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TEXTOS ILUSTRES – DIALÉCTICA DE LA DEMOCRACIA

Lo que actualmente ocurre en América Latina demuestra que las clases dominantes no han encontrado, ni buscado, ninguna “respuesta democrática”. Su alternativa simple ha sido la de conservar lo que hay, de acuerdo con sus propias e inflexibles reglas del juego, o apelar a la vía directa y brutal de los golpes de fuerza.

Óscar Amaury Ardila G.
Abogado, colaborador Semanario Virtual Caja de Herramientas


Serie recopilatoria de extractos de obras de connotados autores en el mundo, en donde posiblemente está recogido el centro de las teorías sociales y políticas del pensamiento crítico, que pudiesen coadyuvar en los procesos de formación comunitaria. La presente difusión de algunos escritos históricos aspira a convertirse en un canal pedagógico para el conocimiento, análisis y reflexiones colectivas, acerca del funcionamiento de la sociedad, las problemáticas sociales y las búsquedas reiteradas por mejores condiciones de vida; cuestiones relevantes y de importancia universal, que siguen estando en la discusión masiva y cotidiana de la población.

Dialéctica de la democracia
Antonio García Nossa
(Parte Uno)

El proceso dialéctico de la democracia

Existe en el mundo contemporáneo una pluralidad de imágenes de la “democracia”: la liberal burguesa que la identifica con sus nociones formales de Estado representativo y democracia política; la populista, que se diseña de acuerdo con sus concepciones sobre la redistribución de los ingresos, el acceso de las nuevas clases a las fuentes del poder y la instauración de un Estado asistencial; y la socialista, que en diversos grados apunta hacia las formas limitadas de la “democracia social” o de la “democracia económica” o hacia los esquemas integrales de la democracia orgánica.

Dentro del marco de las concepciones socialistas de la democracia, es necesario diferenciar cuatro grandes líneas ideológicas: la expresada en la social-democracia europea… la proyectada en la noción leninista de democracia proletaria punto de apoyo a la constitución del poder soviético;… la encarnada en las diversas formas históricas de la “democracia popular” y que encuentra su forma impulsora en las revoluciones socialistas efectuadas en los países liberados del colonialismo y la dependencia, después de la Segunda Guerra Mundial (Mao Tse Tung, Ho Chi Minh, Tito, Kardelj); y aquella línea maestra de todas las ideologías socialistas que apunta hacia la sociedad final, esto es, aquella en que se desarrollan las formas de organización socialista de la economía, el Estado, las relaciones sociales, la cultura y en que se plasma la conciencia del “hombre nuevo”. Sólo en esta fase superior puede hablarse de que la democracia ha llegado a la totalización plena y de que, en consecuencia, constituye un sistema de vida.

Marginalmente a estas grandes corrientes ideológicas del mundo contemporáneo –tan integradas a la praxis histórica– se han expuesto las utopías de la democracia total, esto es, aquellas concepciones teóricas que diseñan una sociedad fundamentada íntegramente en principios de cooperación, socialización de los medios productivos, autogestión, autogobierno, distribución del trabajo de acuerdo con la capacidad de cada hombre y distribución de los bienes y servicios de acuerdo con sus necesidades. Desde este punto de vista, la utopía es un esquema que racionaliza las aspiraciones de un ciclo de la historia humana (partiendo de los datos que suministran unos niveles de cultura y de organización social) y en modo alguno ese tipo de modelo absolutamente irrealizable. La utopía absoluta como sistema de ideas o imágenes absolutamente irrealizables en la historia –es una utopía. Sólo es “utopía” en el sentido vulgar y literalista de la expresión– aquello que de manera alguna responde a una experiencia vital, que no tiene anclajes en la historia y que no expresa alguna íntima corriente de aspiración humana. La “República Cooperativa”, la “Sociedad Libertaria” o la “Sociedad Comunista”, constituyen modelos de las utopías democráticas del siglo XIX, que, si bien conservan cierta imagen profética de la Tierra Prometida, se acercan, progresivamente, a los objetivos finalistas de las sociedades contemporáneas más evolucionadas.

