El neoliberalismo no merece ser «arreglado». La mundialización puede tomar otras caras, mas cercanas a la extinción progresiva o inmediata de las relaciones sociales de poder.
Por Jules Falquet
A las migrantes « solas »
A la Red por la autonomía jurídica de las mujeres migrantes, refugiadas y exiliadas
(RAJFIRE, en París)
Y a Flora Tristán, la primera en haber enfatizado la necesidad
de darles buena acogida a las mujeres extranjeras en su libro epónime de 1834.
Para situar mi perspectiva, hay que decir que soy una mujer blanca, universitaria, de nacionalidad francesa y viviendo hoy en Francia, implicada en esta reflexión desde un punto de vista tanto teórico como político. Desde el Primer encuentro internacional en contra del neoliberalismo y por la humanidad, convocado por el movimiento zapatista en el verano 1996, intento analizar la mundialización neoliberal con las herramientas producidas por un conjunto de movimientos sociales «progresistas» de América Latina y el Caribe (el movimiento zapatista de México, el de las y los Sin Tierra de Brasil, y los movimientos feminista y lésbico del continente), así como por diferentes feministas Afros o racializadas. Sin embargo, me es difícil presentar de ella un análisis unificado, ya que dicha mundialización es sumamente compleja, contradictoria y permanentemente en devenir. Sin embargo, esta mundialización neoliberal me lleva a notar las tremendas insuficiencias de las tres grandes corrientes de análisis a las que me atengo: el materialismo histórico, el feminismo radical y el anti-imperialismo-anti-colonialismo.
Me parece que son sobre todo las interpelaciones de las feministas racializadas y/o proletarizadas y/o lesbianas que deben ser escuchadas y profundizadas, si queremos producir una teoría y una práctica útiles para la transformación social radical que es necesaria hoy mas que nunca. En especial, me parece imprescindible integrar plenamente en nuestros análisis los efectos conjugados de diferentes relaciones sociales de poder: de sexo (incluyendo la sexualidad), de clase y de «raza». Partiré de la hipótesis según la cual estas relaciones no se superponen ni se suman simplemente, ni siquiera son solo interseccionales (Crenshaw, 1995) o intricadas (habiendo sido las primeras en formular este concepto las miembras del Combahee River Collective, 1986 [1979]). Las pensaré aquí como consustanciales (Kergoat, por publicar) y co-formadas (Bacchetta, por publicar). Analizaré aquí como funciona esta co-formación a partir de un objeto concreto: la reorganización de la división del trabajo provocada por la mundialización neoliberal, y en especial del «trabajo considerado como femenino». Dicha reorganización modifica simultáneamente las relaciones sociales de sexo, de «raza» y de clase.
Sabemos que la mundialización no es algo radicalmente nuevo: se enraíza en la larga historia del capitalismo, de la esclavización, de la colonización-descolonización y de la mutaciones de los sistemas patriarcales. Sin embargo, está provocando profundas transformaciones. Los discursos optimistas, de legitimación de esta mundialización, hablan de extensión de la democracia, de «participación», de igualdad y de prosperidad crecientes para tod@s. Los análisis críticos, empíricos, mas bien enfatizan el vertiginoso aumento de la desigualdades y de la explotación de sexo, «raza», clase y Sur-Norte. También analizan las recomposiciones que se están dando: ¿Han desaparecido las clases sociales? ¿Está apareciendo un nuevo proletariado y quienes lo componen? El racismo ha cambiado: menos biológico, mas «cultural» pero siempre virulento ¿Cómo opera hoy? Finalmente, se escucha a menudo que la igualdad entre los sexos jamás ha sido tan cercana, mientras sabemos perfectamente que las mujeres, niñas y ancianas constituyen la inmensa mayoría de las personas mas empobrecidas del planeta: ¿Cómo explicarlo?
Procederé en dos etapas. Primero, subrayando los aportes e insuficiencias de los análisis que presentan la mundialización neoliberal como una transformación del «sistema-mundo» y como un proceso de internacionalización de la reproducción social. Luego, propondré algunas pistas para repensar la «regla del juego» hoy dominante: por un lado, la necesidad de entender que existe un continuo que vincula el trabajo doméstico, sexual y «reproductivo», aunque este trabajo esté siendo ejercido por muchas personas diferentes en hogares mucho mas abiertos de lo que acostumbramos pensar. Por el otro lado, veremos como se puede analizar el papel que juegan el Estado-Nación y el sistema político heterosexual, en la organización de la circulación y de la capacidad jurídica de las personas.
Imagen: Melina Deledicque
1. Límites de los análisis existentes
Aceptaremos aquí parcialmente el análisis de Marx, y luego de Braudel (1985) y Wallerstein (1974, 1980, 1989), así como las teorías de la dependencia y sus avatares, quienes leen buena parte de la historia humana como los efectos de la expansión del sistema-mundo capitalista —aunque esta expansión no sea lineal, aunque entren en juego muchos otros factores y aunque el mundo «occidental» donde el capitalismo se desarrolló dista mucho de ser el centro de la historia, como bien lo subrayaron Gilroy (2003 [1993]) o Chaudhuri (1990). Sin embargo, dos premisas centrales de las teorías del sistema-mundo capitalista, estrechamente ligadas, resultan ser bastante problemáticas. Primero, la idea de una «proletarización» creciente e inevitable de la mano de obra: en los hechos, no ha tenido lugar bien a bien. Segundo, la idea según la cual el pasar del feudalismo al capitalismo habría reducido de golpe las relaciones sociales no-capitalistas a meras sobrevivencias llamadas a una rápida desaparición —sin embargo, estas relaciones sociales siguen bastante vigentes.
Así como lo vamos a ver, es precisamente esta co-formación de las relaciones de producción capitalistas (las relaciones de explotación asalariadas) y de las relaciones «no-capitalistas» (las relaciones de apropiación —servidumbre, esclavitud y sexaje, magistralmente evidenciadas por Colette Guillaumin (1992 [1978]), la que debe estar en el centro de nuestro análisis. De hecho, toda la pregunta radica en entender cómo están siendo co-construidas la extracción de trabajo mediante sueldo, la extracción de trabajo gratuito y sobre todo, lo que se halla entre estos dos «extremos» y que llamaremos aquí «trabajo desvalorizado». Haremos la hipótesis que la mundialización neoliberal empuja hoy a la mayoría de la mano de obra hacia el «centro», hacia un trabajo que ya no es totalmente gratuito, pero que ciertamente no está siendo «correctamente» remunerado ni plenamente «proletario» (asalariado) y que nunca lo será.
A. ¿Incorporar a la “raza” a los análisis marxistas?
Para entender la «crisis» del capitalismo, Balibar y Wallerstein, en un libro que se ha vuelto clásico, Raza, nación, clase, las identidades ambiguas (1988), proponen una serie de hipótesis sobre la aparición de un «nuevo racismo» (Balibar) y sobre le papel del «hogar doméstico» (Wallerstein). Están notando que la «proletarización» anunciada por Marx no se ha dado como estaba previsto. Y subrayan que una de las principales contradicciones del capitalismo es la necesidad de arbitrar entre intereses de corto y largo plazo (maximizar la plusvalía bajando los sueldos y por medio del trabajo gratuito, a la vez que mantener una demanda sostenible que pueda consumir las mercancías producidas). El sistema capitalista debe por tanto organizar la permanente «transformación social de ciertos procesos de producción de trabajo no asalariado en trabajo asalariado […] Esto es lo que se quiere expresar cuando se habla de ‘proletarización’». Pero paradójicamente, «el aspecto principal de la proletarización […] no es, según [Wallerstein] la generalización del trabajo asalariado». Así, Balibar y Wallerstein hacen surgir entre le trabajo asalariado y el trabajo no asalariado, una figura providencial que permite regular estos «vasos comunicantes» y que podríamos llamar «trabajo desvalorizado», pero que ellos no definen en este libro. Este «trabajo desvalorizado» y las personas llamadas a realizarlo, son precisamente lo que debemos colocar al centro del debate.
¿Cuál es pues la mano de obra empujada hacia este tipo de trabajo ? Según Wallerstein, «El racismo es la fórmula mágica […] que permite extender o contraer […] el número de quienes están disponibles para los salarios mas bajos y los roles económicos menos gratificantes. […] Justifica que a un segmento de la fuerza de trabajo, le sea atribuida una remuneración muy inferior a lo que el criterio meritocrático podría justificar jamás.» Balibar completa el análisis afirmando que el racismo «clásico» se transformó a partir de los años 1980 en un racismo en contra de la población migrante, que opera la fusión (potencialmente siempre existente) entre «raza» y clase: «el racismo anti-inmigrantes permite la identificación máxima entre la situación de clase y el origen étnico (cuyas bases reales siempre han existido en la movilidad inter-regional, internacional o intercontinental de la clase obrera, a veces masiva, a veces residual, pero jamás abolida, y que constituye precisamente uno de los rasgos específicamente proletarios de su condición).»
Así, Balibar y Wallerstein ubican claramente las relaciones sociales de «raza» en la continuidad de las relaciones de clase. En cuanto a las relaciones sociales de sexo, su análisis es mucho menos convincente. En el capítulo llamado «Universalismo, racismo, sexismo: las tensiones ideológicas del capitalismo», Wallerstein afirma que «Lo que llamé etnicización de la fuerza de trabajo tiene como fin volver muy bajos los salarios para segmentos enteros de la fuerza de trabajo. Tales bajos salarios solo son posibles porque los asalariados están mantenidos en estructuras familiares [… que] requieren una considerable inversión de trabajo en las actividades llamadas de «subsistencia», no solo por parte del hombre, pero en mayor medida por parte de la mujer, de los niños e incluso de la gente mayor». En todo el resto del libro, ni él ni Balibar hacen la mas mínima alusión a las innumerables teóricas feministas que han subrayado hasta cansarse que las relaciones sociales de sexo también permitían «mágicamente» que les sea atribuida a las mujeres una remuneración muy inferior a lo que el criterio meritocrático podría justificar jamás.
