Bajo el capitalismo, los derechos de propiedad serán siempre la prioridad, incluso por sobre los derechos de los trabajadores a un salario y unas condiciones de vida dignas. La única forma de luchar es mediante la huelga general.
ALEX GOUREVITCH
Obreros de la construcción en huelga saludan con el puño en alto durante un acto en el Bois de Vincennes, París, 13 de junio de 1936. (Foto: Keystone / Hulton Archive vía Getty Images)
Toda democracia liberal reconoce, en cierta medida, que los trabajadores tienen derecho a la huelga. Ese derecho está protegido por la ley, a veces en la propia constitución. Las huelgas son también una de las formas más comunes de protesta colectiva disruptiva. Tras un largo declive en el número de días de huelga, muchos países occidentales han experimentado un rápido aumento de las acciones de huelga en el último año, con la histórica oleada de huelgas en Gran Bretaña a la cabeza.
Sin embargo, las huelgas plantean un dilema a las sociedades liberales. Para que la mayoría de los trabajadores tengan una posibilidad razonable de éxito, necesitan utilizar algunas tácticas coercitivas, como los piquetes masivos. Pero esas tácticas a menudo violan la ley —las recientes leyes sindicales en Gran Bretaña han limitado significativamente la capacidad de los trabajadores para formar piquetes de forma eficaz— e infringen lo que se consideran derechos liberales básicos. Entonces, ¿sobre qué base puede justificarse el derecho de huelga?
El dilema
La huelga es una interrupción del trabajo para conseguir algún fin. Pero la paralización del trabajo tiene distintos significados en distintas partes del mercado laboral. Los trabajadores más cualificados y con menor oferta —que son más difíciles de sustituir y, en consecuencia, suelen disfrutar de mejores salarios, horarios y condiciones— pueden llevar a cabo una huelga razonablemente eficaz con poca coacción y sin infringir la ley de forma significativa. Siempre que ejerzan la disciplina adecuada, pueden ralentizar o detener totalmente la producción.
Tomemos como ejemplo la huelga de Verizon de 2016 en Estados Unidos. Aunque la empresa de telecomunicaciones intentó utilizar trabajadores sustitutos, estos no podían hacer el trabajo con eficacia. Al cabo de siete semanas, la empresa seguía sin poder dar servicio a las líneas existentes, y mucho menos instalar otras nuevas. Acabó cediendo en importantes reivindicaciones de los trabajadores.
Los trabajadores menos cualificados y con mayor oferta en sectores como los servicios, la agricultura o la industria básica se encuentran en una situación diferente. En parte porque su oferta es mayor, estos trabajadores tienden a tener menos poder de negociación y, por tanto, suelen enfrentarse a salarios más bajos, jornadas más largas y peores condiciones de trabajo. También son más vulnerables a formas de presión ilegal, robo de salarios y otros abusos. Estos son los trabajadores que intuitivamente pensamos que deberían tener los argumentos más sólidos a favor del derecho de huelga.
Sin embargo, aunque todos esos trabajadores se vayan y respeten el piquete, la producción seguirá a menudo en marcha porque los sustitutos, también conocidos como «carneros» o «esquiroles», son mucho más fáciles de encontrar, formar y poner a trabajar. La negativa colectiva a trabajar no tiene la misma fuerza. Esta es una de las razones por las que los trabajadores de McDonald’s en Estados Unidos, por ejemplo, se han ceñido a las huelgas de un solo día: de lo contrario, tienen muchas posibilidades de ser sustituidos.
Para tener más posibilidades de triunfar, la mayoría de los trabajadores a menudo tienen que utilizar algún tipo de táctica coercitiva. Deben impedir que los directivos contraten a sustitutos, impedir que los sustitutos acepten los trabajos de la huelga o impedir que se haga el trabajo de alguna otra forma.
Para que quede claro, por coercitivas no quiero decir violentas. Históricamente, no han sido los trabajadores, sino el Estado y los matones privados de los empresarios quienes han cometido la mayor parte de la violencia relacionada con las huelgas. Los trabajadores han sufrido violencia cuando ejercían formas de coacción perfectamente legítimas, como durante la huelga de mineros británicos de la década de 1980. Las tácticas coercitivas clásicas pueden incluir huelgas de brazos caídos (ocupar el lugar de trabajo para impedir que se trabaje) y piquetes masivos (rodear un lugar de trabajo para que no puedan entrar ni salir personas o suministros).
Ambas tácticas son contrarias al capitalismo liberal. Un principio básico de la moral política en cualquier sociedad capitalista liberal es que todas las personas disfrutan de libertades básicas a condición de que extiendan las mismas libertades básicas a todos los demás y que estas libertades estén consagradas por ley. Eres libre de ejercer tus libertades básicas siempre que no interfieras coactivamente con los demás en el disfrute de sus libertades.
Las tácticas de huelga coercitiva son contrarias a varias de estas libertades básicas. Violan los tan cacareados derechos de propiedad de los propietarios y sus directivos, coartan la libertad contractual y de asociación de los trabajadores de reemplazo y amenazan el sentido cotidiano y de fondo del orden público de una sociedad capitalista liberal. No es de extrañar, pues, que estas tácticas sean en su mayoría ilegales tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, al igual que muchas otras tácticas solidarias que en su día fueron una característica habitual del activismo sindical.
Pero, de nuevo, en muchos casos, si los trabajadores no pueden hacer una huelga efectiva, no tienen un real derecho a la huelga. Este es también un debate que ha surgido desde principios de enero en Gran Bretaña con la nueva ley de «Servicios Mínimos», destinada a impedir que los trabajadores cierren lo que se consideran servicios e industrias clave durante una huelga. La única forma de resolver este dilema es preguntarse qué tiene prioridad aquí y ahora: ¿las libertades básicas del capitalismo liberal, tal y como se aplican en la ley, o el derecho de huelga? Y si es el derecho de huelga, ¿de qué tipo de derecho se trata y cómo puede justificarse?
Hechos de la opresión
La opresión de clase es inextricable del capitalismo liberal. Aunque existen variaciones significativas entre las sociedades capitalistas, uno de los hechos unificadores fundamentales es el siguiente: la mayoría de las personas capacitadas se ven obligadas a trabajar para los miembros de un grupo relativamente pequeño, que ejercen el control sobre los activos productivos y que, por tanto, disfrutan del control sobre las actividades y los productos de esos trabajadores. Hay trabajadores, y luego están los propietarios y sus directivos.
Los trabajadores se ven empujados al mercado laboral porque no tienen ninguna alternativa razonable a la búsqueda de empleo. No pueden producir por sí mismos los bienes que necesitan, ni pueden confiar en la caridad de otros o contar con prestaciones estatales adecuadas. Esta compulsión estructural no es simétrica. Una minoría significativa de la población tiene suficiente riqueza —heredada, acumulada o ambas— como para evitar entrar en el mercado laboral. Puede ocurrir que trabajen, pero no están obligados a hacerlo.
La opresión no se deriva únicamente del hecho de que algunos se vean obligados a trabajar. Al fin y al cabo, si el trabajo socialmente necesario se repartiera por igual, entonces sería justo obligar a cada uno a hacer su parte. Pero en nuestras sociedades solo se obliga a trabajar a algunos. Y se les obliga a trabajar para otros, produciendo lo que los empresarios les pagan por producir.
Esta desigualdad estructural alimenta una segunda dimensión interpersonal de la opresión. Los trabajadores se ven obligados a incorporarse a lugares de trabajo caracterizados habitualmente por grandes franjas de poder y autoridad directivos incontrolados. Esta opresión es interpersonal porque se trata del poder que unos individuos concretos (los empresarios y sus directivos) tienen sobre unos individuos concretos (los trabajadores). Podemos distinguir tres formas superpuestas que adopta esta opresión interpersonal en el lugar de trabajo: subordinación, delegación y dependencia.
Los empresarios (los propietarios y sus directivos) tienen lo que a veces se denominan «prerrogativas de dirección»: concesiones legislativas y judiciales de autoridad para tomar decisiones sobre inversión, contratación y despido, ubicación de la planta, proceso de trabajo y similares. Los directivos pueden cambiar los ritmos de trabajo y las tareas asignadas, las horas de trabajo o, como hace actualmente Amazon, obligar a los empleados a pasar hasta una hora en las colas de seguridad después la jornada laboral sin reconocérsela salarialmente.
Pueden despedir a trabajadores por comentarios en Facebook, por no respetar los códigos de vestimenta o por negarse a aceptar turnos aunque no tengan a su cargo a sus hijos. Pueden asignar a los trabajadores más tareas de las que pueden realizar en el tiempo asignado, exigir que los empleados permanezcan en el lugar de trabajo durante la noche, exigirles que trabajen en condiciones de calor extremo y otras condiciones físicamente peligrosas, o aislar punitivamente a los trabajadores de otros compañeros.
Lo que unifica estos ejemplos aparentemente dispares es que, en todos los casos, los directivos están ejerciendo prerrogativas legalmente permitidas. La ley no exige que los trabajadores tengan voz formal en el ejercicio de esas prerrogativas. De hecho, en casi todos los países capitalistas liberales (incluidas las socialdemocracias como Suecia), los trabajadores se definen, por ley, como «subordinados». Se trata de subordinación en sentido estricto: los trabajadores están sometidos a la voluntad del empresario.
Existen poderes legales discrecionales adicionales de los que gozan los directivos, no por estatuto legal o precedente, sino porque los trabajadores han delegado estos poderes en el contrato. Por ejemplo, los trabajadores pueden firmar un contrato que permita a los directivos exigir a los empleados que se sometan a pruebas aleatorias de detección de drogas o a registros sin previo aviso. En Estados Unidos, el 18% de los empleados actuales y el 37% de los trabajadores a lo largo de su vida trabajan con acuerdos de no competencia. Estas cláusulas otorgan a los directivos el poder legal de prohibir a los empleados que trabajen para la competencia, reduciendo en algunos casos a estos trabajadores a un servicio casi servil.
Esto nos lleva a la tercera cara de la opresión: los efectos distributivos de la desigualdad de clase, o «dependencia». El funcionamiento normal del capitalismo liberal eleva a un grupo relativamente pequeño de propietarios y directivos muy bien pagados a la cúspide de la sociedad, donde acumulan la mayor parte de la riqueza y los ingresos. Mientras tanto, la mayoría de los trabajadores no gana lo suficiente: ni para cubrir sus necesidades ni para ahorrar de modo que puedan ser autónomos o crear sus propias empresas. Los pocos que consiguen ascender desplazan a otros o aprovechan el número estructuralmente limitado de oportunidades disponibles. El resto siguen siendo trabajadores, dependientes de su empleo.
En virtud de la dependencia de los trabajadores de su puesto de trabajo, los directivos suelen tener poder material para obligar a los empleados a someterse a órdenes o incluso a aceptar violaciones de sus derechos. Un ejemplo destacado es el robo de salarios, que afectó a los trabajadores británicos por valor de 35.000 millones de libras en 2019. Los empresarios infringen regularmente la legislación laboral disciplinando, amenazando o despidiendo a los trabajadores que desean organizarse, hacer huelga o ejercer de otro modo sus derechos supuestamente protegidos.
En otros casos, a los trabajadores se les han negado las pausas para ir al baño, se les han denegado las pausas para comer legalmente exigidas —o se les ha presionado para que trabajen durante ellas—, se les ha obligado a seguir trabajando después de su turno o se les ha negado el derecho a leer o a encender el aire acondicionado durante el descanso. También están los numerosos casos de acoso sexual sistemático, en esas amplias franjas de la economía donde se necesita algo más que la vergüenza pública para controlar a los jefes.
En todos estos casos, los empresarios no están ejerciendo poderes legales de mando. En cambio, se aprovechan del poder material que conlleva la amenaza de despedir o disciplinar de otro modo a los trabajadores dependientes. Este poder material para conseguir que los trabajadores hagan las cosas que quieren los empresarios es una función de la estructura de clases de la sociedad. La opresión no reside solo en algunas manzanas podridas capitalistas, sino en cómo se utilizan estos poderes en la mayoría de los casos: la maximización de los beneficios.
Los defensores del capitalismo liberal insisten en que proporciona la forma más justa de distribuir el trabajo y las recompensas de la producción social. Suelen hablar en términos de libertad, especialmente de libertad contractual y de libertad para utilizar la propiedad de cada uno como mejor le parezca. Sin embargo, el capitalismo liberal limita fundamentalmente la libertad de los trabajadores, permitiendo la explotación de una clase por otra. Es esta opresión la que explica por qué los trabajadores tienen derecho a la huelga y por qué ese derecho se entiende mejor como un derecho a resistir la opresión.
El derecho a resistir
Los trabajadores tienen interés en resistir la opresión de la sociedad de clases utilizando su poder colectivo para reducir o incluso superar esa opresión. Su interés es un interés de libertad en un doble sentido.