En la concepción leninista de “democracia” se advierte la confluencia de dos nociones profundamente diferenciadas: una relacionada con la fase de transición, en la que se la define como “la organización directa de los propios trabajadores y de las masas explotadas, a los que se da toda clase de facilidades para organizar por sí mismos el Estado y gobernarlo a su manera”… y otra vinculada con la fase superior e la sociedad final, en la que el funcionamiento de la democracia es una consecuencia de la desaparición histórica del Estado. De acuerdo con esta concepción teórica de Lenin sólo cuando en la sociedad comunista desaparezca el Estado “podrá hablarse de libertad”: “sólo entonces será posible y se hará realidad una democracia verdaderamente completa, una democracia que no implique ninguna restricción y solo entonces comenzará a extinguirse la democracia, por la sencilla razón de que los hombres, liberados de la esclavitud capitalista...se habituarán poco a poco a observar las reglas elementales de convivencia, a observarlas sin violencia, sin coacción, sin ese aparato que se llama Estado. En esta fase superior de la sociedad comunista –según Marx y Lenin– el Estado podrá extinguirse por completo cuando la sociedad pueda aplicar la regla “de cada cual según su capacidad a cada cual según sus necesidades”, esto es, cuando la convivencia y el trabajo se fundamenten en principios de voluntariedad y plena conciencia social. En última instancia, lo que Lenin supone desaparecerá en una sociedad comunista no es la democracia en su acepción más orgánica y totalista sino las formas fragmentadas de la democracia bien sean las de tipo burgués, populista o proletario…

…en la trama del mundo contemporáneo, al lado de las confrontaciones de poder entre grandes potencias (con atuendo capitalista o comunista) se desata una invisible corriente de intercambio de culturas… Dentro de esta corriente de interinfluencias, se propagan los nuevos valores de la democracia económica, política y social, como los de participación orgánica de los pueblos, cogestión y autogestión, planificación social, control estatal de ciertas áreas básicas, propiedad social sobre los medios productivos o sobre los medios de comunicación de masas, socialización del Estado y de la cultura.

El problema de la democracia se plantea de una manera radicalmente diferente en el ámbito de la América Latina y de los hemisferios atrasados del mundo, partiendo de una concepción estructural del atraso. La noción del atraso es de naturaleza dialéctica y se fundamenta en el análisis de los factores estructurales y conflictivos que le impiden a un pueblo movilizar su propio esfuerzo, su energía interna y su potencial de recursos en dirección a un cierto “proyecto de vida”. Dentro de este marco de ideas, el atraso se define como un proceso, que frena o disloca las posibilidades de un crecimiento integrado, coherente, dinámico y conducido desde adentro, en cuanto no existe un elenco de clases dirigentes con interés o capacidad de romper ese proceso y en cuanto las fuerzas sociales identificadas con un propósito de cambios aún carecen de conciencia, facultad organizativa y poder de decisión. De acuerdo con este enfoque dialéctico, el atraso es una estructura y un proceso, cuya dinámica se orienta en un sentido de desarticulación de las tendencias de crecimiento y se origina en la gravitación de dos fundamentales estructuras: las de dependencia externa y dominación interna, las primeras vinculadas a los centros de poder de la Nación Metropolitana y las segundas a las “clases dominantes” de América Latina. En la realidad histórica, estas estructuras constituyen un sistema integrado de dependencia y de allí que las “clases dominantes”, las aristocracias latifundistas o las oligarquías burguesas de la América Latina, carezcan de capacidad real de decisión y sean, en última instancia, clases alienadas y dependientes. La gravitación política de estas estructuras de dominación explica el que el Estado no haya podido transformarse en un verdadero “centro de decisiones desde adentro”, enfrentándose a las oligarquías internas y a la superestructura extranjera de poder (conglomerados y consorcios metropolitanos que controlan las áreas neurálgicas del crecimiento latinoamericano). La debilidad orgánica y estructural del Estado es entonces, no una simple circunstancia histórica, sino una expresión pura y simple de la dependencia.

Dentro de este marco de ideas, en la sociedad latinoamericana solo ha podido funcionar un tipo de “democracia aparente”, con órganos que solo pueden tener ese principio de representatividad que los hace formalmente legítimos pero que carecen de esas estructuras de participación popular que los induciría al cuestionamiento del Sistema. Si existieran estructuras de participación popular se profundizaría la democracia política hasta un punto en que se quebrarían las estructuras oligárquicas de poder, se redistribuirían los ingresos en beneficio de las mayorías trabajadoras y se destruirían los monopolios constituidos sobre los recursos básicos la tierra agrícola, los mecanismos de comercialización y financiamiento, la cultura y los medios de comunicación colectiva. Semejante proceso conllevaría no sólo una profundización de la democracia política sino una transformación revolucionaria de esta en democracia económica y social. De allí que el proceso no pueda operar hacia adelante –hacia la apertura y afinamiento de los mecanismos de participación popular– sino hacia atrás, en un sentido de reforzamiento de las estructuras tradicionales de poder y de debilitamiento cuantitativo y cualitativo de las diversas formas sociales de organización popular. La alienación ideológica es el método por medio del cual se anula o desvirtúa el poder de las organizaciones populares y se propaga en ellas una psicología de horror a la subversión, este es, a formas de comportamiento que repudien o se separen de las reglas institucionales de la sociedad adicional. Las “democracias aparentes” de América Latina se fundamentan en poderosas estructuras de organización corporativa de la riqueza y en desarticuladas estructuras sociales, de tipo cooperativo o sindical instaladas en el sistema de dependencia e identificadas ideológicamente con él.

Dentro de este esquema distorsionado de “democracia política” las fuerzas de presión no orientan el proceso hacia adelante sino hacia atrás, no hacia las formas de participación abierta de las nuevas clases sociales sino hacia las formas, ya institucionalizadas, de la República Oligárquica y del Cesarismo Presidencial.

Este proceso coincide, en líneas gruesas, con el que caracteriza a los países latinoamericanos con dictaduras militares y contrarrevolucionarias, en cuanto también se inspiran en los principios del absolutismo político y del liberalismo económico, puntos claves de la ideología exportada desde la Metrópoli. Es dentro de este contexto que debe analizarse y evaluarse el papel de las ideologías aparentes y racionalistas que circulan, desde los albores de las Guerras de Independencia, en las facciones políticas de la América Latina… es indispensable diferenciar las grandes formas históricas del liberalismo: el liberalismo como método racionalista de pensamiento, el liberalismo como filosofía política y el liberalismo económico. De otra parte, es necesario definir el papel histórico que el liberalismo desempeñó en Europa –en relación con las naciones, la economía, la cultura y el hombre europeos– y el que cumplió en una América Latina cuyas guerras de independencia no constituyeron el preludio de una revolución nacional. Deben también diferenciarse los fenómenos de alienación de las nuevas clases a la nueva estructura de dominación mundial y de superposición de planos ideológicos que ha sido característica de los patriciados en la sociedad tradicional de la América Latina. Esa superposición consiste en que, adaptándose unas formas de liberalismo en el plano de las constituciones y de las ideas abstractas, en la práctica social no han funcionado sino las antiguas normas ideológicas de la estructura colonial. Sin una justa comprensión de este fenómeno de superposición de ideologías, no podría comprenderse la ambivalencia ideológica de las clases dominantes y el agudo contraste entre los “programas” de los partidos políticos y su conducta, entre el sistema normativo de las constituciones y su praxis social.

(Págs. 25, 26, 27, 28, 29, 30) Fondo de publicaciones Antonio García, PLAZA & JANES, 198


(Parte Dos)

La alienación ideológica adquiere los rasgos más dramáticos cuando se la enfoca en relación con nueva burguesía (la formada a la sombra de las concesiones y del esfuerzo de sustitución del comercio metropolitanismo) y con la “inteligencia universitaria”, estimulada por el impulso generacional de rebelión contra el absolutismo escolástico y amparada en una cierta medida, en la complaciente actitud de los virreyes del periodo borbónico de la ilustración. Los puntos clave de esa alienación podrían señalarse, esquemáticamente:

a) El liberalismo se introdujo como un cuadro de ideas absolutas, no como un sistema crítico de pensamiento.

b) El liberalismo entró a operar, en la práctica, como una ideología de inhibiciones y de no hacer, en un hemisferio que conservaba, intacta, una estructura social que no conoció el liberalismo norteamericano o que fracturó revolucionariamente el liberalismo europeo.

c) El liberalismo asumió la responsabilidad de que la América Latina no se hubiese atrevido a plantearse el problema de la creación de un nuevo tipo de Estado, como condición insustituible de un nuevo status nacional.

d) El liberalismo fue el mecanismo ideológico por el cual las “nuevas clases” o las “nuevas generaciones” se anexaron al moderno sistema colonial del capitalismo, antes de que la América Latina se hubiese integrado internamente y de que hubiese ganado una perspectiva suya del mundo. Por esta vía de adopción de los patrones ingleses del liberalismo económico, las “nuevas clases” se integraron al sistema imperial de la metrópoli –como núcleos de unas sociedades satelizadas– no pudiendo comprender los problemas e importancia de la integración de América Latina, ni la naturaleza revolucionaria del mercado mundial.

El problema de la alienación de las clases o élites dirigentes se fundamentó en dos aspectos: uno, de absoluta integración al mundo metropolitano y europeo, a su cultura, a su economía, a sus aspiraciones; y otro, de evasión de la realidad, de los problemas, de las condiciones estructurales de la América Latina tal como emergió del status colonial y de las guerras de independencia. Este esquema histórico explica por qué el liberalismo llegó a la América Latina no como una ideología creadora sino como una ideología de colonialización y por qué la alienación de la nueva burguesía (y de las élites intelectuales de las clases medias) condujo tanto a la frustración de esta como a la frustración del crecimiento capitalista latinoamericano, insertando la economía del hemisferio dentro de los engranajes de una nueva estructura colonial.

En suma, el liberalismo fue el mecanismo ideológico por medio del cual la América Latina hipotecó sus guerras de independencia y sus posibilidades de autodeterminación y desarrollo capitalista: no tendió a la conquista de la independencia sino a la modificación de las relaciones de dependencia…

Una economía atrasada y dependiente, corresponde una estructura social atrasada y dependiente y una organización política también atrasada y dependiente. Los avances parciales en la organización política, en la estructura de las clases, en la economía, en la cultura, corren el riesgo de frustrarse si no funciona una estrategia global que elimine los obstáculos estructurales que impiden el desarrollo de la sociedad latinoamericana como un todo. No podría construirse una democracia política abierta sobre una cerrada estructura de poder, que obture las vías de participación y de movilización de las masas populares; ni podría lograrse una integración latinoamericana sobre economías nacionales desintegradas; ni podría aspirarse a crear un Estado de Derecho sobre sociedades manipuladas por las fuerzas de dominación interna y dependencia neocolonial. El desarrollo es un sistema de reacción en cadena y exige, en consecuencia, una operación estratégica que modifique las condiciones estructurales de la América Latina y cree las bases económicas, sociales, culturales y políticas de la “nueva sociedad latinoamericana”. El desarrollo es un todo y la construcción democrática también lo es.

El problema de la democracia es un problema total

El problema de la democracia no puede ser teóricamente retaceado, ni resuelto por segmentos o partes: es un problema de todo o nada. En esto consiste la parcialización de las tesis expuestas del lado capitalista o del lado comunista: en que confunden una parte del problema con el problema total. Para el liberalismo, que persiste en montar la democracia sobre un piso de economía capitalista – considerando al capitalismo como el sistema económico la democracia y a la democracia como al sistema político del capitalismo– el problema es nada más que formal y político. Para el filósofo cristiano, el problema reside en el origen teológico de la autoridad y de la soberanía política, en cuanto se escoja entre las tesis naturalistas de Rousseau o las tesis metafísicas del origen divino del poder y del destino sobrenatural del hombre. Para las corrientes populistas, el problema de la democracia se centra en la ampliación de las fuentes originarias del poder político, en el ascenso de las clases medias y en la modernización institucional del Estado. Para el filósofo comunista, de una ortodoxia que es más una escolástica de izquierda que una verdadera y consecuente filosofía dialéctica, el problema es, fundamentalmente, de tipo económico, de abolición de un sistema de propiedad y de clases. Así podría continuar exponiendo tesis que desintegran el problema. Pero lo verdaderamente útil es llegar a una filosofía de integración, que no descomponga y aísle los problemas económicos de los políticos o los políticos de los culturales, los problemas de forma y de espíritu de la democracia, los problemas de ordenación externa o los de autenticidad en la representación popular, los problemas de medios o los de fines, sino que tome unos y otros para integrarlos en un sistema de pensamiento y de acción. Integrar debe tomarse aquí, no en el sentido mecánico de acoplamiento o ajuste de problemas e instituciones, sino en el de incorporación viva de los diversos factores a un cauce común, a un sistema de economía, de ordenación política, de cultura, de ética social. Un sistema de vida no sólo consiste en una suma aritmética de formas, sino en unos hábitos, una psicología, un espíritu, una teoría y una práctica.

De allí el que una filosofía auténticamente socialista enfoque el problema de la democracia como un problema total: el de la vida política; el de la ordenación económica basada en la propiedad social, en la cooperación y en el tratamiento racional de las cosas y las personas; el de la organización y legitimación del Estado, el de la constitución de un sistema orgánico de representación; el de la creación de órganos sociales que impidan el desmoronamiento de la opinión pública y delimiten su esfera de responsabilidad, el del bienestar y la seguridad; el de la ética y la conciencia.

La democracia es total en el sentido de que no puede existir a medias, ni como una suma de partes desordenadas y sueltas, ni como un sistema contrahecho que declara a los hombres libres, pero les niega los medios –económicos, culturales y políticos– de ejercicio de la libertad. Si quiere mantenerse nada más que la democracia política, sin democracia en la economía, ni ordenación abierta de clases y partidos, ni formación de una conciencia que funcione por dentro de la voluntad electoral del pueblo, ni Estado construido para abolir las estructuras de dominación y privilegio, la “democracia” no pasará de ser una ficción de libertad y de representación de pueblos sin voluntad propia. Porque frente al privilegio organizado en un sistema de corporaciones capitalistas, la libertad tendrá que perecer: no quedaran en pie sino las palabras y los grandes principios vacíos. La libertad del hombre es incompatible con el privilegio: por eso donde éste se apodere del control de los partidos y del Estado, el efecto necesario es la dictadura –de naturaleza franca o disimulada–, la abolición del orden real del derecho.

Si quiere crearse solo la democracia en la economía, impidiendo la formación libre y la expresión pública del pensamiento político de las mayorías y las minorías, se conquistará el bienestar, pero a costa de la libertad y a la larga la ausencia de libertad abonará el terreno a un nuevo florecimiento de los privilegios de grupo social o de burocracia de partido… La teoría comunista de la democracia proletaria es precisamente la que se inspira en el anhelo de construir una democracia económica sin una democracia política, con el pretexto de que la libertad no puede funcionar sino dentro de un recinto de clase… ¿Quién evita el que la dictadura de clase se trasforme en una dictadura de partido y la dictadura de partido en una centralización burocrática cuyo problema esencial no es el de la revolución sino el del control del poder?

Si se planifica la economía nacional como un todo, con vida propia y orgánica; si el Estado es una estructura de servicio y un mecanismo de regulación del conjunto de intereses sociales; si es políticamente imposible la dictadura de las clases o de los grupos; si ha sido substituido el principio materialista del lucro privado por el principio solidarista de la cooperación social, con el objeto de conquistar el bienestar de hoy y la seguridad del futuro; si se reemplaza la acumulación capitalista por la acumulación socialista; si el pueblo no es “una polvareda de hombres” sino un cuerpo con órganos coherentes y adecuados de expresión; si la propiedad no es una facultad negativa y arbitraria de disponer anti-socialmente de las cosas, los capitales y las personas, sino una capacidad de cooperación y de mejoramiento del bienestar propio mejorando el bienestar colectivo; si la democracia es ese régimen de disciplina flexible y de organización responsable de la sociedad y del Estado, ¿a nombre de qué y con qué fines debe limitarse el régimen de libertad? ¿Por qué no puede existir todo esto para garantizar el ejercicio efectivo de las libertades de la comunidad nacional, del grupo y de la persona humana? ¿Así como qué clase de argumento puede servir para demostrar que la democracia política puede tener vida y autenticidad mientras esté la economía en manos de las clases privilegiadas y mientras su estrategia política consista en aumentar las posibilidades del privilegio disminuyendo las posibilidades de la organización democrática y de las nuevas estructuras de participación popular?

Este concepto orgánico de la democracia –que se fundamenta en una perspectiva global e íntegra del problema– requiere un análisis crítico de todos los factores que tienen una relación dialéctica con “el sistema de vida”. Deliberadamente no he dicho “sistema de economía” o “sistema de relaciones jurídicas” o “sistema de pensamiento”, ya que “sistema de vida” es el que comprende no sólo las relaciones económicas, políticas, jurídicas o culturales, sino la manera de existir esas relaciones, el espíritu que crean y los efectos sobre la conducta social. Con razón se ha afirmado que el socialismo es, antes que cualquier otra cosa, una filosofía de la vida. De ahí el que insista en analizar, conjuntamente y no por separado, los problemas teóricos y prácticos de la democracia, los que se originan en los principios y en las formulaciones ideológicas –bien estén o no consagradas en las cartas jurídicas del Estado– y los que se derivan de su aplicación, de su incorporación a la realidad, de su praxis.

Pero no podríamos comprender mucho estas formulaciones, ni ganar una amplia perspectiva, si antes no definiésemos la clase de problemas que debe resolver toda construcción democrática, en la nación colombiana o en el mundo. No quiero partir de “supuestos demostrados”, ni aceptar la ambigüedad o franca corrupción de la terminología política. Precisamente uno de los fenómenos característicos de hoy es la irresponsabilidad verbal en el uso de las palabras más representativas, ahogando o substituyendo su neto valor ideológico. ¿De qué sirve hablar de la democracia, por ejemplo, si no delimitamos estrictamente el alcance y sus problemas? Por sincera ignorancia o por oportunismo, los dirigentes del capitalismo tradicional latinoamericano –responsables de sus orientaciones y de sus vicios– se han declarado partidarios de la democracia económica: ¿pero de que democracia económica? ¿De qué justicia social? ¿De qué libertades y de que bienestar? ¿De qué planificación económica y de qué sistema de reparto de las pérdidas y las ganancias a nivel del Estado Nacional? ¿De qué “sociedad igualitaria”? ¿De qué orden jurídico?

El Problema de la democracia es indivisible

La formulación anterior lleva a la conclusión de que el problema de la democracia no será resuelto mientras no se le trate como un todo. Cada uno de los factores que integran ese problema conjunto es importante y está dotado de poderosa vitalidad en la medida en que se articula a los restantes factores, es decir, en la medida en que no se considera como una parte divisible. ¿Qué validez tiene la aspiración de buscar la autenticidad de la democracia en la autenticidad formal del voto –mediante el perfeccionamiento técnico de los mecanismos electorales– si detrás del voto no está una línea definida de aspiraciones, una capacidad de acción independiente y una voluntad consiente del pueblo elector? ¿Qué trascendencia reviste el que se movilice la totalidad de un electorado inscrito en los registros de votación, si ese electorado no representa una capacidad de discernir entre rutas políticas y programas o no tiene la facultad de ejercitar esa capacidad de discernimiento o no tiene ninguna de las dos cosas?... ¿A dónde puede conducir la tesis de que la democracia es el gobierno asentado sobre una deleznable y arenosa mayoría electoral, en países aluvionales en donde los partidos de oposición están en minoría y los partidos de gobierno conquistan y retienen las mayorías por medio de una estrategia combinada de fraude, violencia y corrupción? He dicho que no hay mayorías o minorías, sino que los partidos están en mayoría o minoría: es la estricta diferencia entre ser y estar, entre la naturaleza estable y la condición puramente circunstancial. De allí el carácter enteramente artificial y movedizo de nuestros regímenes políticos, que se montan sobre la fuerza y movilizan aluviones de votos para darse títulos de legalidad, y, sin embargo, no pueden crear un orden de derecho, un sistema de legitimidad social y política. El problema latinoamericano no consiste sólo en que la democracia carezca de autenticidad, sino en que carece de vida, a pesar o por razón de la pesada constelación de leyes que se limitan a consagrar en el papel principios democráticos. ¿Qué valor puede tener una norma jurídica donde sólo funciona, prácticamente, un orden de personas fundamentado en el poder y la riqueza? ¿Qué valor puede tener un cuerpo de leyes si sólo la existencia de la democracia como un todo puede hacer operante y viva la ley, darle una trascendencia y un sentido, hacerla impersonal y superior al interés restrictivo de los partidos y las clases? Y el problema tampoco termina en la comprobación de que la democracia no tiene vida: radica también en que no existen bases republicanas de la organización nacional, mientras perdure una estratificación social de castas y estamentos feudales. Y tampoco termina en el problema de que no hay bases republicanas, no obstante que era el supuesto político-social de las Guerras de Independencia: reside también en el hecho de que no existe una voluntad, un pensamiento, un interés colectivo de nación. Lo que llamamos Nación en Latinoamérica es un archipiélago de países o grupos locales, sin nada que los cohesione –aparte de la fuerza armada y de ciertos valores emocionales– sin intereses que fragüen conceptos y prácticas de solidaridad, a merced de cualquier oligarquía económica o política que los administre a nombre del ‘'interés común” y suplante la voluntad perezosa y sin pensamiento de las “mayorías”. ¿Cómo romper este círculo vicioso, que impide la cohesión nacional, la organización racional de Estado y el funcionamiento de un sistema representativo y democrático?

Teorías parciales y teoría total de la democracia

La teoría democrática ha ido elaborándose, dialécticamente, por medio de grandes negaciones y de una contradictoria experiencia histórica de varios siglos. Es inaceptable identificar –a esta altura de la historia política– esa doctrina con alguna de las teorías parciales expuestas –las de Rousseau, Montesquieu, Look o las de Fourier, Lassalle, Kautsky– o cualesquiera de las revoluciones democráticas hechas por la burguesía, las clases medias o el proletariado. Cualquiera de esas teorías del lado democrático-burgués o del lado democrático proletario o en el ámbito pequeñoburgués del populismo, hacia la vertiente política o hacia la vertiente de la democracia económica, apenas constituye una constitución a la doctrina integral de la democracia. En última instancia, esta doctrina de síntesis de la historia humana y del pensamiento político, será el más importante patrimonio cultural de los últimos siglos. La revolución americana, la revolución francesa, la revolución rusa, la revolución china, la que hace dos siglos fraguaba los derechos del hombre o la ahora determina su dimensión social son parte de ese proceso de decantación, teoría y práctica. Toda nueva formulación doctrinaria debe partir de esa experiencia que constituye la más importante conquista de la historia contemporánea. ¿Habrá algún periodo de la historia humana que pueda equipararse a este ciclo revolucionario, en el que ha de modificarse el sentido de la vida, en las esferas de la sociedad o de la persona? Este es el ciclo de las grandes crisis, de las grandes experiencias, de la pérdida paulatina o súbita de todos los viejos valores, en el que el hombre tendrá que perderse muchas veces, pero en el que se está rectificando el destino humano. La sociedad –a través de todas las catástrofes– se está preparando para una nueva vida, no importa que se diseñen diversas imágenes de la tierra prometida.

No tiene validez el argumento de que la concepción democrática ha perdido toda vigencia, por cuanto no existe en ninguna parte, integra, pura, abierta, ejemplar, la vida democrática. Lo cierto es que la vida democrática no podía surgir como producto exclusivo de una agitación ideológica o de una predicación racionalista, sino como obra de una enseñanza viva y de unas grandes experiencias históricas. Toda la moderna historia revolucionaria –iniciada con los albores del capitalismo y que ahora empieza a tomar cuerpo con las revoluciones socialistas y en las formas originales de la Revolución Nacional en los hemisferios atrasados- forma parte de este dinámico proceso, del que es posible obtener las mejores y más constructivas enseñanzas. Con un pensamiento u otro, estamos obligados a comprender e interpretar la revolución de nuestro tiempo, la que ha estado modificando -con nuestra voluntad o sin ella– todas las condiciones de existencia del mundo.

A pesar de las enormes diferencias de naturaleza política y social, de contenido humano, de sus ideales aparentes, todas las revoluciones de la historia moderna están articuladas al mismo sistema de interiorización del principio democrático: a través de él se ha ido de lo político a lo económico, de lo económico a lo social, de lo social a lo cultural, de lo cultural a lo ético, hasta cubrir los diversos aspectos y esclusas de la organización social y de la persona humana.

De las nociones puramente cuantitativistas del sistema representativo se ha llegado, por superación dialéctica, a las nociones cualitativas del sentido social de la representación, de la condición política de los electores, del funcionamiento del voto popular como un mandato, de la responsabilidad que encarna toda representación pública, de las estructuras de movilización y de participación. De lo cuantitativo y lo cualitativo se ha pasado a lo orgánico: sólo por este camino ha podido llegarse a una teoría de integración, que supera y sintetiza dialécticamente todos los procesos y conceptos parciales, y que entiende y explica la democracia como un sistema de vida. Un sistema de vida no es solo una ordenación del Estado, de la actividad política, de la economía, de la cultura, sino todo eso, porque afecta directamente las condiciones de existencia de la sociedad y del hombre.

(Págs. 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40) Fondo de publicaciones Antonio García, PLAZA & JANES, 1987

(Parte Tres)

La democracia en América Latina
Naturaleza y crisis del esquema liberal de “democracia representativa”

El nudo de la problemática política en la estructura del atraso consiste en que la democracia tradicional –armada sobre los muros de la vieja sociedad, sobre sus sistemas de poder y sus líneas ideológicas– no ha podido, no podría, generar las fuerzas de cambio profundo sin las cuales la democracia no es un “sistema de vida” sino una forma artificial, precaria y vacía. Esos cambios profundos tendrían que ser aquellos orientados en tres direcciones: la de una sociedad equilibrada y justa, con escalas abiertas de ascenso social; la de una economía dinámica, racional, organizada para suministrar los recursos de ahorro y de inversión necesarios a la revolución industrial y con un moderno y equitativo sistema de distribución del ingreso nacional entre las clases sociales y la de una organización política dispuesta para la efectiva participación de los pueblos en la conducción política del Estado. En otras palabras –y dando un contenido universal al enunciado– la “democracia política” exigiría, para operar como un sistema dinámico de promoción y conducción del desarrollo, la excepcional capacidad de desdoblarse en una democracia económica y en una democracia social. Pero semejante hipótesis carece de validez, si el problema de la democracia se lo enfoca, exclusivamente, a la luz de unas ciertas formas políticas (representación, libertades, reglas institucionales del juego), y no como una cuestión integrada a la vida misma de la sociedad latinoamericana. A la luz de esa realidad indivisible e integral, la democracia política no aparece como una fuerza viva y revolucionaria, ya que precisamente lo que expresa –más o menos– es una sociedad parsimoniosa y conservadora. La América Latina aparece –con muy pocas excepciones– como un conglomerado de pueblos jóvenes con normas y prácticas conservadoras.

Lo que carece de sentido es suponer que una sociedad vieja pueda degenerar las fuerzas revolucionarias para transformarse ella misma, desde dentro, por medio de sus propias normas y de sus viciados mecanismos institucionales. En esto consiste la más grande –y la más peligrosa– de las utopías conservadoras. La propagación de esta utopía ha sido, lógicamente, uno de los más poderosos medios defensivos de la sociedad tradicional, en cuanto ha intentado sustituir la aspiración revolucionaria al cambio de estructuras, por la utopía de lo que en Colombia –uno de los países más conservadores de la América Latina– ha dado en llamarse “la revolución por consentimiento”, esto es, la revolución patrocinada y autorizada por las clases contraloras de la riqueza y el poder. La verdad es que –en términos de experiencia universal– la “democracia política” ha sido el producto de la revolución, en la Francia Jacobina de 1789, o en los Estados Unidos en el ciclo creador que va de Washington a Lincoln. En todos los hemisferios, la “democracia política” ha expresado la imagen de una nueva sociedad, una vez rotas las estructuras que impedían su funcionamiento como sistema de vida.

Pero el problema no sólo consiste en la persistencia de las estructuras y normas institucionales de la sociedad tradicional, sino en la poderosa gravitación de las modernas estructuras de dependencia externa. Los consorcios, los conglomerados que operan empresas multinacionales, la inversión privada directa, las corporaciones de asistencia financiera y tecnológica, no han llegado a la América Latina como fuerzas erráticas, solitarias y misionales, sino como partes integrantes de un sistema de poder hegemónico. Sus implicaciones no han sido exclusivamente económicas y financieras, sino culturales y políticas.

Todavía la América Latina no ha hecho suficiente claridad sobre el costo político de la intervención financiera inglesa en las guerras de Independencia, ni sobre el actual costo político de la ayuda financiera norteamericana. Desde luego, el problema se ha planteado en relación con estos dos grandes sistemas mundiales de poder, pero no quiere decir que la cuestión se reduzca a ellos. La Indochina –o Vietnam– formuló el problema en relación con Francia (la que gastó en la guerra contra el pueblo vietnamita lo que invirtió en mejorar su vida, a lo largo de toda la historia colonial) y el Congo Belga en relación con una nación tan culta y de clase media como Bélgica, tan implacable como las grandes potencias en la explotación colonial.

El problema de la “democracia política” no es, entonces, un simple problema de organización doméstica, sino un problema de comportamiento nacional frente a las estructuras de dependencia externa y a las múltiples formas del colonialismo. Lo que hizo Santo Domingo, después del derrocamiento de Trujillo, fue un formidable esfuerzo por darse una constitución democrática: ese esfuerzo fue aplastado por una tropa extranjera. Lo que siguió, al ejército invasor, fue el tipo de “democracia política” que prohíja o tolera el Imperio. Algo semejante ocurrió en Guatemala, en donde se pretendió apoyar la democracia política sobre un cuadro mínimo de justicia social. Una de las formas de ese intento de redistribución de la tierra y del poder, fue la reforma agraria. Pero fue suficiente que la reforma agraria tocase las tierras no utilizadas de la United Fruit Co., para que se desencadenase la contrarrevolución armada, se demoliesen las conquistas populares y se construyese una “democracia política” de acuerdo con la imagen ideológica exportada por la Metrópoli a los territorios dependientes.

Estos hechos le plantean a la América Latina una serie de problemas de fondo:

a) ¿Cómo hacer para transformar las bases y normas de la “democracia política”, sin una modificación revolucionaria del sistema tradicional de poder, antiguo o modernizado?

b) Sin una modificación revolucionaria del sistema tradicional de poder, ¿cómo dar a la democracia política un nuevo rango de autenticidad, de representatividad, de operabilidad democrática y de validez institucional?

c) ¿Sin estos nuevos valores –autenticidad, representatividad, validez institucional y participación democrática– cómo construir, en la práctica y no sólo en la teoría, un Estado Popular de Derecho?

d) ¿Y cómo afrontar el problema –supranacional– de los enclaves coloniales y de las estructuras de dependencia que interfieren cualquier proceso de autodeterminación política y de profundización social de la democracia?

Lo que actualmente ocurre en América Latina demuestra que las clases dominantes no han encontrado, ni buscado, ninguna “respuesta democrática”. Su alternativa simple ha sido la de conservar lo que hay, de acuerdo con sus propias e inflexibles reglas del juego, o apelar a la vía directa y brutal de los golpes de fuerza. De otra parte, en los Estados Unidos tampoco se ha hecho suficiente luz sobre los movimientos revolucionarios de América Latina, sus aspiraciones democráticas y el papel negativo de los enclaves coloniales, situándolos como la más poderosa fuerza de obstrucción del desarrollo económico, político y social de los pueblos latinoamericanos. “El punto realmente grave –decía, en la Universidad de Puerto Rico, Arnold J. Toynbee– es la cuestión de la actitud de los Estados Unidos frente al movimiento en pro de la justicia social”. Hoy los obreros y campesinos latinoamericanos están exigiendo justicia social con una insistencia que convierte este impulso popular en la fuerza rectora de la América Latina.

En esta dirección tendrá que moverse el nuevo pensamiento latinoamericano, intentando aminorar la tremenda distancia existente entre la teoría de los cambios estructurales en la Carta de Punta del Este y la práctica en la relación de precios de intercambio (países latinoamericanos-Estados Unidos) o en las formas de comportamiento económico y político de conglomerados y consorcios norteamericanos en América Latina.

El problema adquiere una más grave peligrosidad –desde el punto de vista de las posibilidades de mejoramiento de la democracia política– si se tiene en cuenta que las oligarquías latinoamericanas se apoyan en ese poder extranjero, comparten sus privilegios y estimulan su acción intervencionista y subversiva. Es dentro de este marco que deberá reconocerse la problemática relacionada con la crisis de la “democracia tradicional”, esto es, una “democracia política” sin participación popular ni cambios estructurales.

(Págs. 43, 44, 45, 46, 47) Fondo de publicaciones Antonio García, PLAZA & JANES, 1987.


Edición 839-840 - 842 – Semana del  de septiembre de 2023

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Fuente:
https://viva.org.co/cajavirtual/svc0839/articulo09.html
https://viva.org.co/cajavirtual/svc0840/pdfs/10_Textos_ilustres_Dialectica_de_la_Democracia.pdf
https://viva.org.co/cajavirtual/svc0842/articulo06.html

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