La figura del desplazamiento de las poblaciones indígenas ha sido velada y relegada tanto en las consideraciones de las políticas públicas sobre el ordenamiento territorial, como en los análisis sobre los procesos de colonización forzada...
Los grupos armados ilegales que no tienen una declaración de intencionalidad política en sus orígenes buscan asociar su accionar a un propósito de ese tipo
Álvaro Sanabria Duque
El municipio de Tuluá, situado en el departamento del Valle del Cauca, experimentó la noche del 10 de febrero del presente año, con el incendio de seis vehículos, el intento de la quema de un almacén minorista y varios atentados a bala, con por lo menos dos muertos, lo que los diarios denominaron una noche de terror. ¿Puede considerarse un hecho aislado, o es la manifestación de que, como en Haití, los grupos del crimen organizado han accedido a una parte importante del control del poder en las ciudades? Los indicios apuntan a que la motivación del connato de asonada fue un acto de retaliación por la captura de un cabecilla del grupo autodenominado La Inmaculada que emite comunicados que tienen como fondo la imagen con la que los cristianos representan a la Virgen María, una de sus divinidades más importantes. ¿Ironía, o manifestación de ese pensamiento esquizofrénico que ha teñido a la violencia en Colombia con una dosis no menor de ritualidad?
Sea como sea, lo cierto es que ese hecho y la muerte de cuatro militares en enfrentamientos con el llamado Clan del Golfo en Segovia, nordeste antioqueño, seis días después, nos recuerdan por enésima vez que la violencia en Colombia es un hecho complejo cuya configuración ha sido un proceso permanente que tiene su origen en las particularidades de la estructuración de la sociedad desde la primera fase colonial, y que su persistencia, más allá de las variaciones asumidas por su forma de manifestarse a lo largo del tiempo, tiene unas bases estructurales que han hecho del sistema social un ente esclerotizado que repite los mismos apellidos y mecanismos del poder, idéntico modelo primario-exportador, y en el que la disputa violenta por la tierra permanece como una constante que pareciera no poder tener fin, por la prolongación ininterrumpida del proceso de colonización territorial y de coloniaje mental.
La complejidad de lo colonial
Colonia, colonización y colonizador son expresiones cuyo contexto hace muy variable su significado. Sin embargo, hay algunas generalidades que engloban el fenómeno, que no sobra explorar para buscar entender su relación con la violencia y sus formas de expresión predomínantes, o de mayor gravedad y persistencia, en áreas como las de la móvil frontera económica colombiana. Achille Mbembe afirma, por ejemplo, que “La propia ocupación colonial es una cuestión de adquisición, de delimitación y de hacerse con el control físico y geográfico: se trata de inscribir sobre el terreno un nuevo conjunto de relaciones sociales y espaciales. La inscripción de nuevas relaciones espaciales («territorialización») consiste finalmente en producir líneas de demarcación y de jerarquías, de zonas y enclaves; el cuestionamiento de la propiedad; la clasificación de personas según diferentes categorías; la extracción de recursos y, finalmente, la producción de una amplia reserva de imaginarios culturales” (1). Descripción, que si bien apunta a la ocupación colonial convencional en la que normalmente, unos ocupantes con una caracterización étnica y cultural determinada, comúnmente respaldados por un Estado o a nombre de éste, someten pueblos con características diferentes, no es ajena a fenómenos de colonización regional de territorios como sucede en la frontera económica colombiana, donde la territorialización, la jerarquización, el cuestionamiento de la propiedad y la implantación de un tipo común de prácticas culturales parecen ser características igualmente presentes. La producción de espacio o territorio a través de procesos de colonización tiene atados conflictos muy marcados entre la legalidad y la legitimidad que no han sido ajenos a resoluciones de carácter violento.
En la historia colombiana han sido colonizadores tanto el español invasor y explotador de fuerza de trabajo indígena como el campesino desplazado por la violencia terrateniente que es obligado a ocupar espacios al margen de la frontera económica. Las dos situaciones no son equiparables, claro está, ni en la motivación ni en el contexto socioeconómico y político, pero como fenómeno de una reconfiguración espacial no deja de ser cierto, en mayor o menor grado, que “la colonia representa el lugar en el que la soberanía consiste fundamentalmente en el ejercicio de un poder al margen de la ley (ab legibus solutus) y donde la «paz» suele tener el rostro de una «guerra sin fin»” (2). La razón para que este aspecto sea un hecho común, es que las nuevas configuraciones espaciales surgidas a través de procesos colonizadores, salvo en circunstancias excepcionales esconden, en la mayoría de los casos, despojos de derechos ya sea colectivos o particulares, salvo en aquellas contadas situaciones en las que no hay ningún tipo de ocupación previa del territorio.
La ampliación de la frontera económica en los países latinoamericanos en su etapa republicana, por ejemplo, parte de la afirmación jurídica de la existencia de territorios “baldíos” o “desiertos”, dando lugar a la continuidad de la violenta invasión de territorios indígenas de las que son icónicas, en la historiografía, la ocupación cruenta del sur de Argentina con las llamadas “Guerras del desierto”, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, que no fueron otra cosa que un genocidio contra las poblaciones nativas, y el caso de Chile, con el proceso eufemísticamente denominado “La pacificación de la Araucanía” que aún tiene continuidad en la criminalización del pueblo mapuche y su resistencia a los ataques del capital apoyados por el Estado.
En el caso colombiano, la ocupación de los territorios que el Estado ha declarado “tierras de la nación”, por ser baldíos, no son esto último. La figura del desplazamiento de las poblaciones indígenas ha sido velada y relegada tanto en las consideraciones de las políticas públicas sobre el ordenamiento territorial, como en los análisis sobre los procesos de colonización forzada o de otra naturaleza en el territorio nacional, quizá porque la densidad poblacional nativa fue menor en la Orinoquía y la amazonia que en el sur del continente.
De esta manera, el doble desplazamiento que implica que el colono sea un campesino desplazado, que en no pocas ocasiones termina, a su vez, desplazando población nativa, es un drama de funesto duplicado que ha tenido una reducida atención (3). Lo dicho no intenta mostrar al campesino-colono con los mismos colores del discurso oficial que lo ubica cerca del bandidaje, sino llamar la atención sobre cómo la instrumentalización del drama del desplazamiento es doblemente violenta contra dos grupos sociales subordinados y marginados que abren la frontera agropecuaria y cuyas áreas terminan, finalmente, siendo apropiadas por empresarios que concentran la propiedad de la tierra y refuerzan el latifundio en los márgenes. Este latifundista-Armado, ajeno a las obligaciones jurídicas, queda convertido más que en propietario de tierras en dueño de destinos y vidas. La figura del gamonal, que no es otra cosa que la criollización de la imagen del encomendero, con una característica fuertemente patriarcal, ha sido la base de la realidad y del imaginario del poder en la colonización territorial que ha atravesado todo el país.
“En resumen, las colonias son zonas en las que la guerra y el desorden, las figuras internas y externas de lo político, se tocan o se alternan unas con otras. Como tales, las colonias son el lugar por excelencia en el que los controles y las garantías del orden judicial pueden ser suspendidos, donde la violencia del estado de excepción supuestamente opera al servicio de la «civilización»” (Mbembe, p. 39). Y, más que suspendidos, en no pocos casos son creados alrededor de la ley del más fuerte. La apropiación territorial de hecho, al margen del derecho, ha sido una constante, como lo demuestra que, dependiendo de la fuente que sustente la estadística, entre seis y diez millones de hectáreas fueron expropiadas por los paramilitares desde su enseñoramiento territorial en los noventa. El despojo violento del territorio tanto al interior como al margen de la frontera económica, y la lógica de la valorización territorial en esos márgenes ha hecho de la compra de las mejoras al campesino-colono, y su reducción a jornalero, arrendatario o aparcero, una práctica social que sigue reproduciéndose bajo los mismos parámetros hasta hoy, creando permanentemente territorios donde reina “la violencia del estado de excepción”, y en los que predomina una cultura política, en la que el señor del territorio es el único elector, el juez y el ejecutor de penas.
En la primera etapa republicana, Colombia, luego de una breve etapa de explotación de oro y cultivo del tabaco como productos comercializables de la economía, pasó a la extracción de quina y añil que fueron la base del desmonte de áreas que hoy son relativamente centrales y constituyeron el primer avance de la frontera económica sobre lo que dio en llamarse las “tierras calientes”. En la región occidental de la Cordillera Oriental, en zonas de lo que actualmente conforman el departamento de Cundinamarca, muy cercanas a Bogotá –como fue el caso de áreas en los actuales municipios de Fusagasugá y Pacho– el Estado cedió, como propiedad, bosques a empresarios privados a través de la figura de la entrega de “baldíos”, para la extracción de quina. El descubrimiento de la calidad de la quina de Pitayó, comercializada en Silvia –Cauca–, dirigió la atención de los silvicultores hacía el sur del país, afectando áreas de Nariño, y de lo que hoy son los departamentos de Putumayo y Caquetá, dando inicio a un proceso de colonización de territorios que aún continúa.
La segunda etapa de la explotación y exportación de quina, que según los historiadores cubre las décadas del cincuenta y sesenta del siglo XIX, estuvo centrada en los departamentos de Huila y Tolima alcanzando, incluso, el pie de monte llanero en tierras del municipio de San Martín –Meta–. La tercera etapa tiene como escenario el departamento de Santander con el hallazgo de un tipo especial de quina en la Cordillera de la paz, que dio lugar a una confrontación entre el Estado central y el regional, conocido como «la guerra de las quinanzas», pues disputaban a quién correspondía otorgar derechos sobre las tierras públicas. La móvil frontera económica, al compás de la colonización seguía prefigurando nuestra estructura regional.
La finalización del ciclo de la quina dio lugar al predominio absoluto del café como el producto dinamizador de la economía colombiana en los cien años que van de 1890 a 1990, cuando el país da el salto de la renta agraria a la minera. El café, en sus inicios, fue producido en grandes haciendas de Cundinamarca y Santander, pero pronto fue reemplazado por siembras en el Occidente colombiano en tierras desbrozadas por la llamada colonización antioqueña, que pese a tener algunas variaciones frente a los otros procesos colonizadores, y haber sido llevado a la idealización, no fue algo ajeno a los conflictos propios de las ocupaciones de este tipo. El mito alrededor del aventurero triunfador ha sido uno de los elementos que vela los aspectos negativos de la formación de la territorialidad colombiana como un proceso de desplazamientos de población hacía los márgenes, que forzados o no, han estado acompañados de la violencia del “estado de excepción” que ha terminado como parte de nuestra cultura normativa.
La colonización de territorios sigue vigente como motor de la configuración de nuestro espacio físico y social, pues como bien los señalaba Catherine Legrand, “Generalmente la privatización de las tierras públicas conllevó la formación de grandes propiedades. Muchas haciendas existentes actualmente en Colombia no son un legado directo del período colonial. Ellas son, más bien, el producto de un proceso de expansión de la frontera por medio del cual nuevas tierras continuamente eran incorporadas a la economía rural” (4). Y si bien el “eran incorporadas” de la frase debe cambiarse por “siguen siendo incorporadas”, lo importante es la afirmación de que la colonización es un proceso que replica la continuidad de los orígenes de la conformación territorial y del poder, y con esto la dosis concomitante de violencia que lleva asociada.
La narcotización de nuestros problemas
La aparición de la producción y comercialización de cocaína que alcanzó su madurez a partir de la segunda mitad de los ochenta del siglo pasado, condujo a la simplificación de la explicación de nuestros problemas y, con esto, a la de los planteamientos de las soluciones. La existencia de la guerrilla, por ejemplo, qué durante la vigencia de la Unión Soviética, fue explicada como producto del “oro de Moscú”, quedó convertida en una resultante del “polvo blanco”, y la violencia inveterada del Estado, expresada en la existencia de grupos armados paralelos a los ejércitos oficiales, con tareas específicas de terror tanto en las guerras civiles declaradas como en las no declaradas, quedando reducida para su comprensión por una parte del pensamiento crítico en la expresión narco-Estado. No puede negarse que la economía de los sicotrópicos tiñó de algunas especificidades a nuestro discurrir violento, pero ese no es el asunto, el problema es que su consolidación fue gracias a una estructura sociopolítica que ha estado conformada en sus líneas más gruesas por las lógicas coloniales.
Francisco Thoumi señala que uno de los factores que posibilitó el arraigo de la industria de las drogas sicotrópicas ilícitas en Colombia fue el “reducido valor de la vida humana” (5) producto de la violencia instituida como hecho cultural. Esto nos lleva a un aspecto que ahora quiere esquivarse, y es que la holgada adopción de la industria de las drogas ilícitas tuvo en la violencia preexistente una de sus causas y no que esta es consecuencia y tiene su origen en esa industria. Incluso si la exacerbó o no, es algo que está por demostrarse. Thoumi también señala el contrabando como muestra de la presencia permanente de una economía ilegal arraigada en la historia del país, y que lleva a pensar que la lógica del enriquecimiento por desposesión ha sido y sigue siendo la practica dominante de la acumulación privada. La naturalización del fenómeno de la presencia estructural de una para-economía, incluso entre los analistas de la academia, ha llevado a la simplificación de que el logro de una paz sostenible es tan sencillo como querer dialogar o “aumentar el pie de fuerza”, cuando la realidad señala que la alta temperatura del paciente no está en las sábanas, sino que es producto de la estructura de su metabolismo económico. En la actualidad la minería ilegal, el contrabando de personas y el turismo sexual empiezan a hacer parte del “portafolio” de negocios que ya no parecen tan subterráneos y están cada vez más extendidos.
Lo primero que llama la atención del particular problema de la producción de cocaína es el énfasis que las políticas de control hacen sobre la siembra y las áreas cultivadas con matas de coca. Es cierto que, desde el punto de vista de la producción, la recolección de hojas es el primer paso, pero, en el caso colombiano, en términos históricos, no fue esa la realidad, pues los primeros laboratorios importaban la materia prima del Perú. No hay duda que en el caso colombiano la siembra de coca en gran escala es un efecto de su exitosa producción y comercialización exitosa de cocaína en el país, y que no fue la existencia de amplias áreas cultivadas de la especie lo que llevó a buscarle un uso más productivo. Debería concluirse, entonces, qué si los cultivos son consecuencia, su erradicación o su sustitución, independientemente de si es voluntaria o forzada, incluso en los casos puntuales en que pueda lograrse, no garantizarán necesariamente la eliminación de la producción de alcaloide concentrado, pues ante un margen de ganancia exorbitante, importar materia prima no sería problema.
Según el informe de la Universidad del Rosario, Caracterización y estimación económica de la cadena de valor del narcotráfico en Colombia, en el país existen tres variedades predominantes de planta de coca Erythroxylum coca var. coca (ECC), que es cultivada en las zonas montañosas del norte de Colombia; Erythroxylum coca var. ipadu (ECI), sembrada al sur en lomeríos y planicies aluviales, y Erythroxylum novogranatense var. novogranatense (ENN) cosechada en la Guajira, Cauca, Norte de Santander y Arauca, lo que da al cultivo un espacio muy amplio de posibilidades para su instalación, dificultando mucho más su control por la movilidad que le dan sus variedades. Los departamentos de Boyacá, Santander, Cesar y Magdalena, por ejemplo, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), han visto un descenso marcado en la siembra, hasta casi su extinción, mientras que Nariño, Putumayo, Norte de Santander y Cauca –los tres primeros concentran el 65 por cieno del total del área cultivada en el país–, tomaron el relevo, en una muestra clara que la erradicación o sustitución en un punto no es obstáculo para que la oferta de hoja no sólo no disminuya sino que incluso aumente. En los diez años que van de 2012 a 2022, fueron erradicadas forzadamente poco más de 800 mil hectáreas y sin embargo en ese periodo los cultivos pasaron de 45 mil a 230 mil.
Centrar el control del problema sobre la siembra de la planta parece un sesgo surgido del prejuicio sobre los productores de la hoja: colonos de las zonas de frontera económica que deben soportar toda la carga ideológica acumulada en por lo menos cinco centurias. ¿Qué pasa con los otros insumos? El estudio de la Universidad del Rosario, combinando cifras del Ministerio de Justicia y Unodc, estima que la demanda de sustancias químicas en 2019 fue de 469 millones de litros de los cuales 464 millones eran de gasolina, y que la demanda de materiales sólidas fue de 92 mil toneladas, de las que 83 mil correspondieron a cemento. ¿Puede pensarse que un flujo de materiales de esas dimensiones físicas puede tener lugar sin una complicidad sistemática del Estado y del capital? Es claro que la persecución ha sido centrada en la fase inicial, la siembra de la hoja, y en la final, el proceso de comercialización, y que se habla de erradicación o sustitución, en el caso de la hoja, y de decomiso de cargamentos de clorhidrato de cocaína, pero escuchamos poco o casi nada de los procesos intermedios, y de decomisos de cemento o de gasolina destinados a la producción del alcaloide, por ejemplo, a pesar de los enormes volúmenes utilizados. Qué la penetración del llamado sistema legal por el ilegal es de alto grado es, entonces, un hecho innegable enraizado en las posibilidades que los “estados de excepción” en las regiones viabilizan, pero que no aparece con toda su importancia en las políticas de erradicación de las causas de la ilegalidad y con ella de la violencia.
Por su parte, el Atlas de la violencia en Colombia, publicado por el diario El Espectador, en diciembre de 2022, identifica la presencia de grupos armados ilegales en 354 municipios, es decir en el 32 por ciento, lo que contrasta con la reducida localización de las siembras de plantas de coca. Unodc estima cinco enclaves productivos de gran importancia: Catatumbo en Norte de Santander; El Charco-Olaya Herrera en Nariño; Frontera Putumayo en Putumayo; el Naya y Argelia-El Tambo en el Cauca y Valdivia-Tarazá-Cáceres, en el Bajo Cauca antioqueño, que suman el 65 por ciento de los cultivos en apenas el 5 por ciento del territorio nacional. Eso significa que la existencia de grupos armados no estatales sobrepasa, por mucho, la siembra de la coca. El informe de Unodc de 2022 estima, además, que poco menos de la mitad de las siembras del cultivo ilegalizado tiene lugar en áreas protegidas: parques nacionales, resguardos, consejos comunitarios de comunidades afrodescendientes y reservas forestales, en una muestra que el corrimiento de la frontera económica sigue siendo una constante y que la persecución a los campesinos cocaleros está inscrita en la búsqueda de su desplazamiento un poco más hacia los márgenes.
Los grupos armados ilegales que no tienen una declaración de intencionalidad política en sus orígenes buscan asociar su accionar a un propósito de ese tipo. El llamado Clan del Golfo usa el nombre del lider liberal Jorge Eliecer Gaitán, y la aparición de la banda La Inmaculada agrega un nuevo cariz, el religioso. Las metáforas no son nada inocentes, y algunos pensadores llaman a ponerles más atención de la que normalmente acostumbramos, ¿no es el concepto de inmaculada, la negación del imaginario por el que luchan las mujeres ahora? ¿Cómo en los cincuenta del siglo pasado el gamonalismo empieza a reasumir la lucha religiosa como su eje, y el retorno del costumbrismo conservador más radical como su meta, en consonancia con la extrema derecha mundial? ¿En este país, supuestamente tan sobre-diagnosticado, la figura del gamonalismo como hecho político y cultural, producto del “estado de excepción” está suficientemente identificado? ¿La estructura de una nación fragmentada en poderes regionales espurios puede alcanzar la paz? Más allá de las respuestas a esos interrogantes, lo que parece claro es que una paz sostenible pasa, necesariamente, por el desmonte de las lógicas coloniales que perviven pese al paso de los años.
1. Mbembe Achille, Necropolítica, seguido de Sobre el gobierno privado indirecto, editorial Melusina, p. 43.
2. Ibid, p. 37.
3. “Los indígenas del Opón y el Carare fueron deliberadamente cazados y exterminados, cuando se opusieron a que los blancos atravesaran su territorio con caminos o en busca de quina…”. Jorge Villegas (citado en La historia de la quina desde una perspectiva regional. Colombia, 1850-1882, Yesid Sandoval y Camilo Echandia, Rev., Anuario Colombiano de historia social y de la cultura No 13-14, Universidad Nacional de Colombia, p.172).
4.LeGrand, Catherine. “De las tierras públicas a las propiedades privadas: Acaparamiento de tierras y conflictos agrarios en Colombia. 1870-1936”. En: Lecturas de Economía Nº13. Medellín, Universidad de Antioquia. p. 41.
5. “(…), los altos niveles de violencia redujeron implícitamente el valor de la vida humana e hicieron a los colombianos más propensos a recurrir a la violencia para resolver sus conflictos, característica muy útil en un negocio de altas ganancias y altos riesgos, en el que los conflictos no pueden resolverse por los canales legales” (Thoumi Francisco, Economía Política y Narcotráfico, TM editores, p. 178).
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* Economista. Integrante del consejo de redacción de Le Monde diplomatique, edición Colombia.
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