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“COLOMBIA ENFRENTA EL TERCER CICLO DE UNA GUERRA QUE NUNCA TERMINÓ”: RENÁN VEGA CANTOR

Estados Unidos trasladó a los paramilitares la función que no podía cumplir directamente el ejército colombiano...
Se transportaron paramilitares en aviones de las fuerzas armadas colombianas hacia el sur del país, a pocos kilómetros de un batallón en donde militares de Estados Unidos estaban dando cursos de instrucción. Los militares de este batallón recibieron a los paramilitares y los condujeron, protegidos, hacia Mapiripán, en donde cometieron la masacre de decenas de colombianos.

Renán Vega Cantor

POR LAUTARO RIVARA /

ALAI dialogó en exclusiva, desde Bogotá, con el historiador, economista y profesor universitario Renán Vega Cantor. Conversamos sobre el estallido social y sus balances, los Acuerdos de Paz y sus inconclusiones, la candente relación colombo-venezolana, el paramilitarismo y el lugar de Colombia en la política contrainsurgente norteamericana.

Vega Cantor es uno de los más destacados intelectuales colombianos, aunque el mismo descrea de este término que, para la tradición falsbordeana, separa de forma arbitraria el carácter sentipensante de quienes laboran con las ideas y la cultura. Su formación ha trascendido hace tiempo las disciplinas académicas, aunque sus enfoques predilectos son los de la historia, la economía y la geopolítica: desde ellos ha escrito más de 35 libros sobre Colombia y acerca de América Latina y el Caribe. Renán Vega ha sido ganador del Premio Libertador al Pensamiento Crítico en el año 2007, así como miembro de la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas. Dirige la revista CEPA desde el año 2008, fundada por Orlando Fals Borda, y es profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia.

En un ritmo lento pero continuo, y en el tono grave y casi taciturno de una exposición perfectamente hilvanada, conversamos con él en el mismísimo santuario de su biblioteca privada en su residencia en Bogotá. Preguntamos, y repreguntamos, en torno a un amplio abanico de temas a los que el profesor respondió con la misma imperturbable solvencia. Presentamos aquí, por razones de espacio, una versión editada de una extensa conversación de más de hora y media de duración.
La protesta en Colombia ha sido permanente


¿Qué cambió en Colombia en ese periodo que va de los paros agrarios y las mingas indígenas al estallido social de abril del 2021? ¿Estamos viendo un proceso más o menos sostenido de acumulación en términos organizativos, ideológicos y programáticos, o más bien una especie de “rebote” tras décadas ininterrumpidas de políticas militaristas y neoliberales? ¿Cómo lee el ciclo colombiano de los últimos años?

En Colombia, la protesta social ha sido permanente, aunque nunca había alcanzado la dimensión que tuvo el año anterior. Porque el Paro Nacional fue la más extraordinaria movilización de toda la historia de Colombia: no hay ningún otro antecedente de esas dimensiones. Incluso se la suele comparar con el Paro Cívico de septiembre de 1977, sucedido hace 45 años. Pero el paro cívico no tuvo el relieve ni las dimensiones que alcanzó este del año anterior. Este fue inédito por muchos factores. Por la extensión geográfica: cubrió prácticamente el 80 por ciento del territorio colombiano, cubrió las grandes ciudades, incluso sitios donde nunca antes había habido movilización abierta. Por la extensión temporal: fue el que más tiempo duró. Y también porque allí participaron muy diversos sectores sociales.

En términos de protesta hay continuidades, pero también rupturas. En efecto, ha habido una movilización permanente en este país, que siempre ha sido brutalmente reprimida por el Estado y por factores paraestatales. Eso hace que aquí, casi cualquier movilización social, sea heroica. Tenemos ejemplos históricos de movilizaciones y de paros que han dejado decenas de muertos. Este paro no fue la excepción: hablamos de 80 muertos, muchos desaparecidos, violaciones, personas que perdieron los ojos, encarcelamientos. ¿Qué tiene entonces de nuevo este paro? Este se inscribe dentro de un ciclo más corto que empezó por ahí en el 2010, cuando se celebró la independencia del país, cuando hubo una importante movilización que hablaba de la “segunda independencia”, en la que surgió el movimiento Marcha Patriótica. Eso se canalizó de alguna forma hacia los debates en torno a la paz, y en otros casos se proyectó más allá.

Esta movilización social ha tenido protagonistas diversos: los estudiantes universitarios, los campesinos, los indígenas. Ahora es un movimiento cívico en donde participan múltiples sectores sociales: algunos dicen que el sujeto protagónico de esta protesta es lo que llaman los “ninis”, los que ni trabajan ni estudian, para hablar de jóvenes que fueron la fuerza motriz de ese paro y esas movilizaciones. No son jóvenes universitarios, son jóvenes que a veces ni siquiera han terminado el bachillerato. Desempleados, cuyas familias por lo general pertenecen a la economía informal, lo que se llama la economía del rebusque, con trabajos muy precarios por lo general, sin ninguna perspectiva inmediata de futuro, sin acceso a la educación, sin servicios de salud, con barrios con pésima infraestructura. Es allí donde se concentra el estallido social.

¿Qué explica entonces la magnitud de las protestas? Creo que hay que tener en cuenta el impacto de la pandemia, y la forma como el régimen de Iván Duque la manejó. La pandemia fue sentida por la gente como una expresión de la desigualdad que carcome a la sociedad colombiana: esa desigualdad es histórica, estructural. Nosotros somos uno de los países más desiguales del mundo, y la pandemia demostró los niveles de injusticia social imperantes. Antes del paro hubo algunos detonantes: por ejemplo, aquí hubo marchas, en Bogotá y en otros lugares, de lo que se llamó los “trapos rojos”. Cuando la gente estaba literalmente muriendo de hambre en los barrios populares, empezaron a ondear trapos rojos para anunciar su situación. ¿Cuál fue la respuesta del Estado y los gobiernos locales, los alcaldes, los gobernadores? La represión.

“El mayor impacto de este proceso es que deslegitimó al uribismo y al paramilitarismo urbano […] estos fueron los principales derrotados de esta movilización”

Hubo otro estallido, que fue local, que se presentó aquí en Bogotá, en una localidad que se llama Soacha, el 9 y 10 de septiembre de 2020. Se dio en plena cuarentena, cuando fue asesinado un ciudadano en un CAI (Centro de Atención Inmediata de la Policía). Allí fue asesinada una persona de 42 años a manos del ESMAD [el Escuadrón Móvil Antidisturbios, una unidad especial de la Policía Nacional de Colombia]. Eso generó un sentimiento de indignación que implicó casi una insurrección en Bogotá, lo que llevó a que fueran atacados la mitad de todos los CAI de la ciudad. Como resultado de la represión policial fueron asesinadas 14 personas. Eso demuestra que se estaban acumulando una serie de contradicciones, que la situación era una olla a presión a punto de estallar. El estallido se precipitó por una reforma tributaria que presentó el gobierno de Duque al Congreso, absolutamente impopular por lo que planteaba. Ese fue el detonante que sacó a relucir el malestar social. El paro se inició el 28 de abril del 2021 y se prolongó durante casi dos meses y medio, con un muy significativo repertorio de lucha, con participación de nuevos sectores sociales, con protagonismo de las mujeres pobres de los barrios, madres de jóvenes que nunca habían participado en ninguna protesta. Eso le dio un significado especial a esta movilización, que transformó al país.


El mayor impacto de este proceso es que deslegitimó al uribismo y al paramilitarismo urbano. Creo que estos fueron los principales derrotados de esta movilización. Porque hay que decir que en los últimos 20 años, desde el año 2002, se dio una legitimación del uribismo como movimiento político y también del paramilitarismo, que no es otra cosa que el uribismo armado. Legitimados incluso en las ciudades, en los barrios populares, en todos lados. Pero fueron sumamente desprestigiados en esta movilización y la gente les perdió el miedo. Una de las consignas que se generalizó en las protestas fue “Uribe, paraco, el pueblo está berraco”. Esa es una consigna que antes entonaban círculos restringidos de militancia, y sobre todo estudiantes. Fue muy reveladora de todo lo que estaba en juego, y del sector que era señalado.

El paro tenía una serie de reivindicaciones, que no eran las mismas que presentaron los sindicatos que iniciaron la protesta. Se trató de una serie de reivindicaciones muy locales. Creo que uno de los problemas del paro fue organizativo: primó mucho la espontaneidad, no había estructuras orgánicas que permitieran mirar más allá, ni mantener un movimiento más a largo plazo. Está por verse aún qué enseñanzas organizativas deja el paro y que se puede desprender de ahí.

