La reescritura de la teoría marxista del decrecimiento de Kohei Saito no solo es incorrecta, sino que, si se tomara en serio, conduciría al desastre político tanto para la izquierda socialista como para el movimiento ecologista.
MATT HUBER Y LEIGH PHILLIPS
TRADUCCIÓN: PEDRO PERUCCA
Vista aérea de embarcaciones varadas en un canal cerrado por la sequía en el lago de Cuitzeo, en la comunidad de Mariano Escobedo, estado de Michoacán, México, 3 de marzo de 2024. (Enrique Castro / AFP vía Getty Images)
Parece que la mayoría de los días los titulares ofrecen algún nuevo episodio sombrío de las complicaciones de la vida cotidiana para millones de personas comunes, desde la inflación producto de la avaricia a la crisis inmobiliaria hasta el aumento vertiginoso del costo de la educación y la sanidad, pasando por el hecho de que aproximadamente el 60% de los estadounidenses vive con lo justo. En todo el mundo capitalista avanzado, durante más de cuatro décadas, los trabajadores sufrieron el recorte de los servicios públicos, la desindustrialización, los empleos cada vez más precarios y, en muchos sectores, el estancamiento o la disminución de los salarios.
Y, sin embargo, cada vez son más los ecologistas que afirman que, como consecuencia de la crisis ecológica —desde el cambio climático hasta la pérdida de biodiversidad—, incluso estos trabajadores consumen demasiado. Necesitan apretarse el cinturón para que la economía del Norte Global «decrezca» y pueda mantenerse dentro de los límites planetarios. Para compensar a estos trabajadores occidentales, habrá una gran cantidad de nuevos programas sociales y una semana laboral más corta, subrayan los partidarios del decrecimiento.
Sin embargo, en general, como los trabajadores de los países ricos son partícipes del «modo de vida imperial» —socios de la clase capitalista en la explotación de los trabajadores y los recursos del Sur Global— tendrán que, como dice el teórico japonés del «comunismo del decrecimiento», Kohei Saito, abandonar «su extravagante estilo de vida». No son explotados y precarios, sino, dice Saito, «malcriados por la invisibilidad de los costos de nuestro estilo de vida».
A primera vista, parece incoherente querer que los trabajadores estadounidenses (o franceses o australianos o japoneses) se organicen, potencialmente vayan a la huelga y consigan salarios más altos y, al mismo tiempo, decirles que su estilo de vida no sólo es extravagante sino francamente imperial. A primera vista, este entusiasmo por la ideología del decrecimiento no parece compatible ni con los objetivos socialistas, ni con el sindicalismo, ni con la crítica marxista clásica del capitalismo.
Sin embargo, las ideas de Saito —que defiende no sólo el matrimonio entre decrecimiento y marxismo, sino que plantea que Marx fue el teórico original del decrecimiento, bien avant la lettre— encontraron gran aceptación entre la izquierda verde no marxista e incluso entre los autodenominados ecomarxistas.
Entonces, ¿fueron erróneos los desacuerdos socialistas tradicionales con el maltusianismo (creencia en los límites del crecimiento) y los llamamientos marxistas clásicos a una «romper las trabas» de las restricciones irracionales del mercado para liberar las fuerzas productivas? Dada la popularidad de Saito, merece la pena cuestionar tales ideas. Al hacerlo, descubrimos que la incompatibilidad del decrecimiento y el marxismo clásico es mucho más profunda que esa calumnia de que los trabajadores del mundo desarrollado son imperialistas cuya vida cotidiana es uno de los principales motores del «colapso ecológico».
Desacelerar
Kohei Saito es filósofo y profesor asociado de la Universidad de Tokio. Su primer libro, La naturaleza contra el capital. El ecocialismo de Karl Marx, ganó el Premio Isaac y Tamara Deutscher Memorial en 2018. En esa publicación, Saito recurre a los cuadernos científico-naturales de Marx, en particular a sus notas sobre los escritos de uno de los fundadores de la química orgánica, el científico alemán del siglo XIX Justus von Liebig, y a su influencia en la concepción de Marx sobre el metabolismo y lo que él llamó una «fractura irreparable» entre los residuos biológicos urbanos y el suelo rural.
El principal argumento de Saito es que Marx se preocupó cada vez más por los límites naturales del desarrollo capitalista de la agricultura. No se menciona en el libro que muchos de esos supuestos límites fueron superados posteriormente por el desarrollo del fertilizante sintético nitrogenado, pero el argumento general de Saito es que Marx estaba más preocupado por las limitaciones ecológicas de lo que aprecian los relatos «prometeicos» de su pensamiento.
La notoriedad de Saito se disparó recientemente. Su publicación El capital en la era del antropoceno vendió quinientos mil ejemplares en Japón y acaba de publicarse una traducción al inglés con el título Slow Down: The Degrowth Manifesto (Desacelerar: el manifiesto del decrecimiento). Entre el medio, su otra publicación, Marx in the Anthropocene (Marx en el Antropoceno, 2022), amplía muchos de los mismos argumentos expuestos en su primer libro, cosechando una importante atención en la izquierda.
A lo largo de estos textos, Saito deja claro el objeto de su ataque a lo que él llama «socialismo productivista», o una supuesta lectura errónea del marxismo que propugna una «defensa “prometeica” (pro-tecnológica, anti-ecológica) de la dominación de la naturaleza». La suposición de que si eres pro-tecnológico también eres anti-ecológico encaja perfectamente con la ideología ecologista con la que Saito pretende alinearse.
Saito admite que no sólo los críticos ecologistas no socialistas del marxismo pensaban que Marx abrazaba el desarrollo económico y tecnológico ilimitado, sino que «incluso los autoproclamados marxistas admitían este defecto». Al principio, los que Saito llama «ecosocialistas de la primera etapa», como Ted Benton, André Gorz y Michael Löwy, admitieron que el prometeanismo de Marx había sido un error o que Marx había vivido en una época muy alejada de la comprensión actual de las cuestiones medioambientales. En consecuencia, era necesario corregir el marxismo o, al menos, complementarlo con análisis «ecológicos».
Pero en la década de 1990 y principios de 2000, los «ecosocialistas de segunda etapa», en particular John Bellamy Foster y Paul Burkett, reexaminaron los textos de Marx y descubrieron «dimensiones ecológicas inadvertidas o suprimidas» en su obra. Después de todo, Marx no necesitaba ser corregido.
Saito se ve a sí mismo como el siguiente paso en este proceso de retirada del marxismo prometeico convencional, argumentando no sólo que hay un puñado de dimensiones de comprensión ecológica, sino que en la década de 1870, Marx experimentó una ruptura tan radical en su teorización del capitalismo que una comprensión ecológica de los límites se convirtió en el fundamento mismo de su crítica de la economía política. Marx no sólo no necesita corregirse con una comprensión de los límites naturales, sino que la totalidad de su crítica se basa en dicha comprensión.
En última instancia, el objetivo principal de Saito es construir un nuevo tipo de marxismo (o, como él diría, recuperar lo que Marx siempre había pretendido) que insista en reconocer la existencia de, y, lo que es crucial, la sumisión a, estos supuestos límites naturales fijos: «Puesto que la tierra es finita, es obvio que hay límites biofísicos absolutos a la acumulación de capital». Más adelante se refiere a ellos como los «límites biofísicos objetivos de la Tierra» que la tecnología puede hacer retroceder «hasta cierto punto», pero las leyes de la energía y la entropía son «hechos objetivos, independientes de las relaciones sociales y la voluntad humana».
La adhesión a los límites naturales fijos debería reconocerse inmediatamente como una especie de neomalthusianismo, el movimiento de finales de los sesenta que amplió las preocupaciones del economista clásico Thomas Malthus sobre las limitaciones de los alimentos y la población a preocupaciones sobre supuestos límites naturales tout court.
El renacimiento neomalthusiano se inició con la publicación en 1968 del bestseller de Paul Ehrlich La explosión demográfica, de un racismo asombroso —con su autor mortificado por todas las pulgas, la mendicidad agresiva, la defecación pública y el la existencia de «gente, gente, gente» en los barrios marginales y superpoblados de Delhi— que afirmaba que el crecimiento de la población humana estaba superando la capacidad del mundo natural para mantenernos y predecía que las hambrunas matarían a cientos de millones de personas como muy tarde en los años setenta u ochenta, así como por el informe de 1972 del Club de Roma, Los límites del crecimiento.
Últimamente, estas preocupaciones se reformularon bajo el lema de nueve «límites planetarios» críticos basados en los argumentos de los investigadores del Centro de Resiliencia de Estocolmo (cambio climático, contaminación por nitrógeno y fósforo, cambio en el uso del suelo, etc.), una literatura en la que Saito se basa en gran medida para presentar sus argumentos en Slow Down.
Saito, como la mayoría de los defensores del decrecimiento, quiere prescindir de la tesis de la superpoblación de Malthus, pero aferrándose a su noción central de respeto de los límites: «Si [el reconocimiento de los límites] cuenta como maltusianismo, entonces la única forma de evitar la trampa maltusiana sería la negación dogmática de los límites naturales como tales». Mientras el mundo se retraiga del crecimiento económico, no tiene por qué haber límites para la población.
Sin embargo, la creencia en la fijación de límites —ya sean de población o de recursos— malinterpreta la condición de la humanidad. No es que la humanidad y su producción sólo choquen con límites naturales a partir de cierto punto, sino que la humanidad ya está rodeada siempre y en todas partes de límites naturales, de restricciones a lo que podemos hacer en la actualidad.
Son la ciencia y la tecnología, encadenadas al igualitarismo (o, como dijo el marxista de mediados de siglo Hal Draper, «Prometeo más Espartaco»), las que nos permiten superar esos límites. Friedrich Engels criticó célebremente a Malthus en 1844 por ese elemento que éste había olvidado tener en cuenta: «La ciencia, cuyo progreso es tan ilimitado y al menos tan rápido como el de la población». Y lo que es cierto de la ciencia con respecto a la población es cierto de la ciencia con respecto al material y la energía que utiliza la población. (Y, cabe señalar que en nuestra era de navegación espacial, la Tierra tampoco es la única fuente posible de recursos energéticos o materiales).
Así que, para ponerlo en términos concretos: uno de los límites planetarios del Centro de Resiliencia de Estocolmo es un límite a la cantidad de gases de efecto invernadero que podemos emitir, en gran parte como resultado del uso de combustibles fósiles para obtener energía, antes de provocar que las temperaturas medias globales superen las óptimas para el florecimiento humano. Dicho de otro modo, el límite climático representa un límite a la cantidad de energía procedente de combustibles fósiles que podemos utilizar sin sufrir daños graves. Este límite energético es muy real, pero también contingente. Cuando pasemos totalmente a fuentes de energía limpias como la nuclear, la eólica y la solar, ese límite climático en el uso de la energía se habrá superado. Los únicos límites verdaderos y permanentemente insuperables a los que nos enfrentamos son las leyes de la física y la lógica.
Como sabemos muy bien, estos cambios no son automáticos. La cuestión para los marxistas, como veremos, es cómo las relaciones de producción pueden inhibir o potenciar la superación de los límites.
Alienación de la naturaleza
Los escritos de Saito a menudo se apoyan en gran medida en el trabajo de John Bellamy Foster, editor de Monthly Review durante muchos años, e intentan ampliarlo. Foster sostiene que, contrariamente a la creencia generalizada entre los marxistas de que Marx era celebratorio de la revolución industrial, el viejo había desarrollado de hecho una teoría de la «fractura metabólica» mucho más crítica con ella.
La teoría de la fractura metabólica de Foster afirma que el modo de producción capitalista provocó una fractura en el intercambio normal y saludable entre la sociedad y la naturaleza. Esta fractura es el origen de todos los problemas medioambientales a los que nos enfrentábamos entonces y a los que nos enfrentamos ahora. Las pruebas que aporta Foster de la idea de que Marx había desarrollado tal teoría proceden de un puñado de notas a pie de página y pasajes en cuadernos de unos pocos escritos de Marx, en particular en lo más profundo del tercer volumen de El Capital.
Marx hace referencia a los descubrimientos de Justus von Liebig sobre los impulsores de la fertilidad del suelo. Escribió que el capitalismo produce «condiciones que provocan una fractura irreparable en el proceso interdependiente del metabolismo social, un metabolismo prescrito por las leyes naturales de la vida misma».
En otras palabras, la urbanización capitalista crea una población concentrada cuyos residuos no pueden reciclarse de forma sostenible para renovar el suelo. Liebig describe esta dislocación como un robo que conduce a la degradación final del suelo.
La teoría de la fractura metabólica de Foster sostiene que Marx extendió la epifanía de Liebig sobre la fertilidad del suelo al conjunto de la relación entre sociedad y naturaleza. La teoría sostiene que la demanda del capitalismo de un crecimiento cada vez mayor da lugar a una sobreexplotación irreparable de la fertilidad del suelo, y lo que vale para la fertilidad del suelo vale para todos los procesos naturales. Lo que impulsa al capitalismo a degradar la fertilidad del suelo impulsa también toda la degradación medioambiental. Así pues, el capitalismo perturbó los procesos naturales, la forma en que la naturaleza, o la ley natural, quiere que sean las cosas, una perturbación que funciona como una separación, o alienación, de la humanidad respecto a la naturaleza, paralela a la forma en que los trabajadores son alienados respecto al producto de su trabajo.
Sin embargo, Saito amplía e invierte la posición de Foster. Mientras que para Foster, la crítica de Marx al capitalismo implica una teoría de la fractura metabólica, para Saito, el «concepto de metabolismo» de Marx es «el fundamento de su economía política». Es metabolismo hasta el final.
En Marx en el Antropoceno, una vez que Saito estableció el «metabolismo» como el núcleo del marxismo ecológico, procede a través de lo que sólo podría describirse como una revisión tendenciosa de pensadores como István Mészáros, Rosa Luxemburg, Georg Lukács y, crucialmente, Friedrich Engels. Saito evalúa a cada uno de ellos en función de lo bien que aprecian la importancia del metabolismo.
Saito destaca a Mészáros, en particular, por «su gran contribución a la comprensión adecuada del concepto de metabolismo de Marx como fundamento de su economía política». Luxemburg, por su parte, «comprendió» la fractura metabólica a «nivel internacional», pero tropezó en el último obstáculo en la medida en que «formuló su teoría del metabolismo contra Marx», lo que está mal visto en el proyecto de Saito de demostrar que Marx es el profeta ecológico.
Engels, a quien Saito insiste en que se apartó del despertar del decrecimiento de Marx en la década de 1870, es castigado por eliminar la palabra «natural» del pasaje antes citado sobre la «ruptura irreparable» (el manuscrito original de Marx escribe un «proceso entre el metabolismo social y el metabolismo natural»). Esta única escisión es la principal prueba de Saito para afirmar que Engels estaba suprimiendo activamente la centralidad de la ecología de Marx para el proyecto marxista, lo que dio lugar a la aparición de un abismo entre los dos pensadores. En un ensayo reciente, ni siquiera Foster está convencido: «es discutible que la eliminación de “metabolismo natural” haya cambiado sustancialmente el significado del pasaje original de Marx».
A Saito parece no interesarle qué más tienen que decir estos pensadores, siempre y cuando afirmen la importancia del metabolismo. Lukács es elogiado por movilizar el concepto, pero en la misma página en la que Saito lo cita con aprobación, suena muy parecido a los marxistas «prometeicos» de los que se burla. Lukács proclama que «la sociedad socialista es (…) la heredera de todos los tremendos logros que el capitalismo consiguió en el campo de la tecnología».
Tampoco le interesan las docenas, incluso cientos de otros pensadores clave dentro del canon marxista y el movimiento socialista, desde Vladimir Lenin a León Trotsky, desde Sylvia Pankhurst a Nikolai Bujarin, para quienes la tesis de Marx de que el socialismo liberaría a la producción de las trabas del capitalismo era obvia. Para los marxistas era elemental que en un momento determinado del desarrollo de las fuerzas de producción (básicamente el conocimiento científico, la tecnología, la mano de obra, la tierra y los recursos naturales) se ven constreñidas por las relaciones de producción (la forma en que está organizada la producción, que en el capitalismo significa, grosso modo, que los propietarios del capital venden mercancías en los mercados para obtener beneficios y contratan a los propietarios de la fuerza de trabajo a cambio de salarios).
La revolución social libera entonces a la producción de esas limitaciones. Esto es fundamental para la teoría del materialismo histórico, pero no es ninguna abstracción. Durante la pandemia, por ejemplo, era en interés de toda la humanidad producir vacunas COVID suficientes para inocular a todo el mundo, pero el interés del beneficio restringió irracionalmente la producción de vacunas. Así, como los mercados limitan la producción al mero conjunto de cosas que son rentables, el socialismo siempre prometió ser mucho más productivo que el capitalismo. Incluso para el cambio climático, está bastante claro que muchas de las soluciones existen pero no son suficientemente rentables.
Pero incluso la selección arbitraria de Saito del canon marxista es un fallo secundario respecto de la conversión de Marx y el pequeño puñado de marxistas que Saito aprueba como profetas, en lugar de los teóricos humanos falibles que eran. El hecho de que dijeran algo no significa que sea correcto.
¿Una fractura metabólica del capitalismo?
Así que podemos enfocarnos en la consideración de Saito del análisis de Foster del informe de Marx del descubrimiento de Liebig y, en otro lugar, en el hecho de que el argumento de Foster fue muy ampliamente aceptado sin mucha consideración respecto de lo que dijo Liebig, o bien podemos chequear lo que los científicos contemporáneos del suelo y los bioquímicos podrían tener que decir sobre el asunto.
Quizá merezca la pena detenerse a considerar qué significa realmente metabolismo dentro de la bioquímica, qué descubrió Liebig sobre la nutrición del suelo y qué tienen que decir los ecologistas y biólogos evolutivos sobre si es posible que exista una fractura en o con la naturaleza.
Tanto para Saito como para Foster, los pasajes relevantes de Marx transcritos aquí se refieren todos al descubrimiento de Liebig de que los elementos químicos potasio, fósforo y, sobre todo, nitrógeno son esenciales para que las plantas crezcan. Hoy sabemos que en todos los organismos (no sólo en las plantas), a través de una serie de reacciones químicas, el nitrógeno y otros ingredientes clave se convierten en aminoácidos, que a su vez son los componentes básicos de los ácidos nucleicos que forman el ARN y el ADN, y de las proteínas, de las que están hechos prácticamente todos los tejidos de un organismo. En las plantas, el nitrógeno, junto con otras sustancias, se transforma en hojas, tallos y todo lo que constituye una planta. Cuando los animales comemos esas plantas, el nitrógeno que contienen se utiliza para fabricar nuestras propias proteínas, ADN y el resto de nuestros tejidos.
Metabolismo, o Stoffwechsel en alemán (literalmente «cambio material»), es una palabra de la jerga bioquímica que se refiere a éstas y a todas las demás reacciones químicas de un organismo. El metabolismo tiene dos variantes: el catabolismo, que consiste en romper moléculas, como ocurre cuando las bacterias rompen el resistente triple enlace de una molécula de nitrógeno N2, y el anabolismo, que consiste en construir nuevas moléculas, como ocurre cuando las plantas y otros organismos fabrican proteínas, aunque todos los organismos practican tanto el catabolismo como el anabolismo. El metabolismo no es más que el conjunto de todas estas reacciones químicas.
Liebig describió el declive de la fertilidad del suelo como un proceso por el cual estos nutrientes químicos del suelo son absorbidos por las plantas, y luego nosotros, los humanos y nuestros animales domésticos, los comemos a su vez. Por tanto, si cuando morimos no se produce el retorno de esos nutrientes al suelo a través de nuestros excrementos, nuestra orina y nuestros cuerpos, sólo hay un viaje de ida de los nutrientes fuera del suelo: en esencia, del campo a la ciudad y por las alcantarillas hasta llegar a los océanos. Esto es lo que Liebig, comprensiblemente, denominó una forma de robo.
Mientras que Liebig es un gigante de las ciencias naturales y la química, Foster y Saito hacen una afirmación diferente sobre el «sistema de robo»: es históricamente específico del capitalismo. Este es el punto de apoyo de todo su planteamiento del ecosocialismo: si podemos descubrir en Marx una teoría de cómo el capitalismo, por necesidad, destruye la naturaleza, tenemos una teoría propiamente marxista de por qué el capitalismo debe ser sustituido por el (eco)socialismo.
El problema es doble. En primer lugar, no está claro que lo que Marx o Liebig describen pueda considerarse específico del capitalismo en absoluto. La noción de robo de Liebig describe procesos que surgen con la civilización urbana en la que las élites controlan la mano de obra y los recursos de una periferia rural que existió durante milenios. Se puede encontrar esta dinámica en contextos tan variados como la antigua Roma o la civilización maya (ambas se enfrentaron a problemas ecológicos relacionados con la explotación urbana de la periferia de recursos).
Se podría argumentar plausiblemente que el capitalismo turboalimentó la urbanización (con su rasgo característico de un proletariado urbano), pero esto no identifica alguna fuerza intrínseca al capitalismo que explique los problemas ecológicos. Se trata de una diferencia de grado con respecto a las sociedades anteriores.
En segundo lugar, la teoría de la fractura metabólica adolece de una creencia acientífica en el equilibrio de la naturaleza, según la cual ésta debe ser de una forma determinada, cuyo equilibrio está siendo alterado por el capitalismo. La historia de la vida en la Tierra no es en absoluto la de un frágil equilibrio, sino la de un cambio dinámico constante. Desde la primera extinción masiva causada por la producción de oxígeno molecular por parte de las cianobacterias hasta los múltiples incidentes de calentamiento global provocados por el vulcanismo masivo, el planeta nunca dejó de experimentar condiciones cambiantes, lo que a su vez impulsó un cambio evolutivo perpetuo y todas las extinciones y especiaciones que ello conlleva.
Así que, en lo que respecta al resto de la naturaleza, todo lo que hacemos los humanos, a través del modo de producción capitalista o de otro modo, desde la combustión de combustibles fósiles hasta la invención de los plásticos, no es más que el último conjunto de nuevas presiones de selección evolutiva.
Sin embargo, nuestro comportamiento —esas nuevas presiones de selección— puede suponer una amenaza para nosotros mismos. Ciertamente, puede producirse una alteración de los servicios ecosistémicos de los que dependen los seres humanos. El declive de la fertilidad del suelo agrícola, el cambio climático o la contaminación por nitrógeno, entre otros, son amenazas para nosotros, los humanos, pero no son, ni pueden ser, una fractura con un inexistente equilibrio de la naturaleza. Y de nuevo, la actividad humana que socava inadvertidamente los servicios de los ecosistemas no es exclusiva del capitalismo. De hecho, la extinción masiva de la megafauna de finales del Pleistoceno, probablemente debida a la caza excesiva humana o a la competencia por los recursos —de especies como los mamuts lanudos, los gatos dientes de sable y la vaca marina de Steller— es anterior no sólo a la civilización sino a veces a la misma aparición del Homo sapiens, ya que comenzó con nuestros parientes homínidos.
Además, hay una tergiversación de la historia de Liebig. Dentro de la ciencia agronómica, Liebig es formativo, pero no por sus planteos relativos al robo del suelo. En cambio, se le conoce como el «padre del fertilizante». No se limitó a descubrir la naturaleza unidireccional del flujo de nutrientes en la producción agrícola, sino que utilizó este descubrimiento para averiguar cómo podía corregirse.
Debido en gran parte a su desarrollo de los fertilizantes a base de nitrógeno y luego, ya en la primera década del siglo XX, al desarrollo de Fritz Haber y Carl Bosch de su proceso que convierte el nitrógeno atmosférico en amoníaco, las hambrunas retrocedieron como problema recurrente en la historia de la humanidad. A nivel mundial, como resultado de la difusión de estas innovaciones y las técnicas aliadas de irrigación, cereales de alto rendimiento, mecanización, fertilizantes químicos y pesticidas de la Revolución Verde, las hambrunas en Asia llegaron a su fin en gran medida en la década de 1950. Las hambrunas que existen hoy en día, principalmente en África, son enteramente políticas y no consecuencia de ningún robo del suelo.
Los críticos de la Revolución Verde denuncian con razón su forma bajo control corporativo y su devastación de la agricultura campesina minifundista. Sin embargo, lo primero ignora las posibles formas que una agricultura mecanizada que ahorre mano de obra podría adoptar bajo unas relaciones de producción diferentes (socialistas), mientras que lo segundo descuida cómo esto es exactamente lo que Marx predijo como precursor del socialismo (una predicción que en gran medida se volvió más cierta tras su muerte).
El proceso Haber-Bosch puede ser intensivo en carbono, ya que utiliza gas natural como fuente de hidrógeno; la evaluación de nutrientes agrícolas en ausencia de regulación e infraestructuras adecuadas puede causar la proliferación de algas en alta mar. Pero la solución de los problemas crea otros nuevos que hay que resolver. Para el marxismo clásico, podemos detectar inmediatamente cómo esta resolución de inconvenientes puede acarrear nuevos problemas: si resolver el problema es rentable, entonces estupendo, pero si no lo es, entonces, aunque se conozca una solución, no se resolverá.
La sociedad capitalista no es una sociedad racional en la que la asignación de recursos se decida democráticamente en pos de la resolución de problemas identificados colectivamente, sino que se decide por la búsqueda de la maximización del beneficio. Sin embargo, este análisis no requiere una adenda o corrección en cuanto a que el crecimiento económico impulsa alguna fractura metabólica.
¿Abandonó Marx el materialismo histórico tradicional?
En sus dos últimos libros, Saito dedica mucho tiempo a atacar a los partidarios de lo que él llama el nuevo «socialismo utópico»: aquellos, como Aaron Bastani, Nick Srnicek y Alex Williams, que sostienen que el desarrollo tecnológico capitalista está allanando el camino para un futuro socialista de abundancia (a menudo denominado «comunismo de lujo totalmente automatizado»). La ironía, como veremos, es que es Saito quien promueve exactamente lo que el propio Engels llamó «socialismo utópico» en la agricultura localizada y el municipalismo ecológico.
Saito afirma que estos pensadores están atrapados en las primeras versiones del pensamiento de Marx (culpa a los Grundrisse de 1857-58 y al canónico «Prólogo» de 1859 a la Contribución a la crítica de la economía política). Para corroborar esto, Saito afirma que Marx realmente abandonó esta visión anterior del «materialismo histórico» en el momento de la publicación del primer volumen de El Capital en 1867 y en la década de 1870.
No se puede exagerar lo atrevidas que son estas afirmaciones de Marx en el Antropoceno. Saito declara que las nuevas concepciones «obligaron a Marx a abandonar su anterior formulación del materialismo histórico», que «ya no era capaz de respaldar el carácter progresivo del capitalismo» y que «Marx debió separarse completamente del materialismo histórico tal y como se entendió tradicionalmente». Saito dice que este abandono fue existencial para Marx —«No fue una tarea fácil para él. Su visión del mundo estaba en crisis»— y más tarde compara esta conversión damascena con la controvertida noción de Louis Althusser de una «ruptura epistemológica» entre los escritos hegelianos y humanistas anteriores de Marx y su marxismo posterior, propiamente científico.
Saito entiende correctamente que el concepto clave en estos debates es el estatus de las «fuerzas productivas». El materialismo histórico tradicional reconoce que esta teoría de la historia supone que el capitalismo desempeña un papel progresivo en la historia a través de sus tendencias intrínsecas a desarrollar las fuerzas productivas, aprovechando no sólo la maquinaria que ahorra trabajo, sino también unas divisiones del trabajo más sociales y cooperativas y formas colectivas de conocimiento científico. Este desarrollo crea las condiciones materiales y los sistemas de producción socializados que podrían, por primera vez en la historia, empezar a abolir la escasez y sentar así las bases de la seguridad y la abundancia para todos.
La lectura que hace Saito de los textos de Marx en El Capital y más allá —en particular la noción de la subsunción «real» del trabajo al capital— gira en torno al argumento de que Marx empezó a entender la tecnología y la maquinaria como un producto puramente de las relaciones sociales capitalistas. En consecuencia, lo que Saito llama «las fuerzas productivas del capital» serán en realidad de poca utilidad en un futuro socialista. Saito afirma que «desaparecerán junto con el modo de producción capitalista». Incluso llega a decir que en lo que respecta a la tecnología, el socialismo tendrá que «empezar de cero en muchos casos».
Para ser justos, Saito también contradice este punto de vista en puntos aislados del texto, con advertencias que parecen afirmar la posición marxista más estándar: «Marx sin duda reconoce el lado positivo de la tecnología moderna y las ciencias naturales, que prepara las condiciones materiales para el establecimiento del “reino de la libertad”».
Esta incoherencia inserta una negación plausible respecto del texto. Le permite a Saito afirmar que no podemos seguir utilizando tecnologías contaminadas por las relaciones sociales capitalistas, ya que las relaciones de clase están congeladas dentro de dicha tecnología, y luego, cuando se le cuestiona el primitivismo al que conduce necesariamente este argumento, disipa tales preocupaciones afirmando que algunas de esas tecnologías seguirán utilizándose, por supuesto, en cualquier sociedad justa. Pero si algunas tecnologías «capitalistas» pueden de hecho seguir utilizándose después de la Revolución del Decrecimiento, entonces esto vicia la tesis de la subsunción real de Saito.
E incluso si ignoramos esa contradicción, ¿cuáles serían los criterios para decidir cuáles son las tecnologías que pueden utilizarse y cuáles no? Saito se basa en la distinción de Gorz entre tecnologías «abiertas» y tecnologías «cerradas». Aquí encontramos varias críticas antimodernistas de la tecnología que se sitúan fuera de la tradición materialista histórica (o incluso de la Ilustración) que data de los años sesenta y setenta, desde escritores de «economía budista» como E. F. Schumacher, con sus argumentos de «lo pequeño es hermoso» a favor de «tecnologías apropiadas» descentralizadas pero vagamente definidas como de baja tecnología (una concepción que descarta inmediatamente cualquier sistema público de asistencia sanitaria, con su necesariamente enorme escala y complejidad técnica), hasta teólogos como Jacques Ellul e Ivan Illich, con su oposición a la medicina moderna y a la sociedad industrial tout court.
De forma característica, Saito nos dice: «Un ejemplo paradigmático de tecnología de bloqueo es la energía nuclear»; una tecnología que cada vez más gente reconoce que debe desempeñar un papel crucial en la lucha contra el cambio climático y la contaminación atmosférica.
Sin embargo, como podría preguntar alguien comprometido con la democratización de la producción: ¿Quién es Saito para determinar de antemano qué tecnologías son «abiertas» y cuáles no? En esto, comparte el impulso de otros pensadores del decrecimiento de declarar antes de la deliberación democrática que algunas formas de producción son «necesarias» y otras «menos innecesarias». Pero eso no depende de los ecoestrategas académicos.
Con respecto a la reconversión de Saito de la tradición marxista, debemos preguntarnos por las evidencias que presenta del abandono marxiano del materialismo histórico tradicional y de su descripción de la necesidad del desarrollo de las fuerzas productivas. La respuesta es: son muy pocas. Señala un pasaje del prefacio de Marx a El Capital en el que sólo habla del «modo de producción capitalista y las relaciones de producción que le corresponden» por la notable ausencia de la inclusión de las fuerzas productivas (Saito sugeriría que Marx cree ahora que estas últimas están subsumidas en las relaciones sociales del capital).
En efecto, esto contrasta con el famoso prefacio de 1859 en el que las relaciones y las fuerzas de producción se consideran dos conceptos distintos. Sin embargo, si Saito cree que esto es una prueba de que Marx abandonó el punto de vista de 1859, ¿por qué Marx cita más tarde en El Capital el propio prólogo de 1859 en una nota a pie de página llamándolo «mi punto de vista»?
En esa nota a pie de página, Marx suprime la mención de las fuerzas productivas, pero más adelante en El Capital afirma a menudo su centralidad para un futuro socialista. En el capítulo 24, discute cómo los capitalistas tienden a «estimular el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad y la creación de aquellas condiciones materiales de producción que constituyen la base real para una forma superior de sociedad en la que el libre y pleno desarrollo de cada individuo sea el principio rector».
Saltarse el capitalismo
Sin embargo, el argumento más destacado de Saito no es que Marx abandonara el materialismo histórico en El Capital, sino que después de su publicación en la década de 1870 se convirtió en un «comunista del decrecimiento». Una vez más, las pruebas que presenta para esto son increíblemente escasas, o como otra crítica dijo más estridentemente: «No hay, para decirlo sin rodeos, ninguna base para estas afirmaciones».
Uno puede simplemente recurrir a la Crítica del Programa de Gotha, publicada en fecha tan tardía como 1875, para ver que Marx continúa articulando firmemente visiones clásicas del materialismo histórico. Marx afirma que el comunismo sólo puede entenderse en la medida en que «emerge precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede». Más tarde Marx declara célebremente:
En una fase superior de la sociedad comunista (…) cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!
Nótese que Marx sigue diciendo que «sólo» después de que se desarrollen las fuerzas productivas es posible el comunismo.
Entonces, ¿cuáles son las pruebas de Saito? Hay una serie de pasajes de textos de los campos de la geología, la botánica y la agronomía que Marx copió en cuadernos demostrando una creciente preocupación por la pérdida de fertilidad del suelo, pero el grueso de las afirmaciones de Saito se basa en una sola carta de Marx a una socialista rusa, Vera Zasulich, cerca del final de su vida en 1881, y en su estudio más amplio de las comunas agrícolas rusas o sistemas mir.
Siempre que se estudia un tema nuevo, ya sea en la escuela, en la universidad o de forma independiente, uno toma notas en un cuaderno, a menudo transcribiendo grandes secciones de otro artículo o libro que son de interés o importantes de recordar. El proceso de esta transcripción es a la vez un ayuda memoria (pues la escritura ayuda a retener los hechos) y un recurso que se utilizará más adelante. Pero no puede decirse que la mera transcripción sea una aprobación de lo que se transcribe.
Sin embargo, Saito plantea repetidamente las notas de Marx sobre estos campos como prueba de la aprobación de Marx, con muy pocos comentarios directamente del propio Marx que complementen las transcripciones que podrían apoyar tal afirmación. A falta de que Saito proporcione ese comentario complementario (o de que los lectores dediquen un tiempo considerable a leer los cuadernos por sí mismos, en sus diversos idiomas), ¿cómo podemos saber si existe tal aprobación?
Es esencial que Saito proporcione esta prueba, porque las afirmaciones extraordinarias exigen pruebas extraordinarias. Como el propio Saito se pregunta: «Si Marx realmente propuso el comunismo decrecentista, ¿por qué nadie lo señaló en el pasado, y por qué el marxismo respaldó el socialismo productivista?». Si todo el canon marxista avala el «productivismo», esto significa que la lectura de los escritos de Marx y Engels por miles, de hecho millones de socialistas durante unos 175 años, estaba equivocada.
En la carta de Zasulich, que pasó por muchos borradores, Marx dice que las formas comunales de producción en las comunas agrícolas rusas podrían permitir a Rusia la transición directa al comunismo sin necesidad de pasar por el capitalismo. Cabe señalar que este punto de vista contrastaba con interpretaciones quizás más rígidas del materialismo histórico de la época, que subrayaban la necesidad de que todas las sociedades pasaran primero por etapas presocialistas de desarrollo económico.
En su abandonado primer borrador, Marx también afirma que el comunismo podría aprender de la propiedad comunal como una «forma superior del tipo más arcaico: la producción y apropiación colectivas». Pero Saito extrae una inferencia sin fundamento de la admiración de Marx por la comuna rusa: dado que estas comunas eran relativamente estáticas desde el punto de vista del desarrollo —y representaban una «economía estacionaria y circular sin crecimiento económico»— Marx pensaba que el comunismo también podría abandonar el crecimiento y adoptar el tipo de economía estacionaria defendida por maltusianos del siglo XX como Herman Daly. A partir de esta deducción, Saito da el notable salto de que «la última visión de Marx del postcapitalismo es el comunismo del decrecimiento».
En otra afirmación salvaje, Saito dice que los estudios secretos de Marx sobre ecología (antes de que hubiera surgido la ciencia de la ecología) impidieron que su amigo y colaborador más cercano, Engels, supiera siquiera que Marx se había convertido en un «comunista del decrecimiento». Saito incluso refuta la afirmación del propio Engels de que Marx leyó y aprobó sus textos fuertemente materialistas históricos como el Anti-Dühring por no ser «creíble».
Pero, una vez más, la evidencia de que la carta de Marx a Zasulich es una prueba del giro decrecentista de Marx es muy poco convincente. Al examinar el primer borrador de la carta, encontramos que Marx afirma que cualquier transición revolucionaria al comunismo en Rusia basada en la comuna tendría que aprovechar el desarrollo capitalista de las fuerzas productivas: «Precisamente porque es contemporánea de la producción capitalista, la comuna rural puede apropiarse de todos sus logros positivos sin sufrir sus [terribles] espantosas vicisitudes».
Para que no pensemos que Marx está afirmando que el comunismo implicará una agricultura localista a pequeña escala, también dice en este borrador: «La comuna puede sustituir gradualmente la agricultura fragmentada por una agricultura en gran escala, asistida por máquinas, particularmente adaptada a la configuración física de Rusia».
En otras palabras, el mir ruso podría saltarse el desarrollo capitalista porque el desarrollo capitalista se había producido en otros lugares, del mismo modo que muchos países pobres saltaron directamente a la adopción de los teléfonos móviles sin tener que pasar por las etapas de la telegrafía o las líneas fijas. En ningún momento, en ninguno de los borradores, Marx sugirió que la humanidad en su conjunto podría haber tomado un camino no capitalista hacia el comunismo.
Tratar a Marx como el científico social que se consideraba a sí mismo y no como el profeta ecológico que Saito quiere que haya sido es tratar sus argumentos igual que los de cualquier otro simple mortal: hipótesis que hay que contrastar con pruebas en el mundo real. En la Rusia realmente existente, el pequeño tamaño de la clase obrera y el atraso tecnológico del campesinado, del mir o no, resultaron ser la mayor barrera para la construcción del socialismo soviético.
Cuando la revolución de 1917 liberó definitivamente al campesinado de la servidumbre feudal, los campesinos no tenían ningún incentivo para producir un excedente suficiente para alimentar a los trabajadores de la ciudad. La sombría prodrazverstka durante la guerra civil, el retorno de los mercados bajo la Nueva Política Económica, y la colectivización forzosa de Iósif Stalin y las hambrunas resultantes fueron todos esfuerzos diferentes para superar este subdesarrollo. Las pruebas de la historia demuestran que, independientemente de lo que Marx pensara sobre el tema, no fue posible saltar etapas históricas de desarrollo.
Debemos admitir que Saito presenta una visión de la «abundancia» en el comunismo del decrecimiento con la que ningún socialista debería estar en desacuerdo: definida sobre todo por una abundancia de tiempo libre para el desarrollo individual y social. Pero Saito resta importancia al punto de vista central de Marx de que esa abundancia sólo era posible sobre la base de las revoluciones masivas en las fuerzas productivas desarrolladas por el capitalismo, sobre todo la tecnología que ahorra trabajo desarrollada por el capitalismo.
Bajo el capitalismo, las ganancias de cualquier tecnología que ahorre trabajo se reservaron casi exclusivamente para los propietarios de la producción: menos trabajadores para la misma producción (por lo tanto, menores costos y mayores beneficios) en lugar de más vacaciones para el mismo número de trabajadores para la misma producción. En el socialismo, sin embargo, la sociedad podría elegir democráticamente si para el mismo número de trabajadores queremos más producción en las mismas horas o la misma cantidad de producción en menos horas. Pero el socialismo sigue necesitando del desarrollo previo de esas tecnologías que ahorran mano de obra.
No es necesario reinventar el marxismo
¿Qué ocurre aquí? Parece que se trata de un intento desesperado de transformar a Marx y al marxismo en la ideología medioambiental y de decrecimiento posterior a los años setenta. Para ello, debemos aceptar que todo lo que Marx y Engels escribieron juntos en la década de 1840 (y de hecho las articulaciones más populares de Engels en las décadas de 1870 y 1880), como La Ideología Alemana y el Manifiesto Comunista, son producto de un marxismo prometeico defectuoso. Todo lo que queda en sus cenizas son lecturas idiosincrásicas de El Capital, algunos escasos cuadernos que copian pasajes inconexos de textos sobre agricultura y la carta a Zasulich.
El marxismo clásico ya ofrece una explicación suficiente de la relación entre capitalismo y problemas medioambientales. No hay necesidad de ninguna enmienda o reinterpretación del marxismo a través de una arqueología engañosa de notas a pie de página y cuadernos.
Bajo la producción de mercancías, lo que es beneficioso no siempre es rentable y lo que es rentable no siempre es beneficioso. Si es rentable devolver los nutrientes al suelo, los capitalistas lo harán; si no lo es, no lo harán. Cualquier productor privado del artículo que causa un problema medioambiental tiene un incentivo para seguir produciéndolo y para impedir los esfuerzos legales o sociales tendientes a impedirlo.
Por eso vemos que las empresas de combustibles fósiles ejercen presión contra la legislación de mitigación de emisiones, financian el negacionismo climático e incluso —como en el caso del dieselgate de Volkswagen— incurren en conductas delictivas.
Tampoco hay incentivos para que los agentes privados desarrollen o produzcan tecnologías que sabemos que son beneficiosas pero que resultan no ser rentables, o incluso insuficientemente rentables.
En el socialismo, sin embargo, una vez que se descubre una amenaza para los ecosistemas, derivada de una tecnología, sustancia o práctica concreta, la principal limitación para abandonar esas tecnologías es la rapidez con la que los ingenieros pueden idear tecnologías novedosas que proporcionen el mismo beneficio pero sin el daño.
Hay una serie de sectores industriales que son a la vez vitalmente necesarios desde el punto de vista social e intensivos en carbono, como la producción de aluminio y cemento, para los que todavía no tenemos realmente muchas buenas alternativas limpias, o al menos alternativas que cubran la totalidad de los sectores. Sin embargo, los mercados no suelen estar a la altura de la investigación y el desarrollo necesarios para resolver estos problemas. Una sociedad socialista, en principio, es más capaz de asignar capacidad económica a este tipo de innovación, así como de utilizar la política industrial para llevar la innovación de la mesa de laboratorio al despliegue generalizado.
Además, el mecanismo de precios de los mercados no resuelve bien la coordinación de toda la economía. El objetivo es obtener beneficios, no resolver un problema identificado por la sociedad. La descarbonización requiere una reorganización radical de la electricidad, el transporte, la industria, la agricultura y los edificios en plazos similares. La adopción de coches eléctricos y bombas de calor tiene que producirse en sincronía con la construcción de nueva generación de electricidad limpia (para que no haya ni demasiada ni insuficiente capacidad de generación de electricidad). Incluso si abandonamos la producción de petróleo con fines de combustión, seguiremos necesitando cierta producción de petróleo y no podremos apagarla mañana, pero los mercados luchan por incentivar el mantenimiento de una capacidad adecuada de extracción y procesamiento a medida que disminuye la demanda. Esto será especialmente cierto a medida que nos acerquemos a las emisiones cero.
Puede que el caso estudiado aquí sea el cambio climático, pero en todos los problemas medioambientales se dan desajustes similares entre los incentivos del mercado y la resolución de problemas en toda la sociedad. De hecho, este desajuste entre las señales de precios y los valores de la sociedad se produce en todos los problemas, independientemente de que estén relacionados con el medio ambiente (como, por ejemplo, durante la pandemia con respecto a la producción y distribución de equipos de protección personal, la asignación de ventiladores, el desarrollo de vacunas y la producción de insumos para la producción de vacunas).
Por tanto, la solución para abordar de forma más rápida y adecuada cualquier problema nuevo que nos encontremos, ya sea medioambiental o de otro tipo, es alejarse progresivamente de la asignación de recursos por parte del mercado y pasar a una planificación económica democrática. Los decrecentistas diagnostican erróneamente el problema central del capitalismo como «crecimiento», cuando en realidad es la falta de control social sobre las decisiones de producción e inversión. Cuando alcancemos dicho control, podremos optar por el crecimiento de muchas formas de producción socialmente útiles (y por el decrecimiento de otras).
Mientras el crecimiento económico, ya sea de la variedad capitalista o socialista, se considere responsable de los problemas medioambientales, la ideología neomalthusiana de Saito sirve como distracción útil para los capitalistas de la verdadera fuente de la incapacidad para tratar adecuadamente tales problemas, la anarquía del mercado, y la solución a tales problemas: la planificación socialista.
Así pues, esta solución también suscita la pregunta: ¿Qué fuerza de la sociedad está mejor situada para llevar a cabo esta liberación?
¿Dónde está la clase obrera en la transformación ecológica?
Al final, debería quedar claro que si Karl Marx era un «comunista del decrecimiento» secreto no importa mucho a la hora de informar nuestra estrategia política actual. La cuestión clave —ya sea para los socialistas clásicos como nosotros o para la visión del comunismo del decrecimiento de Saito— es: ¿Qué agente de cambio podría realmente llevar a cabo las transformaciones que acordamos que son necesarias para abordar el cambio climático y otros problemas ecológicos?
En Slow Down, Saito ofrece su propio punto de vista en el capítulo final «La palanca de la justicia climática», en el que elogia los «movimientos ecológicos de reforma municipal», como la «Declaración de emergencia climática» de Barcelona, que apunta al crecimiento como principal culpable (no sorprende que Barcelona sea el epicentro de la academia del decrecimiento). Saito también propone una vida urbana basada en «la creación de una economía centrada en la producción local para el consumo local» (a través de un perfil en el New York Times nos enteramos de que el propio Saito cultiva un huerto en una granja urbana local «aproximadamente un día al mes») y cooperativas de trabajadores a pequeña escala.
Saito también considera que no se trata de una batalla entre clases de trabajadores y capitalistas, sino entre regiones globales: «es una injusticia que las personas socialmente vulnerables de los países del Sur Global se lleven la peor parte del cambio climático a pesar de que el dióxido de carbono fue emitido, en su mayor parte, por el Norte Global, que provocó este desastre».
En cuanto a quién es responsable en el Norte Global, Saito es más propenso a señalarse a sí mismo y a otros trabajadores que al capital: «Nuestros ricos estilos de vida serían imposibles sin los expoliados recursos naturales y la explotada fuerza de trabajo del Sur Global». En términos de poder organizativo para llevar a cabo la transición que necesitamos, Saito también mira lejos de Japón hacia las organizaciones campesinas del Sur Global como Vía Campesina y las campañas por la «soberanía alimentaria».
El capítulo parece una lista de palabras de moda de la izquierda (en gran medida ineficaz) del cambio de milenio: bienes comunes, zonas autónomas, ayuda mutua y solidaridad horizontal.
La utopía urbanizada de los huertos a pequeña escala (que, según investigaciones recientes, emiten seis veces más carbono que la agricultura convencional), la ayuda mutua y las viviendas públicas con paneles solares seguramente suene bien a los lectores probables de Saito: cosmopolitas de clase profesional-empresarial urbanos. Sin embargo, en este capítulo, y de hecho en los dos últimos volúmenes de Saito, está sorprendentemente ausente cualquier mención o papel de lo que es el agente central de la política marxista: la clase obrera (en Slow Down la frase sólo aparece cuatro veces de pasada).
Cuando Saito menciona a la clase obrera, a menudo lo hace con sorna, como participantes en el «modo de vida imperial». Pero son las masas precarias de las clases trabajadoras —demasiado explotadas y sobrecargadas de trabajo para encontrar tiempo para huertos urbanos— las que forman la gran mayoría de la sociedad y, por tanto, la base de cualquier movimiento político a gran escala para abordar la crisis ecológica.
En el capítulo final de Slow Down, Saito reconoce que los movimientos que celebra son pequeños, pero deposita sus esperanzas en la llamada regla del 3,5%, extraída de un artículo que afirmaba que los movimientos de éxito sólo necesitan el 3,5% de la población para triunfar (una evasión escolástica de la necesidad de una política de masas). Al final, Saito simplemente espera que un conjunto diverso de acciones se sume al poder que cambia el mundo: «Una cooperativa de trabajadores, una huelga escolar, una granja ecológica… no importa la forma que adopte». ¿No importa?
Aunque la clase trabajadora en su conjunto debe constituir la base de una política medioambiental de masas, también necesitamos una estrategia específica que reconozca que el cambio climático en particular implica a un sector específico de trabajadores del que Saito no dice casi nada: un grupo de trabajadores con interés, considerable poder y profundos conocimientos sobre los sectores de la energía, la extracción, el transporte, la construcción, las infraestructuras y la agricultura que necesitan ser transformados. Es decir, los trabajadores industriales que los construyen, mantienen y operan.
La clase obrera está interesada en garantizar que la transición limpia sea justa, que nadie en la primera línea de la producción fósil se quede atrás. La mayoría de las proyecciones sobre el volumen de electricidad nueva y limpia necesaria para descarbonizar completamente la economía mundial se sitúan entre el doble y el cuádruple de la generación actual. Es probable que el volumen de material extraído de la tierra disminuya a medida que descarbonizamos (debido a la enorme masa de carbón que se extrae en comparación con todos los demás recursos minerales), pero se espera que el número de materiales extraídos y de trabajadores mineros se dispare.
Siempre que esas minas cuenten con sindicatos combativos que reclamen normas estrictas de salud y seguridad, protecciones medioambientales locales y buenos salarios, se trata de una enorme bendición para los trabajadores y el desarrollo económico de sus comunidades. Incluso en la aviación, quizá el sector más difícil de sanear después de la producción de cemento, las vías para hacerlo sostenible incluyen probablemente un mayor número de controladores aéreos, el reciclaje de pilotos y personal de tierra en materia de combustibles limpios y seguridad y mantenimiento de las baterías, y la modificación de los horarios de los auxiliares de vuelo. Saito, sin embargo, no se centra en absoluto en los sindicatos, prefiriendo en su lugar las cooperativas de trabajadores. De hecho, afirma rotundamente que los sindicatos son a menudo «subsumidos por los capitalistas» en sus esfuerzos por apropiarse de parte de los frutos del crecimiento capitalista.
El énfasis en los trabajadores industriales (incluidos los muchos contables, conserjes, empleados, manipuladores de equipajes, personal de cafetería, agentes de reservas y conductores —y los ya mencionados auxiliares de vuelo— que uno podría catalogar erróneamente como trabajadores de servicios) no se debe a un romanticismo masculinista, sino a una pura prioridad estratégica. Son estos trabajadores los que tienen un mayor conocimiento formal y tácito de los sistemas industriales relacionados con el clima (a menudo incluso más que los gestores de estos sistemas) y, por tanto, son mucho más conscientes de qué políticas y tecnologías climáticas pueden funcionar y cuáles pueden fracasar que el ejército de profesionales del mundo académico, las ONG ecologistas, los grupos de reflexión y los medios de comunicación.
Y lo que es más importante, tienen el poder de incluir las demandas de descarbonización y transición justa en sus negociaciones colectivas, respaldadas si es necesario con la retirada de su mano de obra y la convocatoria a huelgas.
Y esto ubica a todos los trabajadores industriales en la primera línea de la transición ecológica: independientemente de la raza, etnia o región del mundo; no sólo las «comunidades de justicia medioambiental»; no sólo los pueblos indígenas y no sólo los trabajadores del Sur Global. Cuando Saito (y otros) descartan a los trabajadores y sindicatos del Norte Global cosiderándolos socios de la explotación ecológica del mundo en desarrollo por su participación en el «modo de vida imperial», se están aislando de una fuerza crítica que puede impulsar una transición limpia más rápida tanto en las urnas como a través de la negociación colectiva (respaldada con la amenaza de la acción industrial).
Es un error básico creer que los trabajadores del Norte Global explotan a los pueblos del Sur Global, que existe un «modo de vida imperial». Esto no es más que una repetición de la teoría, desacreditada desde hace tiempo, de una «aristocracia laboral», la noción errónea de que los trabajadores de los países desarrollados cobran de los «superbeneficios» extraídos de los trabajadores peor pagados del mundo en desarrollo.
De hecho, hubo una «guerra de clases global» del capital contra todos los trabajadores del planeta, y todos esos trabajadores tienen mucho en común y un interés compartido en combatir el dominio capitalista. Saito y otros hacen el trabajo del capital creando cuñas geográficas endurecidas que dividen a la clase obrera internacional contra sí misma.
Pero la crítica de Saito es también introspectiva y culpabilizadora. Las primeras páginas de Slow Down están plagadas de referencias a «nuestros ricos estilos de vida» y «nuestras cómodas vidas». Está claro que Saito se ve a sí mismo, y a sus lectores, como parte del problema: «Nuestro modo de vida es, de hecho, algo terrible. Somos cómplices del modo de vida imperial».
Todo esto, pues, desde el énfasis en las limitaciones de los mercados hasta la influencia y el conocimiento de los trabajadores industriales y su capacidad para retirar su mano de obra, debería reconocerse inmediatamente como derivado de la concepción marxista de la centralidad de la clase obrera para la transformación política.
No hay necesidad de añadir ningún prefijo «eco» al marxismo para explicar nuestro predicamento. La explicación del marxismo clásico y la prescripción concomitante para la corrección ya son suficientes. No hay necesidad de pasar a una economía de estado estacionario, ralentizar el desarrollo tecnológico, descentralizar la producción, retirarse de la globalización a la «biorregión» local, volver a tecnologías más «apropiadas», abandonar los «megaproyectos» o la extracción, o criticar un «modo de vida imperial» o una inexistente «fractura metabólica» con el resto de la naturaleza.
El marxismo ya tiene una explicación suficiente de las causas de los problemas medioambientales, la prescripción de cómo solucionarlos y la descripción de quién tiene el poder y el interés en llevar a cabo esos cambios, todo ello sin abandonar ni una sola vez el proyecto socialista de liberación humana.
MATT HUBER Y LEIGH PHILLIPS
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Matt Huber es profesor de Geografía en la Universidad de Siracusa. Su último libro es Climate Change as Class War: Building Socialism on a Warming Planet (Verso, 2022). / Leigh Phillips es escritor científico y periodista especializado en asuntos de la UE. Es coautor de The People's Republic of Walmart.
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