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EN COLOMBIA LA AURORA 2022 NO PLANTEA UNA RUPTURA CON EL ORDEN ESTABLECIDO SINO UN ESCENARIO DE CONTINUIDAD

Se lleva a cabo en un escenario de continuidad en el cual, si algo llegara a cambiar, es para que todo siga igual.
El crepúsculo del 2021, la aurora del 2022

Equipo desdeabajo


Pienso el presente guárdame para mañana […]
César Vallejo

Hemos escrito en diversas oportunidades que vivimos tiempos maravillosos, tiempos de crisis, y no de una cualquiera sino de una que conjuga dos acontecimientos nodales: la agonía como poder global único de un imperio, el de mayor poder, capacidad de destrucción y opresión conocido hasta ahora por la humanidad; a la par, la expiración de un modelo de vida, el occidental, hegemónico por siglos en amplias regiones del orbe y cuya proa fue de alguna manera la iglesia católica, y el capitalismo su mayor cuerpo de combate e imposición, llevándolo con la mercancía y la industrialización a todos los rincones adonde no había llegado o no se imponía. Tiempo maravilloso, porque toda crisis abre puertas a nuevos escenarios.

El tiempo de crisis también es ocasión de cambio, oportunidad entonces para dejar atrás infinidad de factores en la base de varias de las estructuras que permiten la configuración de muchas de las formas cotidianas que han llevado a la humanidad a la sinrazón que hoy la ahoga. Esa es, digamos, la escena global en la que se atisban juegos de guerra desde varios polos, avances hacia un armamentismo con un poder e impacto inimaginable.

Son aquellas unas disputas cada vez más larvadas por el control de amplios mercados globales, el dominio de extensos territorios, (re)configuración de alianzas entre países que conforman polos de influencia diversa, y, tras ellos, escenarios de miseria, pobreza, dolor y angustia crecientes para millones de seres humanos que ven cómo sus territorios quedan en manos de quienes los expulsan y obligan al destierro. Es una crisis con manifestaciones también en campos como el ambiental, el cultural, el económico y el político, entre otros, es decir, crisis sistémica en medio de la cual el imperio hasta hace poco hegemónico deja de serlo.

Esa circunstancia en esta calenda, y por segundo año consecutivo, fue exacerbada en el campo de la salud pública por la pandemia del covid-19, la precariedad del mercantilizado sistema de salud y la pretensión cada vez menos oculta de las multinacionales de la farmacia por (re)imponer un modelo, una sola visión sobre la manera de encarar la dupla vida/muerte. La pretensión es acolitada por infinidad de gobiernos –entre ellos el colombiano– acorralados por la urgencia vital que hace relucir el retardo y la inexistencia en sus países de proyectos de ciencia y dignidad con soberanía.

Estamos ante una realidad que hoy se extiende a la imposición de la vacuna como condición ‘infalible’ para contener la posibilidad de muerte por infección, en virtud del virus de moda pero también como espada de Damocles para diversidad de derechos humanos, derechos por los que amplios segmentos sociales se batieron en tiempos no tan lejanos y que hoy sus herederos, de manera casi incomprensible, muestran resignación o indiferencia ante su pérdida, como nota dominante.

Ante la crisis sistémica, el imperio resiste, no se ahoga de un día para otro, es un declive que toma décadas, en este caso el diagnóstico indica que sus primeras evidencias destacan de la mano de la revolución cultural de 1968 y su final, igualmente diagnosticado, señala el amplio calendario entre las décadas de los años 30 y 40 del presente siglo. Es este un amplio período en el que, a su paso, va dejando las marcas de su resistencia, entre ellas, y en medio de la crisis pandémica, una estela de autoritarismo, intento de disciplinamiento y control social que ahora gana espacio por doquier.

Y mientras ello acontece, en la acera opuesta debiera emerger un modelo de vida y sociedad alterno, con razones de peso, y actuar cada vez más enérgico. Pero no es así. Sucede que, en forma sorprendente, esta bella oportunidad parece deslizarse ante nuestros ojos como agua que corre entre las manos del sediento.

Sorprende esto, ya que, ante el avance de nuevos imperios, en particular de uno o dos de ellos (China y Rusia), la correspondiente respuesta de los modelos sociales de carácter alternativo debiera descansar en la denuncia de unos, del viejo como de los nuevos, por opresivos. Denuncia que debiera ir acompañada de la reivindicación y defensa del derechos de los pueblos a su autodeterminación en todos los planos, a la par que practicar unos acercamientos distintos entre éstos para conformar una comunidad internacional entre iguales, sin privilegios y sin la negación de quienes cuentan con menos recursos de diverso tipo y que ahora se relacionan como “países inviables”.

Ese reto y esas banderas alternas debieran desplegarse en defensa de la vida y en contra de la guerra, más si son imperialistas, o avanzadas de una confrontación fatal que va dibujándose poco a poco en la larvada disputa entre imperios que ya atisbamos. En esos emblemas debiera relucir la defensa de un modelo de desarrollo en cuyo centro reluzcan el ser humano y la naturaleza, como parte del mismo todo, proyectando otras posibilidades ante el indefendible modelo de producción capitalista, con una industria de espaldas al medio ambiente y a la humanidad, esto es, de espaldas a la vida.

Las banderas y las consignas nuevas debieran emprender la defensa de sus planteamientos con argumentos sólidos, en pro de derechos como los de libertad, locomoción, reunión, inclusión, democracia y otros muchos, y por esta vía impedir que el totalitarismo que hoy, sin pudor, permite ver sus orejas, gane más espacio y lleve a la radicalización de amplios conglomerados humanos, fenómeno que ahora mismo puede estar tomando forma, por ejemplo, entre quienes consideran que la vacunación es el único camino para superar la pandemia del covid-19, y que quienes no lo hacen son cuerpos contaminados y, por tanto, ofrecen riesgos de contagio y muerte. Su aislamiento debiera ser sus suerte.

En el plano nacional

Como diferentes medios lo registran, esta es una crisis con manifestaciones de ingobernabilidad en diferenciales niveles de consolidación, para el caso de Nuestra América, en casi todos nuestros países, incluso más allá de la misma, extendiéndose al territorio de quien nos considera su patio trasero. Esa realidad llevó a que, en la memoria nacional, este año quede registrado como aquel en que alcanzó cuerpo la mayor excitación social y del descontento hasta ahora conocida, en la demanda fundamental por no descender ni perecer: por vida digna.

En ella se puede resumir la demanda por sustanciales derechos humanos: salud, educación, trabajo, ingresos, comida, demanda extendida luego de la intervención estatal para contener en algunos sitios la desbordada inconformidad popular, y, por ende, derecho a la protesta, a la vida, al desmonte de organismos parapoliciales que operaron por doquier y con escasa cortapisa, así como al desmantelamiento de organismos de violencia –control social y del orden público les dicen– como el Esmad, así como a reclamar el predominio de la justicia y la verdad.

Con algún nivel de iniciativa revolucionaria, hizo presencia una acción de desobediencia en amplios segmentos sociales, entre los siempre reconocidos como populares, y otros no tanto, que dejó ver el despunte de la creatividad artística, de la puesta en escena de la disputa cultural, de la confrontación de valores, de maneras de ver el país que se tiene y el que se anhela que tome forma, en medio de lo cual queda un poco más cuestionada la clase que ha detentado el poder por más de un siglo.

La crisis de gobernabilidad que se revela, luego de ser contenida, entre otras expresiones, tanto por la forma violenta como fue enfrentada como por el desgaste lógico de una protesta prolongada más allá de todo cálculo, pero también por la ausencia y el vacío de un sujeto histórico y activo que lograra encausar hacia un fortalecido y entablado puerto la inconformidad juvenil/popular, trae como nítido reflejo la ausencia de un proyecto histórico con lenguaje y responsabilidad para el país que tenemos, de una estructura territorial que se conecte con los negados de siempre, más otros que por primera vez –y por los efectos de la pandemia y su potenciada crisis económica– perdieron los pocos ahorros con que contaban.

Es perceptible la ausencia de un proyecto histórico –sin referentes legítimos de convocatoria y conducción nacional y sin un sistema de información que dispute la opinión– que desperdicia la presencia constante de la crisis retomada en las primeras notas de este editorial, y que lleva a que, como posibilidad alternativa y fundamental para disputar poder y gobierno, sobresalgan sin permanencia, pasado cada tiempo, la vía electoral, la institucionalización de la protesta de cuyo ejemplo más meridiano está la influencia que alcanza el llamado a participar en las elecciones para conformar los Consejos de Juventud –instancia sin poder de decisión alguno sobre las líneas estratégicas en las que se sostenga una lectura sobre el papel de la juventud en nuestro cuerpo social. Se trata de organismos distantes en cuanto a concretar sus derechos en espacios como la educación superior, el trabajo, los salarios, la estabilidad, la diversión, los deportes y otros.

La orfandad implícita se dibuja y resulta del escaso interés en la construcción de espacios y dinámicas de doble poder, que expresen lo reivindicado por la protesta escenificada a partir del 28 de abril, y que, contrariamente a ello, optan por admitir la pausa y rebajar la intensidad en la acción que merecen un degastado régimen y el gobierno de turno, permitiéndoles tomar aire, mucho más allá del segundo, con un resultado que refuerza su dominio sobre el no pequeño segmento social que lo defiende. El hecho se amplía incluso a nuevas capas sociales por efecto de esta ausencia de opciones y modelos de vida digna, necesarios de concretar, así como por medio de un clientelismo –electoral– ahora profundizado y justificado como política social para enfrentar los efectos de empobrecimiento aumentado por la pandemia.

Como producto de todo ello, el año 2022 entra en un escenario no contrario ni desfavorable para quienes detentan el poder, pues, si bien las diversas fuerzas que se le oponen cuentan con opinión pública y un margen electoral nada despreciable, el escenario no plantea una ruptura con el orden establecido, tal como lo reclamaban quienes llenaron las calles de las ciudades a lo largo de dos meses del 2021, y como lo demanda la crisis sistémica en curso, sino que se lleva a cabo en un escenario de continuidad en el cual, si algo llegara a cambiar, es para que todo siga igual.

Fuente:
Periódico desdeabajo Nº286, noviembre 20 - diciembre 20 de 2021

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