Los Presidentes de las guerras
Jorge Gómez Barata *
Altercom*
Todas las sociedades, en todas las épocas, han tenido en alta estima los méritos militares de sus hijos y muchas veces la carrera de las armas condujo a la política, más rentable y menos peligrosa. Estados Unidos, no son una excepción, necesitó guerras para conquistar territorios, riquezas, posiciones estratégicas, accesos y otros componentes geopolíticos y mantener la hegemonía. Para los imperios, la guerra no es una anomalía, sino un modo de ser.
Casi todos los presidentes norteamericanos, a partir de Madison, han tenido al menos una guerrita. McKinley fue el primero en provocar una y Polk lo emuló en México. Abrahán Lincoln condujo la única interna; Wilson rompió el aislacionismo al involucrarse en la primera Guerra Mundial. Roosevelt fue el que más brilló conduciendo al país durante la II Guerra Mundial. Truman protagonizó la mayor matanza sacrificando a Hiroshima, mientras que Johnson libró en Vietnam la lucha más impopular y Reagan la más sucia en Centroamérica. Los Bush, asumieron con fijación digna de mejor causa la cuestión irakí y hasta el sonriente Clinton bombardeó Yugoslavia.
Ninguna crónica de la agresividad de Estados Unidos, siempre con el dedo en el gatillo puede ser breve.
¡A los caballos!
Descontando los enfrentamientos franco-británicos en América, las luchas revolucionarias y las mal llamadas “guerras con los indios” que en realidad fueron matanzas, el primer conflicto bélico de los Estados Unidos con una potencia extranjera fue la Guerra Anglo-Estadounidense en 1812.
En aquel temprano enfrentamiento, por única vez, una fuerza extranjera tomó ciudades norteamericanas, incluso su capital en 1814, no obstante, Gran Bretaña, principal potencia mundial, fue derrotada por Estados Unidos, entonces una joven nación, que reforzó considerablemente su autoestima y su cohesión nacional. James Madison, cuarto presidente y la última figura emblemática de la revolución que desempeño esa función condujo al país en aquel debut.
Cuba bien vale una guerra
Mucho más si incluye a Puerto Rico y Filipinas, mostraba a la decadente Europa quién era quién. y permitía a Estados Unidos asumir su papel de imperio mundial. La primicia correspondió a William McKinley, que desde 1897, encabezó la primera administración que asumió la política exterior como prioridad y condujo una guerra de 100 días contra España.
Aquella fue la primera guerra reportada en vivo y en tiempo real por la prensa norteamericana que orquestó una relampagueante y eficaz campaña sobre las atrocidades españolas en Cuba, evidenciando una temprana capacidad para manipular a la opinión pública, el Congreso, al gobierno, e incluso al presidente, que desató lo que John Hay describió como: “Una esplendida pequeña guerra”. “Remember to Maine” fue la primera consigna política del recién estrenado imperialismo yankee.
En 1898, Estados Unidos envió a Cuba al acorazado USS Maine que, sorpresivamente estalló en el puerto de La Habana el 15 de febrero, provocando la muerte de 230 marineros, 28 marines y ¡dos oficiales! Al día siguiente, cuando todavía no se había investigado el hecho, unánimemente, la prensa afirmó que la explosión se debió a una mina, lo que convirtió el probable accidente en una agresión. Aquel fue el pretexto norteamericano para desencadenar la guerra contra España.
Desde los tiempos de Gengis Kan, Europa no era retada por un país de otro continente y como quiera que, dado las correlaciones de fuerza, no era difícil suponer el desenlace de un enfrentamiento bélico entre España y Estados Unidos, la diplomacia europea se movilizó tratando de frenar un conflicto que parecía inevitable y podía conducir a importantes cambios en el equilibrio mundial de fuerzas.
Las cancillerias europeas, depusieron sus habituales querellas, trabajando juntos en la búsqueda de una solución diplomática, incluso la Iglesia, gobernada entonces por el más sabio de los papas en materia política, León XIII, movilizó a la diplomacia de la curia vaticana, a los nuncios y a los obispos en las capitales concernidas para mediar a favor de la paz. Lo que preocupaba a León XIII, papa entre 1878 y 1903, época en que maduraban, tanto el capitalismo salvaje como el marxismo, era el hecho de que Estados Unidos, un país protestante, se convirtiera en la primera potencia mundial, lo que desplazaría el centro político del mundo, cosa que en realidad ocurrió.
