Los cuatro antihumanismos, tal como yo los veo, son los siguientes: los seres humanos somos estúpidos, somos obsoletos, somos frágiles y somos odiosos
Matthew B. Crawford / First Things
Cambio16
23/08/2024
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En 2009, uno de los coches autónomos de Google llegó a una intersección con una señal de stop de cuatro vías. Se detuvo y esperó a que otros coches hicieran lo mismo antes de seguir adelante. Al parecer, esa es la regla que le habían enseñado, pero, por supuesto, eso no es lo que hace la gente. Así que el coche robot quedó completamente paralizado, bloqueó la intersección y tuvo que reiniciarse. Es revelador que el ingeniero de Google a cargo dijera que lo que había aprendido de este episodio era que los seres humanos tienen que ser «menos idiotas».
Pensémoslo. Si hay un caso ambiguo de derecho de paso, los conductores humanos a menudo establecen contacto visual. Tal vez uno le hace señas al otro para que pase o indica con los movimientos del propio coche que está dispuesto a ceder el paso o no. No es exagerado decir que existe una especie de lenguaje corporal al volante y una gama de disposiciones al volante. Estamos dotados de inteligencia social, mediante cuyo ejercicio las personas resuelven las cosas entre sí y, por lo general, logran cooperar bastante bien.
Imagen de Michael Shick / licencia Creative Commons
Tocqueville pensaba que los hábitos de autogobierno colectivo se formaban en actividades prácticas de pequeño calibre que exigían improvisación y cooperación. Y esto es significativo. Hay algo que puede llamarse acertadamente la personalidad democrática, y no se cultiva en las clases de civismo, sino en los rasgos granulares de la vida cotidiana. Pero la inteligencia social que se exhibía en esa intersección era completamente invisible para el tipo de Google. Esto también es significativo.
La premisa que sustenta la promoción de los coches sin conductor es que los seres humanos son pésimos conductores, el asomo de un patrón más amplio. Existe una imagen tácita del ser humano que guía nuestras instituciones y un ADN intelectual compartido por las clases gobernantes. Incluye varios elementos, pero el hilo conductor es un escaso respeto por los seres humanos, ya sea por su fragilidad, sus limitaciones cognitivas, su tendencia latente a “odiar” o su obsolescencia inminente con la llegada de posibilidades tecnológicas imaginadas. Cada una de estas premisas conlleva una verdad importante, pero parcial; y cada una proporciona la suposición maestra para algún proyecto de control social.
Los nuevos antihumanismos sirven como apología de una mayor concentración de riqueza y poder y de una mayor erosión del concepto de ciudadano; es decir, del ser humano despierto, imperfecto, pero responsable, en el que se basa el ideal del autogobierno.
Nos estamos deslizando hacia un modo de gobierno pospolítico en el que la administración experta reemplaza la contienda democrática y la soberanía política se traslada de los órganos representativos a una burocracia permanente que en gran medida no rinde cuentas. El sentido común queda descalificado como guía para conocer la realidad y, con esta descalificación, también se degrada la posición política de la mayoría.
Los nuevos antihumanismos solo aceleran estas tendencias: sirven como apología de una mayor concentración de riqueza y poder y de una mayor erosión del concepto de ciudadano; es decir, del ser humano despierto, imperfecto, pero responsable, en el que se basa el ideal del autogobierno.
El más antiguo ideal de autogobierno tiene sus raíces en el largo arco de la civilización occidental. En los siglos cristianos, el hombre fue concebido como caído, pero creado a imagen de Dios. No hace falta ser cristiano para ver que esta dualidad -esta conciencia del pecado y de nuestra orientación hacia la perfección- puede ayudarnos a aclarar los efectos de los antihumanismos actuales, criticar sus presuposiciones y buscar una salida a las nuevas y extrañas formas de tiranía que se desarrollan rápidamente.
Los cuatro antihumanismos, tal como yo los veo, son los siguientes: los seres humanos somos estúpidos, somos obsoletos, somos frágiles y somos odiosos. Cuatro premisas se refuerzan mutuamente y que juntas sirven para legitimar y dar paso a una condición pospolítica más plena. Tienen en común que si se las toma en serio atenúan el orgullo ciudadano que es causa y efecto del autogobierno.
