Desde finales de los años 70, una serie de novelas que narran la experiencia de antiguos alumnos convertidos en trabajadores y activistas sindicales ayudaron a fijar el établi maoísta como símbolo de los años 68 en Francia
Jorge Puma*
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Hace más de 60 años, la Revolución cultural china movilizó a cientos de miles de jóvenes en las universidades contra las élites partidarias y culturales. El movimiento desencadenado por Mao generó un caos que cimbró las estructuras sociales y políticas, dejando en su estela una destrucción que justificó una restauración conservadora con Deng Xiaoping. Mientras tanto, fuera de China la Revolución cultural se interpretó en clave de democracia participativa. A la distancia, varios libros y novelas gráficas comienzan a recuperar esa historia.
En Francia, en las vísperas de la rebelión de mayo de 1968, un interés renovado y una revalorización de la clase obrera motivaron el surgimiento de grupos de extrema izquierda de corte maoísta. Los izquierdistas de las universidades vieron a la clase trabajadora como una fuerza transformadora contenida por la extrema cautela de los comunistas. Por eso buscaron unirse a ellos en las fábricas y minas para desatar su potencial revolucionario. En el caso de los jóvenes estudiantes maoístas los primeros intentos de inserción en el medio obrero comenzaron en el verano de 1967, casi un año antes del 68. Decenas de pioneros se trasladaron al campo y a las fábricas cercanas a París para convertir la teoría de Althusser y las ideas de Charles Bettelheim en práctica revolucionaria. El mandato era aprender de la experiencia de la vida real. La revuelta de 1968 y, más tarde, la efervescencia obrera de la década de los 70 enviaron a cientos de jóvenes estudiantes a las líneas de ensamblaje de Renault y otras empresas, experiencia con importantes paralelos en México, Colombia y Estados Unidos.
Si bien algunos de estos estudiantes provenían de la élite, muchos eran de la clase media o hijos de trabajadores. Todos tuvieron que dejar su estatus privilegiado en las universidades y comenzar a vivir la dura cotidianidad de los obreros, territorio ajeno y lejano a las salas de conferencias, cafés y libros. Rodeados de inmigrantes y trabajadores franceses, estos exiliados de la escuela tuvieron que adaptarse a su nuevo entorno y encontrar la manera de disputar la hegemonía del Partido Comunista. Los resultados variaron desde el fracaso total hasta el éxito calificado y limitado.
A principios de la década de los 70, las facciones maoístas rivales enviaron cuadros a las fábricas y a los barrios obreros. Su participación consistía en un doble turno que alternaba el trabajo en las fábricas con el trabajo militante. Su dogmatismo a menudo restringía su efectividad, pero eso no les impedía hacer proselitismo entre sus compañeros de trabajo con periódicos y panfletos. El número de établis (estudiantes insertados) nunca fue demasiado elevado, a lo mucho osciló entre los 2 mil y 3 mil militantes. Sin embargo, su impacto en la imaginación política francesa superó su número real.
Desde finales de los años 70, una serie de novelas que narran la experiencia de antiguos alumnos convertidos en trabajadores y activistas sindicales ayudaron a fijar el établi maoísta como símbolo de los años 68 en Francia. La novela autobiográfica de Robert Linhart, De hombres y cadenas, publicada en 1978 y recientemente convertida en película, se convirtió en un clásico del género, pero no fue el único. En los últimos años las perspectivas femeninas del établissement han comenzado a irrumpir en una historia hasta ahora dominada por hombres.
Entre estos relatos destaca una peculiar novela gráfica que retrata la experiencia militante de una joven cantante maoísta: Elise y los nuevos partisanos. Esta novela, con reminiscencias de Tintín, fue una colaboración entre la cantante Dominique Grange y el caricaturista Tardi. El cómic puede leerse mientras se escucha la música de Grange, incluyendo la canción que da nombre al libro, el antiguo himno de la Gauche Prolétarienne (Izquierda proletaria), los nuevos partisanos. Durante cuatro minutos, la dulce voz y los acordes de guitarra de Grange transportan al lector a la alienación de los trabajos en las fábricas y la sed revolucionaria de justicia de los años 60.
La novela mezcla una narrativa autobiográfica con una historia militante. Los lectores de Elise gozarán de un nuevo enfoque gracias a la figura de una militante de base con un pasado artístico. Elise abre una ventana a la experiencia de inserción en las fábricas a través de los ojos de una mujer joven que dejó su carrera artística en París para convertirse en obrera en una fábrica de artículos de papelería en el sur de Francia. No es difícil empatizar con quien, demasiado cansada para responder, una noche tuvo que soportar las reprimendas de sus jefes de la Gauche Prolétarienne por beber y pasar el rato con sus compañeros de trabajo. Alguien que, después de las largas jornadas, compartía la misma vida que sus compañeros obreros y dedicaba el resto de su tiempo a participar en la distribución de propaganda y mítines políticos.
Y sin embargo, esta militante imperfecta estuvo a la altura de las circunstancias cuando un accidente de trabajo provocó una huelga en la fábrica y trató de organizar el descontento, aunque fue despedida violentamente cuando su verdadera identidad fue descubierta. Radicalizados por la creciente represión de la extrema izquierda francesa, Elise y sus camaradas pasaron a la clandestinidad y se prepararon para la resistencia armada. Sorprendentemente, el 2 de noviembre de 1973, los líderes de la Gauche Prolétarienne disolvieron la organización y dejaron a cientos de militantes a su suerte. La novela gráfica se cierra cinco años después, cuando los efectos del derrumbe de la Gauche Prolétarienne ya se han asentado y dejado tras de sí una veintena de tragedias personales, pero también una militancia obstinada. Acaso por eso el balance honesto de una ex militante exige a los lectores que no se borren sus huellas.
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* Doctor en historia de la Universidad de Notre Dame
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