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LAS MUJERES FILÓSOFAS: SU VIDA EN LAS POLIS GRIEGAS

Historia
La historia de la filosofía ha olvidado los nombres de sus pensadoras, algunas de ellas maestras de personalidades tan relevantes como Platón, Sócrates o Pericles.

Amanda Núñez


Proponemos un ejercicio de imaginación. Pensemos en una ciudad pequeña, con gentes de similares atuendos, de diversas tonalidades de piel, básicamente de tez oscura y pelo negro, como revelan los estudios que siguen al antropólogo e historiador senegalés Cheikh Anta Diop y al historiador inglés Martin Bernal en su Atenea negra.

Cada vez está más claro que ‘el milagro griego’ proviene de una mezcolanza de gentes distintas, venidas de diversos lugares (gracias a los puertos de mar), que temen a los rubios de ojos azules, quienes simbolizan a los bárbaros del norte, aquellos que ni siquiera poseen cultura ni lenguaje. Por ellos, y por los escitas, hombres-caballo dados a la antropofagia, algunos dioses poseen estas características tan arias, entre la animalidad y lo muy foráneo. Tener los ojos azules (claros), en la Grecia que estamos tratando, era una desgracia, símbolo de ridículo para los hombres y de vida disoluta para las mujeres. Recordemos que el agua y el cielo todavía no eran azules en esta época: tendremos que esperar hasta la lucha de canteras de la Edad Media, que tan bien nos cuenta Pastoureau en su Historia de los colores, para que el cielo y el mar lo sean. Ni siquiera en la Biblia tenemos azul; hay confusión entre verde, gris y azul, pero nunca un puro azul que no circula hasta aproximadamente el siglo XVIII.

Las casas están alejadas del centro de la polis. En este centro encontramos templos y edificios públicos policromados al sol, irradiando colores, brillos y texturas diversas. Se escucha el gentío del ágora, que comprende el mercado y el lugar de la política. En todos estos lugares, una cantidad importante de hombres y mujeres, no considerados tales porque no tienen palabra ni ciudadanía, están a disposición para que las infraestructuras funcionen correctamente: son los esclavos y las esclavas. Limpiando, en el ajetreo de las compras, llevando y trayendo animales y cosas, arreglando calzadas. Se sospecha que las ciudades “puede(n) ser descrita(s) como un conjunto enclaustrado de seres humanos, unas cuantas especies de animales y plantas y un lumpen proletariado de insectos”, como expone el historiador Thomas F. Glick y nos recuerda DeLanda en sus Mil años de historia no lineal.

Mujer libre, pero no ciudadana

Pero ¿dónde están las mujeres libres? Las encontramos por todos lados. Al contrario de nuestras sociedades modernas, en la Grecia clásica no hay división de espacios entre lo público y lo privado y, por lo tanto, la mujer no queda encerrada en el hogar. Las mujeres habitan las calles y son esenciales en el entretejido de la ciudad. El hogar (oikos) tampoco es un asunto privado; no por otra cosa dice Aristóteles que la administración de una ciudad es como la de una casa. En los hogares no se distingue entre familiares, esclavos, niños, niñas, animales, insectos y mujeres, como en la ciudad. Y en ambos, puertas adentro y puertas afuera, el rol masculino y el femenino tienen la misma función. Las tareas son muy claras para cada miembro de la comunidad. Nadie, ni siquiera los animales, queda sin función política. Eso da muchas ventajas, pero también cierra muchas posibilidades de cambio, ya que un mínimo desvío en el hogar repercute en toda la sociedad.

Los hombres libres son los ciudadanos. Las mujeres no son ciudadanas. No lo son ni en Atenas ni tampoco en la Esparta en la que Platón pone su ideal de sociedad más igualitaria entre hombre y mujeres. De las espartanas dice Plutarco que son “las únicas que mandan a los hombres”, pero porque su sistema va por casas y allí pueden ser propietarias (sobre todo si sus maridos e hijos fallecen).

La labor de la mujer: tejer la vida

Propietarias a veces, con función esencial en las ciudades y sin ciudadanía, las mujeres tienen como tarea propia el tejer. Los hombres tejen las palabras y las leyes de la ciudad. Los telares que usan las mujeres son los mismos que aquellos en los que los hombres tejen con la palabra (logos), pero con una diferencia: los suyos son silenciosos.

Como Penélope, las mujeres tejen los viajes y las guerras de sus esposos. Como las moiras (las tres divinidades que controlaban el metafórico hilo de la vida de cada ser humano), las mujeres tejen los destinos, los nacimientos y las muertes de la ciudad. Su función es el nacimiento y la muerte, el trenzar la ciudad y velar porque no se destejan sus normas hechas por ciudadanos.

Visten cada año a las diosas y los dioses de las ciudades como la que viste santos. También cuidan la vida y la muerte de otras mujeres. No solo en los coros, entretejidos de mujeres danzantes como las celebradas por Safo. Varios testimonios nos cuentan cómo procesiones de mujeres caían rendidas de cansancio en territorios enemigos y las mujeres las cuidaban y acompañaban seguras a su destino. El tejido de la paz y el amor era el construido por las mujeres, cohesión social con el mismo oficio que el de la víctima sacrificial, cuya sangre se emparentaba con las menstruaciones y no con la sangre de hombre derramada en la guerra. Por ello, las mujeres tejen el hogar, la economía y ecología del oikos y tejen, asimismo, la sociedad. Están en todos los lugares de la ciudad, normalmente portando cereales y agua, y, si tienen algún oficio fuera del matrimonio, es el de sacerdotisas o el de actrices. Su tejer es esencial, pero no pueden hablar, su lengua no es logos, es un murmullo, un rumor entretejido, a veces maledicencia que confunde el nacer con el morir; o bien, si hablan, son objetos de ventriloquia de lo que dicen los dioses, en el caso de las sacerdotisas, o de lo escrito por hombres en el teatro.

Se pensará: ¡hay diosas que hablan!; Atenea misma lo es, una sacerdotisa que podría transmitir palabras de algo cercano a una mujer. Pero tenemos serios problemas para localizar qué puede ser lo femenino en una diosa, puesto que las diosas no tejen y van a las guerras. Tampoco se pone el adjetivo de ‘divina’ a las diosas, estas son ‘divinos’.

El derecho a hablar

Hay varios casos que rompen esta regla de silencio material y costurero de lo femenino. Uno de ellos consiste en los tres días al año en que las mujeres toman la plaza pública, el ágora, y hablan. Se trata de las fiestas Tesmosforias, un ritual otoñal dedicado a Deméter y su hija (Core o Perséfone) para que las siembras tengan buenos augurios, pues estas diosas son las de los cereales, los cultivos, la fecundidad y los vínculos. Durante estos tres días las mujeres se disfrazaban de hombres, no se sabe si para acceder a la palabra o si lo hacían como una parodia, para reír ante el miedo provocado por el hecho de que las mujeres alteraran el orden del cosmos, como nos relata Aristófanes en obras como La asamblea de las mujeres o Lisístrata.

El segundo caso histórico que encontramos de mujeres que se lanzan al logos es el de la revuelta (stasis) de actrices, por el siglo V a.C. Parece ser que se cansaron de poner las cuerdas vocales a las palabras que los hombres colocaban sobre ellas y quisieron decir su realidad. Ante esta sublevación atroz, que contravenía todas las leyes escritas y tejidas de la ciudad y que usurpaba un tejido ajeno, el de los hombres, la burla y la conmoción fueron enormes. Tenemos todas las parodias de Aristófanes, Esquilo y muchos más hombres al respecto.


Y el tercer caso es el de mujeres que se dedicaron al pensamiento y a la incipiente filosofía o alguna de sus ramas, como la poética, la retórica, la historia, la mitología o la ‘correspondencia elegante’. Lo que se llamó durante mucho tiempo ‘estudios agradables’. Platón, un defensor ambiguo de las mujeres dentro de lo que permitía el escenario griego, nombra a alguna, pero las acaba relegando a discursos menores, no filosóficos sino retóricos o poéticos, cuando no destinados a la buena educación de las mujeres, aunque muchas fundaran academias y algunas fueran maestras, como Aspasia de Sócrates o del mismo Platón.

Cuanto más nos alejamos del período clásico (s. V-IV a.C.), tanto hacia lo arcaico (s. VIII-VI a.C.) como hacia lo helenístico (s. III a.C.), menos inquina encontramos hacia las que se dedican al pensamiento, no sabemos si porque en la Grecia clásica la noción de ciudad está más consolidada y las funciones de cada miembro de la sociedad son más estrictas, o si porque fue el período en el que más mujeres estaban presentes en estos otros tejidos.

