Un amplio estudio en el Reino Unido concluye que las posibilidades de encontrar trabajos creativos siguen siendo profundamente desiguales en términos de clase
Ignacio Echevarría
Fotograma de la película Nil by Mouth (Oldman, 1997).
En 1997 el actor Gary Oldman rodó como director, a partir de un guion escrito por él mismo, un largometraje titulado Nil by Mouth, que se estrenó en español, creo, con el título Los golpes de la vida. Se trataba de una coproducción británico-francesa, y era, al parecer, un drama deprimente y estremecedor sobre una familia de clase trabajadora descompuesta por los efectos de las políticas económicas del thatcherismo. La película obtuvo un resonante éxito de crítica. Su actriz principal, Kathy Burke, se llevó el premio a la mejor interpretación femenina en el festival de Cannes. Nil by Mouth obtuvo el premio al mejor guion y al mejor film británico en los premios BAFTA de ese año, y cinco distinciones más, el año siguiente, en el British Independent Film Awards (BIFA). En un pase previo, Eric Clapton se brindó a componer la banda sonora original.
Quise ver la película, pero aún no lo he conseguido. No está disponible en ninguna plataforma, al menos en España, y no se llegó a publicar en DVD. Mis pesquisas en los escasos videoclubs que sobreviven en Barcelona no han dado fruto.
Mi interés por Nil by Mouth lo despertó la atención que le prestó a finales del año pasado el diario The Guardian. Se cumplían los 25 años del estreno y con este motivo fue remasterizada, editada en Blu-ray y colgada en el portal de BFI Player, una envidiable institución que promueve y preserva el cine y la televisión en el Reino Unido. Dos artículos de The Guardian revisitaban la película y hablaban de ella en los mejores términos. En uno de ellos, el mismo Gary Oldman recordaba las circunstancias del rodaje y su relación con los actores. Lo que describe y cuenta en Nil by Mouth es, dice, resultado de su experiencia personal. Oldman creció en un entorno familiar y en un barrio que se corresponden en buena medida con los de la película. “Sentí que el Londres que había conocido cuando era niño nunca había sido representado. Sucedieron cosas en mi familia que fueron impactantes, así que sentí un empujón para contar mi propia historia”, cuenta. Y añade: “No pudimos recaudar ni un centavo, pero luego mi socio productor, Douglas Urbanski, almorzó con el cineasta Luc Besson, con quien había hecho Léon. Sin dudarlo, Luc dijo: ‘Por supuesto que financiaré la película de Gary’. Nil by Mouth recaudó 1,9 millones de libras esterlinas, pero la película finalmente costó 4 millones, que yo mismo financié. Estaba divorciado y no llevaba un estilo de vida particularmente extravagante, no coleccionaba arte ni conducía un Ferrari, aunque podría decirse que invertir mi dinero en una película resultaba algo frívolo.”
Preguntado por las razones por las que no ha vuelto a dirigir otra película desde entonces, decía Oldman, en una larga entrevista para BFI Player, que era “una larga historia”. A lo que añadía poco después: “No es por no haberlo intentado. Simplemente, no quieren más. Ese es el problema. Lo que quieren es Cuatro bodas y un funeral”.
Estas últimas palabras las recogía James Tapper en un reportaje algo posterior del mismo The Guardian, en el que daba cuenta de los resultados de un amplio estudio estadístico realizado en Reino Unido con el objetivo de observar la movilidad social en el sector cultural. Dediqué a ese estudio una columna publicada hace poco en El Cultural, pero pienso que vale la pena volver sobre él, al hilo del artículo que yo mismo escribí pocas semanas atrás, para esta misma revista, sobre un libro de Alberto Santamaría: Barrio Venecia, recién publicado por Lengua de Trapo.
Las perspectivas de trabajar en el sector cultural, para un joven de clase obrera, es cuatro veces menor que para uno perteneciente a un entorno acomodado
El estudio al que me refiero, publicado en la revista Sociology por un equipo de investigadores de las universidades de Edimburgo, Manchester y Sheffield, se basa en datos de la Oficina Nacional de Estadísticas del Reino Unido, entre los que sobresale el siguiente: la proporción de músicos, escritores y artistas pertenecientes por origen a la clase trabajadora se ha reducido a la mitad desde la década de 1970. Concretamente, ha pasado de un 16,4% a un 7,9%. Un descenso más o menos proporcional al de los jóvenes nacidos en hogares de clase trabajadora, que en el mismo periodo ha pasado de un 37,6% al 21%. Hasta aquí, nada alarmante ni escandaloso. Lo que tiene interés, con estos datos en la mano, es enterarse de que, en el arco de tiempo considerado, apenas se han producido cambios por lo que respecta a la movilidad de clase a la hora de ocupar trabajos creativos. “Las posibilidades de entrar en el trabajo creativo siguen siendo profundamente desiguales en términos de clase”, concluye el informe. Es decir que las perspectivas de trabajar en el sector cultural, para un joven procedente de la clase trabajadora, siguen siendo, hoy como en 1970, cuatro veces más reducidas que para un joven perteneciente a un entorno acomodado.
A falta de estudios equivalentes por lo que toca a España, entretengámonos en dar vueltas a lo que sabemos del Reino Unido. No me parece abusivo proyectar sobre nuestro país los datos de allí, por mucho que uno sospeche que se daría cierto margen de diferencia, no exactamente a nuestro favor.
Además de la ya señalada, los autores del estudio al que me vengo refiriendo sacan otras conclusiones a las que vale la pena prestar atención. Resumo dos de ellas:
1. Desmienten, en primer lugar, el mito de la “meritocracia”, esa idea ampliamente extendida de que “el sector cultural comprende un conjunto de ocupaciones que se suelen contratar en función del talento, independientemente del origen social”. No es el caso: las determinaciones de origen siguen siendo, en la actualidad como hace medio siglo, decisivas a la hora de acceder a este sector. Los bajos salarios y el trabajo precario que lo caracterizan siguen siendo “barreras obvias para el acceso al mismo de quienes no tienen apoyo económico”, concluye el estudio. He aquí –añado yo– una de las paradojas del sector cultural: sin un sostén familiar o medios propios, difícilmente puede nadie resistir el largo proceso de “adiestramiento” consistente en desempeñar trabajos semigratuitos como “becario” o como “colaborador” autónomo. El sector editorial, que es el que mejor conozco, dispone de toda una legión de candidatos dispuestos a trabajar incontables horas con tarifas de miseria a efectos de poder acreditar, llegado el momento, la imprescindible “experiencia”. Experiencia casi siempre insuficiente, por otro lado, si antes no se ha cumplimentado debidamente el “rito de paso” –o peaje– consistente en cursar uno cualquiera de tantos “máster en edición” que exprimen el bolsillo del candidato con el señuelo de procurarle, junto a unos cuantos rudimentos generales, una muy orientada red de “contactos”. La creciente “proletarización” de los trabajadores del sector editorial –un sector, por otro lado, en que las diferencias salariales son llamativas– presupone que su reclutamiento mal puede realizarse entre jóvenes que a lo que aspiran es a aliviar con su fuerza de trabajo la estrechez de sus hogares. Por lo demás, también en el sector cultural –advierten los autores del informe– “las cuestiones de género y etnicidad agravan las desigualdades”, como era de esperar.
2. Otra conclusión del informe es que, al contrario de lo que es común pensar, no ha habido ninguna “edad de oro” para el acceso a los sectores culturales o creativos por parte de las personas procedentes de la clase trabajadora. Es este un mito que viene avalado por innumerables relatos en los que el acceso a la cultura por parte de sus protagonistas ha actuado como herramienta de desclasamiento. Se tiende a creer que, en las décadas posteriores al Segunda Guerra Mundial, en las que se produjo un acceso masivo a la enseñanza media y superior por parte de los hijos de las clases intermedias y obreras, el sector cultural brindó a muchos jóvenes de familias trabajadoras la oportunidad de ingresar en su esfera y prosperar dentro de ella en condiciones de relativa igualdad. No es así, al parecer. En ningún momento desde la década de 1950 –observan los autores del informe– ha sido más fácil para los jóvenes de origen obrero, en comparación con los de otras clases, acceder al trabajo creativo. “Siempre ha sido relativamente difícil”, afirman.
Incluso entre aquellos que poseen estudios –sigue concluyendo el informe, que detalla con bastante precisión los diferentes estratos socioeconómicos que maneja–, se observa una marcada desventaja para quienes proceden de la clase trabajadora. Un graduado cuyos padres tiene ingresos elevados “tiene más del doble de probabilidades de obtener un trabajo creativo, en comparación con los graduados de origen obrero”. Y la proporción es aún más sangrante entre los que no tienen titulación alguna: las posibilidades de acceso a trabajos creativos son tres veces mayores para los que pertenecen a familias acomodadas, “lo que refleja la importancia de las redes tradicionales (familiares y basadas en la escuela) y del capital cultural acumulado en la mediación del acceso al deseado puesto de trabajo”. En resumen, “en términos de movilidad social relativa, las probabilidades de que una persona acceda al trabajo creativo están fuertemente asociadas con su origen de clase, incluso después de tener en cuenta las calificaciones”.
Nada de esto resulta nuevo ni mucho menos sorprendente, pero no está de más recordarlo y certificarlo con los datos y la contundencia con que lo hacen los autores de “Movilidad social y ‘apertura’ en ocupaciones creativas desde la década de 1970”, que es como se titula el artículo en el que se da cuenta de la investigación mencionada.
Al hilo del mismo, se publicaron en The Guardian –y supongo que otros medios británicos– numerosos artículos y columnas que comentaban las conclusiones volcadas en la revista Sociology.
En uno de ellos, el escritor Tomiwa Owolade denunciaba que “los bajos salarios y la inseguridad laboral en las artes hacen que su campo sea cada vez más exclusivo de los ricos y, como resultado, menos diverso”. Pese a no proceder de un entorno obrero, Owolade aportaba su propio testimonio para dar cuenta de las dificultades que para optar por un trabajo “creativo” tiene un joven necesitado de recursos y narraba la consternación de sus padres cuando les dijo que quería dedicarse a las letras. Se pregunta Owolade:
El 67% de los ganadores británicos del Oscar recibieron educación privada
“¿Por qué una joven talentosa de clase trabajadora debería convertirse en una escritora mal pagada cuando podría trabajar en finanzas y ayudar a su familia? ¿Por qué un joven inteligente se esclaviza como periodista cuando podría estar mejor remunerado como abogado? Estas preguntas pueden sonar groseras. El dinero no lo es todo; estoy de acuerdo. Pero el dinero cuenta. Los ingresos medios anuales de un autor ascienden a siete mil libras esterlinas. La mayoría de los actores no son estrellas de Hollywood, sino trabajadores sobrecargados que luchan por trabajos ocasionales. ¿Puede sorprender que los actores que llegan a la cima a menudo provengan de familias adineradas? Se trata de industrias en las que aquellos a quienes la riqueza les viene de familia pueden darse el lujo de trabajar. Un estudio de Sutton Trust de 2016 concluyó que el 67% de los ganadores británicos del Oscar recibieron educación privada. Los que vienen de familias pobres tienen que hacer una elección mucho más difícil. Es por eso que cualquier discusión sobre la diversidad sin tener en cuenta la clase o el dinero es inútil. ¿Por qué alentar a alguien de origen humilde a agravar potencialmente su pobreza?”.
En otro artículo algo más viejo del mismo The Guardian, el actor Eddie Marsan ofrecía su testimonio por lo que respecta al mundo de la interpretación y del cine. Escribía Marsan, cuyo padre era camionero:
“He estado actuando profesionalmente durante más de 25 años, pero sé lo que es sentir ese sueño en peligro por falta de dinero. Nunca recibí una beca para ir a una escuela de teatro. La matrícula de mi primer año en una de ellas la proveyeron mi difunta madre y un corredor de apuestas del East End. […] Si no hubiera sido por eso, me habría quedado fuera; soñaría antes de ni siquiera haber comenzado. Así que agradezco lo que recientemente dijo Maureen Beattie, presidenta de Equity, sobre la falta de oportunidades para que los jóvenes de clase trabajadora sigan una carrera de interpretación. No tengo nada en contra de mis colegas y amigos de entornos más privilegiados que han tenido éxito: muchos de ellos son actores fantásticos que merecen plenamente su éxito. Pero, como dijo Idris Elba con tanta elocuencia cuando habló en el Parlamento: ‘El talento está en todas partes; la oportunidad, no’. Eso está muy claro en mi profesión. No solo hay menos actores de origen obrero, también hay menos escritores, directores, editores encargados, productores y críticos de clase trabajadora. Esto da como resultado un círculo de influencia decreciente, por lo que la perspectiva que domina las historias que contamos proviene de los estratos más altos de la sociedad. No importa cuán bien intencionados o socialmente progresistas intenten ser: lo que se obtiene es un reflejo distorsionado del mundo en el que vivimos. […] No solo hay menos actores de clase trabajadora, también hay menos escritores, directores y productores de clase trabajadora. Y nuestro país, por supuesto, no solo está formado por diferentes clases, sino también por diferentes razas y culturas. Las películas que hacemos, las obras que representamos y las historias que escribimos deben reflejar eso. Necesitamos un joven somalí londinense que haga películas sobre la comunidad somalí en Londres, un joven dramaturgo bengalí que escriba una obra sobre las dificultades de crecer bajo la influencia de dos culturas a veces en conflicto. Es escuchando las historias de los demás, explorando las perspectivas de los demás, que aprenderemos a trascender la idea fija de nosotros mismos y unirnos”.
Recomiendo asomarse a los enlaces vinculados a las palabras tanto de Owolade como de Marsan. Por mi parte, detengo aquí, al menos por ahora, la cadena de asociaciones a que me condujo la lectura de la breve crónica de James Tapper. El asunto da de sí. Repito que mi atención al mismo venía incentivada por la lectura de una vieja y formidable conferencia de Raymond Williams que simultaneé casualmente con la de la novela recientemente publicada por Alberto Santamaría. Una doble lectura de la que di cuenta en esta misma revista. El hilo no sólo podría, sino que debería estirarse para poner sobre la mesa un montón de cuestiones de las que, quizás por consabidas, no se conversa casi nunca. No al menos aquí, en nuestro país, o eso me parece. Va siendo hora de empezar a hacerlo.
Ignacio Echevarría
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