En el segundo aniversario de la debacle final de la implicación de Estados Unidos en Afganistán, deberíamos considerar las lecciones de ese desastre para la estrategia estadounidense en otros lugares.
Anatol Lieven
Aunque el caso de Afganistán es único por naturaleza, los errores y fracasos de Washington reflejaron pautas -y patologías- más amplias y profundas en la elaboración de medidas políticas y de la cultura política norteamericana. Si no se abordan, provocarán más desastres en el futuro.
Sin embargo, la mayoría de los principales medios de comunicación y el mundo de los grupos de expertos (think tanks) tratan el recuerdo de la guerra de los Estados Unidos en Afganistán no como una fuente de reflexión, sino como una vergüenza que hay que olvidar lo más rápida y completamente posible.
Este enfoque es paralelo al que se dio al recuerdo de Vietnam en la opinión dominante norteamericana, y el resultado fue el desastre de Irak. Una de las cosas más sorprendentes del debate norteamericano -por llamarlo de algún modo- previo a la invasión de Irak, fue el fracaso general a la hora de considerar, o incluso mencionar, lo que podría haber enseñado la experiencia de Vietnam. Hoy, esta negativa a aprender las lecciones vale sobre todo para la implicación de los Estados Unidos en Ucrania.
El fracaso de la diplomacia con los talibán antes de la invasión norteamericana de Afganistán puede explicarse y excusarse por la furia que naturalmente sintieron los norteamericanos ante los atentados terroristas del 11-S y la negativa de los talibán a entregar inmediatamente a los dirigentes de Al Qaeda que eran claramente responsables. No obstante, dados los terribles costes que supuso la invasión norteamericana, merece la pena preguntarse si un enfoque que hubiera permitido a los talibán salvar la cara y mantenerse fieles a sus propias creencias podría haber producido mejores resultados tanto para los norteamericanos como para los afganos: por ejemplo, explorar la posibilidad de que se pudiera persuadir a los talibán para que entregaran a los dirigentes de Al Qaeda a otro país musulmán.
En el caso de Irak, no hubo ningún esfuerzo diplomático sincero, puesto que la administración Bush ya había tomado la decisión de llevar a cabo la invasión.
La segunda lección de Afganistán es tan antigua como la guerra misma y la resaltaba el teórico militar Carl von Clausewitz: que nunca puede haber certeza de victoria a largo plazo en ninguna guerra, aunque sólo sea porque la guerra, más que cualquier otra actividad humana, es susceptible de generar ramificaciones y consecuencias imprevistas.
En el caso de Afganistán, la misión de eliminar a Al Qaeda y desalojar del poder a los talibán se transformó en un esfuerzo mucho mayor -y probablemente condenado de modo innato al fracaso- de crear un Estado afgano democrático moderno mediante la intervención, la ayuda y la supervisión extranjeras.
Y a su vez, esto guardaba relación con el intento de destruir el nexo, antiguo y excepcionalmente poderoso, entre la fe islámica y el nacionalismo pastún que había dado lugar a los talibán, a gran parte de la resistencia contra el régimen comunista y la intervención soviética en la década de 1980, y a numerosas revueltas contra el Imperio Británico con anterioridad.
Dado que la mayoría de los pastunes viven en Pakistán, el resultado inevitable fue una extensión del conflicto a ese país, que desembocó en una guerra civil pakistaní en la que murieron decenas de miles de personas. La negativa o incapacidad de Pakistán para expulsar a los talibán afganos provocó la amenaza de una intervención directa de los Estados Unidos en Pakistán, que, de haberse producido, habría ocasionado una catástrofe mucho peor que Afganistán e Irak juntos.
La incapacidad para anticiparse a las consecuencias se ve agravada por el conformismo y el arribismo; no es que estas tendencias sean peores en el establishment estadounidense que en otros lugares. Pero el poder y la capacidad de intervención de los Estados Unidos en todo el mundo magnifican sus consecuencias negativas. Por un lado, vienen a significar que hasta aquellos expertos y periodistas que están en disposición de saber más, se suman a los funcionarios en una obediencia irreflexiva a la línea del establishment del momento, que puede tener sólo una relación de lo más tangencial con las realidades del país en cuestión.
De regreso a Afganistán tras la caída de los talibán, me encontré con periodistas que había conocido cuando cubría la guerra de los muyahidín contra los soviéticos y los comunistas en los años 80. Me divertía, más o menos, ver que repetían como loros una nueva versión de la línea que Moscú y Kabul habían difundido en la década de 1980: que la resistencia afgana no tenía apoyo local real y no era realmente afgana, y que era enteramente una creación de potencias exteriores (Pakistán incluido) y del dinero.
Todo ello a pesar de que los talibanes reclutaban exactamente a las mismas personas de exactamente las mismas zonas que los muyaidín, que luchaban exactamente por las mismas razones.
Las cosas empeoran con la avalancha de "expertos" que se generan cada vez que Estados Unidos se embarca en una nueva aventura en el extranjero. Seleccionados por sus conexiones en Washington y no por un conocimiento real de las zonas en cuestión, no podrían corregir los errores de la política norteamericana aunque tuvieran el valor moral de hacerlo. Además, su ignorancia de la historia y la cultura locales les hace terriblemente receptivos a las fantasías interesadas de sus informadores locales.
Por eso también me divertía a principios de la década de 2000 oír a los "asesores" sobre Afganistán de los gobiernos norteamericano (y europeos) declarar que "el Afganistán de la década de 1960 era una exitosa democracia de clase media". Este síndrome estadounidense bien podría calificarse de edípico, ya que es incestuoso y se ciega a sí mismo.
Una vez que ambos partidos políticos se han comprometido con una estrategia determinada, al establishment bipartidista de Washington le resulta extremadamente difícil admitir errores y cambiar de rumbo, una tendencia a la que también ha contribuido en ocasiones de forma desastrosa el ejército norteamericano. Esta negativa militar a admitir la derrota tiene su lado admirable: nadie debería querer que los generales estadounidenses sean abandonistas.
Sin embargo, esa es la razón por la que los Estados Unidos necesitan líderes políticos (incluidos los que tenían experiencia militar personal, como Truman, Eisenhower, Kennedy y Carter) con los conocimientos y el valor necesarios para decirles a los generales cuándo ha llegado el momento de parar.
En cambio, en Afganistán (como han documentado el Inspector General Especial para la Reconstrucción Afgana y otros), los generales y los funcionarios de la administración se confabularon para producir mentiras optimistas, que luego hicieron circular unos medios de comunicación crédulos y serviles. Esto corre hoy el riesgo de ser el caso con la negativa de la administración Biden a admitir que la contraofensiva ucraniana ha fracasado y que, por lo tanto, es hora de empezar a desarrollar una estrategia política para poner fin a los combates en Ucrania y al daño económico y político que está empezando a causar a aliados vitales de Estados Unidos en Europa.
El último aspecto del historial de los Estados Unidos en Afganistán apenas tendría que hacer falta mencionarlo, porque ha sido mencionado una y otra vez desde la década de 1950 por toda una sucesión de grandes pensadores norteamericanos, entre ellos Reinhold Niebuhr, Hans Morgenthau, George Kennan, Richard Hofstadter y C. Vann Woodward. Se trata de la tendencia del establishment político estadounidense a exagerar colosalmente tanto la malignidad del enemigo del momento como el peligro que representa para los Estados Unidos.
En lugar de un movimiento nacionalista dirigido por los comunistas para reunificar Vietnam, se presentó a los comunistas vietnamitas como una fuerza que podía empezar a derribar una hilera de "fichas de dominó" que acabaría con la victoria comunista en Francia y México. En lugar de un dictador regional de pacotilla, Sadam Husein se convirtió en una amenaza nuclear al terruño norteamericano. Los talibán, una fuerza totalmente afgana, tenían que ser supuestamente combatidos en Afganistán para que no tuviéramos que luchar contra ellos en Estados Unidos.
Y hoy, los funcionarios estadounidenses se las arreglan de alguna manera en su retórica para combinar las supuestas creencias tanto de que Rusia es tan débil que Ucrania puede derrotar completamente al ejército ruso y socavar catastróficamente el Estado ruso, como de que Rusia es tan fuerte que, de no ser derrotada en Ucrania, supondrá una amenaza mortal para la OTAN y la libertad en todo el mundo.
Tal como escribió Loren Baritz en 1985 sobre la anulación del recuerdo de Vietnam en los Estados Unidos:
"Nuestro poder, nuestra complacencia, nuestra rigidez y nuestra ignorancia nos han impedido incorporar nuestra experiencia de Vietnam a nuestra forma de pensar sobre nosotros mismos y sobre el mundo... Pero no hay necesidad de pensar si no hay dudas. Liberados de la duda, estamos liberados del pensamiento".
Estaría bien pensar que en este aniversario, y enfrentados a peligros aún mayores en Ucrania, el establishment y los medios de comunicación norteamericanos le dedicarán alguna reflexión seria a lo ocurrido en Afganistán.
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Anatol Lieven
periodista y analista británico de asuntos internacionales, es profesor visitante del King´s College, de Londres, miembro del Quincy Institute for Responsible Statecraft y autor de "Ukraine and Russia: A Fraternal Rivalry". Formado en la Universidad de Cambridge, en los años 80 cubrió para el diario londinense Financial Times la actualidad de Afganistán y Pakistán, y para The Times los sucesos de Rumanía y Checoslovaquia en 1989, además de informar sobre la guerra en Chechenia entre 1994 y 1996. Autor de libros como “Ukraine and Russia: A Fraternal Rivalry”, ha trabajado también para el International Institute of Strategic Studies y la BBC.
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Fuente:
Responsible Statecraft