Hoy vivimos una irreversible crisis de ese futurismo. La pérdida total de la esperanza y el triunfo incontrovertible de las distopías, del hastío, la desesperanza y el nihilismo…
Cuando se ha perdido el rumbo de las esperanzas y pareciéramos vivir ya un continuum de desolación y presentismo, bien vale la pena reburujar en el cofre de Pandora, ese viejo saco de las utopías
Comprender la historia como una continuidad evolutiva, perfectible, que va de lo inferior a lo superior, ha sido una mítica convicción que por tiempo indefinido ha acompañado a la civilización occidental y cristiana, tercamente propensa a la búsqueda del paraíso perdido, ya no desde la nostalgia y la añoranza, ahora sustentado en sueños e ilusiones de “un futuro mejor”.
Julio César Carrión Castro
Politólogo
¿Existe entonces esperanza fuera de esta manifestación del mundo que conocemos?... “Oh, bastante esperanza, infinita esperanza, sólo que no para nosotros…” (Conversación entre Max Brod y F. Kafka).
Benjamín: Franz Kafka – 1934
Utopía y memoria
Asombrados ante los resultados que históricamente muestra la realización de la utopía de la Ilustración, nos preguntamos si todavía hay espacio y tiempo para nuevas utopías, si aún tiene validez soñar en procesos educativos centrados en ideales humanitarios, en la supuesta dignidad del hombre o en los socorridos “intereses emancipatorios”... Pedro García Olivo con admirable lucidez nos previene: “Cada vez que alguien me habla de Utopía descubro un vientre hinchado, unas manos decorativas, unos ojillos de zorro tras la carnicería, un corazón de síntesis y un cerebro lleno de huevos de gallinas muertas”. Y, sin embargo, asume García Olivo que, frente al permanente engaño, ante todas esas falsas promesas de felicidad y por sobre el nihilismo generalizado, “denunciada la utopía como ungüento venenoso con que los ricos y los poderosos curan las heridas de sus víctimas de obediencia y sus víctimas de trabajo, sigue abierto no obstante el campo de la lucha...”1.
Walter Benjamín tempranamente advirtió que el pesimismo también hace parte de los ideales juveniles, pues este mundo, tan cargado de lugares comunes y de certidumbres impuestas, asquea, está desquiciado, y corresponde a la juventud, como al Hamlet de Shakespeare, enderezarlo, entender que tiene la misión de ponerlo en orden “pues, –dice benjamín– ¿cómo puede un joven (en especial el de la gran ciudad) afrontar los problemas más profundos, la miseria de la sociedad, sin sucumbir, al menos temporalmente al pesimismo? Ahí no hay ningún contraargumento, ahí sólo puede y debe ayudarnos la consciencia: por malo que sea el mundo, tú has nacido para enderezarlo. Esto no es arrogancia, sino sólo consciencia del deber”2.
Cuando se ha perdido el rumbo de las esperanzas y pareciéramos vivir ya un continuum de desolación y presentismo, bien vale la pena reburujar en el cofre de Pandora, ese viejo saco de las utopías. Peter Sloterdijk afirma que la ventaja y la primacía que ejercía el pasado sobre nuestras vidas y conciencias, “se rompió cuando la humanidad occidental inventó una forma de vida inaudita fundada en la anticipación del porvenir”. Esto significa que pasamos a vivir en un mundo que se “futurizó” cada vez más. Dice Sloterdijk que “cuando el sentido profundo de nuestro ser en el mundo reside en el futurismo, que es el rasgo fundamental de nuestra forma de existir”, nos desentendemos del pasado y las fatigas y afugias del presente, sólo tienen sentido como compromiso exclusivo con el porvenir, sumiéndonos en un leteo que desacredita el pasado, humilla a los vencidos y avala el presentismo alrededor de esperanzas siempre truncadas y postergadas.
Comprender la historia como una continuidad evolutiva, perfectible, que va de lo inferior a lo superior, ha sido una mítica convicción que por tiempo indefinido ha acompañado a la civilización occidental y cristiana, tercamente propensa a la búsqueda del paraíso perdido, ya no desde la nostalgia y la añoranza por un pretérito irrecuperable, como había sido fijado en los primitivos planteamientos judeo-cristianos, sino, ahora sustentado en sueños e ilusiones de “un futuro mejor”.
Los filósofos y pensadores del cristianismo asumieron la idea del progreso como resultado de un plan divino, de una escatología mesiánica, presente desde los orígenes mismos de la humanidad, a partir de lo preestablecido en los planes de Dios. Pero la vida terrenal, que era considerada en la Edad Media como un simple tránsito fugaz hacia la eternidad, fue paulatinamente sustituida por las realizaciones y placeres terrenales. Nuevos filósofos y pensadores se ocuparon entonces, con deleite, complacencia y goce, en forjar perspectivas para un mundo mejor acá en la tierra. A partir del Renacimiento hemos conocido una desaforada proliferación de paraísos terrenales, de ciudades de Dios, de Utopías y mundos mejores que se cumplirían en el transcurso de nuestras vidas, y en nuestros vecindarios.
El rumbo de las utopías, como simples reflejos de lo subjetivo y como confrontación a una realidad inadmisible, sería modificado a partir del racionalismo y de la Ilustración, porque dejarían de ser ficticias, quiméricas e irrealizables y pasarían a ser probables, realizables, factibles, bajo la dictadura de la idea del “progreso”, que entraría a sustituir la del “eterno retorno” o la del “paraíso perdido”. Ahora la meta quedaría, indefectiblemente ligada a la construcción del mañana. Ya la utopía no estaría más atada a la reactualización del pasado, como lo proponían las viejas concepciones, ni sería un lugar ni un tiempo imaginados e inalcanzables, sino un proyecto, una propuesta para la realización objetiva de la esperanza en el futuro, o más cínicamente, en el presente actual.
El propio desarrollo de los medios y procesos productivos ha ido señalado esta “nueva religiosidad de nuestro tiempo”: el progresismo, el desarrollismo. Creencia que, sustentada en el poder de unas ciencias y tecnologías exitosas, pero alejadas del espíritu y carentes de conciencia, terminaron siendo puestas, no a favor del humanismo, sino al servicio de la opresión y de la guerra. Esa “dirección única” que se ha dado al progreso, a la postre significaría una imparable evolución que se dirige inexorablemente es al desastre, porque, en resumen, la ciencia y la tecnología han traicionado los intereses éticos y políticos de la humanidad.
Hoy vivimos una irreversible crisis de ese futurismo. La pérdida total de la esperanza y el triunfo incontrovertible de las distopías, del hastío, la desesperanza y el nihilismo…
Occidente ha vivido no sólo el deterioro y la decadencia de los mitos fundacionales de las mentalidades tradicionales, del pensar y del sentir cristiano-feudal, que logró perdurar por miles de años, sino la propia paulatina aniquilación de los nuevos mitos en que se basó la naciente burguesía para confrontar el viejo régimen.
La pretérita imaginación utópica que acompañó a la naciente burguesía hoy ha sido defraudada. En los albores de este siglo XXI se vive ya es la realización de las distopías, o anti-utopías. Desde hace muchos años se están realizando ante nuestros ojos, proyectos como el de la movilización total, que George Orwell previera en su obra 1984, para las sociedades de masas en el capitalismo tardío y en esos remedos que se autodenominaron regímenes del “socialismo real”.
Las múltiples formas de muerte administrada que caracterizan tanto la antigua como la reciente historia de la llamada civilización occidental y cristiana, desde la Inquisición, las cruzadas, la persecución y asesinato de herejes y de brujas, el llamado descubrimiento y conquista territorios y de pueblos posteriormente colonizados, explotados y esclavizados, hasta la instalación de los campos de concentración y de exterminio, que a izquierda y a derecha aún pululan en el mundo. No sólo los regímenes reconocidos como autoritarios o totalitarios acuden a la negación y privación de los derechos y las libertades, sino los mismos Estados reputados y publicitados como “democráticos”, asumen hoy la perspectiva de la suspensión de la democracia, supuestamente para preservar la democracia…
Debemos rescatar esa vieja función de la utopía como realización consciente de las esperanzas, dirigida no sólo a señalar las posibilidades reales para la construcción del futuro, no centrada únicamente en el pormenorizado diseño de un “mundo feliz” (la sociedad comunista del mañana) sino edificada –como lo propusiera Walter Benjamín– desde la anamnesis, es decir, desde el imposible olvido; esa herencia de dolor que es preciso recoger. No en la versión de los vencedores, sino en la de los vencidos, humillados y ofendidos, en la de los pesimistas y los derrotados. Así, por ejemplo, en la práctica y en la teoría de los anarquistas que han sido desconocidos, demeritados e invalidados por los vencedores de izquierda o de derecha. Sus prácticas y teorías nos suministran un amplio material de crítica no solo al desenvolvimiento del capitalismo, sino al del “socialismo autoritario”, con el que han mantenido una permanente polémica. Estas teorías y acciones, a pesar de su sensatez, razón y lógica, siempre han sucumbido. Debemos entender que en el estudio de los fracasos y de los vencidos, puede haber más posibilidades de futuro que en el de las empresas políticas y sociales supuestamente exitosas.
André Comte-Sponville en la introducción de su libro “El mito de Ícaro. Tratado de la desesperanza y de la felicidad” (Madrid: A. Machado libros, 2001) dice que todo culto, cualquiera que sea, funciona por la esperanza. La felicidad por venir es una felicidad ilusoria; y el optimismo termina siendo simplemente la excusa de los tiranos. De ahí el énfasis que queremos dar al pesimismo.
Esa amenazadora frase que Dante dice haber encontrado inscrita a las puertas del Infierno “Renunciad para siempre a la esperanza”, –nos dice Comte-Sponville– “debería servir más bien para dar entrada al Paraíso: no a un condenado que espera una salvación imposible, sino al bienaventurado que todo lo ha conseguido y sólo a él nada ya le cabe esperar. La esperanza es la espera de la felicidad lo cual supone tanto como que uno aún no la tiene”.
Como Dédalo, como Ícaro, estamos atrapados no sólo en el laberinto de nuestras ilusiones, de nuestras utopías, sino en ese mundillo de las razones pragmáticas que nos impone la cotidianidad. Pero, en virtud del pesimismo, “cada uno de nosotros tiene sus alas y su viaje; cada uno la inmensidad de su cielo. Todo consiste en desesperar del laberinto. Comprender que no hay salida, en ninguna parte”, mas, sin embargo, debemos insistir, mantener vivas y forjar cada día nuevas y nuevas esperanzas. Como nos lo enseña la terquedad revolucionaria e insurgente de los pueblos vencidos que se niegan a perder la memoria.
La razón de los vencidos
Walter Benjamín dijo que “el pasado no es ciencia sino memoria” y que la memoria puede abrir los expedientes que la ciencia ha archivado, es decir que, en todo caso, no podemos cancelar el pasado, porque el pasado pagó el precio del progreso que algunos disfrutan en el presente, cuando en realidad vivimos un presente cargado de injusticias y de inequidad; presente que se edificó y organizó en el pasado. Como lo ha expresado el filósofo español Reyes Mate: “La clave del conocimiento de la historia está en el pasado y no en el futuro...” y por ello propone que “la ética política hoy tiene que hacer justicia a la injusticia de la historia”. Es decir, si permanentemente se nos dice que hay que recordar para evitar que la historia se repita, es porque el proceso histórico ha estado errado, por ello es importante, entonces, recordar para hacer justicia, para que las víctimas cobren los daños, para que los opresores rindan cuentas, para que paguen las deudas contraídas, por la explotación, por el colonialismo, por esos procesos “civilizatorios”, “culturizadores”, “alfabetizadores”... por la escuela, por la guerra, por una historia que, como se sabe, está centrada en la violencia.
Benjamín nos explica también que la historia ha sido escrita por los vencedores, que “lo que llamamos cultura no es más que la herencia acumulada y transmitida por los vencedores”, pero el pasado tiene aspectos inéditos que hay que revelar, que hay que mostrar; se trata de las voces silenciadas, de los saberes subyugados y el conocimiento de los vencidos; de las versiones no oficiales de la realidad. En pro de una clara alternativa a esos ideales del “progreso” y en favor del Principio Esperanza, hay que dar luz a esa parte sombría de la realidad, de la historia, hurgar e indagar en lo oscuro, en la marginalidad, en el arrabal, en el lumpen, a donde han sido arrojados inmisericordemente los vencidos. Es en la pequeña historia en donde se debe indagar. En los hospitales, en los manicomios, en las cárceles, en los cuarteles y en las escuelas; lugares en donde se ha hecho principalmente la historia de Occidente, como nos lo enseñó Michael Foucault. Con todas estas huellas se puede rehacer la historia, dando importancia a quienes han carecido de ella, a las anónimas víctimas que no registra la historiografía oficial.
La propuesta de liberación genérica del hombre determinada por el racionalismo y la Ilustración, y declarada en la exposición de Descartes en el Discurso del método, indicando la necesidad de “hacernos dueños y poseedores de la naturaleza... para la invención de una infinidad de artificios que nos permitan disfrutar sin ninguna pena de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que en esta se encuentran”, contenía ya la impronta de la dominación y la opresión. El desencantamiento del mundo fue viciado desde sus orígenes, por los intereses de lucro y de dominio; por la alienación y por el sufrimiento de las mayorías. Y todas estas acciones de opresión y de dominio han sido promovidas y publicitadas desde el aparato escolar. La utopía ha de hacerse historia, para enfrentar esa dialéctica negativa basada en el “progreso” entendido exclusivamente como aumento de la productividad, del consumo y de la represión.
Si, como creía Weber, la modernidad, la Ilustración, es un proceso progresivo irreversible de racionalización, está demostrado hasta la saciedad, que dicha racionalización ha sido un proceso continuo de instrumentalización y de pérdida de la libertad, bajo el imperio de las relaciones sociales de producción capitalistas. La razón realizada hasta el presente ha sido parcial e incompleta y ha conducido a la cosificación del hombre. La ciencia, antaño reputada como emancipadora, hoy sabemos que es reificadora y destructora. No obstante, podríamos aceptar que, en los conceptos de razón e ilustración, prevalece aún la utopía. La razón no puede ser únicamente la razón dominante-destructora, sino que hay en ella “momentos de verdad”, ocultos si se quiere, pero que afloran bajo determinadas circunstancias. Esta es la idea que maneja el profesor Rubén Jaramillo Vélez al aseverar que vivimos una modernidad postergada…
Por todo ello hay que denunciar, no la Ilustración como dominio técnico de la naturaleza, sino la perversión de la Ilustración como opresión y represión sobre los seres humanos… No podemos hacer abstracción de esa realidad, incluso se debe entender, también, que, en la llamada marcha triunfal de la historia, el fascismo es aliado del progreso, no su negación.
Dejando intactas las relaciones de explotación del hombre por el hombre y la alienación, se ha impuesto, de manera global, la ideología del progreso con destructividad, generando las sociedades represivas y distópicas que conocemos, bajo distintas etiquetas, llámense fascistas, democráticas o socialistas, resultando irrelevante el nombre, porque finalmente son semejantes, a pesar de presentarse como opuestas; coinciden plenamente en el proyecto de proclamar la muerte del individuo, mediante la permanente reglamentación de nuestras vidas, por la nivelación gregaria de los gustos, por la negación de la otredad, por el triunfo de la mediocridad, el uniformismo y la masificación. En resumen, por la sistemática destrucción de la individualidad y la subjetividad; por la conversión de los humanos en simples rebaños, gracias al empleo de violentos o sutiles mecanismos policivos y pedagógicos, establecidos en estas sociedades tecnocráticas de vigilancia y de control.
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1 García Olivo, Pedro. El mal olor de la utopía. Mito, dominio y trabajo. Artículo. La haine 2008.
2 Benjamín, Walter. Obras Libro II Volumen I. La bella durmiente.
Edición 808 – Semana del 17 de diciembre a enero 2023
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Fuente: