El virus y el poder
Reinaldo Spitaletta
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Puede ser, por qué no, que lo que se busca en estos tiempos pandémicos es que amemos más la servidumbre, que nos inclinemos sin chistar ante las órdenes del poder y no requiramos explicaciones ni demandemos, como en el poema de Brecht, “¿y esto, por qué?”. En medio del desconcierto, de la propagación del miedo simultánea con la del virus, el poder aprovecha la coyuntura para confirmarse. No para confinarse, sino, al contrario, para exhibirse.
Y en ayuda de la exhibición están las telepantallas. Quizá algunas novelas distópicas, como 1984 y Fahrenheit 451, están hoy más cerca de la realidad. Nos vamos sumiendo en la aceptación irremediable de que estamos vencidos, de que es inútil cualquier repulsa, porque son días de cuarentena, tiempos de aceptar la autoridad (la sanitaria, la política, la económica…). Nada de reclamos. Ni se le ocurra discutir o, peor aún, desobedecer.
En mayo último, el filósofo surcoreano-alemán Byung-Chul Han promovió una discusión en torno a nueve definiciones sobre la pandemia. “Sobrevivir se convertirá en algo absoluto, como si estuviéramos en un estado de guerra permanente”, dijo. El cuento es que sobrevivir le cuesta a unos más que a otros. El banquero y demás magnates discurren tranquilos en el transcurso de la pandemia. En cambio, los más pobres van quedando en el camino, sin recursos, desahuciados, maltratados...
“Con la Covid-19 enferman y mueren los trabajadores pobres de origen inmigrante en las zonas periféricas de las grandes ciudades”, declaró el autor de La desaparición de los rituales. Los pobres tienen que trabajar, los ricos se pueden ir sin problemas a sus casas de recreo. Pasó, por ejemplo, en Nueva York. “El teletrabajo no se lo pueden permitir los cuidadores, los trabajadores de las fábricas, los que limpian, las vendedoras o los que recogen la basura”, apuntó el pensador.
Para no ir muy lejos, es si no echar un vistazo por las calles de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, a los que van empujando sus carretillas frutales, los de los termos, los que ofrecen inciensos y bolsas de basura… O el anciano que desde mi ventana veo pasar todas las tardes con sus globos en forma de hadas y animales fantásticos, como una feria colorida del hambre y la necesidad.
La pandemia también promocionará la “vigilancia biopolítica”. Monitoreo de la salud, pero, a su vez, de actitudes, de comportamientos. Puede ser que aquel sea un sospechoso, no de portar el virus, sino de anarquismo, de desobediencia. ¿Acaso es un líder social? El poder, aupando el miedo, auspicia el consentirlo todo: las carencias, los estragos en la economía familiar, las privatizaciones. Las privaciones. Acepten, esclavos. Sigan amando sus cadenas. Es una posibilidad distópica que no está lejos. Es más, ya está en marcha.
“Por sobrevivir, sacrificamos voluntariamente todo lo que hace que valga la pena vivir, la sociabilidad, el sentimiento de comunidad y la cercanía”, dice Byung-Chul Han en su visión sobre las posibilidades que la pandemia concede al poder para que aplique la autocracia. Y se aceptan entonces, dados los discursos sanitarios que pueden convertir en más poderoso al que está arriba, la limitación y violación de los derechos fundamentales. La historia de la higiene está al lado de la de los controles, vigilancias extremas, panópticos, sistemas de segregación…
Vehiculizar el pánico tiene sus ganancias para el que manda. Y si tiene a favor los mecanismos sutiles de la propaganda, los medios de información (o desinformación), las medidas coercitivas, las restricciones que trascienden lo sanitario, entonces el poder aprovecha la pandemia para suprimir. Y para realizar un ejercicio autoritario. En medio de los muertos, de los hospitalizados, de los que tienen que exponerse al contagio porque el hambre acosa, el poder sigue incólume. Y se da sus champús. Se deifica. Es una extensión de la divinidad. Así lo hace parecer.
El gran novelista Aldous Huxley decía que la eficacia del totalitarismo se da cuando “el todopoderoso ejecutivo de los jefes políticos y su ejército de dirigentes controlen una población de esclavos que no ha de ser coaccionada, puesto que ama su servidumbre”. La pandemia (y el poder lo sabe) es ocasión sin par para el efecto. Qué importa, por ejemplo, como en Colombia, que ya haya diez mil muertos por la peste. Hay que dar la sensación de que las medidas oficiales son las adecuadas.
Sin embargo, el poder, aún con sus payasadas y shows mediáticos, no le alcanza para tapar lo que la pandemia ha desnudado, sobre todo en países como Colombia, tan inequitativos y con una clase dirigente tan corrupta y cruel. En medio del despojo y los faltantes, los menesterosos resisten. Saben que la pandemia no es eterna y que llegará el momento de volver a las calles con manifestaciones de desobediencia y reclamaciones justas.
La pandemia ahondó las diferencias sociales y ha mostrado las lacras y desajustes de un sistema inhumano que algún día debe desaparecer.
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