La desinformación es el epicentro. Un epicentro que va absorbiendo a cada uno de los seres humanos que habita este planeta y los torna en contra de ellos mismo
El mal común. Esta es la premisa que pareciera prevalecer en los últimos tiempos. El mal común, apoyado y engrandecido por el ciudadano corriente.
Mariana Aulicino
huelladelsur.arg 21 de julio, 2025
Es extraño ver cómo ha llegado todo a tal extremo, un extremo casi burdo en donde presidentes responden y agravian por redes sociales a periodistas y a cualquier persona que se cruce en sus caminos como si fuesen niños, adolescentes peleando una batalla superflua de compañeros de escuela. Insultos, burlas, textos mal redactados y frenéticos, son parte ahora de la diatriba de quienes deberían ser figuras valiosas, casi notables.
Sin embargo, lo más llamativo y acaso lo más doloroso, es ver cómo el mal ha ganado casi todo el terreno de combate. El mal ahora instituido y encarnado en la propia gente: los vecinos, los trabajadores del campo, los oficinistas, los que viajan todos los días a las seis de la mañana en tren para ir cumplir obligaciones laborales que intercambiarían en un pestañeo por cualquier otra opción. Y por qué este mal pudo abrirse camino tan fácil e indolentemente en un porcentaje tan alto de la población, un porcentaje de seres humanos benévolos por naturaleza, un grupo de seres humanos que como esencia intrínseca tienen la de vivir en comunidad, la de crear comunidad, ser comunidad. No hace falta esgrimir ninguna explicación grandiosa ni conjeturar ningún plan macabro y maligno –aunque en el fondo, tenazmente lo sea– si no, expiar la culpa en la simple desinformación histórica. Esa desinformación que deja a la mayoría de las personas a merced de estos monstruos indemnes que lo único que conocen del pasado es el arte perverso de la manipulación.
Con sólo recordar las raíces del capitalismo en los enclosures de la Inglaterra de mediados del siglo XV, sus orígenes asesinos y su crueldad centrada en una injusticia extrema, no debería existir defensa posible del sistema capitalista por parte de ninguna persona más allá de la clase alta. Es un oxímoron, algo imposible de coexistir bajo la luz de cualquier razonamiento lógico. He aquí entonces la pregunta inquietante y sin respuesta del “por qué” o, para desventura de toda la humanidad, la completa demostración del triunfo del mal.
El cercamiento vil y arbitrario de los enclosures, consistió en nada más y en nada menos que en la expropiación de tierras. Esa expropiación que los defensores del liberalismo empuñan delante de la gente como un fantasma terrible, haciéndoles creer que cualquier otro sistema de gobierno va a venir a robarles todo lo que es suyo. De las entrañas mismas de ese fantasma de la expropiación nace el sistema más cruel y virulento que han conocido los seres humanos hasta ahora: el capitalismo. Entonces, ¿por qué el explotado continúa defendiendo la explotación? ¿Por qué se sigue creyendo que una multinacional que extrae nuestros recursos naturales es algo bueno para un país o para los trabajadores? ¿Es la elección consciente de una vida de penurias o, de nuevo, la desinformación histórica que linda con la ingenuidad?
La desinformación es el epicentro. Un epicentro que va absorbiendo a cada uno de los seres humanos que habita este planeta y los torna en contra de ellos mismo. Como una enfermedad autoinmune, la desinformación no sólo del presente sino de la historia cívica y política, hace que el ser humano se ponga del lado de algo que va en contra de su propia subsistencia y bienestar. Y a veces esa lucha, esta defensa de lo auto destructivo, contiene tal ahínco que da miedo preguntarse cómo hicieron para ganar tanto terreno, cómo lograron que un porcentaje atrozmente alto de seres humanos defienda a una minoría abusadora y criminal – una elite de sólo un 1% de la población mundial– que protege con recelo lo que la mayoría jamás vamos a tener: una riqueza ridícula, grosera, inhumana.
En la época de los enclosures, esa transición oscura y dolorosa del feudalismo al capitalismo, la injusticia no se contentó sólo con la expropiación. No. Necesitaban mano de obra para trabajar los campos, claro, igual que la siguen necesitando hasta el día de hoy. Fue entonces cuando, amparados por las leyes que les regalaron los monarcas, obligaron a la población –con la amenaza de encarcelamiento y bajo torturas indecibles– a aceptar un trabajo esclavo que la mayoría no quería aceptar, sometiéndolos a terribles condiciones laborales para enriquecer así a estos nuevos dueños de las tierras, tierras que habían pertenecido a la gente hasta ese momento y de las cuales habían vivido toda su vida. Como un giro casi grotesco y despiadado de la historia.
No son tan distintos nuestros días, más industrializados, con muchísimo más desarrollo tecnológico y trabajos corporativos, aunque los “patrones” cumplen la misma función de explotadores de la mano de obra o trabajo intelectual de la población a cambio de salarios nimios y condiciones laborales abusivas como lo hacían antes. Las necesidades son otras, las cargas económicas de la gente muy distintas que las de antaño, pero sigue existiendo este vínculo nefasto y aparentemente férreo en donde un grupo muy pequeño se ve beneficiado y enriquecido por el trabajo de otros.
Sigue irrumpiendo e irrumpiendo entonces la pregunta del por qué: por qué este giro brusco y hostil hacia gobernantes que aplican políticas que defienden –a costa de la economía de un país entero– a estos grupos explotadores, a estos grupos que se enriquecen gracias a nuestro esfuerzo. Quizás el ser humano haya cambiado también entonces, quizás el egoísmo y la maldad estén ganando la batalla dentro de cada una de las personas. Pero no es eso lo que se ve en las calles, no es eso lo que se encuentra dentro de la gente si profundizamos en su historia personal y sus vivencias, si nos detenemos a charlar un rato, a hablar con sinceridad y sin partidismos con la persona que tenemos al lado nuestro.
Vuelve y vuelve también la certeza innegable de que la desinformación histórica puede transformar y distorsionar a una persona, nublar sus pensamientos y convicciones. Dejarla atada a un sinfín de creencias que le fueron implantadas desde siempre y que nunca se llegó a cuestionar. He ahí el terreno fértil y virgen para el triunfo del mal, y es ahí donde debe darse la batalla que todavía siquiera atisbó a comenzar. Ya no se trata de venganzas y luchas partidarias. De quién o cuál gana la partida. De egos y batallas de intereses sin sentido. Se trata de ensanchar el conocimiento, la capacidad de debate, la búsqueda de la historia que tanto tiene para enseñarnos, y de instruirnos. Ser capaces de discernir la manipulación abierta del enemigo de nuestros intereses y prosperidad, y de pensar lo más autónomamente posible, con independencia, sapiencia y generosidad.
Y esa será la verdadera revolución.
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