En primer lugar, la resistencia a esa opresión de clase conlleva, al menos implícitamente, una exigencia de libertades de las que aún no disfrutan. Un salario más alto amplía la libertad de elección de los trabajadores. La ampliación de los derechos laborales aumenta la libertad colectiva de los trabajadores para influir en las condiciones de empleo. Sea cual sea el conjunto concreto de cuestiones, las reivindicaciones de los trabajadores son siempre también una demanda de control sobre partes de la propia vida de las que todavía no disfrutan.
En segundo lugar, las huelgas no solo pretenden conseguir más libertad, sino que ellas mismas son expresiones de libertad. Cuando los trabajadores se declaran en huelga, están utilizando su propia agencia individual y colectiva para conquistar las libertades que merecen. La misma capacidad de autodeterminación que invocan los trabajadores para exigir más libertad es la capacidad que ejercen al ganar sus reivindicaciones. La libertad, y no la estabilidad industrial o simplemente un mayor nivel de vida, es el nombre de su deseo.
Pero si todo esto es correcto, y el derecho de huelga es algo que debemos defender, entonces también tiene que ser coherente. El derecho pierde su conexión con la libertad de los trabajadores si estos tienen pocas posibilidades de ejercerlo eficazmente. De lo contrario, simplemente están participando en un acto simbólico de desafío, loable y justificable, quizás, pero no un medio tangible de luchar contra la opresión. Por lo tanto, a menudo está perfectamente justificado que los huelguistas ejerzan su derecho a la huelga utilizando tácticas eficaces, incluso cuando estas tácticas son ilegales.
Aun así, la pregunta sigue en pie: ¿por qué debe darse prioridad moral al derecho de huelga frente a otras libertades básicas? La razón no es solo que el capitalismo liberal produce opresión económica, sino que la opresión económica a la que se enfrentan los trabajadores está en parte creada y sostenida por las mismas libertades económicas y civiles que el capitalismo liberal aprecia. Los trabajadores se encuentran oprimidos por la forma en que funcionan los derechos de propiedad, la libertad de contrato, la autoridad corporativa y las leyes fiscales y laborales.
Considerar inviolables estas libertades no fomenta resultados menos opresivos y explotadores, como insisten sus defensores, sino todo lo contrario. El derecho de huelga tiene más fuerza para proteger una actividad que sirve a los objetivos de la propia justicia: coaccionar a las personas para que establezcan relaciones de cooperación social menos opresivas. En pocas palabras, defender el derecho de huelga es dar prioridad a las libertades democráticas sobre los derechos de propiedad.
Se podría objetar que parece que estoy diciendo que no hay restricciones a lo que pueden hacer los huelguistas. Tampoco estoy diciendo eso. Lo que quiero explicar es por qué un conjunto concreto de tácticas de huelga, que ha sido la pieza central del repertorio de protesta siempre que la mayoría de los trabajadores han tenido en mente declararse en huelga, no está limitado por la exigencia de respetar las libertades económicas que se violan.
Hay todo tipo de cosas que los huelguistas no deben hacer para ganar una huelga. Hay muchas cuestiones razonables que plantearse sobre cuándo hacer huelga, cómo tomar decisiones relacionadas con la huelga, qué hacer con los daños a terceros y cosas por el estilo. Pero ese es un problema complejo y distinto de ética política. Solo podremos abordar esos problemas una vez que hayamos reconocido primero las deficiencias del capitalismo liberal y de la moral política imperante que lo rodea.
Hay mucho en juego en todo esto. Si no se está de acuerdo en que, en general, está justificado que los trabajadores participen en actividades masivas, perturbadoras y, sí, ilegales, como parte del ejercicio del derecho de huelga, entonces se está comprometido a argumentar que el Estado está justificado para reprimir violentamente las huelgas, una violencia con una larga y sangrienta historia. Es muy posible que algunos lleguen a esta última conclusión. Pero deberían tener claro qué bando eligen.
O bien los trabajadores están justificados para resistirse al uso de la violencia legal para reprimir sus huelgas, o bien el Estado está justificado para reprimir violentamente las tácticas de huelga coercitivas. Ninguna retórica disfrazada de libertad y justicia para todos puede ocultar este hecho ineludible.
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ALEX GOUREVITCH
Profesor asociado de Ciencias Políticas en la Universidad Brown y autor de From Slavery To the Cooperative Commonwealth: Labor and Republican Liberty in the Nineteenth Century.
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