Las osadas filósofas

Debemos apuntar dos cuestiones para ubicar a nuestras mujeres. La primera es que casi todas las que encontramos en la filosofía o cerca de ella son de elevada aristocracia y suelen encontrarse en el seno de alguna escuela de pensamiento-vida. Las hijas de Pandora, sin juicio, como comenta Aristóteles, no acceden, salvo en algunas excepciones, al discurso.

La segunda cuestión importante es que carecemos de cualquier documento escrito por mujeres de esta época, salvo algunos versos de Safo y fragmentos de pensadoras pitagóricas testimoniadas por hombres. El pitagorismo estuvo vigente desde el siglo VI a.C. al siglo II a.C. y el cristianismo bebe mucho de esta corriente que asume muchos ritos órficos; por lo que no es de extrañar que sean de pitagóricas los únicos documentos que nos han llegado: retazos de un escrito atribuido a Teano de Crotona, esposa de Pitágoras, o a algunas posteriores como Fintis de Esparta, Aesara de Lucania o Perictione, de quienes nos quedan fragmentos dirigidos a la moderación de las mujeres o dentro del espíritu pitagórico.

Parece que algunas, como Aspasia, escribieron tratados no dedicados únicamente a mujeres, pero el azar, junto con la impronta masculina selectiva de documentos, nos han dejado sin esas telas de palabras que algunas mujeres osadas, y protegidas por sus compañeros de escuela, se atrevieron a tejer. Y podríamos tener aún menos si, por ejemplo, la orden del papa Gregorio VII en 1073 de quemar todos los manuscritos sáficos hubiera sido perfectamente cumplida.

Mucho más tarde, a finales del siglo XVII, en 1690, el amigo de ‘las preciosas’, el latinista y gramático Gilles Ménage (1613-1692), recupera en Historia de las mujeres filósofas el nombre de 65 osadas filósofas en la cuna del pensamiento occidental. Pocas mujeres para una cuna, pero, al menos, muchas más que quizá en otros períodos en los cuales hasta de las cunas fueron expulsadas. ¿De cuántas hemos oído hablar?

Themistocle de Delfos y el pitagorismo

Nos conducimos, acompañadas de hermosas damas veladas, como en el Poema de Parménides, a tiempos remotos, anteriores incluso a la ciudad que hemos descrito. Hacia el año 600 a.C. encontramos a una sacerdotisa de Delfos (pitia), cuyo nombre no recordamos, pero que ha sido llamada Themistoclea, Aristoclea o Teoclea. Único vínculo común, el Clea que nos lleva a recordar el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell y que no hay que confundir con la Clea del siglo I.

Las sacerdotisas de Delfos eran bastante excepcionales en toda la cultura helena. El oráculo se elevaba sobre un pozo de efluvios psicoactivos que había sido descubierto por una cabra. En un comienzo, el oráculo consistía en acercarse a esa fuente de manía, quedar entusiasmado o enloquecido por los dioses (el templo estaba consagrado a Apolo) e interpretar. Pero mucha gente acababa cayendo en la brecha geológica y se estableció una tejedora o mediadora que se entusiasmaba y decía palabras que el solicitante debía interpretar. El cargo podía ser vitalicio y la mujer tenía que mantenerse virgen. A diferencia de otras sacerdotisas, la pitia no tenía por qué provenir de buena casa ni tener ninguna gracia especial.

Resulta complicado saber quién era Themistoclea. A veces se la ha confundido con una hermana de Pitágoras por cuestiones de traducción. Tampoco conocemos su linaje, pero sí sabemos por Diógenes Laercio, el gran cronista de la Antigüedad, que Pitágoras aprendió de ella las doctrinas éticas del pitagorismo. Decía el filósofo haber oído estas cosas de la sacerdotisa, lo cual, lejos de quitar a Pitágoras predicamento por haber recibido los preceptos de una mujer, lo convierte en más sólido. En efecto, recibir las doctrinas morales de los dioses, siendo una mujer la mediadora de ese pensamiento, como embarazada virgen que da a luz una escuela, no es nada desdeñable. No hay que avanzar mucho para llegar a la Virgen María, cofundadora mítica y maternal del logos cristiano.

Pitágoras y su escuela se caracterizaban por tener continuidad con parajes, plantas y animales, de ahí su vegetarianismo y su gusto por hablar con animales y ‘hasta con mujeres’ de igual a igual. También por formar comunidades fuera de las ciudades que estaban surgiendo desde mediados del siglo VII a.C. Por ello, se piensa que las mujeres eran muy importantes en el movimiento, pues eran necesarias para entretejer esta otra sociedad donde, al parecer, tenían más acceso a la palabra e incluso, posteriormente, a la escritura.

De este modo, el pitagorismo es una de las escuelas con más mujeres filósofas en su haber. Siempre son de la comunidad o de la familia, pero una familia que les da acceso al discurso. Arignota, Teano de Crotona (con su teoría de los números y los cuerpos), Mía, Fintis, Teano II, Perictione (no se sabe si era la madre de Platón u otra mujer homónima), Aesara de Lucania y Perictione II son buenos ejemplos de ello y, por supuesto, son de las pocas de quienes se conservan fragmentos, aunque no sin sospecha de que puedan ser falsificaciones protocristianas posteriores.

Diotima de Mantinea y Aspasia de Mileto

Retornemos a los siglos V y IV a.C., a la época que pasa de la oralidad a la escritura y en la que encontramos la revuelta de las actrices. Se trata de un período conflictivo donde hay una guerra interna, ya no entre diferentes ciudades o contra los persas, sino por el lenguaje y la democracia frente a las oligarquías. Un poco antes de todo ello encontramos dos de las pensadoras con más influjo en la Antigüedad. Ambas son contemporáneas y se complementan como las luces y las sombras.

Una es Diotima, quien sobre el año 440 a.C. se supone que libró a Atenas de una peste. Es una sacerdotisa del Peloponeso, esto es, una mujer con autonomía, casi una ciudadana, que no tenía por qué ser virgen. Pertenece, por ser sacerdotisa, a una de las casas más aristocráticas. Y, por testimonio de Platón en El banquete, sabemos que fue maestra de Sócrates en los misterios del amor y la necesidad.

La otra es Aspasia (470-410 a.C.), de quien se han dicho barbaridades que no podríamos afirmar o negar. Enseñó retórica a Pericles, retórica y filosofía a Sócrates y, siendo bastante mayor ya, también parece que fue maestra de Platón. Esto último ocurrió después de la muerte de Pericles (429 a.C.), de quien fue esposa y consejera política. Fue amiga de Anaxágoras y también de Sócrates, quien la tenía en gran estima, según Jenofonte.

De la primera, Diotima, no tenemos apenas testimonios de su existencia. No sabemos dónde nació, dónde murió, con quién se codeaba ni qué hacía. De hecho, se duda de su existencia real. Se podría decir que es un invento masculino como tantas otras mujeres de las que sí recordamos el nombre como Helena, Circe o Antígona. No obstante, existen dos razones por las cuáles podríamos decir que Diotima puede haber existido fuera de las cabezas de quienes hablan en su nombre. Una, que Platón no suele hablar de nadie que no hubiera existido realmente, y dos, que la teoría acerca del amor esbozada por Sócrates en El banquete, que une a Eros con la razón y el logos, no es la misma que la platónica en sus textos posteriores. De hecho, Sócrates haría una emulación de Pitágoras al nombrarla su maestra. Algo que podría ser, pues sería conveniente atribuir a una sacerdotisa un pensamiento que versa acerca del amor, base indudable del mudo tejido social. Aunque podría ser la propia teoría de Sócrates, de quien tan poco conocemos.

Acerca de Aspasia sí que abundan testimonios. Sospechamos, por ello y por la inquina de estos, que se trataba de una mujer muy influyente. Se dice que era, por supuesto, de familia aristocrática y que gustaba frecuentar hombres ricos y poderosos. También se dice que era hetaira, una suerte de prostituta, acompañante, artista y contertulia, y que la atracción de Pericles hacia ella se debía tanto a sus dotes políticas como a las mujeres que ella le proporcionaba. Por supuesto, le achacan dos guerras que tuvo que librar el ‘pobre’ Pericles por ella. Ya sabemos del gusto de los griegos en ocultar las razones políticas de una guerra bajo un nombre de mujer. Aquellas que, por otro lado, simbolizan ese mudo tejido social que, cuando se descose, provoca conflictos. Hasta Platón se burla de Aspasia, tachándola de mera retórica y sofista en el Menéxeno, el único diálogo, supuestamente de Platón, que no es filosófico.