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Somos estúpidos
En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el modelo racional del comportamiento humano fue la base del pensamiento económico. Trataba a las personas como agentes que actúan para maximizar su propia utilidad, lo que requería el supuesto adicional de que actúan con una comprensión perfectamente lúcida de dónde están sus intereses y cómo pueden lograrse. Estos supuestos pueden parecer psicológicamente ingenuos, pero proporcionaron la antropología tácita para lo que podríamos llamar el partido del mercado, lo que se llama “liberalismo” en Europa, pero que en el mundo anglófono se asocia con figuras como Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
En la década de los noventa, este edificio intelectual fue derribado por la escuela de economía conductual, más informada psicológicamente, que enarbola que nuestras acciones están guiadas en gran medida por sesgos cognitivos y heurísticos prerreflexivos que ofrecen sustitutos “rápidos y frugales” de la deliberación consciente, que es una actividad lenta y costosa. Una corrección necesaria de nuestra visión de la persona humana, en dirección al realismo. Pero algo salió mal en la institucionalización de estos conocimientos.
En la literatura psicológica, algo que se destaca es que nuestros modos “subracionales” de enfrentarnos al mundo son en realidad bastante racionales, en el sentido bayesiano. Es decir, los sesgos y heurísticas en los que nos basamos corresponden a regularidades reales del mundo y proporcionan una buena base para la acción. Pero la idoneidad práctica de los modos “subracionales” de enfrentarse al mundo se dejó de tener en cuenta cuando los ingenieros sociales consiguieron lo que parecía un prometedor nuevo conjunto de herramientas para “intervenciones basadas en la evidencia”, así como una nueva justificación para intervenir. ¿Prejuicios? Esos son malos. ¿La gente es subracional? Lo sabíamos desde siempre.
La conclusión que sacaron fue que la gente necesita toda la ayuda que pueda conseguir en forma de “empujoncitos” externos y andamiaje cognitivo para hacer lo racional. En cierto sentido, tienen razón. Una versión sensata y burkeana de su tesis subrayaría que, con el andamiaje externo de los usos establecidos y las formas heredadas, no tenemos que despertarnos cada mañana y deducir la necesidad de cada acción a partir de principios básicos, por nuestra cuenta.
Reconocería la racionalidad de la tradición como un conjunto de condiciones que enmarcan la elección individual. En cambio, para los nudgers, la racionalidad no debe ubicarse ni en el individuo ni en la tradición, sino en una clase separada de administradores sociales que actúa de acuerdo con una visión que es solo suya. Su objetivo es crear una “arquitectura de la elección” que nos guíe más allá del umbral de nuestra conciencia.
El nudge es una forma no coercitiva de modificar el comportamiento de las personas sin tener que persuadirlas de nada. Es decir, sin el inconveniente de tener que involucrarse en la política democrática. Tras la publicación de Nudge de Cass Sunstein y Richard Thaler en 2009, tanto la Casa Blanca de Obama como el gobierno de David Cameron en el Reino Unido establecieron equipos de “conocimiento del comportamiento”.
Esas unidades funcionan actualmente en la Comisión Europea, las Naciones Unidas, la OMS y, según los cálculos de Thaler, en unas 400 entidades más del gobierno y el mundo de las ONG, así como en innumerables corporaciones privadas. Sería difícil exagerar el grado en que se ha institucionalizado este enfoque.
La innovación lograda aquí, y a gran escala, está en la forma en que el gobierno concibe a sus sujetos: no como ciudadanos cuyo consentimiento considerado debe obtenerse, sino como partículas que deben ser dirigidas a través de una ciencia de gestión del comportamiento que se basa en sus sesgos prerreflexivos.
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El júbilo y la pura repetición con que periodistas y divulgadores pregonaron en la segunda década de este siglo la imagen disminuida del sujeto humano (como ser cognitivamente incompetente) indican que tiene cierto atractivo moral, más allá de sus méritos intelectuales. Tal vez se trate de la antigua emoción de la Ilustración por desengañar a los seres humanos de sus pretensiones de ser especiales, sea como seres creados a imagen de Dios o como “el animal racional”, como se ve en Aristóteles (que no debe confundirse con el “actor racional del mercado” puramente calculador).
Un efecto probable de esta degradación es atenuar el orgullo del ciudadano y, por lo tanto, hacernos más aquiescente con el trabajo de aquellos a quienes C. S. Lewis llamó “los condicionadores”. La burocracia.
Estamos obsoletos
La idea de que somos estúpidos está estrechamente relacionada con la idea de que los seres humanos somos, en esencia, versiones inferiores de los ordenadores y, por tanto, el eslabón débil de cualquier sistema. Volviendo al ejemplo inicial, se dice que los seres humanos somos pésimos conductores, razón por la cual necesitamos coches sin conductor.
Lo primero que hay que saber es que la tendencia a favor de los coches sin conductor no responde a la demanda de los consumidores, sino a un esfuerzo de arriba hacia abajo. Cuando Pew pregunta a la gente sobre sus actitudes al respecto, la mayoría expresa reservas sobre los coches autónomos y mucha gente dice que prefiere conducir por sí misma. De modo que podría verse como un caso de ingeniería social con ánimo de lucro.
Recordemos al tipo de Google que estaba lidiando con el coche robot paralizado y concluyó, a partir de esa experiencia, que los seres humanos necesitan ser “menos idiotas”. Tal vez era un clásico idiota informático al que le cuesta percibir fenómenos sociales, como el funcionamiento real de una intersección. Pero no tenía por qué serlo. Sólo tenía que haber estado empapado de la explicación predominante de cómo funciona la mente humana, que se llama teoría computacional de la mente.
Los orígenes de esta teoría se encuentran en la cibernética en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial (véase el excelente relato de Jean-Pierre Dupuy, La mecanización de la mente) . La mente como computación sigue proporcionando la base intelectual para la corriente principal de la ciencia cognitiva, a pesar de haber sido objeto de críticas devastadoras por los disidentes de orientación más fenomenológica dentro de esa disciplina, como Hubert Dreyfus, Andy Clark y Alva Noë, que enfatizan la naturaleza corpórea de la inteligencia humana y el hecho de que se basa en la sociedad.
Es decir, nuestra aprehensión del mundo no es algo que ocurre enteramente dentro de nuestras cabezas, como un cerebro en una cubeta. Como ha sostenido Maurice Merleau-Ponty, incluso para procesos tan sencillos como la percepción visual, nos basamos en normas culturales que damos por sentadas y que en realidad no se pueden captar mediante algoritmos.
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Como metáfora de un zombi que no se puede matar, la mente como computadora es la base de la superstición popular y la propaganda publicitaria según la cual se dice que las máquinas tienen “inteligencia artificial”, un término mistificador que conlleva una afirmación tácita de que lo que hace una computadora binaria es algo muy parecido a la inteligencia humana. Y recíprocamente, lo que hace la mente humana (no muy bien, como era de esperar) es computar.
La mala filosofía de la mente tiende a ser la que más se capitaliza porque es la que se pone en práctica con más facilidad, y no hay que subestimar el genio del capital, no menos que el del Estado, para rehacer el mundo de modo que se ajuste mejor a un modelo simplista y, por lo tanto, lo haga más verdadero. Como dijo el tonto de Google, los seres humanos necesitan volverse menos idiotas, es decir, más parecidos a las computadoras, es decir, más legibles para los sistemas de control y mejor adaptados a la necesidad de que los sistemas tengan insumos limpios.
Günther Anders habló del “costo creciente de adaptar al hombre al servicio de sus herramientas”. Iris Murdoch dijo que el hombre es el animal que se hace imágenes de sí mismo y luego termina por parecerse a ellas. He aquí el verdadero daño que se hace al concebir la inteligencia humana a imagen de la computadora: conlleva una idea empobrecida de lo que es pensar, pero es una idea que puede volverse suficientemente adecuada si tan solo podemos cambiar el mundo para reducir el alcance del ejercicio de nuestra inteligencia plena como agentes encarnados que hacen cosas.
Hace cinco u ocho años, periodistas tecnológicos y futuristas adinerados hablaban mucho de la prohibición de conducir vehículos humanos en las carreteras, dadas las dificultades que surgen cuando los vehículos autónomos y los conductores humanos tienen que interactuar (lo que ha resultado ser un desafío de ingeniería mucho mayor de lo previsto).
Por supuesto, desde una perspectiva empresarial, lo ideal es que nos volvamos dependientes de algún sistema propietario y opaco para hacer lo que antes hacíamos por nosotros mismos, dando lugar a lo que Ivan Illich llamó “monopolio radical”. A medida que el espacio para la acción humana inteligente es colonizado por máquinas, nuestra propia capacidad para la acción inteligente se atrofia, lo que lleva a demandas de aún más automatización. Las demandas de habilidad y competencia dan paso a una promesa de seguridad y conveniencia, que nos lleva cada vez más a la pasividad.
La seguridad es el rostro sentimental que adopta cada uno de estos antihumanismos y cumple una función crucial en la legitimación del orden pospolítico, lo que me lleva al tercer punto.
Somos frágiles
¿Cómo podemos entender las respuestas radicalmente diferentes de nuestra sociedad a la gripe española de hace un siglo y a la COVID-19 de hoy? Según los Institutos Nacionales de Salud, la pandemia de gripe de 1918 tuvo una tasa de mortalidad del 8 al 10 por ciento para los jóvenes, lo que la hace 50 veces más mortal que la COVID-19 para esa parte de la población.