Otr@s analistas siguieron y desarrollaron estas propuestas de Balibar y Wallerstein, demostrando como las leyes y las políticas migratorias creaban diferentes categorías de migrantes, incluyendo a l@s «sin papeles» e «indocumentad@s» (Fassin et al, 1997), lo que permite dividir y debilitar aún más la «clase». Otr@s evidenciaron fenómenos nuevos tales como la «deslocalización en el mismo sitio» (Terray, 1999). Otr@s aún, subrayando las continuidades que existen entre esclavitud y salariado, han creado conceptos como el de «salariado frenado» [salariat bridé], que se apoya en el racismo de las políticas migratorias y constituye un poderoso mecanismo de regulación del salariado clásico (Moulier Boutang, 1998).
Vemos que estos análisis intentan entender cómo las clases sociales y el salariado están siendo modificados por la nueva gestión de la movilidad de la mano de obra, es decir, por medio de unas políticas migratorias cada vez mas restrictivas, organizadas en torno a una redefinición del racismo y productoras de varias categorías precarizadas. Sin embargo, no logran dar cuenta plenamente de la magnitud de otro fenómeno que acontece simultáneamente: el hecho que una proporción considerable de la migración sea femenina. Ravenstein había demostrado ya en el 1885 que las mujeres emigraban más que los varones cuando de pequeñas distancias se trataba. Hoy, ya es casi imposible seguir eludiendo este tema: la misma ONU ha afirmado que la mitad de las migraciones internacionales son hechas por mujeres (a la vez que siguen emigrando al interior de cada país).
B. Internacionalización de la reproducción social : el sexo de las políticas sociales, migratorias y de trabajo
En la misma época en la que Balibar y Wallerstein escribían su libro, ya no para analizar la crisis del capitalismo sino que la mundialización triunfante, Saskia Sassen propuso una reflexión pionera sobre las condiciones poco estudiadas de la híper-movilidad de los capitales y de l@s cuadr@s altamente cualificad@s (1991). Evidenció la existencia de una mano de obra migrante y precarizada, mayoritariamente femenina y del Sur (racializada pues), para garantizar a bajo costo el trabajo subterráneo, invisible, a menudo informal y sin embargo imprescindible, de la mundialización en las metrópolis globales. Al visibilizar estos circuitos alternativos de la mundialización, abrió el camino para otras análisis de la internacionalización del trabajo de reproducción social.
Numerosas investigaciones han sido realizadas sobre la redistribución hacía mujeres del Sur migrantes del «trabajo sucio» («trabajo pesado» o «trabajo feo», sale travail), en especial del trabajo doméstico (Anderson, 2000; Chang, 2000; Hondagneu-Sotelo, 2001; Parreñas, 2002). Otras han analizado la transferencia del trabajo de crianza de l@s niñ@s hacia «nanas» y cuidanderas migrantes, cuyo amor materno está siendo construido como una propiedad natural (en cuanto mujeres y en cuanto provenientes de «culturas» que valoran la maternidad y el amor: Hochschild, 2002). La explotación de su trabajo y de su amor provoca nuevas transferencias de mano de obra en cascada, a las que Hochschild caracteriza como «cadenas de care /cuidado globales» (2000).
Estos análisis deben ser insertados en una reflexión general sobre la reorganización del trabajo provocada por la reforma neoliberal del Estado, que consiste en que el Estado deje de proveer gran parte de los servicios que había asumido, principalmente en el área del trabajo de reproducción social. Silvia Walby fue de las primeras en demostrar que Gran Bretaña había pasado, con el desarrollo del Estado benefactor, de ser un patriarcado privado a ser un patriarcado público (1990). Pero la caída de los sistemas socialistas en el mundo y el desmantelamiento del pacto social-demócrata en Europa volvió a colocar esta enorme carga de trabajo bajo la responsabilidad del sector privado y de la familia. Lo que es nuevo, pues, no es que los hombres como clase se hayan descargado de este trabajo en la clase de las mujeres, sino más bien cómo las mujeres de los países industrializados y las mujeres privilegiadas de los países del Sur han sido empujadas a descargarse a su vez en otras personas, mayoritariamente mujeres migrantes. Y sobre todo, que estas mujeres les sean ofrecidas en bandeja de plata por la políticas migratorias y sociales de los diferentes Estados, tanto importadores como exportadores de mano de obra (Walby, 1997; Marchand & Sisson Runyan, 2000). Efectivamente, no se trata solo de constatar que las mujeres son una excelente mano de obra de ajuste para el sistema, que amortigua la crisis gracias a su sobre-trabajo sub-pagado (ATTAC, 2003; Bisilliat, 2003; Falquet et Al., 2006; Hirata & Le Doaré, 1998; TGS, 2001; Wichterich, 1999), sino que de analizar como el sexo, la «raza» y la clase están siendo movilizados para construir una nueva división social del trabajo a nivel de la familia, de cada país y del conjunto del planeta.
