No hay ningún azar, ninguna casualidad, ningún gesto solitario en estos crímenes: Salman Rushdie, el profesor Samuel Paty o Charlie Hebdo son piezas articuladas de un gran designio planetario.
Del atentado a Charlie Hebdo a la decapitación del profesor Paty
No se trató de un accidente ni un hecho local ni un acto perpetrado por un loco. En las fatwas siempre está de por medio la función del castigo o la limpieza.
Por Eduardo Febbro
Rushdie a punto de ser evcuado en helicóptero sanitario después del atentado.. Imagen: EFE
Desde París
Decir algo puede llevar a verse sentenciado a morir de varias maneras: mediante una fatwa, acribillado a balazos como ocurrió con el semanario Charlie Hebdo (2015) porque publicó las caricaturas de Mahoma, decapitado en una plaza de Francia como el profesor de historia y geografía francés Samuel Paty (2020 en las afueras de París) o, al igual que el escritor Salman Rushdie, herido gravemente en Nueva York. Cada vez, la ofensa al profeta Mahoma sirvió de articulación para que el yihadismo internacional cometiera los más nauseabundos asesinatos. Samuel Paty no había hecho nada más que mostrar algunas de las caricaturas de Mahoma publicadas por Charlie Hebdo durante un curso de educación pública y libertad de expresión. Paty dijo a sus alumnos que quienes no quisieran asistir al curso podían salir de la clase. Una alumna denunció al profesor y de allí en más sus padres montaron una “fatwa” virtual en internet contra Samuel Paty. Abdoullakh Anzorov, un refugiado ruso de 18 años de origen checheno, sintió que su misión había llegado: esperó al profesor en una plaza y lo decapitó por haber mostrado las caricaturas. Luego se descubrió que la alumna ofendida ni siquiera había ido a clases ese día y que la persecución en las redes de Samuel Paty la organizó el padre de la niña y un islamista. El padre del asesino, Abouyezid Anzorov, dijo que su hijo “había reembolsado la deuda de todos los musulmanes”.
No fue un loco
La fatwa pronunciada por el Imán Ruhollah Jomeini en 1989 contra el escritor Salman Rushdie se arraiga en la misma lógica: un hombre absolutamente solo, sin lazo alguno con entidades o círculos militantes, es acusado de blasfemia, calumniado y perseguido hasta el fin del mundo por lobos solitarios que se encargarán de lavar la afrenta.
Ni el drama del profesor Paty, ni el de Salman Rushdie constituyen accidentes, hechos locales, represalias individuales contra la blasfemia, actos perpetradas por locos. Ese no es más que el envoltorio que cubre y hace digerible el relato bajo cuyos argumentos circula la razón de ser del yihadismo tal y como la definió el palestino Abdallah Azzam (1941-1989), uno de sus grandes teóricos. Sus libros más famosos, "La Defensa de los territorios musulmanes" y "Únete a la Caravana", son clásicos de la literatura jihadista de alcance planetario cuyo credo enuncia: “la función del yihad consiste en derribar las barreras que impiden que esta religión se expanda en toda la superficie de la tierra”.
En las fatwas siempre está de por medio la función del castigo o la limpieza. Trece días después de la decapitación de Paty, el tunecino Brahim al-Aouissaoui asesinó a cuchilladas a dos mujeres y un hombre en la basílica Nuestra Señora de Niza. Otra “venganza” contra los “impíos” de Occidente. Cuatro años antes, el 14 de Julio de 2016, el tunecino Mohamed Lahouaiej-Bouhlel arrojó el camión que conducía contra La Promenade des Anglais, en Niza, donde una importante multitud celebraba la fiesta nacional francesa. Lahouaiej-Bouhlel es un misterio. No pertenecía a la galaxia yihadista, no se le conocen lazos con Al Qaeda o el Estado islámico, pero mató a 86 personas.
Satan Rushdie, el objetivo ideal
El relato oficial varia poco: las campañas yihadistas se basan en las mismas acusaciones contra individuos solos o, como en el caso del atentado contra Charlie Hebdo, tiene como objetivos medios de expresión que insultaron al Profeta Mahoma. Salman Rushdie fue el primero cuya obra, en Medio Oriente y sin que nadie la haya leído, sacó a decenas de miles de personas a la calle a manifestar contra él.
En 1990, en Londres, Rushdie firmó una declaración en la cual pedía disculpas por haber ofendido a los musulmanes con su novela Los Versos Satánicos. De nada le sirvió. La caza planetaria orquestada por el yihadismo ya tenía su objetivo ideal. Salman ya era el “Satán Rushdie”. Antes del atentado de Nueva York contra Rushdie, el libro le costó la vida al traductor japones de Los Versos Satánicos. Hitoshi Igarashi fue asesinado en 1991 en la Universidad de Tsukuba (norte de Tokio) donde enseñaba cultura islámica comparada. En 1993, el editor noruego de Rushdie sufrió un atentado.
Al autor de "Los Versos Satánicos" le cayeron muchas otras condenas, buena parte de ellas provenientes de intelectuales progresistas que lo acusaban de racista, de haber insultado a los olvidados, a los maltratados de la historia, a los excluidos. Esos pogres de otra galaxia pensaban que el ayatola Jomeini hablaba en nombre de ellos cuando, en realidad, su régimen, como ningún otro, había reprimido tanto a la izquierda iraní, a los sindicalistas, a los militantes por los Derechos Humanos.
De la fatwa al horror
Después de la fatwa de Rushdie la tragedia le llegó a Kare Bluitgen, el escritor y periodista danés de ultraizquierda que se propuso contar en un libro para niños la vida de Mahoma para facilitar el diálogo y la comprensión entre las comunidades para aliviar las tensiones multiculturales y confesionales que perturbaban ciertos barrios de Copenhague. Si con Rushdie se inicia la persecución a un hombre por sus relatos, con Bluitgen comienza el segundo horror moderno después de los atentados de Al Qaeda contra las torres gemelas (2001). Nadie quiso ilustrar el libro de Bluitgen hasta que un periodista del diario danés Jyllands-Posten decidió que se publique con caricaturas en 2005. Los imanes del clérigo yihadista saltaron sobre la oportunidad, incluso exhibiendo caricaturas que no existían en las publicaciones originales. Dinamarca conoció lo que jamás había visto: manifestaciones ante sus embajadas, quema de banderas, dibujantes y periodistas sentenciados a muerte.
La furia yihadista luego elegiría al diario satírico francés Charlie Hebdo. El 7 de enero de 2015, a las 11 y media de la mañana, armados con fusiles de asalto, los hermanos Chérif y Saïd Kouachi entraron en los locales y asesinaron a 12 personas (de los cuales ocho eran miembros de la redacción) para vengar el Profeta Mahoma. Los hermanos Kouachi murieron dos días más tarde en un asalto de la policía en el Norte de París. Ambos admitieron su filiación con el grupo AQPA, Al Qaeda en la Península Arábica, el cual reivindicó oficialmente la autoría del atentado. Antes, en solidaridad con el diario danés Jyllands-Posten, los periodistas y los dibujantes amenazados, Charlie Hebdo había publicado las caricaturas de Mahoma.
No hay ningún azar, ninguna casualidad, ningún gesto solitario en estos crímenes: Salman Rushdie, el profesor Samuel Paty o Charlie Hebdo son piezas articuladas de un gran designio planetario. Salman Rushdie fue el primero en ser designado para encarnar un prolongado y sangriento conflicto que hizo de él un emblema, pero cuyas metas eran y siguen siendo otras. No hay que dejarse engañar por los relatos de culpabilidad y las justificaciones tan comunes en el seno de las izquierdas europeas: estos atentados no son producto del colonialismo, ni del racismo, ni de la situación en los suburbios donde viven los inmigrados, ni de las humillaciones policiales.
Corresponden a un plan perfectamente trazado por un clero que encuentra sus candidatos en esas zonas de la frustración, pero al que poco o nada le importan los destinos de esos individuos que utiliza para sus aspiraciones. Ese clero, detrás del cual hay poderosos estados del Golfo Pérsico, pasa sus vacaciones en Occidente, preferentemente en la Costa Azul Francesa, entre Mónaco, Niza y Canes. Viven en yates y esplendorosas mansiones al mejor estilo del derroche y el vicio occidental. Los mismos occidentales les venden además decenas de miles de millones de euros anuales en armas. La fatwa vigente contra Salman Rushdie es la primera piedra de esa estrategia global, muchas veces arraigada en la propia enredadera occidental.
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