Los efectivos norteamericanos desembarcaron en Cuba y, apoyados por el Ejército Libertador cubano, en una relampagueante campaña, derrotaron a las exhaustas tropas españolas en la Isla. La cronología no puede ser más impresionante: El 25 de abril de 1898, se declaró la guerra a España. Seis días después la flota española en Manila fue derrotada, el 21 se ocupó la isla Guam. El 1º de julio, Teodoro Roosevelt tomó el Cerro de San Juan en Santiago de Cuba y cuarenta y ocho horas más tarde la marina norteamericana hundió a la vista de aquella ciudad a la Escuadra Española del Atlántico. El 7 de julio fueron anexadas las islas Hawai.
Aquella guerra, magnificada por la prensa, fu extraordinariamente popular entre los norteamericanos, lo que exaltó a sus protagonistas, entre ellos Teodoro Roosevelt, que comandó a los Rough Riders en la Isla y es el único hombre que ha llegado a presidente de los Estados Unidos por méritos adquiridos en Santiago de Cuba.
Lo que definió el carácter de aquella guerra, fue la actitud de la administración norteamericana respecto a España y Cuba. España fue retada por Estados Unidos en el momento en que las fuerzas independentistas cubanas contendían victoriosamente contra el colonialismo español, con el respaldo moral del pueblo e incluso del Congreso norteamericano. No obstante, Estados Unidos ignoró a los patriotas cubanos e incluso les prohibió entrar en Santiago de Cuba. La Isla fue ocupada y su independencia mutilada con la imposición de la Enmienda Platt, uno de cuyos remedos, todavía vigente, es la ahora notoria base naval de Guantánamo.
Gracias a la rapidez de la guerra, su bajo costo y altos dividendos, McKinley alcanzó una enorme popularidad y fue electo para un segundo mandato, que no pudo asumir al ser eje del tercer magnicidio en la historia norteamericana cuando el 6 de septiembre, un polaco desquiciado, León Czolgosz lo asesinó.
Los imperios comen tierra. Guerra contra México
En ninguna época, ningún país ganó tanto en una guerra. Con apenas 25 000 hombres, en menos de dos años (1846-1848) y lamentando 5 000 bajas, la mayor parte de ellos por enfermedades, Estados Unidos se apoderó, para siempre de 1 000 000 de millas cuadradas de territorio mexicano. Carece de sentido insistir en las causas de aquella guerra. La anécdota de la proclamación de la independencia de Texas por colonos norteamericanos en 1836 y su incorporación a la Unión es irrelevante, excepto como pretexto.
Dos circunstancias lo explican todo: lo cuantioso del botín y la indefensión de México, empobrecido por sus pésimas administraciones, su endémica inestabilidad política y por la carencia de capacidades militares para enfrentar la embestida norteamericana.
Aquella guerra, bien acogida por los norteamericanos, convirtió en héroes a los generales y políticos que la condujeron: Ulysses Grant, y Zachary Taylor, luego presidentes, James Buchanan, más adelante vigésimo quinto presidente y Winfield Scout, candidato a la presidencia. Robert E. Lee, Jackson y Sherman, entre otros destacados generales de la Guerra Civil, debutaron en México. Las fáciles victorias y el abundante botín fue el merito acumulado por el presidente James Polk.
En busca de la hegemonía. Rumbo a Europa
La primera guerra mundial fue también la primera de verdad para los Estados Unidos que intervino con una fuerza integrada por cerca de 200 000 soldados, bajo el mando del más famoso general de la época, John Joseph Pershing, que hizo méritos luchando contra los indios, en Cuba y en México, persiguiendo a Pancho Villa.
Al margen de la anécdota del asesinato del archiduque Francisco Fernando, en Sarajevo el 28 de junio de 1914, las causas más profundas del conflicto estuvieron motivadas por insalvables contradicciones entre las potencias imperiales europeas enfrentadas por un nuevo reparto del mundo, la lucha por los mercados, las fuentes de materias primas y la carrera armamentística. Territorios + chovinismo + mercados + materias primas + hegemonía son la génesis de una carnicería que ocasionaría más de 30 millones de bajas.
