epidemia de obesidad tiene un culpable muy claro. “Se ha originado por dietas sin alimentos naturales equilibrados”, asegura. Basta con darse una vuelta por cualquier supermercado para comprobar que este experto australiano lleva razón.

Los procesados abundan en todas partes. No hablamos del queso, la leche o el aceite de oliva, que tienen un grado relativo de procesamiento, ni siquiera nos referimos a las pastas para cocinar, hechas con harinas refinadas, o al arroz blanco, al que se despoja de la fibra para dejar solo el almidón. Los alimentos ultraprocesados van más allá, pues están fabricados en su mayoría con fórmulas industriales a base de aceites, azúcar, sal, grasas, almidón y todo tipo de aditivos.

No resulta posible imaginar una tienda en la que no haya snacks dulces y salados, helados, chocolates, caramelos, pan de molde, pasteles y galletas, cereales para desayunar, barritas energéticas, margarinas, bebidas carbonatadas, hamburguesas y perritos calientes, pizzas preparadas, todo tipo de sopas, salsas, embutidos, zumos y bebidas refrescantes, empanadillas y canelones congelados.

¿Por qué abunda el azúcar allá donde miremos? Podríamos pensar que es necesario para la preservación de los alimentos, aunque a la vista de lo que afirman los científicos, se trata de una excusa paupérrima. “A concentraciones muy altas, puede funcionar como un conservante —afirma David Raubenheimer—. Pero se añade para mejorar el sabor”, apostilla.

Invasor omnipresente

El último informe sobre ultraprocesados –cargados de azúcares añadidos– lo recoge la revista Public Health Nutrition y está firmado por investigadores brasileños y canadienses. En España, el 20,3 % de esta clase de productos se cuela en la cesta de la compra diaria. Pero hay países peores. En los hogares alemanes, conforman el 46 % de todo lo que se come y, en el Reino Unido, la mitad.

Resulta imposible resumir todos los estudios que ligan estadísticamente su consumo excesivo con enfermedades crónicas como el cáncer, las dolencias cardiovasculares y la diabetes –el otro triángulo malicioso reflejo del azúcar, sal y grasas–.

Críticos como el citado Lustig aseguran que el azúcar y sus derivados desencadenan una situación denominada síndrome metabólico, que incluye hipertensión, niveles altos de triglicéridos, resistencia a la insulina y daños que aceleran el envejecimiento.

5,3 millones de diabéticos. Por eso, Lustig considera el azúcar como un veneno, casi una toxina. Al mismo tiempo, toneladas de estudios ligan la obesidad con el riesgo de diabetes –en Estados Unidos, es posible que esta dolencia afecte a uno de cada tres adolescentes que nazcan en 2050, según los Centros de Control y Enfermedades de Atlanta–.

Y hay ya más de cien millones de personas con diabetes o en fase previa a padecerla en el continente americano. Mientras, en España, de acuerdo con la Fundación para la Diabetes, viven 5,3 millones de afectados por este mal.

El azúcar y el cerebro

Lustig también ha denunciado que el azúcar y sus derivados actúan en el cerebro de una manera parecida a como lo hacen el alcohol y el tabaco. Es decir, crean adicción. Además, acusa a la industria de colocar esos alimentos enriquecidos para que nos gusten y nos enganchemos.

Así las cosas, los consumidores estamos atrapados: no podemos dejar de comer cosas tan ricas que, pese a todo, nos matan lentamente. ¿Pero qué dice la ciencia de todo esto? ¿Puede compararse la dependencia que crea el azúcar a la suscitada por los cigarrillos o el alcohol?

Le hicimos esta misma pregunta por teléfono a Bruce Y. Lee, director del Global Obesity Prevention Center de la Escuela de Medicina de la Universidad Johns Hopkins, que es una de las más prestigiosas del mundo. Y nos respondió que sí. Aunque Lee matiza que esa adicción depende de diferencias individuales –no es igual en todo el mundo– y que, efectivamente, “si nos acostumbramos a comer estos alimentos con azúcar, es porque los hacen atractivos para la gente”.

Por su parte, el experto en enfermedades cardiovasculares James J. DiNicolantonio, del Instituto del Corazón Saint Luke Mid America, hace referencia a los estudios en ratones que muestran que, en el 80 % de los casos –incluso en roedores a los que se ha inyectado cocaína por vía intravenosa–, los animales “se pasan al azúcar si se les da la oportunidad”.

El consumo elevado de azúcar, sumado a grasas y sal, alimenta el crecimiento global de enfermedades crónicas como la diabetes tipo 2. Ilustración artística: DALL-E / Edgary R.

¿Recelo exagerado?

Aun así, algunos especialistas consideran que se exagera al hablar de dependencia. En opinión de Ángel Gil, catedrático del Departamento de Bioquímica y Biología Molecular II del Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos de la Universidad de Granada, no se puede decir que sea un fenómeno comparable al de las drogas, el alcohol y el tabaco.

“Una cosa son los fenómenos de recompensa límbica y otra bien distinta los sistemas en el cerebro asociados a la adicción”. Es innegable que sentimos una satisfacción al consumir azúcar, porque tenemos receptores para él, según este experto.

La leche materna es dulce, y crea un vínculo entre la madre y su bebé. A los niños les gustan las cosas azucaradas, pero hay una gran distancia entre eso y hablar de un síndrome de abstinencia como el que producen las drogas. Gil aprovecha para desmitificar otro alimento que goza de cierta mala fama inmerecida, la leche entera. “No tiene ningún efecto sobre la mortalidad, y se ha comprobado que reduce los riesgos cardiovasculares y el de sufrir diabetes de tipo 2”.

Por su parte, Raubenheimer sugiere que “la industria no añade azúcares para convertirnos en adictos, sino para que su oferta sea más atractiva que la de la competencia, incluidos los alimentos frescos. Y también porque así logra que los productos sean más baratos. Es menos caro que añadir proteínas”.

Por otra parte, opina que culpar exclusivamente al azúcar es un ejercicio de sensacionalismo y miopía histórica. “Hay bastante controversia sobre si las grasas o los azúcares son los responsables de la epidemia de obesidad. Y mi lectura de las evidencias es que ambos lo son. Si consumes más energía de la que usas, engordas”, afirma.

El poder adictivo

DiNicolantonio se muestra más contundente. “Lo que conserva es la sal, no el azúcar. Los fabricantes añaden azúcar para que los alimentos sepan mejor y más gente compre sus productos”. Este experto asegura que esta sustancia posee un indudable poder adictivo, demostrado en estudios con animales. Y sugiere que echemos la vista atrás.

“En la década de los cincuenta, cada estadounidense tomaba, por término medio, casi 38 litros de refrescos al año. Pero en el año 2000 esa cifra se había multiplicado por cinco. Y lo que hemos visto es que los índices de obesidad y diabetes en Estados Unidos se han disparado justo desde los años cincuenta. Es simple. Las grandes multinacionales sacan comidas baratas cargadas de azúcar para que la gente las siga comprando. Desgraciadamente, los beneficios se imponen a la salud”.

La guerra de las etiquetas

Entonces, ¿por qué organismos como la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE.UU. (FDA) no limitan la cantidad de azúcar en los productos procesados? “Es un tema controvertido —responde Lee. Y añade—: Hay una etiqueta en los envoltorios que indica los nutrientes. Durante mucho tiempo, no se ha hecho mención a los azúcares añadidos, es decir, al azúcar que no está de forma natural en los alimentos. Así que no podías saber cuánto se había añadido. Pero, hace un par de años, la Administración Obama realizó un cambio para obligar a especificar en las etiquetas los azúcares añadidos. Es algo que no se ha implementado todavía”, nos comenta.

Las etiquetas se han convertido en un tema sensible y estratégico para las multinacionales alimentarias. Cuando entramos en un supermercado, tan fragmentado por incontables marcas, nos metemos en un escenario de caza sin cuartel. Nosotros somos las presas. En las estanterías, miles de depredadores compiten entre sí para seducirnos y que les abramos la cartera.

Aunque cualquier alimento envasado en Estados Unidos y la Unión Europea tiene la obligación de proporcionar su lista de ingredientes, entre los que figuran las grasas y el azúcar, nada se dice sobre el porcentaje de azúcares añadidos. La FDA ha retrasado la aplicación de esta norma hasta este verano.

Como señala Claudia lledó, diplomada en nutrición humana y dietética, la industria disfraza los azúcares modificados bajo nombres naturales como miel, agave, jarabe de arce, melaza y jarabe de maíz, o bien oculta el término azúcar tras otros más técnicos, como dextrosa, dextrina, malta, lactosa o galactosa.

En España, ya existen muchos productos que utilizan el reclamo “sin azúcares añadidos”, pero que poseen azúcar, como los zumos. La normativa del Parlamento Europeo obliga en estos casos a especificar que contienen “azúcares naturalmente presentes”. Como norma general, Lledó recomienda rechazar alimentos que posean más de diez ingredientes: lo aconsejable sería que no pasaran de siete.

El azúcar añadido está presente en la mayoría de los ultraprocesados que consumimos a diario, aunque muchas veces pase desapercibido en las etiquetas. Ilustración artística: DALL-E / Edgary R.

Lenta cadena

No olvidemos que una mala dieta es como una lenta condena que se cobra su tributo con los años. “En los humanos, no existe ninguna necesidad de que consumamos un solo gramo de azúcar añadido, ya que esto reduce las cantidades de vitaminas y minerales en el organismo —asegura DiNicolantonio—. Cuanto más tome la gente, más carecerá de estos nutrientes. Y esto desemboca en un hígado graso y en un aumento de las reservas de grasas, de los niveles de triglicéridos y de la presión sanguínea”.

De todas formas, Gil recalca que el tema se está exagerando y distorsionando en un mundo donde la información llega primero y sin contrastar a las redes sociales. “Los humanos nacemos con la capacidad de detectar el dulce. Tenemos receptores de membrana específicos en la boca y en el intestino, como una vía para obtener energía”, indica.

Por otra parte, apunta que “los culpables son los hábitos de vida, la ingesta y el tamaño de las raciones. No se trata de responsabilizar a un solo ingrediente. Son muchos los problemas. No es solo el azúcar, hay que reducir las grasas y la sal”. En este sentido, los españoles consumimos más de ocho gramos de sal diarios, cuando las recomendaciones de la OMS sugieren no pasar de cinco.

Este catedrático sugiere que nos fijemos en algo tan sencillo como el equilibrio entre la ingesta de energía y el gasto. Si consumimos en exceso, engordamos. “La obesidad, en gran medida, se debe no solo a una ingesta energética elevada, sino a hábitos de vida poco saludables, entre los que destacan la escasa actividad física y el sedentarismo. El azúcar de las comidas cuenta en la ingesta energética, pero también la grasa, el tamaño excesivo de las raciones, la velocidad con la que se come…”.

Para apoyar sus observaciones, Gil nos habla de un metaanálisis publicado por John L. Sievenpiper en el European Journal of Nutrition en 2016. “El azúcar es dañino en exceso, pero puede ser potencialmente beneficioso si se toma en pequeñas cantidades”, reza el estudio.

Menos de 50 gramos diarios

Asimismo, propone que adoptemos lo que nos recomienda la OMS: la cantidad de azúcares añadidos no debe suponer más de un 10 % del total, lo que equivale a menos de 50 gramos diarios, es decir, unas doce cucharillas, para una dieta típica de dos mil calorías diarias.

Por su parte, Sievenpiper llama la atención sobre el peligro de las bebidas azucaradas. El azúcar que contienen sí que puede causarnos graves problemas. La Fundación para el Corazón y el Ictus de Canadá cita pruebas científicas que asocian el abuso de estos brebajes con problemas de corazón, ictus, obesidad, diabetes y cáncer, entre otras dolencias.

Resulta bastante probable que esa relación se deba en parte a que los grandes bebedores de líquidos dulces suelen frecuentar los restaurantes de comida rápida, pican más entre horas, consumen más calorías, suelen fumar más, hacen menos ejercicio y llevan una dieta por lo general pobre y desequilibrada.

Y es que el menú servido en cualquier local de fast food tiene azúcares añadidos en buenas cantidades, pero también un montón de grasas poco o nada saludables, proteínas de baja calidad, falta de fibra y generosas raciones de sal. De hecho, varios estudios han comprobado que la densidad de obesos y adultos con sobrepeso crece notablemente en los lugares donde se concentran más franquicias de este tipo de comida. ¿Casualidad? Todo apunta a que no.

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Referencias

Khan, T.A., Sievenpiper, J.L. Controversies about sugars: results from systematic reviews and meta-analyses on obesity, cardiometabolic disease and diabetes. Eur J Nutr 55 (Suppl 2), 25–43 (2016). doi: 10.1007/s00394-016-1345-3

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