La COVID-19 ha sido abrumadoramente letal solo para los ya enfermos y los muy ancianos (con una tasa de mortalidad comparable a la de la gripe para el resto de la población), lo que hace que las medidas recomendadas en los simulacros de pandemia antes de 2020 sean totalmente apropiadas: aislar a los más vulnerables. En cambio, se suprimió la actividad social y económica de toda la población. De tal forma que existe una relación inversa entre la gravedad de estas pandemias y la severidad de las medidas para controlarlas.
En 2020, un público temeroso aceptó una ampliación extraordinaria de la jurisdicción de los expertos sobre todos los ámbitos de la vida y una transferencia correspondiente de soberanía de los órganos representativos a los funcionarios no electos de diversas agencias. Es bien sabido que las encuestas indicaron que la percepción de los riesgos del covid superaba la realidad en uno o dos órdenes de magnitud. Esto no es sorprendente.
Los canales oficiales favorecieron sistemáticamente interpretaciones científicas (de un panorama empírico caótico) que inducían miedo, incluso a costa de omitir el contexto relevante. Como ahora sabemos, desde la publicación de los archivos de Twitter, el FBI, los CDC y varias ONG de “desinformación” (que a veces también estaban mal informadas) trabajaron en estrecha colaboración con las empresas de redes sociales para censurar información que sabían que era cierta, pero que tendería a inducir “reticencias a las vacunas” o a disminuir la sensación de crisis.
La pandemia ha puesto de relieve una tendencia más amplia en Occidente a gobernar invocando poderes de emergencia, en lugar de hacerlo con arreglo a los principios declarados del gobierno representativo. El miedo y la correspondiente sensación de fragilidad desempeñan aquí un papel importante. No creo que sea necesario postular una conspiración de manipuladores ocultos para entenderlo: existe una especie de atracción gravitatoria en esta dirección que ejerce la naturaleza del Estado moderno.
Para comprenderlo, es útil echar un vistazo a los orígenes de la política moderna, donde el principio rector se expone con mayor claridad. Allí vemos que el liberalismo no es simplemente una doctrina política, sino un proyecto antropológico para rehacer al hombre de modo que se ajuste mejor a los supuestos en los que el Estado moderno basa su legitimidad: el hombre es una criatura vulnerable, una víctima potencial que necesita protección. Me refiero al pensamiento de Thomas Hobbes, y en este punto me influye la explicación que hace Mark Shiffman sobre “el papel de la imaginación victimológica en la legitimación del Estado moderno”.
En primer lugar, ¿en qué sentido es liberal Hobbes? No es, desde luego, un defensor del gobierno limitado, y el régimen que imagina es básicamente monárquico. Es liberal en el sentido de que se basa en el consentimiento, pero resulta que este consentimiento depende de un programa de reeducación que llega a lo más profundo y que nunca termina. Hobbes ofrece una fábula sobre los orígenes humanos, el estado de naturaleza, según el cual nos encontramos originalmente en una condición de vulnerabilidad aguda.
Incluso después del surgimiento de la sociedad política, la guerra civil siempre es una amenaza y es el problema que su política pretende resolver. Somos propensos al orgullo o la vanagloria por una falsa conciencia en la que nos damos un valor demasiado alto; luego nos sentimos despreciados e insultados cuando los demás no nos reconocen. Esta fragilidad aristocrática conduce a facciones y conflictos civiles. La buena noticia es que se puede superar a través de un cambio de perspectiva: si nosotros (y especialmente los orgullosos) llegamos a identificarnos con los débiles en lugar de creernos fuertes. Todos somos víctimas potenciales, y esta es la autoconciencia que basa la autoridad política en el consentimiento. Por miedo, consentimos un pacto social en el que todos nos sometemos a Leviatán, a quien Hobbes llama «Rey de los orgullosos».
El liberalismo comienza, entonces, con la política de emergencia. Se supone que Leviatán debe poner fin a este estado de emergencia; es su objetivo. Pero la emergencia debe renovarse una y otra vez si se quiere que Leviatán prospere. Esto requiere renovar el programa de concienciación, cultivando el yo vulnerable, el yo que está implícito en el culto a la seguridad en el que se cría a los niños. También es el tipo que se ve andando en bicicleta con doble máscara.
En el Área de la Bahía, donde vivo, los espacios públicos tienen un aire de culto, mucha gente lleva mascarillas al aire libre. Hay que pensar que ya conocen los hechos. Puede ser que no actúen por miedo a sí mismos o a los demás, sino como un gesto de identificación con el vulnerable que actualmente está en una posición elevada, el inmunodeprimido. ¿Cuántos de ellos hay realmente? (La respuesta podría ser importante si el teatro de la higiene hiciera algo para protegerlos, pero desafortunadamente no es así, como ahora sabemos por el metaestudio de la Biblioteca Cochrane sobre ensayos controlados aleatorios sobre la eficacia de las mascarillas).