La guerra tuvo lugar en un siglo industrial por lo que aparecieron nuevas y más mortíferas armas: aviones, tanques, submarinos, torpedos, portaaviones, ametralladoras, granadas, morteros, minas, lanzallamas, gases asfixiantes, artillería de precisión, lo que supuso enormes gastos y demandas para la industria. La guerra no sólo se volvió más mortífera, sino también más cara y las victorias comenzaron a depender, además del arrojo de los combatientes y del talento de los estrategas, del desarrollo industrial y de la tecnología.
El conflicto militar arrastró a 32 naciones, sólo Estados Unidos permaneció al margen, aunque expectante. El pretexto vino con el desarrollo de la guerra submarina alemana que provocó el hundimiento de varios buques de pasajeros, entre ellos el Lusitania el 7 de mayo de 1915, desastre en el que murieron 1.198 civiles, entre ellos 128 norteamericanos. En respuesta al ultimátum de Wilson, Alemania anunció la guerra submarina total. La suerte estaba echada. El 3 de febrero, Washington retiro su embajador en Alemania y el 6 de abril le declaró la guerra. Los alemanes retrocedieron en todos los frentes.
La inclusión de Estados Unidos en la Guerra, coincidió con la retirada de Rusia donde, en octubre del propio año triunfó la revolución bolchevique que proclamó un Estado Obrero y Campesino al que aquella guerra le era ajena por definición. El 3 de marzo de 1918, Rusia y Alemania firmaron el Tratado de Brest-Litovsk que puso fin a la participación rusa en la matanza.
En aquel conflicto debutó la aviación y entre las tropas en campaña, aparecieron las mujeres. Su presencia no embelleció la guerra, pero desde entonces dejaron de llamarlas: impedimenta
El empeño bélico norteamericano estuvo acompañado por un dinámico desempeño diplomático de Wilson, que condujo las negociaciones que sirvieron de base para el armisticio que puso fin a la guerra y posteriormente, al muy cuestionado tratado de Versalles. En aquel proceso Wilson concretó su proyecto para formar la Sociedad de Naciones y condujo el proceso que anuló la supremacía europea en la política mundial, posición que desde entonces ocupan los Estados Unidos.
Frente al fascismo
De alguna manera la II Guerra Mundial fue la zaga de la primera y, desde el ángulo norteamericano, una copia. Al principio la misma indiferencia e idénticas excusas acerca de la neutralidad y el aislacionismo.
En el período entre guerras, se realizaron esfuerzos para la consolidación de la paz. La principal iniciativa fue la constitución de la Sociedad de Naciones en 1920, la obra cumbre de Woodrow Wilson a la que paradójicamente Estados Unidos se negó a pertenecer.
En 1921, en Washington se celebró una conferencia en la que las principales potencias navales acordaron limitar el número de sus naves de guerra, en 1925 se suscribieron los Tratados de Locarno, y en 1928, 63 naciones se comprometieron con el Pacto Briand-Kellogg. En Italia y Alemania avanzó la democracia, que paradójicamente permitió a Mussolini y a Hitler llegar al poder.
Hitler se hizo jefe del gobierno con un agresivo discurso político revanchista, mezcla de chovinismo, fanatismo y demagogia, a lo que se añadían unas terribles dosis de antisemitismo, anticomunismo y fobia ante el pensamiento liberal, acogido con alarmante unanimidad por la sociedad alemana.
Ante el avance de Hitler y Mussolini, Europa equivocó el rumbo y adoptó la táctica del apaciguamiento. Ninguna lágrima se derramó por Etiopia invadida por Italia, no hubo protestas cuando Japón desmembró a China y creó el estado títere de Manchukuo y nadie movió un dedo para detener a Hitler en España. No se reaccionó ante la anexión de Austria y muchos respiraron tranquilos cuando, mediante el Pacto de Munich, Checoslovaquia fue despedazada, incluso la Unión Soviética creyó poder ganar tiempo comprometiendo su seguridad y su prestigio con el Pacto Molotov-Ribentrof.
Aquellos polvos trajeron otros lodos. El primero de septiembre de 1939, Alemania invadió a Polonia que capituló tres semanas después. El día 3 Francia e Inglaterra declararon la guerra a Alemania. La Segunda Guerra Mundial había comenzado.
En vertiginosa sucesión, sin apenas resistencia, Alemania derrotó y ocupó a Dinamarca; Noruega y Bélgica de donde, como en un desfile, las divisiones Panzer continuaron rumbo a París. Inglaterra quedó a tiro de cañón de las fuerzas de Hitler, mientras desde Hungría, Rumania y Bulgaria, donde se impusieron gobiernos pronazis, Yugoslavia y Grecia fueron invadidas y ocupadas. El 22 de junio de 1941 Alemania lanzó sobre la Unión Soviética el más grande ataque militar que se recuerde.
En marzo de 1941, cuando toda Europa, parte de África del Norte, los Balcanes, importantes regiones de Asia, gemían bajo la bota nazi, Estados Unidos aprobó la Ley de Préstamos y Arriendos que autorizó al presidente a prestar ayuda a los países que combatían contra el fascismo. El 14 de agosto del propio año, sin todavía haber disparado un tiro, Roosevelt, tomó el mando en la conducción del conflicto cuando, junto con Churchill, suscribió la Carta del Atlántico que estableció la estrategia aliada en la lucha anti fascista e incluso fijó pautas para el ordenamiento internacional después de la guerra.
En la mañana del 7 de diciembre de 1941, Japón bombardeó la base norteamericana de Pearl Harbour, ocasionando a Estados Unidos sus primeras 3.000 bajas en la II Guerra mundial. Al otro día, Roosevelt, declaró la guerra al Japón e inmediatamente Alemania e Italia hicieron lo mismo respecto a Estados Unidos.
La historia es conocida: despliegue de heroísmo masivo en todos los frentes, tenaz lucha de los pueblos organizados en la resistencia y en las guerrillas contra los ocupantes fascistas, apertura del II Frente e indetenible avance aliado, y liberación de los países ocupados.
El la última etapa de la lucha, brillaron los estadistas que condujeron la coalición aliada: Roosevelt, Churchill y Stalin, que lograron consenso en torno a los asuntos tácticos y estratégicos fundamentales, incluso respecto al futuro de las relaciones internacionales, sobre todo en lo relativo al diseño de un sistema de seguridad en cuya construcción avanzaron mediante frecuentes intercambios y en las Conferencias de Teherán, Yalta y Potsdam.
La visión de aquellos líderes soportó la prueba del tiempo. La II Guerra Mundial fue la última de su tipo. Nunca más las grandes potencias se enfrentaron entre sí.
Tal como había sido acordado, una vez rendida Alemania, la coalición internacional emprendió la batalla decisiva contra el Japón, que ya no pudo ser conducida por Roosevelt que falleció el 12 de abril de 1945. Carece de sentido especular acerca de cómo hubiera conducido Roosevelt el final de la guerra, aunque es dudoso que hubiera comprometido el crédito norteamericano y su enorme prestigio como estadista, demócrata y estratega, con un acto tan brutal e innecesario como fue el bombardeo atómico contra Hiroshima y Nagasaki. Su desempeño fue premiado por sus compatriotas que lo reeligieron en tres ocasiones, único caso en la historia de los Estados Unidos.
De nuevo en campaña, la guerra de Corea
Con la caída de Berlín, los soviéticos creyeron que comenzaba una nueva era y los estadounidenses, un siglo americano, lo que comenzó fue la Guerra Fría. Una opción política improvisada e impensada y un giro sorprendente.
Nada en el comportamiento de Roosevelt, el más experimentado de los estadista que han ocupado la presidencia de los Estados Unidos y el político occidental que mejor conocía a la Unión Soviética y a Stalin, permite suponer que hubiera percibido en la URSS el horrendo peligro que, semanas después de su muerte Churchill y Truman inventaron.
Si los norteamericanos advertían en la Unión Soviética un peligro para ellos y para el mundo libre, lo disimularon bien. En 1946 el gasto militar se redujo de ochenta y dos mil millones de dólares a trece mil millones y a mediados de 1946 habían sido desmovilizados siete de los doce millones de hombres que en 1945 tenían sobre las armas.
En 1945, entre los norteamericanos, la Unión Soviética era más popular que Gran Bretaña y se cuenta que Stalin no sobredimensionó la amenaza atómica y reaccionó entre contrariado y sorprendido cuando Estados Unidos interrumpió la ayuda que brindaba a su país. Todo indica que la Guerra Fría, en sus orígenes, más que de una realidad fue colosal manipulación.
