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ELLEN MEIKSINS WOOD NOS MOSTRÓ LA IRRACIONALIDAD DEL MERCADO CAPITALISTA

Ellen Meiksins Wood fue una de las grandes pensadoras marxistas de su época. Uno de sus aportes más importantes fue mostrar cómo la presión coercitiva de los mercados es específica del capitalismo.

XAVIER LAFRANCE
TRADUCCIÓN: FLORENCIA OROZ

Ellen Meiksins Wood hablando en Berlín, Alemania, 8 de mayo de 2012. (Rosa Luxemburg-Stiftung / Wikimedia Commons)

Antes de su muerte en 2016, Ellen Meiksins Wood era una de las principales historiadoras y teóricas marxistas de nuestro tiempo. Autora de una amplia historia social del pensamiento político occidental, quizá sea más conocida por su trabajo sobre los orígenes del capitalismo. Sin embargo, el esfuerzo de Wood por renovar el materialismo histórico es un legado igualmente importante. Ofrece ideas estratégicas clave para las luchas socialistas contra el capitalismo y por una sociedad verdaderamente democrática.

Una de las ideas más importantes de Wood fue su insistencia en que el pensamiento crítico debe ser un pensamiento histórico. La dimensión crítica del marxismo, que se deriva de la crítica de Marx a la economía política, reside sobre todo en identificar la especificidad histórica del capitalismo. Esto implica enraizar nuestras luchas en la comprensión de la lógica sistémica singular del capitalismo.

El marxismo de Wood

El objetivo de Wood era «transformar la idea socialista de una aspiración ahistórica en un programa político basado en las condiciones históricas del capitalismo». Esto la llevó a elaborar una respuesta crítica a los intentos posmarxistas de desvincular la política socialista de la clase, The Retrat from Class, que recibió el Premio Isaac y Tamara Deutscher en 1986.

Su evaluación crítica del marxismo «analítico» o de «elección racional» también formaba parte de este proyecto. Wood cuestionó el pensamiento ahistórico de esta corriente, mostrando su profundo impacto en nuestra comprensión del capitalismo, el socialismo y la lucha que conduce de uno a otro. Este artículo se basa en la obra de Wood para evaluar críticamente la teoría de la explotación y la concepción del socialismo ofrecidas por John Roemer, figura clave del marxismo analítico.

El marxismo analítico se consolidó como corriente intelectual durante la década de 1980. Se asocia a un grupo de autores entre los que se encuentran G. A. Cohen, John Roemer, Jon Elster, Adam Przeworski y Erik Olin Wright. Aunque sus intereses y posiciones teóricas varían, el grupo converge en torno a la negación de una metodología marxista distintiva.

Esta corriente está comprometida con posiciones metodológicas tomadas de la filosofía analítica y la economía neoclásica. Estas posiciones incluyen un enfoque centrado en la acción intencional de los individuos (individualismo metodológico) y la movilización de la teoría del «juego» o de la «elección racional». El objetivo es, en términos generales, utilizar las herramientas de las ciencias sociales dominantes para abordar cuestiones de la agenda marxista, como la explotación de clase y la promoción del socialismo de mercado.

Movilizando lo que denomina «dos importantes contribuciones de la economía neoclásica» —la teoría de juegos y el concepto de equilibrio general—, la versión del socialismo de Roemer se deriva directamente de su revisión de la teoría marxista de la explotación. Rechaza la teoría laboral del valor por considerarla inválida y pretende desvincular la explotación de la extracción de plusvalía.

Roemer diseña un modelo en el que todos los productores tienen acceso a diversos grados de capital para comprar medios de producción y, por tanto, pueden evitar vender su fuerza de trabajo. La explotación se deriva de la desigual dotación de capital individual, que hace que los productores relativamente más ricos trabajen menos que sus homólogos relativamente no privilegiados. Roemer concluye de este experimento mental que la explotación se produce incluso en ausencia de un mercado de trabajo y de la extracción obligatoria de plusvalía en el punto de producción.

