Israel oculta que su derecho a existir se basa en negárselo al pueblo palestino, se presenta falsamente como amenazada y presenta como incuestionable su régimen político fundacional, esencialista, supremacista y colonial. Israel existe, pero el mundo no puede permitir la negación de Palestina.
Santiago Alba Rico
Una imagen de un Netanyahu ensangrentado entre banderas palestinas y de Al-Fatah, en una manifestación en Nablus. (Zain JAAFAR | AFP)
Una de las maniobras propagandísticas preferidas de Israel es la de invocar una y otra vez –después de cada nueva tropelía– su «derecho a la existencia», fórmula que genera en el oyente tres efectos sinestésicos de gran eficacia legitimadora.
En primer lugar, de esta manera, Israel afirma su existencia como un dato incontrovertible, casi geológico, pues ningún Estado ya constituido puede reivindicar su derecho –a esto o a lo otro, a la defensa o a la existencia– si no existe ya de hecho. Israel está enfatizando, pues, y no reivindicando, su existencia, y ello con el propósito de hacer olvidar en qué se fundamenta esa existencia: en la negación de la del pueblo palestino.
«El derecho a la existencia» de Israel ha sido concebido para que no nos acordemos de que hay, sí, un Estado que todavía no existe y que no existe porque Israel se lo impide: el Estado de Palestina.
En segundo lugar, mediante esta superchería, Israel se presenta pequeña, frágil, amenazada o, cuando menos, cuestionada a los ojos del mundo. Digámoslo claramente. Israel no está amenazada: tiene el quinto Ejército mejor armado del planeta y cuenta con el apoyo incondicional de Europa y EEUU. Pero es que ni siquiera puede decirse que nadie cuestione ya su existencia.
En los últimos años, el propio entorno árabe históricamente hostil, con sus teocracias y dictaduras, ha ido estableciendo lazos públicos con el Estado de Israel, incluyendo los diplomáticos, como en el caso de Emiratos, Marruecos y Sudán.
Aún más: desde el año 2017, cuando reformó su carta fundacional de 1988, incluso la organización islamista Hamas reconoce implícitamente su existencia al aceptar las fronteras de 1967. Estoy seguro de que casi todos los palestinos sueñan –mientras caen bombas sobre sus cabezas–con la desaparición de Israel, pero la mayor parte de ellos asumen de manera realista y resignada que nunca podrá restablecerse la situación territorial de 1917, fecha de la Declaración Balfour, o la de 1947, año de la partición de Palestina. Se conformarían con un pedacito de la tierra de sus antepasados donde poder construir sus casas sin temor a que se las derriben y con elegir un Gobierno propio sin temor a que los bombardeen.
«Derecho a existir»
En tercer lugar, por último, mediante la reivindicación trilera de su «derecho a existir», Israel no solo subraya su existencia, sino que afirma, como igualmente incuestionable, su régimen político fundacional. Quiero decir que esa fórmula evita que nos hagamos la pregunta decisiva: su derecho a existir, vale, pero a existir, ¿como qué? ¿Tenía derecho Sudáfrica a existir como un régimen racista de apartheid? ¿Tenían derecho Francia, Inglaterra, España a existir como imperios coloniales? ¿Tenía derecho Alemania a existir como Tercer Reich?
Por las mismas razones cabe preguntarse: ¿tiene Israel derecho a existir como un «Estado judío» sin fronteras reconocidas y basado en un proyecto esencialista, supremacista y colonial (el sionismo) que ha ignorado sesenta resoluciones de Naciones Unidas y viola sistemáticamente la legalidad internacional y el derecho humanitario? Como sabemos, algunas pocas voces dentro de Israel y muchos judíos en todo el mundo niegan la existencia de ese Israel en el que no se reconocen y que querrían refundar sobre cimientos realmente democráticos.
Israel, como casi todos los Estados, nació de manera violenta e injusta. Pero Israel, en todo caso, existe; existe, asimismo, un pueblo israelí; y solo podría negarse su existencia y restablecerse la justicia histórica introduciendo en la historia nuevas injusticias. Ni se puede ni se debe hacer.
Ahora bien, tenemos el derecho y la obligación de conocer esa historia, que es reciente e indisociable de la nuestra, pues de otra manera cedemos a la ilusión, como quiere Israel, de que la violencia comenzó el 7 de octubre y que todo lo que ocurrió después (¡el asesinato de cinco mil niños!) es una respuesta legítima a los ataques de Hamas.
Israel es el fruto y la prolongación colonial del antisemitismo europeo secular, que alternó siempre dos proyectos: uno de expulsión y otro de exterminio.
Lo he contado muchas veces. Israel es el fruto y la prolongación colonial del antisemitismo europeo secular, que alternó siempre dos proyectos: uno de expulsión y otro de exterminio. El de exterminio estuvo a punto de hacerse realidad en la Shoa u Holocausto, cuando Hitler condujo a las cámaras de gas a seis millones de judíos europeos. El de expulsión fue recurrente: Francia en 1182, 1306 y 1394; Inglaterra en 1290; Austria en 1421 y 1670; España en 1492, etc.
Pues bien, puede decirse que el proyecto de exterminio fracasó, pese al altísimo número de víctimas, pero que triunfó, en cambio, el de expulsión, cuyo ejecutor último fue el movimiento sionista fundado en 1897 por el húngaro Theodor Herzl. Contra los judíos asimilacionistas que reivindicaban su contribución a la construcción de Europa, los sionistas, sí, cumplieron el viejo sueño europeo de un continente vacío de hebreos. Esta es la primera paradoja; la segunda es que, una vez fuera de Europa, los judíos israelíes fueron aceptados por fin como europeos; fueron finalmente asimilados en el exterior como prolongación del proyecto colonial occidental en Oriente Medio.
Las víctimas inocentes fueron los palestinos, cuyas tierras fueron colonizadas con la complicidad inglesa durante el mandato británico y cuyos pueblos fueron destruidos tras la injustísima partición de 1947. Israel, proyecto del antisemitismo europeo, «refugio de los judíos» que Europa había masacrado, se convirtió en la tragedia del pueblo palestino, que nunca había tenido problemas con los doce mil judíos que vivían allí en 1880.
Sucursal de Europa
Hoy, en Europa, el antisemitismo histórico ha sido sustituido por la islamofobia; en Oriente Medio, Israel, sucursal de Europa, prolonga, por su parte, el antisemitismo europeo, ahora con los palestinos en el papel de «judíos» a los que expulsar o exterminar. El apoyo de Europa y EEUU a la ocupación de Palestina, mitad por culpabilidad, mitad por interés, daña sin parar el precario orden internacional construido tras la II Guerra Mundial.
Esta historia no es el pasado de Israel: es el presente de Palestina; la hipocresía europea, por su parte, es el presente del mundo. Si hay alguna amenaza para Israel es la que procede de su propia historia: nadie puede exterminar a otro pueblo y celebrarlo sin sucumbir a su propia violencia material y cognitiva. Un Estado basado exclusivamente en la negación colonial del otro no es sostenible, como recordaba el historiador israelí Shlomo Sand. En cuanto a la hipocresía europea, contribuye a la desdemocratización y radicalización global en un momento de mucha fragilidad en el que el mundo mismo se vuelve cada vez más insostenible. No nos podemos permitir el asesinato de cinco mil niños en Gaza ni la negación de Palestina; primero, por decencia humana; después, por respeto a la legalidad internacional; pero también porque la alternativa a la decencia humana y al derecho no conducirá nunca a la justicia de los perdedores, sino a la guerra generalizada y la dictadura global.
Santiago Alba Rico
Editado por María Piedad Ossaba
______________
Fuente: Gara