Como todas las anteriores, la de Corea fue en Estados Unidos una guerra popular, la primera “puramente ideológica” por librarse contra el comunismo y por el mundo libre, dos abstracciones. Aquella lucha marcó el primero y único enfrentamiento entre las grandes potencias por persona interpuesta.
No tiene sentido tratar de establecer quién tiró la primera piedra, lo cierto es que se trataba de un conflicto interno del cual las grandes potencias hubieran hecho muy bien manteniéndose al margen. Nadie atacó a los Estados Unidos, a China, ni a la Unión Soviética y mucho menos a la ONU.
Lo cierto es que para el 25 de junio de 1950, los coreanos del Norte habían penetrado en territorio surcoreano. Truman, reaccionó inmediatamente. La prensa y la opinión pública lo apoyaron de modo unánime y el Consejo de Seguridad, con la Unión Soviética, inexplicablemente ausente, condenó a Corea del Norte como agresor. Más de 50 países se sumaron a la coalición liderada por Estados Unidos que bajo el mando del general Douglas MacArthur combatió bajo la bandera de la ONU.
La entrada masiva de tropas norteamericanas, estabilizaron los frentes, incluso cruzaron el paralelo 38 lo que movilizó a China que, temiendo por su seguridad introdujo en combate una fuerza impresionante que cambió la correlación de fuerzas. MacArthur clamó para que se le permitiera atacar a China y utilizar bombas atómicas, a lo cual se opusieron fuerzas políticas norteamericanas. Gran Bretaña y Francia persuadieron a Truman de las consecuencias que ello podía tener.
En junio de 1951, casi un año exacto después de la iniciada la guerra, el embajador soviético ante las Naciones Unidas regresó a su puesto y propuso un armisticio militar. A fines de años se detuvieron los combates que se reiniciaban esporádicamente hasta que en julio de 1953, se consiguió un armisticio, no la paz y se trazó con mayor precisión la artificial frontera siguiendo una línea que sigue de forma aproximada el paralelo 38.
En la guerra de Corea participaron alrededor de 1.400.000 norteamericanos, de ellos 53.600 murieron. Corea fue además la primera guerra que Estados Unidos no ganó.
Por extraño que ahora parezca, el gesto brutal de Truman al utilizar bombas atómicas contra ciudades indefensas, incrementaron su popularidad y lo llevaron a un segundo mandato presidencial en 1948, Corea sumó nuevos galardones a su currículo. Los norteamericanos no lo perdonaron nunca, No por haber hechos la guerra, sino por no haberla ganado.
La guerra de Vietnam
La de Vietnam fue la más impopular de las guerras norteamericanas, la única librada sin respaldo nacional y la primera en que Estados Unidos fue inequívocamente derrotado. Ningún conflicto bélico, involucró a tantos presidentes: Truman mando a los primeros asesores, Eisenhower, en 1954, concedió ayuda económica y militar. En 1961 Kennedy envió tropas.
No obstante, la guerra de Vietnam fue la de Lyndon Johnson, que la escaló, bombardeó masivamente Vietnam del Norte, incluyendo su capital, minó sus puertos, comprometió todo el poderío militar de Estados Unidos, movilizó a sus aliados, utilizó todas las tácticas, incluso a la tierra arrasada y al enclaustramiento de la población en las “Aldeas Estratégicas”, y recurrió a todas las armas, excluyendo las atómicas, aunque incluyendo químicas y bacteriológicas, quemó, arrasó, mintió y reprimió a su propia población. Llego a tener en Vietnam 541.000 soldados, 60 000 de ellos no regresaron.
Cuando Johnson dejó la presidencia en 1969, el país estaba quebrantado y dividido. Su sucesor, Richard Nixon comenzó la retirada, tratando de negociar la derrota, sin suspender los bombardeos a Vietnam del Norte ni dejar de involucrarse en Camboya y Laos. Los vietmanitas del Norte y del Sur hicieron exactamente lo contrario, fueron a la mesa de negociaciones sin prisa, sin dejarse tentar ni presionar y sin cesar de combatir hasta provocar el colapso.
De modo público o en secreto las negociaciones entre Estados Unidos y Vietnam, encabezadas por Henry Kissinger y Le Duc Tho se desplegaron intermitentemente. El 23 de enero de 1973, Nixon anunció el alto el fuego. El 27 las tres partes concernidas: Vietnam del Norte y del Sur y Estados Unidos suscribieron el compromiso de cesar las hostilidades y evacuar las tropas norteamericanas. A lo largo de 1974, Los vietnamitas del Norte y del Sur, dirimieron a solas sus diferencias. En 1975 el régimen del sur colapsó. Saigón fue ocupada el 30 de abril y Vietnam del Sur dejó de existir. En 1976 el país fue reunificado.
La guerra, la más larga librada por Estados Unidos duró 8 años, fue también la más ingloriosa. Ningún presidente y ningún general ganaron glorias con ella.
Las guerras sucias
Las acciones militares arteras e intervencionistas fueron lavadas al denominárseles: “operaciones encubiertas” y luego conflictos de baja intensidad para pasar a la historia como lo que en realidad son: “Guerras Sucias”, un socorrido recurso de la política norteamericana, utilizado por muchas administraciones, especialmente en América Latina.
Aunque las más conocidas de estas guerras fueron las libradas bajo las administraciones de Ronald Reagan y George Bush contra el gobierno sandinista en Nicaragua y los guerrilleros en El Salvador y Guatemala, las hubo antes contra Sandino, Jacobo Arbenz en Cuba, Santo Domingo, Haití y en todos aquellos países donde a Estados Unidos le convino intervenir con sus tropas.
La guerra sucia es una opción esencialmente contrarrevolucionaria y anti popular. Esas guerras no las conducen generales, sino agentes de inteligencia y asesores presidenciales y no se financian con créditos votados por el Congreso sino con fondos igualmente sucios como aquellos provenientes del Iran-Contras
Guerra en el Golfo
Son las primeras guerras familiares libradas por Estados Unidos y uno de los muchos casos en que el hijo dilapida inútilmente la herencia dejada por el padre. No todo comenzó cuando Saddan Hussein protagonizó la madre de todas las torpezas políticas al invadir y pretender anexar a Kuwait, hecho unánimemente repudiado.
Desde mucho antes la zona era de un interés estratégico vital para Estados Unidos, sobre todo por sus fabulosas reservas petroleras.
En una sucesión concatenada con tal perfección que parecían formar parte de un guión previamente ensayado, se desencadenaron los hechos.
Naciones Unidas, compulsada por Estados Unidos, aprobó un gran número de resoluciones que exigían a Irak la retirada incondicional, a lo que Saddan Hussein se negó hasta última hora, dando a Washington la excusa para reunir una numerosa coalición y 500.000 soldados para librar sucesivamente las conocidas operaciones: Escudo del Desierto y Tormenta del Desierto.
Luego de semanas de intensos bombardeos masivos, las tropas comandadas por los generales Collin Powel y Norman Schwarzkopf, se abalanzaron sobre Irak y literalmente arrollaron a los ejércitos de Saddan Hussein, formados por más de medio millón de hombres y que pobremente conducidos, sucumbieron el 28 de febrero.
Cuando las operaciones el gobierno irakí aceptó su derrota y las condiciones impuestas por Estados Unidos, las perdidas norteamericanas no llegaban a 200 muertos. Humillado Irak aceptó indemnizar a Kuwait, permitir el control de su espacio aéreo, revelar sus programas de desarrollo y existencias de armas químicas, biológicas y atómicas comprometiéndose a su eliminación.
Las maniobras de Saddan que trataba de engañar a los inspectores de la ONU, condujo a nuevas resoluciones, operaciones de castigo y a duras sanciones económicas, sostenidas por la administración Clinton.
Estas circunstancias se sumaron a las consecuencias de los criminales atentados terroristas del 11 de Septiembre del año 2000, ante los cuales el presidente George W Bush proclamó una guerra global al terrorismo que atribuyó principalmente a Osama ben Laden, vinculando de modo apresurado a Saddan Hussein, exagerando el peligro que representaba para Estados Unidos y el mundo al afirmar que poseía armas de exterminio masivo, cosa que nunca pudo probar.
El resto de la historia con abundantes aristas y matices es ampliamente conocida, reciente, inconclusa y envuelta en mendaces maniobras, algunas de ellas francamente electoreras como para aventurar conclusiones definitivas.
Jorge Gómez Barata : Profesor, investigador y periodista cubano, autor de numerosos estudios sobre EEUU.
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