Una vez que introducimos un mercado laboral en el modelo, surge la clase, además de la explotación. Los agentes pueden ahora explotar su propio capital (desigualmente distribuido), contratar a otros o vender su capacidad de trabajo. Los agentes con interés propio combinan estas opciones de forma estratégicamente racional para alcanzar la subsistencia minimizando su trabajo (el modelo puede complejizarse aún más para incluir el beneficio y la acumulación).

Al optimizar el uso de sus activos individuales, escribe Roemer, «los productores eligen su propia posición de clase». Como algunos trabajan más que la media social para asegurarse un paquete normal de mercancías, son explotados.

Una teoría de la justicia

Acontinuación, Roemer propone un criterio general de explotación según el cual un grupo puede considerarse explotado «si tiene alguna alternativa condicionalmente factible bajo la cual sus miembros estarían mejor». El mal moral del capitalismo reside, por tanto, en una distribución desigual y éticamente subóptima de los bienes de capital, que conduce a ingresos desiguales. El objetivo del «prototipo» socialista de Roemer es precisamente diseñar una alternativa factible y éticamente superior al capitalismo.

El socialismo de Roemer gira en torno a la justicia distributiva. Afirma que los mercados son indispensables en cualquier sociedad compleja, y que la experiencia de los estados comunistas ha desacreditado la planificación centralizada. El objetivo del socialismo debe ser, por tanto, aprovechar la eficacia de los mercados como mecanismo de coordinación económica, transformando al mismo tiempo las relaciones de propiedad mediante una redistribución de los bienes.

En este escenario, perdurarán los mercados de mercancías y bienes de capital, de trabajo y de acciones. Las empresas competirán y maximizarán sus beneficios. Sin embargo, para igualar las oportunidades, se distribuirán equitativamente bonos que proporcionen un derecho sobre las empresas y sus beneficios.

Puesto que se dice que el capitalismo es económicamente eficiente, el socialismo de mercado de Roemer «está diseñado, a propósito, para ser lo más parecido posible a una economía capitalista». El problema es que el capitalismo no permite una distribución justa de la renta debido a las desigualdades de activos al nacer. La redistribución de activos creará igualdad de oportunidades. Sin embargo, para evitar fallos del mercado y optimizar la eficiencia, esta redistribución debe estar vinculada a un nuevo espíritu cooperativo.

Los agentes dotados de cupones retirarán o limitarán su oferta de trabajo y actuarán como free riders siempre que se comporten como «optimizadores de Nash» (en honor al economista John Nash) y se atengan a un ethos individualista de «actuar a su antojo». La solución de Roemer a este «problema de incentivos» es una ética cooperativa kantiana, en referencia al filósofo Immanuel Kant.

Roemer considera que la optimización kantiana implica una perspectiva «universal», en contraposición a una individualista, que llevará al individuo a preguntarse qué oferta de trabajo le gustaría que ofrecieran todos los trabajadores. Confiando en que un ethos cooperativo garantizará que los demás trabajadores le sigan el juego, el individuo se abstendrá de actuar a su antojo. El mismo ethos lleva también a los inversores a optimizar las inversiones de forma cooperativa. De ello se deduce que la optimización kantiana resuelve la oposición entre eficiencia económica y justicia distributiva.

Compulsiones capitalistas

La suave resolución de las contradicciones capitalistas mediante el diseño socialista de Roemer refleja la suavidad de la explotación de clase tal y como él la concibe. Para él, la explotación de una clase por otra puede producirse sin coacción, o incluso sin ninguna relación directa entre explotadores y explotados. Simplemente se deriva de las diferencias patrimoniales que provocan desigualdades de renta.

Este enfoque en las relaciones de propiedad desplaza nuestra atención de las relaciones coercitivas de extracción de excedentes a los patrones distributivos que conducen a una (des)ventaja relativa. Esto se convierte en el criterio de explotación. Como dice Wood «El modelo de “elección racional” de la formación de clases exige que las cuestiones relevantes se presenten como relacionadas con la “optimización” o la ventaja relativa y no con la coacción».

