La indignación, por sí sola, no transforma. Pero es el punto de partida de toda transformación
En las calles de París, Yakarta o Rabat, en los barrios periféricos de Bogotá y Santiago, o en los campos de Nepal, la humanidad parece despertar de un largo letargo. Se trata de una protesta sin partido y, a menudo, sin programa, pero con una intuición profunda: el modelo actual ha dejado de servir al ser humano
A la izquierda.: recientes manifestaciones en Nepal en 2025; a la derecha: chalecos amarillos en Francia, 2019 - Foto: Especial
Clara López Obregón
diario-red.com 08/10/25 |11:00
La ola de insatisfacción que recorre el planeta no tiene bandera ni idioma, pero sí un sentimiento común: la indignación. Esa emoción política y moral que Stéphane Hessel reclamó a la juventud europea hace más de una década, cuando advirtió que el conformismo era la peor forma de complicidad. Su llamado dio nombre al movimiento de Los Indignados en España, inspiró a los Ocupas de Wall Street en Nueva York y revitalizó, en cierta forma, aquel grito del movimiento antiglobalización que sacudió Seattle en 1999: “¡Otro mundo es posible!”.
Hoy, ese mismo clamor renace. En las calles de París, Yakarta o Rabat, en los barrios periféricos de Bogotá y Santiago, o en los campos de Nepal, donde hace apenas unos días volvieron a estallar manifestaciones multitudinarias, la humanidad parece despertar de un largo letargo. Las consignas varían, los idiomas cambian, las culturas se entremezclan, pero la rabia y la desilusión son universales. Se trata de una protesta sin partido y, a menudo, sin programa, pero con una intuición profunda: el modelo actual ha dejado de servir al ser humano.
Durante tres décadas, el mundo creyó en la promesa de la globalización: crecimiento, prosperidad y modernidad para todos. La apertura de los mercados, el libre flujo de capitales y la expansión tecnológica fueron presentados como un destino inevitable, una especie de religión laica del progreso. Pero la realidad, más terca que los dogmas, terminó por desmentir la fe en el mercado como salvador universal.
El fundamentalismo de mercado convirtió a la economía en el nuevo credo y al consumo en su liturgia cotidiana. En nombre de la eficiencia se precarizaron los trabajos, se debilitaron los sindicatos, se vaciaron los Estados de sus funciones sociales y se entregó al capital financiero el poder de decidir sobre el destino de las naciones. La competencia desplazó a la cooperación, la productividad a la empatía, la rentabilidad a la dignidad.
No se trata solo de una crisis económica, sino de una crisis de sentido. El mercado no sabe qué hacer con la vida, con la naturaleza, con la empatía o con la esperanza
El resultado es un planeta exhausto, con millones de jóvenes que sienten que no tienen lugar, con sociedades polarizadas y con democracias reducidas a un ritual electoral cada cuatro años. En las economías desarrolladas crecen los discursos xenófobos y el resentimiento; en las periféricas, la frustración se expresa en estallidos sociales, migraciones masivas y desconfianza hacia toda forma de autoridad. La globalización prometió unir al mundo, pero lo que ha hecho es fragmentarlo.
El estallido social que vivió Colombia en 2019 y 2021, y los movimientos similares en Chile, Ecuador, Francia o Hong Kong, parecían anunciar una nueva era de resistencia civil. La pandemia interrumpió ese ciclo, pero también lo intensificó. Con el confinamiento llegó el silencio de las calles, pero se amplificaron las voces en las redes y se desnudaron las fragilidades del sistema.
Las cuarentenas dejaron claro que no todos podían quedarse en casa: millones debían salir a trabajar para sostener economías que ya no los sostenían a ellos. Las estadísticas de desempleo, pobreza y salud mental se dispararon. Los Estados, obligados a intervenir, demostraron que siempre hubo recursos para proteger la vida, pero que durante décadas se negaron a usarlos por falta de voluntad política. La pandemia no creó las desigualdades: las reveló con crudeza.
Cuando el mundo volvió a abrir, la gente no volvió igual. En cada continente, el malestar retomó su curso con más fuerza, ahora alimentado por una certeza: el modelo económico que domina al planeta ha perdido legitimidad moral. No se trata solo de una crisis económica, sino de una crisis de sentido. El mercado no sabe qué hacer con la vida, con la naturaleza, con la empatía o con la esperanza. Por eso la sociedad empieza a reclamar algo más que crecimiento: quiere justicia, participación, propósito.
La política se despojó de contenido y se redujo a espectáculo. En ese vacío, florecen los autoritarismos, las teorías conspirativas y los liderazgos mesiánicos. El ciudadano, convertido en consumidor, se siente solo y despojado
El grito “¡Que se vayan todos!” que recorrió las calles de Argentina en 2001, resuena hoy en Francia, en Marruecos, en Nepal, en Indonesia y en América Latina. No se trata solo del rechazo a los gobernantes de turno, sino a un sistema político que parece incapaz de representar las necesidades reales de las mayorías. Las democracias representativas, capturadas por los intereses económicos y los aparatos mediáticos, han perdido su vitalidad. Los parlamentos legislan cada vez más para los mercados y menos para las personas.
La tecnología, que podría haber sido herramienta de deliberación y transparencia, se ha convertido en arma de manipulación y control. Los algoritmos deciden qué pensamos y a quién creemos. La política se despojó de contenido y se redujo a espectáculo. En ese vacío, florecen los autoritarismos, las teorías conspirativas y los liderazgos mesiánicos. El ciudadano, convertido en consumidor, se siente solo y despojado.
Pero bajo la superficie del desencanto se gesta algo nuevo. En las asambleas de barrio, en las plataformas digitales de participación, en las cooperativas, en las universidades y en los movimientos sociales emergentes, brota una aspiración común: recuperar el control de lo público, devolverle a la democracia su sentido original —el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
La salida a esta crisis no puede ser el repliegue autoritario ni el retorno a los nacionalismos cerrados. Tampoco basta con reformar la economía: hay que repensar el contrato social. La humanidad necesita un nuevo pacto que reconozca los límites del planeta, que subordine la economía a la ética y que restaure la centralidad de la vida sobre el lucro.
Ese pacto deberá ser, inevitablemente, más participativo. No se trata de abolir la representación, sino de complementarla con mecanismos de democracia directa, que devuelvan a la ciudadanía el poder de decidir sobre los asuntos esenciales: el presupuesto, la transición ecológica, la justicia fiscal, la educación, la salud. Hoy la tecnología lo permite. Si los algoritmos pueden dirigir campañas políticas y manipular elecciones, también pueden servir para abrir los parlamentos y los procesos constituyentes al pueblo.
Los movimientos que hoy estremecen al planeta deben trascender el rechazo para convertirse en propuestas. No basta con decir que se vayan todos; hay que preguntarse quiénes deben llegar y, sobre todo, para qué.
Un nuevo pacto social no será posible sin una revisión profunda de las estructuras de poder global. La arquitectura económica internacional —desde el Fondo Monetario Internacional hasta la Organización Mundial del Comercio— responde a intereses que ya no representan al conjunto de la humanidad. La crisis climática, las migraciones, las pandemias y la desigualdad requieren gobernanza mundial con rostro humano, donde la cooperación sustituya la imposición y la solidaridad recupere su lugar como principio civilizatorio.
La indignación, por sí sola, no transforma. Pero es el punto de partida de toda transformación. De la rabia nace la reflexión, y de la reflexión, la acción. Por eso los movimientos que hoy estremecen al planeta deben trascender el rechazo para convertirse en propuestas. No basta con decir que se vayan todos; hay que preguntarse quiénes deben llegar y, sobre todo, para qué.
La historia enseña que los momentos de crisis son también oportunidades. Lo fue la posguerra, cuando Europa construyó su Estado de bienestar; lo fue América Latina en los años setenta, cuando surgieron los movimientos por la democracia. Lo puede ser ahora, si comprendemos que el progreso no consiste en crecer más, sino en vivir mejor, juntos.
El mundo no está condenado a repetir sus errores. Pero para que otro mundo sea posible, como soñaban los manifestantes de Seattle y Porto Alegre, debemos atrevernos a imaginarlo. Recuperar la política como arte de lo común, devolverle a la economía su función de servicio, y poner a la tecnología al servicio de la humanidad y no al revés.
Solo así, cuando la indignación se transforme en acción solidaria y la protesta en propuesta, podrá nacer una nueva era: la de una democracia viva, en la que nadie sobre y todos cuenten.
____________
Fuente:
