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50 AÑOS DE LA VÍA CHILENA AL SOCIALISMO

El 11 de septiembre de 1973 los militares chilenos, encabezados por Pinochet y con el aval y ayuda del imperialismo americano, acabaron con el intento de encontrar un camino pacífico y democrático para avanzar hacia el socialismo. Las esperanzas del pueblo trabajador se vieron frustradas y duramente reprimidas durante los 17 años que duró la dictadura.

Miguel Salas 


Tres años antes, el 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende, encabezando la coalición Unidad Popular, había ganado las elecciones y había sido proclamado presidente del país. Fue el resultado de una gran movilización social en una coyuntura internacional de grandes luchas obreras y populares. En 1968, se sucedieron el mayo francés, la primavera checoslovaca y la rebelión estudiantil mexicana; en 1969, fueron el Rosariazo y el Cordobazo argentino (levantamientos obreros y estudiantiles en ambas ciudades); entre 1967 y 1969, se convocaron cuatro huelgas generales en Uruguay y, en 1971, se formó una Asamblea Popular en Bolivia, un órgano de representación sindical y de la clase trabajadora como alternativa al gobierno. Fueron también los años en los que la guerra de Vietnam, las protestas de la juventud estadounidense y la lucha por los derechos civiles debilitaban la fuerza militar y política del imperialismo americano. Eran tiempos de revueltas y revoluciones.

En esa época estaba muy presente el debate entre reforma y revolución y sobre las condiciones y medios para que la lucha contra el capitalismo e imperialismo se orientara hacia el socialismo. En esas circunstancias se abrió paso la idea de una vía chilena al socialismo, un intento de avanzar hacia el socialismo sin tocar las estructuras fundamentales del estado burgués, un intento de hacer cambios sociales profundos manteniendo el respeto institucional y sin violentar el marco constitucional.

En los años 60 en América Latina el 10% de los propietarios eran dueños del 80% de la tierra. El 55% de la población del continente era campesina y vivía en unas condiciones extremas de pobreza y sobreexplotación. La industrialización era muy baja y concentrada en algunos centros industriales y con una enorme dependencia de las corporaciones estadounidenses. En Chile, el 1,3% de las explotaciones concentraban el 72,7% de la superficie cultivable, mientras que el 85,2% de los campesinos solo alcanzaba a poseer el 5,8% de la superficie. La economía chilena dependía en un 80% del cobre. El 40% de las empresas más importantes de Chile eran extranjeras y controlaban el 25% del total de la industria.

Las iniciativas de algunos sectores de la burguesía chilena por limitar esa brutal dependencia habían dado pocos frutos. El programa de la Unidad Popular representaba un proyecto ambicioso de ruptura con el imperialismo y de mejora de las condiciones de vida de las clases populares. El gobierno de Allende inició la nacionalización de los recursos naturales del país y de reparto de la tierra entre los campesinos. Las condiciones de la nacionalización de las empresas de salitre y hierro en manos de empresas estadounidenses y de carbón en manos nacionales fueron pactadas con los propietarios. En diciembre de 1970 el Congreso acordó por unanimidad (con el apoyo de las derechas) la nacionalización de las explotaciones de cobre, que estaban en manos de empresas estadounidenses, y de la Corporación Nacional del Cobre de Chile (CODELCO), empresa nacional que ya tenía el 51% de las acciones de las empresas mineras. Se nacionalizaron los bancos a través de la compra de sus acciones. Se creó un Área de Propiedad Social (APS) con empresas estratégicas estatalizadas. Durante el gobierno de Allende el Estado controlaba la industria del acero, los campos petrolíferos y las refinerías, la mayor parte de los ferrocarriles y las aerolíneas. En 1973 llegó a controlar el 80% de la producción industrial del país y el 60% del PNB. Estas decisiones estuvieron acompañadas de medidas sociales para mejorar la vivienda, alimentación y sanidad dignas para la mayoría.

La alarma saltó en las grandes empresas internacionales con inversiones en el país y en la burguesía chilena. No se iban a dejar arrebatar su poder y sus propiedades sin reaccionar. Las conspiraciones comenzaron incluso antes de que Allende tomara posesión. Un memorial de la CIA anotaba: “Las actuales posibilidades de evitar la asunción al poder de Allende se sostienen fundamentalmente en su colapso económico. […] Se realizan esfuerzos clandestinos para lograr la quiebra de una o dos de las Asociaciones de Ahorro y Préstamos más importantes. […] El desempleo y la intranquilidad podrían producir suficiente violencia para obligar a los militares a moverse”. En colaboración con militares chilenos, hasta fueron capaces de asesinar al general en jefe de las Fuerzas Armadas, René Schneider, días antes de la votación. Iniciaban así tres años de estrangulamiento económico, atentados y conspiraciones.

Gobierno y poder

A menudo suele confundirse tener el gobierno con tener el poder. Tener el gobierno es importante si uno no se engaña respecto a quién tiene el poder, el verdadero poder, que sigue estando en manos de los grandes capitalistas, de la banca y de los aparatos del Estado, la judicatura, el ejército y la policía como garantes del poder de los capitalistas.

Allende ganó las elecciones, pero no tenía los votos suficientes para ser nombrado presidente. La Democracia Cristiana aprovechó la coyuntura para imponerle una serie de condiciones –“garantías constitucionales”, se llamó- que limitaban el alcance de las políticas gubernamentales. Entre otras cosas, se acordaba la autonomía de las fuerzas armadas, que, de hecho, dejaban de depender de la obediencia del poder ejecutivo. Se prohibía cualquier intervención de “otros organismos que actúen en nombre de un supuesto poder popular”, “ni intentar ejercer poderes propios de las autoridades del Estado”, impidiendo la posibilidad de que organismos populares pudieran representar una alternativa al Estado burgués. Se aceptaba la “inexpropiabilidad” de cualquier medio de comunicación, permitiendo que los grupos burgueses utilizaran sus medios de comunicación para organizar la conspiración contra el gobierno, como así hicieron. Se acordaba “no obstaculizar la creación y desarrollo de los colegios de enseñanza privada” para que la Iglesia siguiera manteniendo sus privilegios. La vía chilena al socialismo quedaba limitada nada más comenzar.

Detrás de esta confusión sobre gobierno y poder encontramos la confusión, igualmente interesada, de que el Estado sería una institución neutral que podría ser utilizada por las izquierdas o las derechas solo por estar en el gobierno. Hay demasiados ejemplos históricos en los que evitar ese problema decisivo de la lucha de clases ha sido la causa de lamentables derrotas. Hay que volver a recordar lo que escribió Marx: “Todas las revoluciones anteriores perfeccionaron la máquina del Estado, y lo que hace falta es romperla, destruirla”. (Karl Marx. El 18 Brumario de Luis Bonaparte)

El ejército, garantía del Estado burgués

Años antes de los acontecimientos chilenos, un conocido militar golpista español, el general Sanjurjo, que organizó un golpe a la república en 1932 y luego colaboró con el golpe franquista de 1936, declaró: “Serviremos lealmente al gobierno actual, pero si, por desgracia, las presiones de la izquierda conducen a España a la anarquía, rápidamente asumiremos completa responsabilidad para restablecer el orden. Nuestro deber primordial es el mantenimiento del orden público, y lo realizaremos a toda costa. Ningún gobierno revolucionario se instalará en España”. Pinochet siguió sus consejos.

A diferencia de otros países de América Latina, se decía que la tradición democrática del ejército chileno podría permitir un tránsito pacífico hacia el socialismo si el pueblo lo decidía. La realidad fue que desde el primer momento la mayoría de los militares conspiraron y colaboraron con el gobierno estadounidense para cuando fuera necesario acabar con el proyecto de la Unidad Popular y evitar que el proceso revolucionario desembocara en el socialismo.

Y así sucedió efectivamente. Mientras el gobierno estaba prisionero de la legalidad y las normativas constitucionales, a los militares les importaba un comino la democracia, la legalidad y todo lo que no fuera la salvaguarda del Estado y los intereses de los grandes capitalistas. Además, cuando los conflictos sociales se fueron agudizando, el gobierno intentó calmar a la burguesía y a los militares metiéndolos en el ejecutivo. Tras una huelga de camioneros opuestos al gobierno que casi paralizó el país en octubre de 1972, y que fue respondida por grandes movilizaciones de la clase trabajadora, Allende rehízo el ejecutivo incluyendo a tres militares. El 9 de agosto de 1973 se formó un nuevo gabinete cívico-militar, en el que se encontraban tres generales y el comandante en jefe de la policía. Si la intención fue incluirlos para debilitar a los conspiradores, no se consiguió. Si hubo la ilusión de que así se les controlaría mejor, tampoco funcionó. Armando Cruces, uno de los dirigentes obreros del Cordón Industrial Vicuña Mackenna, declaró entonces: “Igual que en octubre (de 1972), los militares en el gobierno representan una garantía para los patronos y no para la clase obrera”. Para cerrar el círculo, el 23 de agosto se nombraba a Pinochet como jefe de las Fuerzas Armadas.

A lo largo de los años se fue desarrollando una confusión interesada en la relación entre democracia y socialismo. Para la clase burguesa la primera y más importante libertad es la propiedad privada y las demás, depende y según cómo. La democracia le es útil mientras no se pongan en cuestión sus privilegios. A lo largo de la historia no han tenido ningún reparo en utilizar la violencia, la represión o los golpes de Estado. No es la clase trabajadora ni los pueblos quienes inician procesos violentos. Las libertades democráticas son imprescindibles para la clase trabajadora y un punto de partida para avanzar hacia el socialismo y, sobre todo, porque la libertad es un bien escaso si no se garantiza el derecho a una existencia digna. Otra cosa bien diferente es la ilusión de que se pueda avanzar hacia una sociedad socialista manteniendo los aparatos del Estado que se han configurado para proteger los intereses y privilegios de la clase capitalista. La democracia es básica para luchar por el socialismo, como el socialismo será democrático (de una manera nueva y diferente, pues habrá aprendido de la terrible experiencia del estalinismo).

Poder popular

Una de las virtudes del proceso revolucionario chileno fue situar en el centro los problemas de la lucha por el socialismo y la necesidad de un poder popular como expresión de la organización de las clases trabajadores y embrión de la nueva sociedad. Lamentablemente, no son esos los debates presentes hoy en día. La reacción neoliberal ha hecho retroceder a las organizaciones obreras y populares, y en muchas ocasiones ha impuesto su relato sobre el presente y el futuro. Será necesario recuperar la iniciativa en la movilización y en la organización, como también en la perspectiva para abrir de nuevo un horizonte socialista a la crisis de la sociedad capitalista.

La movilización de las clases trabajadoras chilenas fue impresionante. En la campaña previa a las elecciones se crearon por todo el país 15.000 comités de Unidad Popular. En las bases de su constitución se decía: “No solo serán organismos electorales […] serán intérpretes y combatientes de las reivindicaciones populares […] se prepararán para ejercer el poder popular”. Sin embargo, se los dejó languidecer. Cuando el proyecto consiste en limitar la acción política a las leyes existentes, que son las de un régimen político y social opuesto al que se quiere construir, los organismos de poder popular suelen convertirse en accesorios e incómodos, a no ser que realmente se los prepare para ejercer el poder popular. Y ahí entra en contradicción la existencia de un poder “popular” dependiente de las instituciones y el desarrollo de lo que se llamará un “poder popular constituyente”, la base de un nuevo régimen social y político.

Así fue en el desarrollo de los enfrentamientos de clase durante esos tres años. Se fueron creando organismos que respondían a la necesidad de las clases populares: Comandos Comunales para resolver los graves problemas de vivienda; Consejos Comunales Campesinos para presionar y desarrollar la aplicación de la reforma agraria; Juntas de Abastecimientos y Precios para organizar la distribución y controlar los precios; Comités de control en las empresas del Área de Propiedad Social y los Cordones Industriales, coordinación de representantes de las empresas por zonas. Era un poder que nacía y se organizaba y otro que no quería morir y que dio el golpe usando los resortes del Estado.

A cada giro de la situación, el gobierno fue perdiendo la iniciativa, y frente a la conspiración del imperialismo, la patronal y los militares, quedó atrapado por el juego institucional abiertamente hostil, en vez de ser parte activa para la coordinación de esos organismos de poder popular y prepararlos para un enfrentamiento que era inevitable. Pocos días antes del golpe, el 5 de septiembre de 1973, la coordinación de los Cordones Industriales de Santiago se dirigió al “camarada-presidente” Salvador Allende: “Te prevenimos, camarada, con todo el respeto y la confianza que todavía te tenemos, que, si no llevas a cabo el programa de la Unidad Popular, si no tienes confianza en las masas, perderás el único apoyo real que posees como persona y como gobernante, y serás responsable de llevar al país, no a la guerra civil, que ya está en pleno desarrollo, sino a una masacre fría, planificada, de la clase obrera más consciente y más organizada de América Latina”.

El legado

La experiencia chilena tuvo una gran importancia a nivel internacional, y eso explica que 50 años después siga formando parte de la memoria y la reflexión. Los tres años de la Unidad Popular se siguieron con atención, y la solidaridad tras el golpe recorrió todo el mundo. Incluso en el Estado español, todavía en plena dictadura franquista, se organizaron algunas manifestaciones de protesta (convocadas clandestinamente). De esos años nos quedó la consigna “el pueblo unido jamás será vencido”, las hermosas y combativas canciones de Víctor Jara (asesinado por los militares), de Quilapayún o de Mercedes Sosa.

En la izquierda internacional hubo dos balances básicos. Quienes interiorizaron que el fracaso estuvo determinado porque la Unidad Popular no pactó o acordó con la Democracia Cristiana, arrinconando todas sus propuestas para un “socialismo a la chilena”, que es lo que pedía la derecha y los militares. El Partido Comunista italiano, en esa época el más fuerte de Europa occidental, fue el que más profundizó en esa idea, convirtiendo el “compromiso histórico” con la Democracia Cristiana italiana en su santo y seña y, por lo tanto, abandonando lo que aún pudiera quedarle de proyecto de transformación social. El eurocomunismo encontró ahí bases para sus políticas de adaptación al mantenimiento del sistema capitalista, como por ejemplo la aceptación de la monarquía tras la muerte de Franco y la política seguida por el PCE durante la transición. La “vía chilena al socialismo” quedó para los días de fiesta.

Hubo otro balance, que hemos querido expresar en estas líneas, que consistió en aprender de la experiencia chilena para dar un nuevo impulso a la lucha por el socialismo como la respuesta positiva al sistema capitalista para dar satisfacción a las necesidades sociales y democráticas de las clases trabajadoras y los pueblos. Los trabajadores, las trabajadoras y los pueblos chilenos intentaron cambiar la historia, y sigue siendo un reto que nos interpela en la lucha por el socialismo en el siglo XXI.

De alguna manera nos lo sigue recordando el último mensaje de Salvador Allende: “Superarán otros hombres el momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.

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Sindicalista. Es miembro del comité de redacción de Sin Permiso.

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