Esta expulsión de la coacción de la teoría, y el énfasis en la elección, rebaja radicalmente lo que está en juego en la supervivencia en una sociedad de clases, ocultando la profunda diferencia entre optimizar las decisiones y elegir estrategias de supervivencia. Sin embargo, rápidamente se hace evidente que, de hecho, las posiciones de clase de Roemer no son elegidas por los agentes, sino que se derivan automáticamente del uso racional de sus bienes individuales. O dicho de otro modo, en los modelos estáticos de Roemer, las posiciones de clase se asignan instantáneamente: podemos determinar la posición de clase de los agentes incluso antes de que la «elijan», deduciendo el uso óptimo de sus activos individuales.

En la teoría de Roemer, según Wood, las estructuras sociohistóricas se «introducen de contrabando en los atributos» de los agentes individuales. Este planteamiento deja sin explicación lo que ella denomina el «vasto conjunto de relaciones y estructuras sociales que ya están ocultas en los “activos” y “dotaciones” con los que los individuos entran en el “juego” de clases».

Para Wood, el enfoque de Roemer disuelve las macroestructuras —y las dinámicas históricamente específicas que se derivan de ellas— en la micropsique individual de los agentes o en sus activos individuales. Dentro de los límites de este marco, Roemer tiene que «dar por sentadas las compulsiones del capitalismo e imputarlas a las preferencias y motivaciones de los capitalistas individuales». Sin embargo, como insiste Wood, la racionalidad utilitaria de la economía neoclásica no es un atributo natural de los agentes individuales, sino que en realidad procede de «la dependencia del mercado y las presiones competitivas históricamente constituidas».

Dinámica de la coacción

Mientras los académicos debaten la validez de la teoría laboral del valor, los capitalistas están obligados por imperativos competitivos a «optimizar» la extracción de la plusvalía creada en la producción. Del mismo modo, sea quien sea quien tenga razón sobre el concepto de «plusvalía», los trabajadores se ven obligados a competir en los mercados laborales para vender su fuerza de trabajo para sobrevivir.

En realidad, los mercados no se «depuran» y alcanzan instantáneamente un punto de equilibrio, como se dice que hacen en la teoría neoclásica de la competencia perfecta utilizada por Roemer. Las empresas no saben de antemano si podrán vencer a sus competidores y vender sus bienes y servicios.

La «ley del valor» obliga a las empresas a invertir sistemáticamente y a maximizar la productividad laboral para alcanzar o mejorar los niveles medios de eficiencia. Este proceso social de producción competitivo y no planificado conduce recurrentemente al desequilibrio y a la crisis, y empuja a los empresarios a externalizar los costes, contribuyendo a la continua degradación medioambiental.

Wood nos recuerda que el marxismo atribuye un papel determinante a la lucha de clases porque está estratégicamente situada en el corazón de la reproducción material de la sociedad. Las dinámicas históricamente específicas de coerción que sostienen la explotación importan porque establecen intereses de clase en conflicto y estructuran las distintas estrategias que adoptan las clases para reproducirse.

Frente a los campesinos que tienen acceso directo a la tierra y a los medios de subsistencia, por ejemplo, los señores feudales deben acumular medios extraeconómicos, coercitivos, para extraer excedentes y repeler a los explotadores competidores. En el capitalismo, tras un proceso histórico de desposesión masiva de los productores directos, los trabajadores asalariados deben competir en los mercados laborales para vender su fuerza de trabajo a los empresarios capitalistas, que se ven obligados a acumular por imperativos del mercado como condición de supervivencia.

Una vez que trivializamos la explotación de clase reduciéndola a «juegos» no coercitivos para asegurar paquetes de consumo relativamente ventajosos, y una vez que reducimos las relaciones sociales entre explotadores y explotados a una cuestión de desigualdad (en lugar de considerar las desigualdades como una consecuencia de las relaciones de extracción de excedentes), la dinámica distintiva de los modos de explotación queda fuera de nuestra vista. Cuando nuestra teoría de la explotación capitalista pierde de vista las fuerzas coercitivas —ya se trate de la coerción impersonal de los mercados o del poder personal de los empresarios sobre la producción—, pierde también su poder explicativo.

En esta perspectiva no queda espacio para el capitalismo como sistema compulsivo que mantiene pautas históricamente distintas de acumulación, crisis y conflicto. El resultado es disociar los argumentos éticos expuestos por Roemer de una comprensión convincente del terreno político del capitalismo.

Esferas separadas

Wood subraya que Marx pretende comprender el mundo para transformarlo, y que ello implica un «tipo particular de conocimiento», que permite identificar los «principios del movimiento histórico» y «los puntos en los que la acción política podría intervenir con mayor eficacia». Un aspecto clave de esto es iluminar cómo la configuración capitalista del poder social da lugar a una diferenciación entre las esferas económica y política.

Muchos marxistas —Roemer entre ellos— se enfrentan a la economía dominante en su propio terreno, vaciando las relaciones económicas de su contenido social y político. Marx, sin embargo, se mantiene firme en que el capital es una relación social, que tiene un origen histórico y que, por tanto, podría superarse. El objetivo de su crítica de la economía política es, como dice Wood, demostrar que «el secreto último de la producción capitalista es político».

Para Wood, las relaciones económicas del modo de producción capitalista son en esencia relaciones sociales históricamente específicas que pertenecen a «la disposición de poder que se obtiene entre los trabajadores y el capitalista al que venden su fuerza de trabajo». Se trata de una disposición de poder que «tiene como condición la configuración política de la sociedad en su conjunto».

Sin embargo, el vaciamiento de las relaciones económicas de su contenido social no es simplemente un error de los economistas de la corriente dominante. Refleja el proceso real de diferenciación del poder social en las esferas económica y política que es característico del capitalismo.

Esto implica que la producción y la distribución se «desincrustan» (como explica Karl Polanyi) de las regulaciones jurídicas y consuetudinarias y se organizan mediante los mecanismos económicos del intercambio de mercancías y las señales de precios del mercado. Los mercados, antes regulados socialmente y en los márgenes de la actividad económica, pasan a ocupar el centro del escenario y a regular la economía capitalista. También significa que la propiedad de los medios de producción se convierte en «absoluta» y se libera de las relaciones feudales de reciprocidad y de las obligaciones políticas.

En el fondo, la aparente separación de lo económico y lo político en el capitalismo es en realidad una diferenciación de poderes y funciones políticas que sustenta una forma totalmente nueva de explotación de clase. Algunos poderes políticos —como el control sobre el proceso laboral y las decisiones de inversión— se privatizan, mientras que las obligaciones públicas son asumidas por un Estado «autónomo».

La explotación capitalista se divide así en un momento de apropiación, que está ligado al poder económico de organizar la producción que otorga la propiedad privada, y que se apoya a su vez en un momento coercitivo respaldado por la fuerza que monopoliza el Estado.

El capitalismo contra la democracia

En las sociedades precapitalistas, los apropiadores de excedentes necesitaban controlar el poder coercitivo del Estado para extraer los excedentes de los productores directos. En el capitalismo, en cambio, la explotación es posible gracias a la dependencia del mercado tanto de los productores como de los explotadores. Los productores están separados de las condiciones de trabajo y obligados por la necesidad económica a vender su capacidad de trabajo a empresarios que, a su vez, están constreñidos por imperativos competitivos a maximizar la producción de plusvalía.

De este modo, la transferencia de plustrabajo puede tener lugar sin que los explotadores ejerzan una coacción extraeconómica abierta. Esto significa que los explotadores ya no necesitan monopolizar el poder estatal para reproducirse. El Estado está «liberado» y, en principio, puede democratizarse, aunque la adquisición de derechos políticos e igualdad cívica ha necesitado históricamente luchas obreras masivas y sostenidas.

La configuración capitalista del poder social tiene notables implicaciones para las luchas políticas. La igualdad de ciudadanía oculta a la vista la explotación de clase y estabiliza los gobiernos capitalistas democráticos. Además, como la extracción de excedentes tiene lugar en una esfera económica y ya no es inmediatamente una cuestión política, existe la tendencia a que la lucha de clases se despolitice y se limite a las unidades de producción, y a que se centre en las condiciones de trabajo.

Mientras tanto —y debido a que el Estado es ahora aparentemente autónomo del poder de clase— es posible formar partidos obreros y obtener beneficios de la política electoral. Sin embargo, la democratización del Estado sigue estando profundamente limitada y distorsionada de diferentes maneras.

Bajo el capitalismo, la política es expulsada de un gran número de actividades humanas que son mercantilizadas, confinadas a la esfera económica y sometidas a imperativos de rentabilidad y acumulación. Estas actividades escapan a los procesos de deliberación democrática, por lo que el dominio público se empobrece sustancialmente.

El capitalismo, explica Wood, conlleva una «forma completamente nueva de coacción, el mercado —el mercado no simplemente como una esfera de oportunidad, libertad y elección, sino como una compulsión, una necesidad, una disciplina social—». El poder impersonal del mercado no solo regula la producción y el intercambio, sino que también es «capaz de someter a sus exigencias todas las actividades y relaciones humanas».

Esto incluye al Estado, que, aunque formalmente autónomo, depende de la acumulación sostenida de capital para funcionar y mantener su legitimidad. Comprender la naturaleza de estas distintas formas de poder es clave para definir cómo debería ser el socialismo, así como los obstáculos para su aparición.

La democracia contra el capitalismo

El análisis de Wood sobre el poder capitalista nos permite ver los defectos del socialismo de mercado redistributivo de Roemer. Como explica, los mercados capitalistas no son simplemente un conjunto de oportunidades o mecanismos neutrales: son fundamentalmente modos de coacción.

Mantener el mercado y el mecanismo de los precios como regulador económico, cualesquiera que sean los adornos redistributivos que puedan añadirse, implicaría un «requisito irreductible, la mercantilización del trabajo y su sometimiento a los mismos imperativos de la competencia» que existe en el capitalismo.

La explotación, el desequilibrio y la crisis perdurarían, y la deliberación democrática seguiría estando profundamente restringida. La disciplina del mercado y la competencia seguirían fomentando estrategias de supervivencia individualistas, generadas por la necesidad de los trabajadores de competir por los puestos de trabajo y de los capitalistas de competir por los beneficios. Esto descartaría cualquier ethos cooperativo kantiano.

Más allá de las cuestiones de redistribución, el socialismo debe implicar una profunda transformación del poder social. Al presentar el mercado como una forma insuperable de coordinación económica eficiente, Roemer reproduce en teoría la diferenciación de lo económico y lo político de la realidad capitalista.

Sin embargo, si estamos de acuerdo con Marx en que la economía es fundamentalmente un conjunto de relaciones sociales y políticas —incluso cuando asumen una forma «fetichizada» y aparentemente asocial bajo la regulación impersonal del mercado capitalista—, empezamos a ver cómo podríamos transformarla colectivamente. El socialismo, sugiere Wood, implicaría repensar la democracia «no simplemente como una categoría política, sino como una categoría económica». Insiste en que «la libre asociación de productores directos de Marx es un buen punto de partida».

Esto requiere no solo la necesaria democratización de los lugares de trabajo, sino también la sustitución del mercado por «la democracia como regulador económico, el mecanismo impulsor de la economía» en su conjunto. Frente al capitalismo, el socialismo implicaría así la democracia como «una nueva racionalidad, una nueva lógica económica» anclada «en el interés y los objetivos de los trabajadores autónomos».

¿Es esta una visión demasiado ambiciosa? Parece, por el contrario, que es el socialismo de mercado del marxismo de elección racional, con su retórica ética abstracta, desvinculada de las agencias, estructuras y contradicciones del contexto capitalista, lo que roza el utopismo. Podría ser más prometedor, como nos anima a hacer Wood, volver a «la transformación del socialismo de Marx, de la exhortación moral al análisis económico y político (…) inextricablemente ligado a la noción de lucha de clases y a la autoemancipación de la clase obrera».

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XAVIER LAFRANCE
Autor de The Making of Capitalism in France: Class Structures, Economic Development, the State and the Formation of the French Working Class, 1750-1914 (2019). Es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Quebec en Montreal.

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