Cabe señalar que, en esta dinámica hobbesiana, la perpetuación de una sensación de crisis se logra resaltando la vulnerabilidad de un grupo particular de inocentes, al igual que en la victimología racial. Tal vez esto nos ayude a entender cómo, en el verano de 2020, la emergencia sanitaria de la COVID y la emergencia moral del supremacismo blanco parecieron fusionarse en una sola cosa. Las pautas de distanciamiento social tuvieron que ajustarse para dar cabida a las protestas masivas, ya que estas también sirvieron para impulsar la crisis general.
Una vez más, no se necesita una conspiración de élites hostiles para explicar esto. Es suficiente tener una moralidad política compartida que sacralice a la víctima, dando lugar a demandas morales que sean categóricas, aunque sean contradictorias. Los dramas victimológicos crean un clima de emergencia moral permanente, que justifica una penetración cada vez más profunda de la autoridad burocrática en la sociedad, tanto en el sector público como en el privado (este último incluye, por ejemplo, los departamentos de recursos humanos y la administración universitaria).
Para tener víctimas, es útil tener victimarios. Esto nos lleva al último punto de mi lista.
Somos odiosos
Cualquier autor de las tradiciones paganas o bíblicas, o incluso de la tradición moderna, estaría de acuerdo en que estamos gobernados por nuestras pasiones, no simplemente o irremediablemente, sino en su mayor parte. Somos crueles, somos egoístas, somos de alma pequeña en muchos sentidos. Somos propensos al odio, si se quiere. Lo que es novedoso, creo, es el papel que la acusación de “odio” desempeña en prevenir la posibilidad de una política de solidaridad entre quienes se dice que odian.
La mayoría está desmoralizada y desanimada por la inculcación de vergüenza por su odioso pasado, o la atribución de una culpa de sangre que no puede ser expiada. Una población así desaparece, políticamente, a través de una especie de autoborrado moral, dejando el campo relativamente libre para proyectos desde arriba que pueden no ser populares.
En lugar de atribuir una intención cínica de manipulación, lo que requeriría una oligarquía perspicaz y competente, quiero ofrecer lo que espero sea una psicología más realista que intente entender el atractivo de este tipo de política. La idea de un bien común ha dado paso a una división de los ciudadanos según una jerarquía moral. La clase que toma las decisiones ha descubierto que goza del mandato del cielo, y con ello vienen determinados permisos, determinadas exenciones al escrúpulo democrático.
La estructura de permisos se construye en torno a la política de agravios. Muy simple: si la nación es fundamentalmente racista, sexista y homofóbica, no le debo nada. Más que eso, la conciencia exige que la repudie. Hannah Arendt explicó esta lógica de retirada moralista de las reivindicaciones de la comunidad en los ensayos que escribió en respuesta a los movimientos de protesta de los años sesenta. La conciencia “tiembla por el individuo y su integridad”, apelando por encima de la comunidad a una moralidad superior.
La pose heroica que adopta Thoreau en Desobediencia civil es un ejemplo; los objetores de conciencia al reclutamiento son otro. Cualesquiera que sean los méritos de las objeciones presentadas, el patrón es el de la conciencia individual frente a las demandas comunitarias. En La rebelión de las élites, Christopher Lasch explica con mayor detalle el papel que desempeñan las denuncias de opresión racial y sexual en la liberación de la lealtad a la nación, no sólo para quienes se identifican como sus víctimas, sino para quienes tienen la sensibilidad moral de ver la victimización donde tal vez no sea evidente, y que hacen de esta capacidad una piedra de toque de su identidad.
Se convierte en una muestra de elevación moral por la que nos reconocemos unos a otros y nos distinguimos del conjunto más amplio de ciudadanos. Tanto Lasch como Arendt sostienen que los estadounidenses negros cumplen una función crucial para la burguesía blanca. Como emblema y prueba de la ilegitimidad de Estados Unidos, los negros son el pilar de una política de repudio en la que la idea de un bien común tiene poco peso. La autoridad moral de la persona negra, como víctima, dio a la burguesía permiso para retirar su lealtad al orden social justo cuando los negros estaban ganando más acceso a él.
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Pensemos en las imágenes que tanto impresionaron a la nación en la década de los años cincuenta y llevaron a la aprobación de la legislación de los derechos civiles: manifestantes que exigían un trato igualitario y estaban dispuestos a ir a la cárcel como demostración de su lealtad al imperio de la ley aplicada imparcialmente. El movimiento de los derechos civiles comenzó como un ataque a la injusticia de los dobles raseros; fue un llamamiento patriótico al derecho de nacimiento común de la ciudadanía, en contra de la democracia local simulada del sur.
Cabe destacar que los activistas de los derechos civiles de esta época llevaban traje y corbata, el traje de las obligaciones y normas de conducta de los adultos. Pero en un sorprendente cambio logrado por la Nueva Izquierda trabajando en concierto con el movimiento del Poder Negro, señala Lasch, “la idea de un único rasero fue atacada como el ejemplo supremo del ‘racismo institucional”. Se decía que esos raseros no tenían otro propósito que mantener a los negros en su lugar. Este cambio fue fundamental, los estándares compartidos son los que conforman un orden social democrático, a diferencia del antiguo régimen de privilegios y exenciones especiales, o “clases protegidas”, como decimos ahora.
Para la Nueva Izquierda, entonces, no era simplemente el capitalismo lo que constituía la fuente de la opresión; eran las exigencias impersonales de un orden moral común (el superyó cultural, si se quiere) las que nos oprimían. Y no sólo opresivas para los negros o los trabajadores, sino para nosotros, la burguesía universitaria. El movimiento por los derechos civiles de los estadounidenses negros se convirtió en el modelo para las reivindicaciones posteriores de las mujeres, los homosexuales y los transexuales, cada una basada en un nuevo descubrimiento de una falla moral enterrada en lo más profundo del corazón de Estados Unidos.
Pero la experiencia negra conserva un papel especial como modelo que debe preservarse. El hombre negro está especialmente preparado por la historia para captar el campo de fuerza de la opresión, que puede ser difícil de discernir en los casos más derivados que se construyen por analogía con el suyo. Por lo tanto, su condición cumple una función diagnóstica y justificatoria más amplia. Si mejorara, la denuncia de la “sociedad” sería difícil de mantener y, fundamentalmente, mi propia conciencia perdería su independencia autocertificante de la comunidad. Mi deseo de liberarme de las exigencias de la sociedad parecería mero egoísmo.
La burguesía blanca se vio envuelta en un drama político en el que su propia posición moral depende de que los negros sigan siendo permanentemente agraviados. A menos que se mantenga su condición especial de víctimas originales, los afroamericanos no pueden servir de patrocinadores del proyecto más amplio de liberación. Si uno cuestiona esta victimización, está cuestionando la podredumbre de Estados Unidos. Y si lo hace, está amenazando el orden social, curiosamente.
En efecto, como ha demostrado Christopher Caldwell en The Age of Entitlement , la maquinaria legal, burocrática y moral de los derechos civiles, basada en nuestra naturaleza odiosa, penetra en todos los aspectos de la sociedad estadounidense. La doctrina del impacto dispar postula que cualquier desviación de la representación proporcional en cualquier ámbito, debida a la aplicación de algún criterio de juicio que es en sí mismo completamente neutral en cuanto a la raza, se debe, no obstante, presuntamente a la discriminación racial, a menos que se pueda demostrar lo contrario.
La premisa, una vez más, es que los criterios comunes no tienen otro propósito que mantener a los negros (o a las mujeres) en su lugar. Obsérvese que esta doctrina expresa sospechas no sólo hacia los criterios de excelencia, sino también hacia la posibilidad de un bien común arraigado en una realidad común. Lo que abarca es la necesidad de una gestión social, que sustituya tanto las fricciones de la contienda política como la amistad cívica que pueda surgir entre ciudadanos libres y responsables, de cualquier raza.
Acabo de describir un proceso en el que la “minoría civilizada” transfirió su lealtad de la nación a su propio círculo de elegidos, formado por aquellos con la sensibilidad moral necesaria para ver la victimización allí donde no es evidente. La conciencia moral de este tipo es suprapolítica y, por lo tanto, esta tribu es supranacional. La parcialidad hacia los propios compatriotas es una falla moral, típica del demos. Para ilustrarlo, echemos un vistazo a Europa, donde el problema de la nación está en juego de manera más explícita.
El gran proyecto de “construir Europa” después de la Segunda Guerra Mundial fue una respuesta al acontecimiento verdaderamente decisivo del siglo XX: el Holocausto. Se pensaba que para evitar que se repitiera era necesario disolver el Estado nacional y poner en cuarentena las preferencias democráticas. Como los nazis habían ganado el apoyo de una pluralidad nacional en su ascenso al poder, el concepto de “democracia liberal” ya no era sostenible como unidad conceptual. El demos no es confiablemente liberal.
La solución fue ofrecer un concepto idealizado de democracia, claramente diferenciado del “mero mayoritarismo”. Como dijo Pierre Manent, los europeos han estado tratando desde la guerra de “separar completamente el régimen democrático… de cualquier concepción subyacente de lo que significa ser un pueblo”. El objetivo ha sido construir una democracia sin un demos y “separar su virtud democrática de todas sus otras características”.
La experiencia de un siglo de guerras, así como los arrepentimientos por el imperialismo, convencieron a las clases gobernantes de que “su futuro estaba en una ruptura clara con todo su pasado y, de ahora en adelante, pertenecer a este o aquel pueblo debería estar desprovisto de cualquier significado o importancia política específica”. En esto, se requería un “proceso metódico de auto-borramiento” por parte de pueblos particulares para llevar a cabo una transferencia de soberanía de organismos meramente nacionales a una administración supranacional, la Unión Europea.
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La famosa “voluntad de desaparecer” alemana de posguerra tendría que generalizarse a todos los pueblos europeos para lograr la condición pospolítica. Esto se logra si se considera el Holocausto como revelador de la verdad interior sobre los pueblos europeos y del destino inexorable del nacionalismo.
En Estados Unidos, la obra de sociología más influyente de la década de los años cincuenta fue La personalidad autoritaria. Con la impresionante maquinaria de las ciencias sociales, clasificó a los estadounidenses en la “escala F” (donde F significa prefascista) y demostró que los estadounidenses también son nazis latentes, como lo demuestra, por ejemplo, la forma en que la familia de clase trabajadora se aferra a los roles de género tradicionales. Por muy tendencioso que fuera este trabajo (y lo era), de hecho había realmente un pozo profundo de antisemitismo en Estados Unidos, cuyo índice más revelador fue tal vez el hecho de que el programa de radio del padre Coughlin había sido uno de los programas más escuchados en Estados Unidos en la década de los años treinta..
Pero la atribución de simpatías fascistas a los estadounidenses sólo podía ser efectiva hasta cierto punto, dado que la conciencia estadounidense no estaba cargada con el Holocausto ni con la colaboración, como tantas naciones e instituciones europeas. De hecho, Estados Unidos había gastado una cantidad no pequeña de sangre y dinero para derrotar a los nazis. Pero teníamos algo más, y era la esclavitud.
A mediados de siglo, se consideraba que la esclavitud había sido una contradicción de los principios estadounidenses, resuelta con sangre mediante una gran guerra civil. Las leyes de Jim Crow siguieron siendo una vergüenza y un escándalo para muchos norteños, pero como estaban cómodamente limitadas a un Sur que les parecía exótica y obstinadamente premoderno, no representaban una amenaza para su propia imagen de sí mismos.
Esta visión exculpatoria del asunto tendría que cambiar, y los estadounidenses tendrían que adoptar su propia versión del proyecto alemán de “reconciliación con el pasado” (Vergangenheitsbewältigung) para que la versión estadounidense del proyecto de la UE pudiera seguir su camino: la concentración de la soberanía en una burocracia federal dedicada a la igualdad racial y aislada de la política electoral.
La condición previa para la llegada de una situación pospolítica es la descalificación moral de las manifestaciones, así como la condición previa para la llegada de un futuro sin conductores es convencer a la gente de que los seres humanos son malos conductores. En ambos frentes, la gente es incompetente.
Una vez más, no es necesario postular una conspiración de élites oscuras empeñadas en dominar el mundo para poner en marcha una dinámica de este tipo. A principios del siglo XX nació el Estado administrativo bajo Woodrow Wilson y surgió una nueva conciencia política en la que los progresistas empezaron a considerarse una “minoría civilizada” en contraposición a un pueblo atrasado.
En los escritos de Walter Lippmann y muchos otros, el demos era considerado un socio poco fiable en el proyecto democrático. Combinemos ese elitismo ambiental con la fe en el progreso y la confianza en la dirección de la Historia, así como con la dinámica de las burocracias que siempre deben expandirse y las instituciones que deben reproducirse a través de la selección de personal y la formación educativa, y obtendremos el tipo de cascada de creencias sinceras e intereses de clase que se refuerzan a sí mismos y que pueden rehacer el mundo. Avergonzar a la población permite la concentración del poder, y parece que es parte de la naturaleza del poder que quiera concentrarse.
El Proyecto 1619 podría entenderse como un intento de consumar esta lógica, convirtiendo retroactivamente la esclavitud en el principio mismo del régimen estadounidense y el espíritu animador del pueblo estadounidense. Cada resquicio de la vida estadounidense se revela como necesitado de supervisión y corrección. Oportunamente, Joe Biden anunció en la primera semana de su presidencia que la Diversidad, la Equidad y la Inclusión proporcionarían el principio rector del gobierno federal. El racismo sistémico proporciona la premisa para el crecimiento del “inmenso poder tutelar” que Tocqueville previó. Si la guerra es la salud del Estado, la vergüenza racial es el motor de la administración. Hace que los hombres sean menos orgullosos, más administrables.
La línea que separa a las víctimas inocentes de los opresores culpables, o a los elegidos compasivos de los odiadores deplorables, ha llegado a tener mucho peso en una política poscristiana que ha olvidado la naturaleza universal del pecado.
En El archipiélago Gulag, Aleksandr Solzhenitsyn escribió: “La línea que separa el bien del mal no pasa por los Estados, ni entre las clases, ni tampoco entre los partidos políticos, sino por cada corazón humano”. Esta verdad, si se recuperara, podría tener un efecto moderador sobre los proyectos de control social, que tan a menudo tienen su raíz en una falta de autoconciencia sobre esta dualidad de nuestra naturaleza.
Esa falta de conciencia de sí mismos es evidente cuando, con el pretexto de su propia racionalidad y benevolencia, algunos hombres tratan de manipular a otros como seres incapaces de razonar. O, otorgándose el papel de tribunos raciales, tratan a los demás como incapaces de una amistad cívica a través de las divisiones demográficas. Quienes adoptan esas posturas se eximen, por supuesto, de lo que postulan sobre los seres humanos en general. La defensa especial es una tendencia perenne de los gobernantes porque no se sienten responsables ante una autoridad superior a ellos.
Tal vez sea inevitable una tendencia a la manipulación, dada la gran imagen antropológica en la que nos movemos. Esta imagen, a su vez, surge de un error metafísico más fundamental. Intentaré relacionar estas cosas y dar algunas indicaciones tentativas de dónde se podría buscar una antropología más adecuada.
El orgullo de nuestros gobernantes tal vez se deba llamar más bien arrogancia o hybris. Todos estamos sujetos a este vicio. Diferimos en la escala en que tenemos la oportunidad de actuar en consecuencia.
El orgullo también puede significar algo positivo, algo indispensable para cualquier política que pueda llamarse libre: la disposición a reivindicar lo propio y a defender la dignidad del animal humano como criatura capaz de razonar y sentir generosidad. Ese orgullo es lo que C. S. Lewis llamó “pecho” en su magnífico ensayo “Hombres sin pecho”. Es el thumos de Platón, la capacidad evaluativa que asigna elogios y reproches. Es también la preocupación del hombre por ser valorado correctamente y no menospreciado como un esclavo incapaz de controlarse a sí mismo. Proporciona la fuerza motriz para su búsqueda de la excelencia.
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Pero ¿qué es la excelencia? El thumos trabaja en sintonía con el eros, que tiene una dimensión perceptiva en Platón. Nos sentimos atraídos eróticamente por la belleza porque conlleva indicios de bondad, de un orden objetivo de valor. Estos indicios dan al esfuerzo thumótico su dirección adecuada; el thumos sin eros sería mera autoafirmación.
Lewis señala que toda civilización se basa en la convicción de la existencia de un bien objetivo. La negación de ese orden moral es una novedad en el Occidente moderno y tiene un efecto desalentador. El desprestigio de la estatura metafísica del Bien parece haber provocado un cortocircuito en la orgullosa base del autogobierno, porque ha hecho más difícil percibir la degradación del hombre que se produce cuando se lo trata como materia prima para una especie de cibernética social. Es decir, no se lo trata como una criatura que tiene un valor inherente que debe ser reconocido.
Ese valor reside en su participación en algo más grande que él mismo, por lo que se siente eróticamente atraído. Según la concepción cristiana, el hombre es caído pero se siente atraído hacia una perfección que es, de hecho, la fuente de su ser, a cuya imagen fue creado. Cuando está en buen estado, el thumos proporciona la fuerza motriz para este movimiento hacia la excelencia.
Es la disposición animosa del hombre a superar la distracción y el ensimismamiento que tienden a hacerlo estúpido, reemplazable, frágil y odioso: la imagen misma del ser humano que favorecen nuestros condicionantes. Es una imagen a medias que puede hacerse más verdadera mediante una política basada en ella y mediante una economía en la que unos pocos se benefician de llevar a buen término esta imagen degradada.
Podemos considerar la doctrina de la Encarnación –Dios hecho hombre– como una afirmación de la dignidad del hombre. Es una afirmación que podría servir para moderar el desprecio de los poderosos. Pero no contemos con eso. Lo que parece seguro es que es una idea que sólo puede envalentonar el respeto propio del ciudadano. Si se toma en serio en masa, puede llevar a un pueblo a insistir en reclamar ese estatus para sí mismo.
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Matthew B. Crawford es investigador en el Instituto de Estudios Avanzados en Cultura de la Universidad de Virginia. Este ensayo se presentó en la conferencia First Things Lecture de 2023 en Washington, DC.
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