Hoy día, dado que por ahora no llega la revolución socialista en ningún punto del planeta (la última fue en Nicaragua en 1979, hace ya casi medio siglo), comienza a perfilarse un pensamiento novedoso: la multipolaridad.
Por Marcelo Colussi
30/07/2024
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En resumidas cuentas, así lo puede expresar un analista político como Antonio Castronovi: “El multipolarismo es más bien la verdadera revolución en curso de nuestra era que marcará el destino del mundo venidero, y de cuyo resultado dependerá la posibilidad de que se reabra una nueva perspectiva socialista.” Caído el campo socialista europeo y desintegrada la Unión Soviética, con China abrazando mecanismos de mercado y las pocas islas de socialismo dispersas por allí (Cuba, Corea del Norte, Vietnam) sobreviviendo magramente, Estados Unidos quedó como la potencia dominante del mundo. Se entró de ese modo en una fase de unilateralismo, de unipolaridad donde Washington se erigió como dominador absoluto. Por varios años, poniendo tras de sí a la Organización de Naciones Unidas, a la Unión Europea y la OTAN, la Casa Blanca dictó los caminos a seguir, sin sombras ni obstáculo alguno delante. Pero las cosas fueron cambiando bastante rápidamente.
Ya entrado el siglo XXI, la República Popular China, con un vertiginoso ascenso económico, desde fines del siglo pasado, y mucho más en el presente, a través de su particular “socialismo de mercado” o “socialismo al modo chino”, se constituyó en un formidable competidor de Estados Unidos. Según cómo se lo mida, su PBI casi iguala al del país americano, o lo supera. En esa carrera por la supremacía mundial, el gigante asiático parece tener más aire que el país norteamericano que, lenta pero irremediablemente, comienza a mostrar signos de decadencia. En este momento los desarrollos científico-técnicos que logra Pekín, con su correlato en el campo militar, muchas veces dejan sin aliento a Washington.
Junto a ello, renaciendo como país capitalista, la Federación Rusa salió del colapso que significara la desintegración de la URSS en la década de los 90 del pasado siglo, y apareció nuevamente en el ruedo internacional como potencia político-militar. Varias guerras victoriosas donde exhibió su renovado músculo bélico -Chechenia, Crimea, Siria, Ucrania-, más una demostración de fuerza armamentística de la más alta tecnología que reproduce para Washington el “momento Sputnik” de 1957, evidenciaron que Moscú seguía siendo un rival de igual a igual. Sus misiles hipersónicos y sus drones submarinos van dejando atrás la otrora supremacía del Tío Sam. Estados Unidos, sintiendo que va perdiendo lentamente la hegemonía global, reaccionó de manera bélica, militarizando más aún el panorama internacional (la guerra de Ucrania, la carnicería israelí en Palestina y la tensión al rojo vivo en Taiwán lo evidencian). Todas esas zonas calientes pueden ser preámbulo de salidas imprevisibles que podrían llegar a un conflicto mundial generalizado, probablemente con armas atómicas. Nadie lo quiere aparentemente, pero los tambores de guerra no dejan de sonar.
En la reunión anual del Grupo Bilderbeg del año 2022, que tuvo lugar en Washington, se filtró la agenda que se trataría. Por supuesto, las conclusiones jamás salen a luz. Los “amos del mundo”, como se le conoce a este grupo, deciden en la mayor secretividad el guión que sigue la humanidad para el futuro próximo. En esa filtración pudo saberse que uno de los tópicos a abordarse sería la “gobernabilidad global post guerra nuclear”. Todo indica que quienes toman esas decisiones vitales para los más de ocho mil millones de habitantes del planeta, tienen contemplada la posibilidad de una guerra con armamento nuclear, pero limitada (armas tácticas, las llaman). Según algunos expertos, eso es un despropósito total, un imposible. No hay guerras nucleares “limitadas”. De librarse una guerra atómica con apenas un pequeño porcentaje de la capacidad destructiva actual (alrededor de 12.000 misiles, el 90% de ellos repartidos entre Rusia y Estados Unidos), la destrucción de toda forma de vida está asegurada. Si no es por la muerte instantánea en el momento de recibir los impactos, la lluvia ácida provocada por las posteriores nubes radiactivas, y el prolongado invierno nuclear (noche permanente por al menos una década) que seguiría, terminarán con toda la vida sobre el planeta por la falta de luz solar. Por tanto, utilizar ese tipo de armamentos entre las superpotencias es algo que, como lo dice en inglés la abreviatura de la fórmula de la correspondiente estrategia militar: “Mutual Assured Destruction” -MAD- es algo “loco” (mad, en inglés). Si lo que el Grupo Bilderberg trató en su reunión de hace un par de años se puede tomar como premonitorio -¡se viene la guerra nuclear!-, más premonitorio aún es la profusión de refugios antinucleares que algunos magnates están construyendo. La “gestión de emergencias” o “preparacionismo”, como se le ha dado en llamar, es un negocio en auge, vendiéndose bunkers antibombas atómicas hasta por dos millones y medio de dólares. Obviamente los ciudadanos de a pie tendremos que soportar la guerra sin refugios, hasta que caigamos muertos. La historia la escriben los que ganan, definitivamente.
En esa nueva coyuntura que comienza a darse abiertamente a partir de la tercera década del siglo XXI, el eje Moscú-Pekín se alza como referente de un anticapitalismo occidental, básicamente del anglosajón, que es quien viene tomando la delantera en la modernidad eurocéntrica. Pero ninguno de los dos países euroasiáticos levanta las banderas del socialismo y la revolución como consigna para el mundo. Rusia pasó a ser una nación ganada por el capitalismo más voraz y mafioso, donde unos pocos multimillonarios manejan el grueso de su economía, y China propicia un particular “socialismo de mercado” que puede dar excelentes resultados para su propia población (ese modelo sacó de la pobreza rural crónica a 500 millones de habitantes en pocos años convirtiéndolos en consumidores tipo clase media occidental), pero sin constituirse en referente para los pobres y oprimidos de todo el orbe. Ambas naciones, en un gran esfuerzo conjunto, están intentando edificar un mundo por fuera del dominio del dólar. Surge así la propuesta de los llamados BRICS. Éstos (en el momento de redactar este texto son diez países: Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica, Etiopía, Irán, Arabia Saudita, Egipto y Emiratos Árabes Unidos -Argentina, con la presidencia de Javier Milei, renunció a su integración-), con economías dispares, todos capitalistas -salvo China-, con muy distantes visiones político-filosóficas de la sociedad, se presentan como un bloque alternativo al capitalismo basado en la divisa estadounidense. Junto a ellos hay una lista de países en espera: México, Venezuela, Cuba, etc. Se habla de cerca de 30 en total, todos países en desarrollo del Sur global, de Asia, África e incluso Europa, que quieren escapar de los tentáculos del FMI y del Banco Mundial.
El mundo dejó de ser unipolar, pasando a tener varias cabezas; multipolaridad digamos: China, Rusia, y varios países no alineados con el dólar. En principio, no puede decirse que esto constituya una perspectiva post capitalista; es una nueva arquitectura global descentralizada de Washington. Eso, por sí solo, no trae reales beneficios a las grandes mayorías planetarias. La idea de un comercio donde todos ganen (¿será una quimera eso?, el ganar-ganar) no es el ideario socialista. La Nueva Ruta de la Seda que impulsa hoy Pekín, ambicioso proyecto que posicionará a China como principal potencia mundial, con presencia en más de 100 países, para algunos es una forma sutil de imperialismo, colocando sus propias mercaderías en los cinco continentes; para otros, los chinos fundamentalmente, una forma de llevar prosperidad a los sectores más deprimidos del globo. ¿Planteo socialista? No queda claro cómo ese mecanismo comercial beneficiaría a los históricamente desamparados de la Tierra. ¿Será cierto, como plantea el citado Castronovi, que de los BRICS “dependerá la posibilidad de que se reabra una nueva perspectiva socialista”? El debate está abierto.
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