Sabemos que fue consejera política de Pericles, junto a Anaxágoras, y que ello desató el florecimiento de la democracia ateniense. Está confirmado que fue acusada de impiedad, como Anaxágoras, Sócrates o Aristóteles más tarde, es decir, como todos aquellos que introdujeron ideas novedosas y democráticas en las ciudades frente a gentes más conservadoras, como Aristófanes o Platón. Sabemos que fundó una academia de retórica y filosofía y que no solo era maestra de hombres, algo bastante común por su función semimaternal, sino también de mujeres, y no precisamente en la virtud de tejer. Esto ya se percibe como peligroso, sobre todo en momentos cercanos a la revuelta de las actrices y alejados de aquel tiempo más libre para las mujeres que dio lugar a instituciones como la academia de Safo.

Aspasia escribió varios tratados que desaparecieron, al contrario que su mala fama, que se acrecentó con los años. Curiosamente, el nombre de Diotima, la sacerdotisa que quizá no existiera y que no podía asistir a banquetes -cosa que sí hacía Aspasia con facilidad de hetaira-, oscurece a otras mujeres muy valiosas para la ciudad por sus discursos y sus enseñanzas, sin duda versadas en el amor, que se hallaban más allá del lugar que parecería corresponderles en tanto que mujeres.
Mujeres de escuela

Sin duda, la influencia de Aspasia debió ser enorme porque es por estas fechas, cuando Platón está en su etapa madura y Aristóteles comienza a despuntar, en la Ilustración griega, cuando más mujeres encontramos en todas las escuelas. A pesar de ser su único destino el tejer, comienza a haber abundancia de mujeres filósofas. Platón, cuya academia se disputaba la herencia socrática con varias escuelas (las más conocidas son la Megárica, la Cínica y la Cirenaica), tenía dos discípulas: Lastenia de Mantinea y Axiotea de Philesia (s. IV a.C.). De esta época son muchas de las filósofas pitagóricas que hemos nombrado.

En la escuela de Megara, encontramos hacia el siglo III a.C. a Nicarete. Pero años antes destacó en la escuela Cirenaica Arete de Cinere, hija del fundador, Aristipo. Esta comunidad, y ella, comienzan con las doctrinas del hedonismo o placer como principio y virtud. El placer, sin embargo, no era únicamente físico, y los cirenaicos van adelantando posiciones que, más tarde, serán asumidas por Epicuro.

La otra gran escuela con una mujer muy culta e inquieta entre sus filas es la Cínica o del perro. En ella brillaba Hiparquia (sobre el año 346-300 a.C.), la primera mujer de escuela. Amenazó a sus padres con suicidarse si no le permitían casarse con Crates de Tebas, el cínico, y comenzar una nueva vida de sabiduría y pobreza de acuerdo con la naturaleza, como eran la doctrina y práctica cínica. Hiparquia, como todas las mujeres de las que hablamos, provenía de una gran casa que tenía reservado su futuro en los tejidos silenciosos de su hija. Labores a las que se negó, de tal manera que es conocida por quedar impasible y responder con verdad cuando un ciudadano le arrancó el vestido haciendo notar que su cuerpo le impedía hablar, y que lo importante para ella debía ser la fabricación de telas que la cubrieran. Ante tal supuesta verdad o desvelamiento (alétheia), ella respondió con otra mayor, según Diógenes Laercio: “Yo soy, Teodoro. ¿Es que te parece que he tomado una decisión equivocada sobre mí misma al dedicar el tiempo que iba a gastar en el telar en mi educación?”. A su muerte, los cínicos, dados a conmemorar a sus mejores integrantes, declararon una fiesta anual en su honor, la kynogamia o matrimonio canino.

Los nuevo tiempos: Hipatia de Alejandría

En el siglo III encontramos a la gran científica y filósofa Hipatia. No podemos hablar de todas las demás mujeres que ocupan los seis siglos entre el IV y el III a.C., ni tampoco mucho de ella, por la extensión de este trabajo. No obstante, es de quien más testimonios hay, la más importante y quien sitúa el saber femenino en una época de conflicto. El mundo ya es otro y, si las luchas generalizadas entre religiones, sectas e ideas de nuevas ciudades en un imperio incontrolable ya son atroces, en el cuerpo de las mujeres se encarnizan hasta el punto de que muchas acaban siendo mártires por ser visibles y, sobre todo, elocuentes.

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