Diane Sainsbury (1993) ha sido de las primeras en interrogar los diferentes tipos de Estados benefactores, no tanto en función de la des-mercadización sino que de la des-familialización de las tareas de reproducción social que permiten. Otr@s después analizaron los vínculos entre la organización de la reproducción social en cada Estado, et tipo de care/cuidado requerido y el tipo de migración femenina «drenada» para responder a las necesidades de care/cuidado en los diferentes países. Eleonore Kofman et Al. (2001) por ejemplo, trabajaron sobre la gestión sexuada de las migraciones en Europa en función de las evoluciones de las políticas de bienestar. Francesca Bettio y Janneke Plantenga (2004) estudiaron los diferentes regímenes de care/cuidado, mientras Francesca Bettio y Anna Maria Simonazzi trabajaron sobre la importación de care/cuidado (care drain) y las migraciones femeninas en el sur de Europa (2006). Por su parte, Florence Degavre y Marthe Nyssens (por publicar) analizan la cuestión de los cuidados a la tercera edad.
Otra pista que habría que profundizar es aquella que abrió Evelyn Nakano Glenn para los Estados Unidos (2002). Glenn puso de manifiesto los vínculos que existen entre «raza», género y configuración del mercado del trabajo. Hace notar como históricamente, desde el período de la esclavización, determinadas categorías de la población (las mujeres, las personas negras) son asignadas a un trabajo de care/cuidado extorsivo. Sobre todo, demuestra como el Estado y la ley van privando de derechos y ciudadanía a las categorías de población asignadas al care/cuidado, desde la esclavización hasta el «trabajo bajo contrato» (indentured servants), hasta el día de hoy. Su reflexión permite llevar mas lejos el análisis, en dos direcciones. Primero, los vínculos entre políticas migratorias y privación de derechos y ciudadanía para vastos sectores de la población mundial. Segundo, los vínculos entre los discursos de la ciudadanía, de la democracia y de la ética del cuidado, y la aparición de un nuevo modelo post-social demócrata en busca de legitimación.
2. ¿Revelar las reglas del juego?
A. Hacía una conceptualización del «trabajo considerado como femenino»
Los análisis de la internacionalización de la reproducción social tienden a mantener una separación analítica entre las tres grandes tareas generalmente encargadas a las mujeres: el trabajo «doméstico» / de manutención de l@s demás miembr@s del grupo familiar, el trabajo sexual y el trabajo de producción y crianza de l@s niñ@s. Por cierto, las feministas materialistas han insistido desde hace ya tiempo sobre la estrecha vinculación que existe entre estos tres trabajos. Colette Guillaumin demostró que la relación social que llamó sexaje permitía la apropiación simultánea del cuerpo y de sus productos, de la sexualidad y de la fuerza de trabajo (1992 [1978]). Por su parte, Paola Tabet estudió la reproducción de las mujeres como un trabajo en el sentido marxiano (2002 [1985]), y el intercambio económico-sexual entre mujeres y hombres como un continuo en el que las «putas» y las mujeres casadas estaban unidas en una única «gran estafa» (2004). Sin embargo, estos dos análisis que hizo quedaron simplemente yuxtapuestos. Gail Pheterson a su vez mostró que el «estigma de prostituta», que puede ser aplicado a cualquier mujer, servía para restringir la movilidad y búsqueda de autonomía económica de todas las mujeres (2001 [1996]).
Hoy, importantes trabajos están evidenciando las continuidades entre el empleo doméstico y varias formas de prostitución, siendo ejercidas estas dos actividades sucesivamente o simultáneamente por algunas mujeres migrantes (Oso, 2003), en particular las mujeres venidas «solas» (Moujoud, por publicar), sobre todo cuando las leyes migratorias y laborales las precarizan y las empujan a la ilegalización y a la clandestinización (Guillemaut, 2007). Simultáneamente, la mayoría de las mujeres migrantes son reducidas a un estatuto de dependencia legal hacía padres o maridos (para Francia: Lesselier, 2003). En cuanto al trabajo de producción de niñ@s, una vez expuestos los estrechos lazos que unen nacionalismo e intervención sobre la reproducción de las mujeres (Yuval Davis, 1991), unos análisis feministas han develado las relaciones entre nuevas tecnologías reproductivas y nacionalismo, bajo el control del Estado (Kahn, 2007 en torno a Israel). Otros trabajos insisten en el papel de las Instituciones internacionales en la promoción a escala planetaria de políticas de población sexistas y racistas (Falquet, 2003; Ströbl, 1994). Nos parece necesario avanzar hacia una síntesis de estos análisis, desarrollándolos en tres direcciones.
Primero, reconociendo la existencia de un verdadero continuo entre estas tres formas de trabajo: el trabajo de manutención (doméstico y/o comunitario), el trabajo sexual y el trabajo de producción-crianza de niñ@s. El fenómeno de las «mail order brides» (novias por internet), crece en la medida que mujeres de países empobrecidos intentan intercambiar por contrato matrimonial su total disponibilidad para estos tres tipos de trabajos, no solo en contra del consabido «mantenimiento» analizado por Delphy (1998), sino que en contra de la menos desventajosa nacionalidad de un-a autóctona de algún país sobre-desarrollado. El desarrollo de este fenómeno, evidencia la importancia de investigar sobre las nuevas de formas de migración internacional en el marco neoliberal. Propongo llamar este continuo de trabajo, sea remunerado o no, el «trabajo considerado como femenino». Constituye la mayor parte del «trabajo desvalorizado» del que hablaban Balibar y Wallerstein, buscando sus principales ejecutantes en la población migrante. La perspectiva de la co-formación de las relaciones de poder explica por qué este trabajo, si bien puede ser ejercido por individuos de sexo masculino, en especial si han sido etnicizados y naturalizados con este fin (migrantes, esclavos o colonizados), constituye indudablemente en su mayor proporción la responsabilidad por excelencia de las personas socialmente construidas como mujeres.
Segundo, es importante fijarse en el papel que juegan tanto los Estados como las Instituciones internacionales en la gestión global de la mano de obra, por medio de políticas migratorias, laborales (organización de los servicios públicos y del mercado del trabajo), de población y de desarrollo, así como por el reforzamiento del militarismo (Enloe, 1989, 2000), el aumento de las guerras, de los desplazamientos de población y de los campos de refugia@s (Agier, 2003), e incluso de las políticas de encierro de ciertos sectores de la población (sobre los Estados Unidos, campeones del encarcelamiento: Davis, 2006). Las Instituciones internacionales participan también a la promoción del turismo y al desarrollo subsecuente del trabajo sexual (Falquet, 2006). Finalmente, por medio de la Organización internacional del trabajo (OIT) entre otros, Estados e Instituciones internacionales planifican a mediano y largo plazo la entrada de las mujeres al mercado laboral. Por ejemplo, los países de la OCDE se fijaron el objetivo de poner un 60% de las mujeres sobre el mercado laboral par el 2010 (objetivo de Lisbona, 2000). Estados e Instituciones internacionales intentan presentar este proyecto como el feliz desenlace de las reivindicaciones de igualdad de las mujeres y el nec plus ultra de un modelo social-demócrata sensible al género —volveremos sobre este tema, que es central en su intento por legitimar el nuevo orden mundial post-Estado benefactor (post Welfare State).
Finalmente, hay que re-conceptualizar al hogar doméstico. Pues no solo está profundamente marcada su organización por la políticas públicas nacionales e internacionales, sino que su composición y sus límites no son aquellos que generalmente sirven de paradigmas para el análisis. Para empezar, la mayoría de los hogares difieren bastante de los modelos «occidentales» de familia nuclear que han servido de base para muchas construcciones teóricas, así como lo demostraron de sobra los trabajos de las Black feminists (Hill Collins, 2005) y de muchas feministas del Sur. Luego, un buen tercio de los hogares en el mundo están siendo jefeados no por varones sino que por mujeres (Bisilliat, 1996). Y por ende, la mundialización modifica profundamente su equilibrio, al introducir en ellos, física o virtualmente, cada vez más personas extrañ@s que contribuyen poderosamente a la realización del trabajo que se supone se debe llevar a cabo en dichos hogares. Entre est@s extrañ@s, hallamos trabajadoras domésticas migrantes (del campo o de otro país), enfermeras hospitalarias y a domicilio, pero también jardineros, boys, choferes y guardaespaldas, y también madres de alquiler y otras obligadas a abandonar a sus hij@s, y hasta trabajadoras del sexo quienes proveen imágenes pornográficas o prestaciones sexuales en la esquina o durante desplazamientos recreativos en el extranjero. Aunque aparezcan con nitidez las dimensiones Sur-Norte del fenómeno, hay que insistir en que esta división del trabajo se organiza también a escala de cada país, en base a sistemas racistas, clasistas, de casta y coloniales, locales.
Hay que analizar estas cuestiones no solo para los hogares privilegiados del Sur y del Norte, sino que también para los demás. Un estimulante trabajo de Laura Oso (por publicar) muestra que los diferentes «hogares transnacionales» (se podría agregar «transregionales») creados por la migración neoliberal, también son claves para entender las estrategias de reproducción de los hogares y de los países del Norte, así como de los del Sur. Sobre todo, Oso afirma que dichos hogares transnacionales son una de las claves empíricas y teóricas del análisis de una doble imbricación. Por un lado, entre reproducción en el Sur y reproducción en el Norte. Por el otro, entre la reproducción que se maneja en el marco familiar y la reproducción manejada por el Estado.
B. Heterosexualidad y co-formación de las relaciones de poder
Existe un mecanismo que aún no ha sido suficientemente analizado y que completa la co-formación de las relaciones de poder: la heterosexualidad. El concepto de heterosexualidad es un aporte de las teorías lésbico-feministas cuya principal expositora sigue siendo Monique Wittig (2001 [1981]). Contrariamente al uso común que debilita su poder explicativo, la heterosexualidad de la que hablamos aquí tiene poquísimo que ver con pulsiones y prácticas sexuales: se trata más bien de una poderosa institución social, sólidamente apoyada en el Estado y la Nación y que juega un papel de primera importancia en la circulación de las personas. Vamos a ver que contribuye centralmente, no solo a la organización de la alianza, de la filiación y de la herencia, sino que más profundamente aún, a la construcción y naturalización de los sexos, pero también de las «razas» y de las clases.
El punto de partida y de llegada de las relaciones sociales de poder es el acceso a los recursos. El trabajo asalariado es uno de los medios para intentar acumular riquezas, pero sin lugar a dudas, pocas veces es el mejor: la alianza y la herencia son mucho más rápidas. Pero la libertad de escoger y contraer alianza, la posibilidad de establecer una filiación legítima y de pretender recibir o transmitir una herencia, están reguladas por la heterosexualidad. El tema no ha sido suficientemente explorado. De hecho, si bien en Francia, en los años 70, Christine Delphy tuvo la intuición de la importancia, para las relaciones sociales de sexo, de la transmisión del patrimonio, no prosiguió en esta dirección. Solo es mucho más tarde que investigadoras como Carmen Diana Deere y Magdalena León (2001) se han lanzado a un estudio sistemático de las leyes matrimoniales y de herencia en América Latina y el Caribe, convencidas de que era más bien a través de este posible acceso a la propiedad (en este caso, de la tierra) que a través del salariado, que se podía obtener un mejoramiento de la situación de las mujeres. Sin embargo, le hace falta a este análisis una reflexión crítica sobre la institución del matrimonio en cuanto unos de los grandes sitios de explotación del trabajo «considerado como femenino» (y sobre la propiedad privada).
¿Puede el «matrimonio» no-heterosexual subvertir realmente esta organización del trabajo y del acceso a los recursos? Las luchas de los movimientos lésbicos, gays, bi, trans y queer en este campo deben ser examinadas con detenimiento, ya que son bastante ambivalentes. Por un lado, obtener de algunos Estados un comienzo de derecho al matrimonio y a la herencia, abre una brecha. Sin embargo, la dificultad para avanzar sobre el reconocimiento de la filiación revela la amenaza que esta reivindicación significa: el problema tal vez no sea tanto el supuesto bienestar síquico de l@s niñ@s, sino la posibilidad de hacer circular el patrimonio social y económico según líneas que no son las de la familia heterosexual y patrilineal dominante. Sin embargo, no basta con cambiar el sexo de l@s novi@s para alterar las estructuras de las relaciones sociales (Mathieu, 1991 [1989]). Pues si no se intenta implementar otros arreglos «económico-sexuales» entre las personas (para retomar el concepto de Tabet, 2004), pocas cosas habrán cambiado (Falquet, 2006 b). Así como Wittig lo indicó claramente, no es tanto la sexualidad lésbica (homosexual o queer) como una sexualidad «otra» la que hay que estudiar, sino que la heterosexualidad, en cuanto institución (2001 [1980]).
Recordemos primero que la heterosexualidad construye y naturaliza los sexos —y no es tanto para fines sexuales sino que de trabajo. Por lo menos así se puede leer a Levi Strauss: Nicole Claude Mathieu (1991 [1989]) enfatiza que al afirmar que es la división sexual del trabajo, socialmente construida, la que obliga a la formación de unidades «familiares» en las que haya al menos una mujer y un varón, Levi Straus se acercó peligrosamente a la conclusión según la cual la heterosexualidad estaba construida por la división sexual del trabajo. Gayle Rubin a su vez demostró que la división sexual del trabajo funcionaba gracias al tabú de la similitud entre mujeres y varones, íntimamente vinculado al tabú de la homosexualidad (1998 [1975]). Finalmente, es obvio que independientemente de sus prácticas sexuales reales, la amenaza de ser estigmatizada como lesbiana es un poderoso medio de negar a cualquier mujer el acceso a los «trabajos de hombres» (Kergoat, 2000) que son los de más prestigio y sobre todo los mejores pagados (Pharr, 1988). Esto es lo que Monique Wittig condensó en su lapidaria fórmula: “las lesbianas no son mujeres” (2001 [1980]). Pues al negarse conscientemente a unirse con varones, algunas mujeres se niegan a trabajar para ellos —Wittig las llamaba lesbianas para diferenciarlas de las mujeres que tienen prácticas sexuales homosexuales pero no cuestionan su relación de trabajo con los varones. Sin embargo, la cuestión de la apropiación colectiva de las mujeres queda sin resolver, hasta que se entienda que la heterosexualidad no solo construye el sexo.
El hecho es que la heterosexualidad también interviene en le proceso de reproducción y de naturalización de la «raza» y de la clase. Poderoso es el mito según el cual l@s proletari@s y las personas racializadas nacen «naturalmente» de la unión heterosexual de dos proletari@s o de dos personas racializadas. En realidad, no hay nada más complejo que asegurar las uniones socialmente convenientes. Si se toma el caso de la «raza», es interesante ver como, a menudo, la mayor prueba de solidaridad de «raza» que los hombres racializados les piden a las mujeres racializadas, es que se casen con ellos y críen a su hij@s (preferiblemente varones). Este punto es central en el nacionalismo (Yuval Davis, 1997), ha desgarrado al los pueblos colonizados, ha atravesado el movimiento Negro de Estados Unidos (Smith, 1983) y agita hoy l@s descendientes de migrantes. Pues la racialización de la heterosexualidad no es igual según el sexo: para la mayoría de los varones, es un derecho la exogamia «racial», mientras que para la mayoría de las mujeres, la endogamia es un deber sagrado. Dependiendo de los contextos históricos y políticos, el alcance y significado que tiene para cada «raza» la unión de las mujeres racializadas con los varones más «claros» (y a la inversa) merece ser estudiado con detalles. Se lo merece aún más por combinarse con elementos de clase, donde la heterosexualidad interviene, pero con expectativas sexuadas diferentes. De hecho, en este campo, se considera normal que las mujeres se casen con hombres de una clase superior o igual a la suya: habría que analizar en que medida la fidelidad de clase que se espera de ellas es diferente a la fidelidad de «raza».
Se tiene entonces que seguir reflexionando para entender como el sistema de la heterosexualidad, fuertemente estructurado por les leyes y políticas del Estado nacional, organiza la circulación de las personas según su sexo, clase y «raza», así como las posibilidades de acceder al mercado de trabajo remunerado, a la alianza, a la filiación, a la legitimación y posesión de hij@s, y finalmente a la herencia. El Estado nacional y el sistema heterosexual están estrechamente ligados para reglamentar la circulación de las personas y de sus descendientes y su capacidad de contraer, íntimamente vinculada con el tema de la ciudadanía. Se sabe, pues, que la libertad de movimiento y la capacidad para contraer son los pilares de la accesión al trabajo asalariado —sin hablar de propiedad. Lo que permite aportar una respuesta mucho más compleja a la pregunta de Balibar y Wallerstein: ¿Cómo está siendo regulada la asignación de mano de obra en el continuo trabajo asalariado-trabajo desvalorizado-trabajo gratuito? Para decirlo en pocas palabras, bajo la dirección del Estado y de las Instituciones internacionales como de la institución de la heterosexualidad, la ilegalización e incluso la criminalización creciente de la migración, la falta de estatuto legal autónomo para la mayoría de las mujeres migrantes y la negación de ciudadanía que se les opone a numerosas mujeres empobrecidas y racializadas, migrantes y descendientes de migrantes en varias partes del mundo y hasta en sus propios países, contribuyen poderosamente a organizar la división del trabajo y por tanto a co-formar las relaciones sociales de sexo, «raza» y clase que se observan en la mundialización neoliberal.
Para concluir, quiero reafirmar que lo que aquí he propuesto solo son hipótesis de trabajo muy rápidamente delineadas e in progress. Frente a la complejidad que conlleva de por sí la perspectiva de la co-formación de las relaciones sociales de sexo, « raza » y clase, es grande la tentación de renunciar a cualquier tipo de análisis que no sea muy empírico y muy localizado. Sin embargo, me he atrevido a desenredar algunos hilos con la esperanza de entender mejor la mundialización neoliberal. Podemos ver que los campos que quedan por explorar son inmensos. Recapitular «resultados» es igualmente difícil: la co-formación invita más bien a profundizar cada pista abierta, estudiando todas sus ramificaciones. Prefiero entonces aquí señalar un último punto, que me parece determinante: la de los mecanismos de coerción y de legitimación que están funcionando para garantizar la extensión de la mundialización neoliberal.
De hecho, los Estados dominantes y las Instituciones internacionales que los apoyan intentan colocarnos frente a una falsa alternativa. Para simplificar, tenemos que escoger entre dos porvenires. El primero, encabezado por los Estados Unidos y con numerosos seguidores internacionales, nos lleva a una perspectiva de guerra sin final llevada a cabo por quienes en un trabajo anterior llamé «hombres en armas» (Falquet, 2006). Aunque el presidente Bush pretenda combatir un enemigo armado (el «terrorismo integrista musulmán»), existe en realidad entre estos grupos de «hombres en armas» cuya oposición es solo superficial, una complicidad objetiva en contra de la población «civil» cuyo paradigma serían las «mujeres de servicios» que realizan el «trabajo considerado como femenino». Esta guerra permanente permite a la vez someter el conjunto de la población al control securitario, hacerle olvidar sus intereses económicos inmediatos a favor de intereses nacionalistas, y separar a las «razas», mientras se acumulan enormes beneficios. Al otro porvenir no se le hace difícil por tanto aparecer como mas deseable. Se trata del proyecto social-demócrata «europeo» de semi-pleno empleo, de igualdad mujeres-hombres y de ciudadanía ampliada y participativa, profundamente reorganizada también para permitir la realización de mayores beneficios.
Es interesante notar que de ambos lados, para intentar legitimar su proyecto, el discurso de la igualdad de los sexos (y de la «razas» y clases) está siendo movilizado de forma perversa, mientras que tanto un proyecto como el otro, crean más pobreza y más sufrimiento para la mayoría de las mujeres. Del lado de la «guerra de las civilizaciones», se ve bastante fácilmente que el discurso seudo-feminista de Bush prometiendo «liberar a las mujeres afganas» no es más que un discurso imperial típico de las savior narratives (narrativas de rescate) a las que Spivak tan acertadamente analizó (in Landry & MacLean, 1996) y que sirven para justificar todas las intervenciones (neo)coloniales. También permite, como es sabido, hacerles creer a las mujeres de los países del Norte que aunque no hayan plenamente alcanzado su liberación, ocupan una posición deseable (Mohanty, 2003). Del lado de la social-democracia, el mensaje es más sutil, pero bastante engañador también. Pues varias reformas legales a favor de las mujeres, o incluso de las «minorías sexuales», acompañan un discurso encantado sobre el acceso cada vez más igualitario de las mujeres al trabajo asalariado, a la política y a la ciudadanía. Este discurso se acompaña de políticas públicas, migratorias entre otras, que garantizan a una minoría de mujeres y hombres cierta liberación del «trabajo considerado como femenino», con el fin de permitir su mayor explotación asalariada y sobre todo, a costo de la mayor explotación de vastos sectores de la población mundial. De nuevo aquí, vemos que esta solución no puede ser en absoluto considerada como satisfactoria, ya que se construye necesariamente sobre la explotación de aquell@s que realizan el «trabajo considerado como femenino», y en especial sobre una profunda división internacional del trabajo racista, clasista y sexista.
Es aún mas importante ver mas allá de esta falsa alternativa, ya que estos dos proyectos, en realidad, son hermanos siameses. Son hipócritamente pregonados al conjunto de l@s habitantes de este planeta, cuando en realidad corresponden a los intereses de una estrecha minoría y descansan ambos en bases que vuelven imposible la extensión de sus «beneficios» a la inmensa mayoría de la población mundial. El componente radical del movimiento feminista, al igual que las tendencias radicales de los movimientos anti-racista y anti-capitalistas, nos han enseñado a soñar con algo más. El neoliberalismo no merece ser «arreglado». La mundialización puede tomar otras caras, mas cercanas a la extinción progresiva o inmediata de las relaciones sociales de poder. No es sucumbiendo a las sirenas de aquell@s que prefieren luchar «en contra de una sola relación de poder» que obtendremos victorias significativas. Pues la co-formación de las relaciones sociales no es una palabra vacía y la responsabilidad del «trabajo considerado como femenino» es de tod@s.
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*Este texto no hubiera podido ser escrito sin innumerables discusiones, entre otro en los grupos Sexo et raza de Toulouse, Sexismo y colonialismo de París, el seminario del CEDREF sobre la rearticulación de las relaciones de sexo, «raza» y clase en el marco de la mundialización neoliberal, la Red temática 24 de la Asociación francesa de sociología y las revistas Nouvelles Questions Féministes y Cahiers du Genre. También quiero agradecerle en especial a Nasima Moujoud por nuestros profundos intercambios sobre el tema. Sabreen Al Rassace, Malika Bakhouche, Milena Jacsic, Françoise Guillemaut, Salima Mousli y Martine Stutz me han ayudado a pensar los vínculos entre migración, trabajo doméstico y trabajo sexual. Ochy Curiel, Mercedes Cañas, Sabine Masson y Melida me han confortado en mi reflexión crítica sobre las feministas frente a las trabajadoras domésticas migrantes y/o racializadas. Finalmente, este texto mejoró muchos gracias a los comentarios de Anissa Hélie, Paola Bacchetta y Florence Degavre.
Este texto ha sido escrito en francés y pensado de cara a un público francés y/o francófono (de allí el tipo de referencias bibliográficas). Sin embargo, puede resultar interesante fuera de este estrecho marco. La traducción al español es de mi autoría (N de la A.).
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** La versión original de este artículo en francés es la siguiente: Jules Faquet, «La règle du jeu. Repenser la co-formation des rapports sociaux de sexe, de classe et de «race» dans la mondialisation néolibérale» in Elsa Dorlin, Sexe, race, classe, p.71-90 © Presses Universitaires de France/Humensis, 2009.
Imagen de portada: Marcha Noticias.
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Fuente: