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LA ORFANDAD DE LOS CANÍBALES

DEBATE: 
La filogenia del sectarismo o cómo se enlata la política

Por Iramís Rosique Cárdenas 


«Toda secta es en realidad religiosa»
Karl Marx

Hay quienes dicen que el sectarismo es un fantasma, pero se equivocan. Quieren jugar al psicólogo y convencernos de que «el sectarismo no existe: no puede hacerte daño». Los fantasmas no existen, pero el sectarismo sí, y como la cólera de Aquiles, bastantes males ha causado «entre los aqueos», e incluso, bastantes almas de comunistas valerosos «precipitó al Hades» de la historia.

Este asunto ha sido varias veces denunciado en Revolución, aunque sobre él, en cuanto tal, se ha reflexionado poco. En nuestra psiquis política colectiva el sectarismo habita como trauma. Eso explica, quizás, los silencios que lo rodean o la angustiosa, y no pocas veces patética, urgencia de algunos para cerrar esa «gaveta» cada vez que se intenta abrirla. Una socorrida solución ha sido personalizarlo o moralizarlo: se reduce el sectarismo a un problema de carácter, a un problema de ambición personal de un individuo o un grupo, o a un resultado de simpatías o antipatías. También hay lecturas que asocian el sectarismo a determinadas matrices ideológicas como, por ejemplo, el marxismo-guión-leninismo. No obstante, estas asunciones no hacen más que oscurecer la comprensión del sectarismo y de sus causas, e imposibilitar su extirpación definitiva del campo de la militancia revolucionaria.

En política, como en agroindustria, existen tecnologías de conservación. Estas imponen, a los cuerpos sociales, disciplinas que aseguran la reproducción y consistencia de ideologías, órdenes, instituciones, grupos…

En ese sentido, el sectarismo no es solo una «enfermedad política»,[1] sino una tecnología política de la misma familia que el dogmatismo, la mistificación o la sacralización, y lo que la caracteriza es la colocación intransigente de su identidad de grupo particular por sobre las necesidades de la causa política más general en la cual se inscriben y dentro de la cual co-militan con otros grupos. No puede hablarse de sectarismo entre campos políticos antagónicos: el sectarismo se da hacia lo interno de un campo político con determinado grado de pluralidad y como tecnología actúa, en especial, sobre el colectivo cuya identidad «única» se pretende proteger de toda posibilidad de contaminación, desviación o disolución; o sea: sobre la «secta».

Tampoco se puede creer que alguien está per se inmunizado contra el sectarismo. Todo espacio de militancia es susceptible a desarrollarlo siempre que no se asista de una ética que lo considere intolerable.

Seguramente, cuando se habla de sectarismo, muchos piensen en fanáticos vociferando sus verdades sin escuchar a nadie, en fundamentalistas con intención de imponer su verdad a todo el mundo y con el plumón presto a etiquetar de «traidores» o «herejes» a más de uno. Pero, si bien estos son los sectarismos más recurrentes y dañinos, no son todos los que hay. Lo que acabamos de describir pudiéramos llamarlo sectarismo activo, preocupado no solo de disciplinar a su secta, sino también imbuido de la misión de convertir a todo el campo político en su secta y de castigar o expulsar de él a los que se resistan a ello. Este texto lidia, sobre todo, con ese tipo de sectarismo, pero es menester señalar que también existen sectarismos pasivos.

«Sectarismo pasivo» tenemos toda vez que un colectivo, sin vocación de castigo ni de persecución, coloca sus tiempos, modos, necesidades e identidades por encima de los del proyecto político común. Y cuando decimos «los del proyecto» no nos referimos a los que puedan existir en la conciencia parcelaria de la realidad de algunos, muchos, o incluso la mayoría, sino los que emanan de la toma de conciencia de la totalidad, del cuadro general del proceso político: de lo que Fidel denominó «sentido del momento histórico». Estas resistencias se convierten en techo de poca altura y mala fabricación para el crecimiento político de estos colectivos, devenidos también sectas, esta vez eremitas.

El «sectarismo activo», por su parte, opera como policía política y aspira a colocar el desarrollo de su conciencia como límite al desarrollo de la conciencia del resto del campo político.

No en balde estos sectarios, en vez de estar de frente al enemigo o junto a los compañeros de la retaguardia, se posicionan de espaldas al enemigo y de frente al campo propio para ver quién se mueve en la formación. Rafael Hernández señala algunos rasgos del «sectarismo activo» que captan muy bien lo que estamos describiendo:

«(…)

1. Dentro del grupo, casi todo; fuera del grupo, nada.

2. Quien no comparte los criterios y normas aceptadas no está solo equivocado (como dice el dogmatismo), sino se ha desviado, es peligroso, o indigno.

3. Quien piensa diferente no comete error o ignorancia (como dice el dogmatismo), sino merece castigo (exclusión, estigma, desprecio).

4. Los que se distancian se alían a la larga con ‘ese bloque del enemigo’ (trátese del imperialismo o del Partido-Estado).

5. Purgar las filas y emplazar ideológicamente a los «inconsecuentes» se justifica moralmente en cualquier circunstancia, a nombre de ‘la verdad’.

6. La confrontación, agresión y adjetivación personal pasan por debate de ideas, y valen como sustitutos a la carencia de argumentos.

7. Toda actitud individual diferente entraña un motivo oscuro, endeblez de carácter o de principios.»[2]

Cuando leemos estos aspectos, comprendemos que el sectarismo no es un asunto ideológico ni está ligado a ideología alguna. Una vez preguntaba a un amigo por qué Ota Ola fustiga constantemente a personas como Elaine Díaz o Harold Cárdenas, y los tilda de «agentes del castrismo», de «comunistas», de «tibios». Su respuesta fue que Ota Ola tenía o se había asignado la función de disciplinar a su campo político, de uniformarlo y mantenerlo bajo la hegemonía de esa fracción histérica y desbocadamente anticomunista de la oposición contrarrevolucionaria tradicional con base en Miami. No podía permitir ni tolerar que terceros entendieran como legítimo que un opositor anduviera diciéndose «de izquierda» o se posicionara contra el bloqueo o criticara el enfoque Trump de las relaciones con Cuba. Ahí tenemos el sectarismo de derechas. También es bien sabido el ambiente que se respiraba en el grupo de Facebook de la difunta plataforma Archipiélago en sus días de alguna relevancia. Más de un enemigo del socialismo cubano se quejó de la intolerancia y el sectarismo de ese espacio, lo que demuestra que no es un asunto de izquierdas o de derechas sino una práctica política que puede ser desempeñada desde el interior de cualquier ideología o campo político.

Por supuesto que a nosotros nos interesa el problema del sectarismo para el campo revolucionario cubano. Y ese tema adquiere relevancia especial en un momento como este, cuando la refundación de la Revolución se hace urgente y en el que la oposición contrarrevolucionaria se ha replegado, porque los sectarismos y otras tecnologías de la conservación obstaculizan que el socialismo pueda ser renovado y retrasan la afirmación en el pueblo de cualquier sentido del momento histórico.
Las tres (anti)críticas del sectarismo o cómo se mata la política

Ya habíamos dicho que un mecanismo para eludir el trauma del sectarismo entre los revolucionarios cubanos ha sido el de personalizarlo, identificarlo con la praxis específica y aislada de este o aquel funcionario extremista o militante entusiasta e inmaduro. No obstante, en los últimos días, a propósito de la reemergencia de este debate, han ocurrido variaciones discursivas remarcables, que no son sino otros modos de evadir la contradicción de la que los comportamientos sectarios son síntoma. Aunque hay que admitir que todas esas posiciones entrañan una aceptación tácita de que el sectarismo es un problema político y hace daño a la Revolución.

La primera de estas variaciones consiste en el intento de homogenizar, más bien camuflar, el sectarismo bajo el manto de la crítica libre y revolucionaria. ¿Por qué se acusa de sectarismo a los compañeros que simplemente están haciendo una crítica? ¿Acaso alguien se cree inmune a la crítica? ¿No es acaso la crítica un deber revolucionario y una manifestación de salud política, de diálogo?

Probablemente estos compañeros han confundido la noción cotidiana de «crítica» como «decir lo malo de», «hacer leña de», «hablar mal de», con la crítica como ejercicio intelectual de análisis, de dilucidación, de esclarecimiento, que es la que puede tener utilidad en los debates entre compañeros con el mismo horizonte político.

Ni acusar, ni levantar sospechas, ni etiquetar a la ligera son ejercicios rigurosos de crítica. Cuando acusamos a un revolucionario de «centrista» o de «socialdemócrata» o de «liberal» sin tomarnos el trabajo de explicar qué significan esas etiquetas y cuáles acciones o ideas del compañero en cuestión califican como tales, no estamos haciendo ninguna crítica. Eso es simple y burda difamación.

Cuando destapamos la bola de cristal para adivinar y «denunciar» ocultos deseos, posibles traiciones, vínculos vergonzantes o indicios de analogías con pasados traidores, no estamos haciendo ninguna crítica tampoco: eso se llama cacería de brujas. No sabemos bien si es infantil o es cínico, pero el empeño de hacer pasar por pensamiento crítico todos estos tópicos vulgares ―que además no son nada originales y se han repetido una y otra vez desde el siglo pasado―, subestima la inteligencia de todos los que escuchamos tal «argumento».

La segunda variación evasiva recurre a anular la dimensión política del conflicto y desviar el tema hacia la moral. Entonces el sectarismo no se maneja como lo que es, un asunto político, que debe emplazarse y discutirse públicamente, sino que se reduce a una pelea de grupitos, a una cuestión de pandillas. De este modo se clausura toda posibilidad de que la disputa sea resuelta en favor o en contra de la política sectaria: se prefiere, desde una falsa superioridad ética, denunciar los males del ego y la falta de humildad, como si fueran las causas del problema. Incluso en esta línea se llega a esgrimir un conveniente relativismo en el que «nadie tiene la verdad», que es una delicada manera de decir que nadie tiene la razón.

Pues no: sí hay quien tiene la razón, y sí hay quien daña a la Revolución Cubana. El sectarismo y los sectarios hacen daño y están equivocados, y todos los que contra el sectarismo se levantan ―desde dentro del propio campo revolucionario― tienen la razón al hacerlo.

La tercera y más socorrida variación es el llamado a la sacrosanta unidad. Un día tendremos que preguntarnos hasta cuándo vamos a tolerar que tras el parabán de la unidad o el de la Revolución se escuden individuos y conductas que las laceran y las pudren. La unidad esgrimida ahí es una unidad abstracta. ¿Qué unidad es esa y con qué? ¿Qué lacera más la unidad, la cultura política inquisitorial o el llamado a destruirla?

Enseguida corren algunos a pedir que ese tipo de asunto se diriman en privado porque en público «dan armas al enemigo». Hay que sonreír imaginando a estos extintores parlantes susurrarle a Fidel hace sesenta años: «Ay, comandante, no denuncie a Aníbal Escalante públicamente que eso da armas al enemigo, mejor llámelo a un aparte en un pasillito que es como hacen las cosas los revolucionarios que cuidan la unidad». Por supuesto que a nadie se le ocurrió semejante tontería. Fidel habló, y bien alto, y frente a todos expuso los males del sectarismo, y no sería aquella la única vez. Y poco importa si el enemigo lo usó con oportunismo: hace sesenta años estaba muy claro que el sectarismo constituía una debilidad y el problema debía ser ventilado en favor del fortalecimiento del bloque de la Revolución. No era una entrega de armas al enemigo, era una manera de apertrecharse ante el enemigo. Ese día «Fidel habló para los revolucionarios», y para nadie más.

No obstante, nos enfrentamos ahora a la ausencia de una ética colectiva y sin eso nadie puede esgrimir una unidad que no sea abstracta, metafísica y, por tanto, falsa. ¿Cuál es la ética de la Revolución? «Revolución es no mentir jamás ni violar principios éticos». ¿Cuáles principios? Probablemente hay consenso en que no se puede ser corrupto y revolucionario a la vez. Pero, ¿se puede ser machista y revolucionario? ¿Y homófobo? ¿Y violento? ¿Y racista? Podríamos decir que no, pero eso no significaría nada. ¿Acaso no hay personas racistas, machistas u homófobas que se siguen considerando a sí mismas «revolucionarias»?

Solo en abierto debate de ideas y argumentos puede pugnarse por que una ética nueva se haga hegemónica a un campo político y se erija en ética colectiva y verdaderamente unitaria.

Las evasiones al asunto del sectarismo —que a veces se levantan de modo similar para otros temas— obstaculizan la expiación de esa práctica nociva y son manifestaciones evidentes de antipolítica. Y nada es más extraño y hostil al socialismo que la antipolítica. Si el capitalismo es la sociedad en que la forma mercancía se universaliza, el socialismo es la sociedad de la progresiva universalización de la política, entendida como el espacio de la deliberación, del conflicto, de la conciencia, de la palabra. La democratización de la vida, de todas las esferas de la sociedad, pasa por la entrada de la política en cada una de ellas. La clausura de la política que resulta de la huida constante de la contradicción y el conflicto es uno de los mayores obstáculos de nuestra cultura política para la profundización del socialismo en Cuba.

La orfandad de los caníbales o cómo se restaura la política

Esperemos nunca tener que extrañar a los antiguos dogmáticos del marxismo-guión-leninismo. Konstantinov, