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EL PLAN DE LA NASA PARA USAR HONGOS Y MICELIO COMO CLAVE PARA VIVIR EN OTROS PLANETAS

La sorprendente conexión entre la micología, los viajes espaciales y el futuro de la humanidad
El libro 'Hongo's de Eduardo Bazo revela un universo oculto bajo nuestros pies. En este capítulo que traemos en exclusiva, nos adentramos en la inesperada alianza entre la NASA y los hongos: un plan real para sobrevivir en Marte con la ayuda del micelio.

Fuente: Midjourney / Eugenio Fdz.

Eugenio M. Fernández Aguilar, Físico, escritor y divulgador científico. Director de Muy Interesante Digital; Eduardo Bazo, Biólogo y divulgador
25.03.2025 

Desde hace millones de años, los hongos han tejido los hilos invisibles de la vida en la Tierra. En su nuevo libro Hongos. Descubriendo su papel en la naturaleza, la cultura y la tecnología, el biólogo y divulgador Eduardo Bazo nos invita a mirar de cerca estos organismos fascinantes y misteriosos, que han influido en el curso de la historia humana tanto como en el equilibrio ecológico del planeta. Con una mirada curiosa, crítica y accesible, el autor recorre los múltiples mundos en los que los hongos están presentes: desde los bosques hasta los laboratorios, desde la medicina hasta la moda, desde los videojuegos hasta los experimentos espaciales.

En uno de los capítulos más sorprendentes del libro, Bazo nos lleva a un terreno que parece ciencia ficción, pero es pura realidad científica: la relación entre los hongos y la exploración espacial. A través de historias reales, investigaciones de vanguardia y personajes fascinantes como el micólogo Paul Stamets, se despliega una nueva disciplina aún poco conocida: la astromicología. ¿Pueden los hongos ayudarnos a terraformar Marte, protegernos de la radiación o incluso cuidar la salud mental de los astronautas? Las respuestas están más cerca de lo que imaginamos.

Un micólogo en Marte, por Eduardo Bazo

«¿En qué momento nace la Micología como disciplina científica?» No sé cuántas veces me habrán hecho esta misma pregunta cuando he hablado sobre hongos o setas —casi siempre alucinógenas, por desarrollarse en el seno de jornadas sobre las sustancias de abuso y otras toxicomanías—. Lo cierto es que no hay una única respuesta correcta. Por consenso, se reconoce como padre de la Micología a Pietro Antonio Micheli quien, en 1729, publicó Nova Plantarum Genera. En esta obra, aparece recogida la primera clasificación moderna de los hongos. Gracias a que observó al microscopio esporas fúngicas, dedujo que estas estructuras eran sus «semillas», poniendo asimismo fin a la corriente de pensamiento que defendía la generación espontánea de estos organismos. Lamentablemente, el resto de micólogos y compañeros coetáneos no tuvieron en cuenta sus aportaciones, motivo por el que se considera a Christian Hendrick Persoon el «gran maestro» de la disciplina. Y hay que reconocerle el mérito a este sudafricano de padres neerlandeses, pues en su obra Synopsis Methodica Fungorum clasificó más de 1500 especies, creando además una escuela o metodología propia a la hora de trabajar. ¡Y todo ello desarrollando a solas y sin ayuda su labor!

Si nos constreñimos, sin embargo, al ámbito de la micología médica, tenemos que retrasar su fecha de nacimiento hasta 1835. La paternidad en este caso corresponde al italiano Agostino Bassi, discípulo del insigne botánico Lazzaro Spallanzani —uno de los fundadores de la biología moderna—. Bassi concluyó que la muscardina, una enfermedad que atacaba a los gusanos de seda provocando graves perjuicios económicos, era el resultado de la acción de un hongo llamado Beauveria bassiana. Estas observaciones fueron, posteriormente, confirmadas por el botánico francés Victor Audouin en 1838. Pero claro, en el Códice de Martín de la Cruz, manuscrito azteca de 1552 —conocido como Libellus de medicinabulus indorum herbis— ya se mencionaban enfermedades que hoy día sabemos que son producidas por el «ataque» de hongos. Por cierto, el texto, el primer herbario ilustrado escrito en América, fue devuelto por el Vaticano a México en 1990.


Sirva lo relatado anteriormente para ejemplificar cuán complejo resulta poner fecha de inicio a la irrupción de una nueva disciplina científica, existiendo la posibilidad de encontrar un ejemplo anterior que se ajuste al ámbito que consideremos definir o poner en contexto. No obstante, si hay una disciplina cuya paternidad no genera ninguna duda, esa es la Astromicología. ¿El nombre de su progenitor? Paul Stamets, un activo investigador que ha patentado propiedades pesticidas y antivirales extraídas de micelios de hongos, algunos de los cuales se están ensayando actualmente con fines clínicos. Sería el equivalente a un Elon Musk del mundo vegetal: tiene tantos fans que le consideran un visionario como detractores que lo ven con recelo. Eso sí, siendo honestos, Stamets es menos excéntrico. Y muchas de sus predicciones es probable que se acaben haciendo realidad. Sólo el tiempo dirá si es un charlatán o una personalidad que consiga revolucionar para siempre la micología tal y como la conocemos. Con todos estos mimbres, la NASA ha aceptado incorporar a Stamets en su programa de colonización marciana. Pero vayamos paso a paso.

Si recuerda el argumento de Expedición a la Tierra de Arthur C. Clarke, un astronauta es dejado a la deriva en Marte, deambulando por el «desierto rojo» hasta su muerte. Presuntamente, serán los microbios que se liberen al terreno marciano con la corrupción de su cuerpo los que se encarguen de terraformar o hacer habitable este «nuevo mundo». Sabemos que Clarke sentía fascinación por la astronomía, de ahí que sus trabajos contengan ese cuidado lenguaje científico revestido de una fantasía aparentemente tangible en un futuro cercano. De lo que no tenemos constancia, por el contrario, es de si tenía conocimientos micológicos para plantear semejante hipótesis. Pronto entenderán el por qué de esta aseveración; antes, le voy a contar un par de datos curiosos sobre el fascinante mundo fúngico.

Voy a hablarles de Pilobolus. Se trata de un género de hongos que, en la mayoría de los casos, vive sobre excrementos de caballos y vacas, de los que se alimentan mientras las tierras de labranza son estercoladas y fertilizadas por las bestias. Lo fascinante en el comportamiento de este hongo ocurre cuando «la mierda» se agota: ante la imposibilidad de poder seguir alimentándose, reorganiza su estructura y forma una protuberancia que, sobresaliendo de entre las heces, origina un esporangio que disemina las esporas al aire con una fuerza equivalente a la de 20 000 veces la gravedad. ¡Menudo estornudo! Actuando así, cabe la posibilidad de que las esporas caigan en una zona de pastos con nuevos caballos y vacas que, después de comerse las verdes hierbas que acaban de colonizar nuestros protagonistas fúngicos, los depositen nuevamente —previo paso por el sistema digestivo— sobre un montón de heces a estrenar. Así, el hongo cierra un bucle infinito de consumo de heces animales y transporte a nuevos hábitats.

Pietro Antonio Micheli. Fuente: Wikipedia

Lo cierto es que detrás de todo lo expuesto líneas arriba subyace una idea romántica: el compromiso conjunto en busca de una nueva oportunidad de supervivencia. Habrá quien diga que es lo mismo que estamos haciendo los humanos con la carrera por llegar a Marte, librarnos de una Tierra agonizante y buscar una nueva oportunidad de supervivencia en un nuevo planeta. Sin embargo, a diferencia de cómo funciona el mundo de la investigación la mayor parte de las veces, el hongo coopera. El hongo no entiende de envidias, rencillas ni rencores; si el alimento se agota, a todos por igual les va mal. Esta situación les lleva a emitir una señal de quorum sensing y agruparse en ese «cohete» con destino a nuevos prados. Para nosotros, Marte es algo ignoto, pero para Pilobolus todo lo que se escape de su parcela de estiércol es un espacio insondable. Un simple problema de perspectiva que, en ambos casos, obliga a empezar de cero a humanos y hongos.

Llegados a este punto, se hace necesario volver a apelar al conocimiento del astromicólogo coprotagonista de Star Trek: Discovery —interpretado por Anthony Rapp—. Sí, voy a volver a hablar de Paul Stamets. De hecho, quizás le resulte curioso que el personaje de la serie de ficción esté inspirado en el micólogo de la vida real. ¡Cómo no estarlo si hasta le han puesto el mismo nombre! Y es que, como decía, el Stamets de la vida real ha realizado grandes propuestas a esa «Odisea» que conocemos bajo el nombre de exploración espacial. Uno de los primeros proyectos en los que decidió colaborar estrechamente con la NASA está orientado a la terraformación de Marte, algo que parecía imposible cuando lo vimos en aquella película interpretada por Matt Damon: El marciano. La finalidad última de esta labor reside en encontrar hongos capaces de descomponer el regolito, una capa de materiales no consolidados que descansan sobre roca sólida. Para Stamets, «es mucho más fácil coger una semilla y cultivar tu comida que llevar una tonelada de alimentos al espacio». Hasta la fecha, ha ensayado con más de 700 especies distintas, algunas de las cuales han demostrado ser muy eficientes en la degradación del regolito y la estructuración de un «protosuelo», como por ejemplo el caso de la seta de ostras (Pleurotus ostreatus).

No obstante, lo realmente curioso y fascinante de los estudios de Stamets reside en las novedosas aplicaciones que está describiendo en los hongos. Así, ha conseguido construir «ladrillos» trabajando con el micelio del hongo reishi (Ganoderma lucidum), asegurando que, una vez estos están secos, tienen unas propiedades mecánicas similares a la del acero inoxidable 18/10 —una aleación de acero que contiene un 18% de cromo y un 10% de níquel—. Si esta última aplicación le ha parecido asombrosa, imagine ahora diseñar un blindaje protector para astronautas que les proteja contra la radiación ionizante. Pues eso es lo que han hecho Nils Averech, Graham Shunk y Christoph Kern, empezar a estudiar al hongo Cladosporium sphaerospermum con el objetivo de dar a la Estación Espacial Internacional —ISS, por sus siglas— una herramienta que permita a sus empleados trabajar de manera más segura. Se estima que, a lo largo de un año, una persona promedio recibe, en la Tierra, una dosis de radiación de unos 6 mSV —6 milisieverts—, mientras que los astronautas que se encuentran en la ISS están expuestos a un equivalente de 145 mSv. Si la misión fuese, por seguir con el relato mantenido hasta ahora en este capítulo, a Marte y tuviese una duración de 3 años, los astronautas habrían acumulado cada uno una dosis aproximada de 400 mSv.

La elección de C. sphaerospermum como candidato para hacer esta labor de EPI —Equipo de Protección Individual— no es casualidad. Este hongo ha sido capaz de prosperar en ambientes con niveles de radiación tan altos como los detectados en Prípiat después del accidente nuclear de Chernobyl. El hecho de que este taxón consiga sobrevivir en un ambiente así se debe a un fenómeno conocido como radiosíntesis, que permite que el hongo bloquee la radiación y la use como fuente de energía para crecer. Asimismo, las investigaciones realizadas hasta la fecha han demostrado que un césped fúngico de 2 mm de espesor disminuye los niveles de radiación entre un 1.92% y un 4.84% y que el hongo es capaz de crecer un 21% más rápido si se encuentra en la ISS que en la Tierra, hecho que corrobora el fenómeno radiosintético. Se antoja aún un logro insuficiente, pero la revolución final llegará a partir de una sucesión de «victorias pírricas» como esta que les acabo de contar.

Ganoderma lucidum. Fuente: Wikipedia

Empero, esta no es la última aportación que la micología puede ofrecer a la astronáutica. En 2021, Paul Stamets revelaba a la popular revista Scientific American cómo cree poder ayudar a los astronautas que pasan largos periodos de tiempo en el espacio exterior. No es un secreto que los astronautas están expuestos a unas desafiantes condiciones que pueden afectar gravemente a su salud mental. Así, al aislamiento, se suman los posibles problemas o conflictos propios de la convivencia con personas de tantas nacionalidades diferentes —la ISS es utilizada por las 5 grandes agencias espaciales: JAXA, NASA, ESA, Roscosmos y CSA— o el hecho de tener que solventar problemas de malfuncionamiento de los equipos. Ciertamente, vemos a los tripulantes de las naves aeroespaciales como auténticos héroes, quizás debido al relato ofrecido por la NASA después de la llegada del Apolo XI a la Luna. Sin embargo, la realidad es completamente distinta: los astronautas sufren de ansiedad y depresión, motivo por el que son enviados al espacio junto con todo un cargamento de benzodiazepinas, codeína y otras drogas que les ayuden a conciliar el sueño y a llevar una vida «más relajada» allí arriba. Antes de proseguir, cabe destacar que los astronautas no se automedican y que el uso de estos fármacos está pautado dentro de un procedimiento muy concreto previamente supervisado por los altos mandos de la NASA; la agencia espacial estadounidense sigue teniendo un programa de tolerancia cero con respecto al uso y consumo de drogas por razones más que evidentes.

En la práctica, si un astronauta no es capaz de conciliar el sueño adecuadamente como consecuencia de sufrir depresión, tampoco podrá desarrollar su trabajo en condiciones óptimas. Y a este problema latente hay que buscarle solución. Tal y como dijo el ex-astronauta canadiense Robert Thrisk durante la inauguración del Museo Canadiense de la Aviación y el Espacio, «es necesario comprender mejor la naturaleza de la ingravidez, la radiación ionizante y el aislamiento psicológico para que los vuelos espaciales sean más seguros para los astronautas». Bajo esta premisa, la NASA ha creado el instituto TRISH —Instituto de Investigación Traslacional para la Salud Espacial—, centrado en poner a punto nuevas tecnologías y enfoques que permitan a los astronautas estar sanos mientras están realizando sus expediciones. Dicho en otras palabras, el TRISH financia soluciones que ayudarían a identificar fármacos que puedan ayudarles mientras se encuentren a bordo de misiones espaciales, permitiéndoles fabricar sus propios medicamentos en caso de que fuese necesario. Y una de esas potenciales soluciones podría encontrarse en los hongos psilocibios.

Se conoce con el nombre de hongos psilocibios a aquellos que contienen sustancias psicoactivas como la psilocibina, la psilocina o la baeocistina, actuando éstos como agonistas de los receptores de la serotonina. De esta forma, y dado que la serotonina es un neurotransmisor estrechamente relacionado con nuestro estado de ánimo, Paul Stamets se encuentra trabajando con la NASA en el uso de estos hongos —o sus principios activos— como moduladores del estado de ánimo de los astronautas. Para el extrovertido micólogo estadounidense, «la NASA o cualquier otra persona que trabaje y contemple la colonización del espacio, debería considerar a los hongos psilocibios como una parte esencial de su kit de herramientas de cara a poder soportar la soledad y los retos de encontrarse en aislamiento». No obstante, aunque Stamets cree que investigar el uso de psilocibina como fármaco para tratar los problemas de salud en los astronautas valdrá la pena en un futuro cercano, asegura que aún falta para que la veamos en el espacio. Según el propio Stamets, «nuestros astronautas podrán tomar psilocibina en el espacio y mirar el universo y no sentirse distantes y solos, sino sentir que son parte de una conciencia aún mayor». Sé que estas declaraciones suenan new age, pero es que buena parte de las investigaciones con estas sustancias surgieron en ese período histórico que conocemos también como movimiento beatnik. Ojo, que esto no implica que el ser humano empezase a usarla en este período, que se conocen cuevas con pinturas de setas similares a los psilocibios.

Ser astronauta es una tarea compleja. Para contratarles, uno de los criterios que más influye es el de ser personas emocional y psicológicamente estables, pues el entorno en el que van a desarrollar su labor es comprometido. Recientemente se han publicado múltiples estudios analizando la salud mental de personas sometidas a microdosis de alucinógenos —como la psilocibina—. Joseph Rootman, uno de los investigadores más productivos en este ámbito, sugiere que, a pesar de los beneficios positivos de las microdosis de psilocibina en la salud mental y la cognición, aún son necesarios ensayos clínicos más rigurosos. Todos estos avances son fascinantes, pero están en fase inicial. Sin embargo, ayudan a tener una percepción novedosa de la micología, abriendo paso a una nueva disciplina. La astromicología genera incertidumbres sobre el porvenir de la astronáutica de forma similar a como David Bowie nos trasladaba los sentimientos del Major Tom en su Space Oddity. Sin embargo, la historia de Major Tom continúa en la canción Ashes to ashes, donde el astronauta vuelve a entablar comunicación con el control de Tierra para decir que es feliz en el espacio y que se encuentra en calma. Jamás sabremos si el Major Tom fue el primer hombre en tomar psilocibina en el espacio, pero quién iba a decir que esta canción del «Duque Blanco» resultaría hoy día tan profética. La «rareza espacial» —que es lo que significa Space Oddity— ha dado paso a una Odisea espacial que, según parece, vamos a emprender de la mano de estos fascinantes seres microscópicos. Y esa «emigración estelar», que es la traducción de Star Trek, únicamente la vio venir Stamets.

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