Algunos han querido relacionar el paro con la figura de Petro, pero esos nexos no son tan inmediatos. Petro, pensando en las elecciones, fue supremamente tímido, incluso más que cauto. No se involucró directamente en la protesta, no participó en las grandes movilizaciones, no estuvo en los barrios del conflicto. Aquí se pone en tensión algo que se ha dado en otros países: la existencia de una agenda social y una agenda electoral que no necesariamente coinciden. A veces, por intereses electorales muy inmediatos, se llega a sacrificar la movilización.

Usted supo referirse a una especie de “síndrome del incumplimiento” de parte de las élites colombianas, que parece remitirse hasta tiempos coloniales, cuando fueron traicionados y asesinados los comuneros alzados en 1871. ¿Cuál es la situación actual del proceso de paz, a seis años de la firma de los acuerdos de La Habana? ¿Se verifica hoy tal incumplimiento?

Yo llamaría al proceso de paz un estruendoso fracaso. ¿Por qué? Si se quisiera dar una cifra indicativa, tenemos que decir que desde la firma han sido asesinados 350 de los desmovilizados [de la guerrilla de las FARC, hoy devenida partido político]. Esto sin contar a los familiares o amigos cercanos de los firmantes del acuerdo, porque en realidad la cifra es mucho más abultada. Si se hubiera presentado un sólo muerto, el acuerdo ya hubiera sido un fracaso. ¿Cómo podemos llamar entonces a esta situación, si precisamente la desmovilización se dio para garantizar el respeto a la vida y el derecho a participar en política? Este es un primer elemento que considero indiscutible.

Pero no solamente ese. Hay una cantidad enorme de aspectos referidos a ese acuerdo que han sido incumplidos: quienes se han dedicado a investigarlo, dicen que se ha cumplido -y la cifra a veces es inflada- tan sólo el 15 por ciento de lo pautado. Pero en los aspectos sustanciales el incumplimiento es total.

Agréguele a eso que los mecanismos de justicia que se establecieron terminaron siendo en realidad tribunales para juzgar a las FARC y no para juzgar al Estado colombiano. Realmente la JEP [Jurisdicción Especial para la Paz] se convirtió en un tribunal para juzgar a las FARC. Hay lecturas bastante optimistas de parte de personas que seguramente conoce, como Iván Cepeda [defensor de derechos humanos y senador por el Polo Democrático Alternativo]. Cepeda considera que el proceso de paz es extraordinario, y que la JEP es uno de sus resultados más favorables. Pero ¿qué tiene para mostrar la JEP? Tan sólo todo lo relacionado con el dossier de las FARC, pero respecto a los otros dossier nada.

“La guerra en Colombia nunca terminó. Estamos en un tercer ciclo de guerra, con otras características”

Dicen que la JEP constató la existencia de más de 6.400 “falsos positivos” [ejecuciones extrajudiciales en las que las Fuerzas Armadas asesinaban a campesinos y jóvenes para presentarlos como “bajas” guerrilleras a cambio de ciertas recompensas y estímulos]. Primero, ese no es un gran avance porque eso estaba bastante claro. Incluso la cifra real de falsos positivos durante el gobierno de Uribe es mayor, algo así como el doble. Pero el elemento fundamental comparativo es cómo se están adjudicando las acciones de las FARC y el Ejército. En el caso de las FARC se juzga desde arriba, estimando que la cúpula y la comandancia son responsables, y se empieza a juzgar luego hacia abajo, al grupo entero. Pero en el caso de los falsos positivos se juzgan casos individuales desde abajo hacia arriba, sin que nunca se vaya a llegar a la cúpula. En ese espacio nunca serán juzgadas las máximas autoridades, como los presidentes, como el mismo Álvaro Uribe. La JEP se convirtió en un tribunal para juzgar a las FARC y deslegitimar su lucha en términos históricos, diciendo que eran simplemente unos secuestradores, unos extorsionistas, sin motivos ideológicos ni políticos que justificaran su insurgencia. ¿Qué concordia puede derivarse de este tratamiento?


En tercer lugar, hay que considerar que las Fuerzas Armadas no hablan de un acuerdo, hablan de una rendición. Por eso más que un acuerdo de paz hubo una pacificación. La doctrina de contrainsurgencia se mantiene igual, impune, incluso aún más arrogante, por esa lógica del supuesto triunfo de las fuerzas armadas.

El cuarto elemento es que la guerra en Colombia nunca terminó. Estamos en un tercer ciclo de guerra, con otras características. Ese tercer ciclo empieza con la misma firma del acuerdo, en el 2016. No sabemos a dónde ha de conducir este tercer ciclo, pero lo preocupante es que el segundo ciclo duró ni más ni menos que medio siglo. El tercero lleva ya cinco años, y no sabemos cuánto tiempo va a durar. Hay muchos factores -como la contrainsurgencia, la gravitación de Estados Unidos, el no aplicar los acuerdos para solucionar las cuestiones de fondo, el asesinato de los ex combatientes- que no permiten pensar que la guerra en Colombia se vaya a acabar rápidamente.

Aun considerando estos incumplimientos que usted menciona ¿no cree que, al menos de forma indirecta y no deseada, el proceso de paz pudo haber coadyuvado al estallido social, contribuyendo a reencauzar la conflictividad social en Colombia en un sentido no militar?

Esa es una lectura que se ha hecho desde una visión muy dicotómica que separa lo que se entiende por “la izquierda armada” y “la izquierda democrática”. El argumento que se suele esgrimir es que la movilización ahora es posible porque no están las FARC. Ese argumento me parece poco convincente, porque la movilización social aquí nunca desapareció. Se presentó siempre, claro que no a los niveles que tuvo el estallido. A mi modo de ver la razón fundamental fue el agotamiento del modelo de dominación uribista. Sí creo que la desmovilización incidió en otro factor, del que poco se habla. No podemos desconocer que las llamadas “primeras líneas” y los sectores que más frentearon en el paro, tenían algún tipo de preparación militar, preparación que no cayó del cielo, sino que tiene que ver con que allí participaron también, a título de ciudadanos, ex combatientes. Sujetos con una formación militar mínima, desarmados, lo que les permitía organizar una logística elemental para hacer frente a la represión del Estado. Para mi esa sería una forma de incidencia clara.

“Lo que hizo el paro fue traer la guerra a las ciudades, por lo que muchos sectores urbanos descubrieron que el Estado colombiano es terrorista”

Yo no veo, al menos tan clara, la relación entre la desmovilización y el estallido en sí. Lo que tal vez la movilización sí mostró fue que la guerra, aquí en Colombia, fue tan exitosa como modelo para las clases dominantes, que en el mundo urbano siempre fue vista como un fenómeno lejano. El conflicto ha sido fundamentalmente un fenómeno rural, agrario. Siempre la guerra se contempló desde la televisión. Lo que hizo el paro fue traer la guerra a las ciudades, por lo que muchos sectores urbanos descubrieron que el Estado colombiano es terrorista, que el Ejército colombiano es un ejército criminal, que la Policía -militarizada- también lo es. Eso siempre lo han experimentado los jóvenes en los barrios populares, pero la clase media nunca lo había visto así. Nunca lo vivió en carne propia. Por eso, era sorprendente que hubiera quien pensara que eso era nuevo en Colombia, cuando eso sucede aquí desde hace al menos 70 años. Hubo un efecto de demostración en eso, en el descubrimiento súbito del carácter represivo, contrainsurgente, del Estado colombiano. Esa, creo, es una enseñanza política de larga duración, de la cual uno creería que pueden darse frutos muy interesantes en el mediano plazo.


Quisiera ahora preguntarle sobre la tensa relación colombo-venezolana. ¿Cuál es la situación en los territorios de frontera? ¿Por qué analiza que hubo resultados comparativamente desfavorables para el Pacto Histórico en departamentos como los de Arauca o Norte de Santander? ¿Qué tipo de vínculo podría esperarse entre un gobierno de Gustavo Petro y el de Nicolás Maduro en Venezuela?

El resultado de la frontera indica una inconformidad de los habitantes de allí, para los cuales la ruptura de relaciones diplomáticas y comerciales con Venezuela ha sido brutal. Y es que esa gente ha vivido siempre en esa extensa frontera, pasándose de un lado a otro, sin ningún tipo de inconveniente. Cuando se presenta esa ruptura comercial y diplomática, eso tiene efectos destructivos sobre las economías locales: aumenta el desempleo, la miseria, la delincuencia. Eso está demostrado.

Además, el otro factor que es radicalmente nuevo es el recibimiento de cientos de miles de migrantes. Colombia siempre ha sido un país expulsor de población, no receptor. ¿Cuál es la población que ha venido a Colombia? Muchos son colombianos de tercera o cuarta generación que regresan, un factor que casi nunca se nombra. Aunque ya hagan parte de la cultura venezolana, son también colombianos, y regresan porque tienen acá algún familiar o nexos de algún otro tipo. Otra parte llega por iniciativa propia, pero sin querer quedarse en Colombia, viendo al país como una estación de paso hacia otro lado, hacia el norte, pero también hacia los países sudamericanos. Muchas veces les toca quedarse aquí por la difícil situación económica o por el escaso apoyo que reciben, en medio de una xenofobia y un chauvinismo terribles.

En la frontera la situación es verdaderamente explosiva. Ahí me parece que Petro y el Pacto Histórico han cometido un error, que si ha aprovechado el otro candidato. Rodolfo Hernández fue más claro al decir que restablecería las relaciones con Venezuela. Petro también lo ha dicho, pero con una cantidad de críticas al gobierno de Maduro, para intentar distanciarse, y con un ingrediente muy negativo: el de comparar siempre a Maduro con Uribe, cosa absolutamente ridícula. Por otro lado, Petro nunca ha vinculado la situación de Venezuela con el bloqueo de los Estados Unidos. Él nunca tuvo una postura clara, por ejemplo, frente a las agresiones a Venezuela como la Operación Gedeón, o cuando el “concierto humanitario” en Cúcuta. En general, casi que se le echa la culpa de la migración a políticas internas del gobierno venezolano, lo que es un factor desde luego, pero no el único.

Aquí incide, fundamentalmente, el bloqueo como política criminal, que Venezuela, un país prácticamente mono-exportador, no pudo resistir. A Petro le cobra factura este hecho por su falta de claridad sobre la cuestión venezolana. El otro candidato, en ese terreno, fue muy claro, al plantear el restablecimiento de relaciones en Venezuela, aunque nos podemos imaginar en qué condiciones. Aquí lo que hay que hacer es examinar autocríticamente el costo de no tener una postura clara en el terreno internacional y de creer que la política se juega en el terreno estrictamente doméstico.

Quisiera ir ahora al otro factor que sobredetermina la situación colombiana. Hay un vínculo histórico, orgánico, casi promiscuo, entre las élites locales y el establishment norteamericano. Este lleva al menos un siglo, desde los tiempos posteriores a la secesión de la antigua provincia de Panamá. Sin embargo, esta relación empezó a estar cada vez más mediada por la cuestión paramilitar, fenómeno que Colombia empezó a exportar a Venezuela, Haití, Medio Oriente y ahora Ucrania. ¿Por qué el paramilitarismo colombiano se volvió un factor de incidencia regional y mundial?

Aquí hay una estrategia de largo plazo. Estados Unidos presenta hoy el caso colombiano como un éxito mundial, gracias al Plan Colombia. Incluso teóricos de la geopolítica de Estados Unidos, del Departamento de Estado, de la CIA, politólogos y analistas conocidos de ese país, dicen que es un caso extraordinariamente exitoso, que ha triunfado en poco tiempo. Aseguran que se pasó en poco tiempo de un “estado fallido” a un modelo exitoso. Y que esto se debe en gran medida al asesoramiento, financiación y participación de Estados Unidos, de manera directa, en el conflicto armado, y en la reingeniería completa de las Fuerzas Armadas colombianas. Si uno toma la cantidad de militares y policías colombianos -aquí no están separados, porque la policía es una fuerza militar- Colombia tiene el récord, la vergüenza mundial, de haber sido el que más efectivos formó en la Escuela de las Américas. Es decir que, de todo el mundo, Colombia cuenta con casi el 60 por ciento del personal formado allí.


“Colombia ha preparado a 16 ejércitos y cuerpos de policía de todo el mundo, enseñando lo que aprendió en la Escuela de las Américas”

La reingeniería tiene que ver con que se dispuso que esos militares preparados se convirtieran en instructores a nivel internacional. Colombia ha preparado a 16 ejércitos y cuerpos de policía de todo el mundo, enseñando lo que aprendió en la Escuela de las Américas. Aquí hay, por decirlo así, una descentralización por parte de los Estados Unidos. La idea es que Colombia sea una prolongación “natural” del Comando Sur, y que asuma muchas de las labores de preparación que antes realizaba el Comando. Esto, para los Estados Unidos, resulta muy beneficioso, porque evitan presentarse de forma directa: los que actúan son ejércitos y policías formalmente independientes, pero formados y adoctrinadas en la Escuela de las Américas.

Eso por la parte legal, ¿pero qué pasa con la ilegal? Y es que en Colombia es muy difícil separar lo legal de lo ilegal, en todos los terrenos. Lo que sucede con el paramilitarismo en Colombia es notable. Hace 20 años, la organización de derechos humanos Human Rights Watch -insospechada de ser una organización de izquierda- escribió un documento llamado “La sexta división”. En ese momento el Ejército colombiano tenía cinco divisiones: ¿cuál era la sexta? El paramilitarismo. Se hablaba de una sexta división porque lo paramilitares estaban -y están- íntegramente ligados al Estado colombiano, a las Fuerzas Armadas y a las clases dominantes. Se trata de eso que una investigadora llamó el “bloque de poder contrainsurgente”. Los paramilitares son un componente de este bloque de poder. Ellos también han sido impulsados por los Estados Unidos, de manera directa e indirecta.

¿Cuál fue la escuela que posibilitó el resurgimiento de los paramilitares en Colombia en la década de 1980? La escuela israelí. Aquí llegaron mercenarios de Israel -el más famoso es Yair Klein, miembro del Mossad de Israel- que fue traído por el Ministerio de Defensa y que en el Magdalena Medio preparó a los grupos paramilitares más sanguinarios, vinculados al Cartel de Medellín. En esa preparación participaron mercenarios de Israel, instructores británicos y asesores de los Estados Unidos. Toda la financiación, logística y planificación la hizo Estados Unidos: de eso hay ya documentación conocida. Eso es lo que llaman una “guerra fría en tierra caliente”.


Estados Unidos trasladó a los paramilitares la función que no podía cumplir directamente el ejército colombiano. Pero aún hay más hechos de larga duración. En el año 1962 vino una misión militar a Colombia que sacó una serie de recomendaciones: una de las centrales fue la de crear grupos paramilitares, para matar a todos aquellos denominados en aquel momento como “comunistas”, lo que incluía a dirigentes sindicales, campesinos, estudiantiles, a cualquier que tuviera una postura crítica ante el establecimiento. La presencia de Estados Unidos en ese terreno es evidente.

Ahora, su internacionalización se deriva justamente del “éxito” contrainsurgente colombiano, que consiste en la reingeniería de las Fuerzas Armadas (con armamento más sofisticado, con una inteligencia asesorada por Estados Unidos, con el establecimiento de bases y cuasi bases en el territorio colombiano, con redes de espionaje para controlar todo el continente), pero también con la “sexta división”, es decir, con los paramilitares. Hay ejemplos muy recientes que lo confirman, como el Clan del Golfo. Esta es una estructura creada por el Estado colombiano, aunque uno no sabe hasta qué punto se ha independizado. Lo que sí sabemos es que hay miembros activos del Ejército colombiano que reciben sueldos del Clan del Golfo. Esto lo denunció el mismo Petro.

Recordarán a este personaje, ‘Otoniel’, el exlíder de este grupo, recientemente extraditado. Otoniel es un personaje de larga duración en la contrainsurgencia. Aquí tenemos la tesis de que siempre fue un tipo al servicio del Estado colombiano, un infiltrado. Fue parte del EPL [Ejército Popular de Liberación], tuvo un paso fugaz por las FARC y terminó en el paramilitarismo, haciendo parte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) de Carlos Castaño, y luego del Clan del Golfo. Pero hay otro hecho que es bueno recordar, del que se están cumpliendo 25 años, que es la Masacre de Mapiripán, que se presentó en los Llanos Orientales, donde había una importante influencia de las FARC. Por ese entonces las AUC se plantearon darle un golpe a las FARC en el corazón de una de sus bases más firmes. ¿Y cómo lo hicieron? Se transportaron paramilitares en aviones de las fuerzas armadas colombianas hacia el sur del país, a pocos kilómetros de un batallón en donde militares de Estados Unidos estaban dando cursos de instrucción. Los militares de este batallón recibieron a los paramilitares y los condujeron, protegidos, hacia Mapiripán, en donde cometieron la masacre de decenas de colombianos. ‘Otoniel’ fue uno de los perpetradores de esta masacre y el mismo contó este hecho. Estados Unidos nunca ha respondido por este crimen, aunque se hayan denunciado sus nexos directos. Este es sólo un ejemplo, entre miles, de esta larga connivencia entre el Estado colombiano, los paramilitares, y los Estados Unidos.

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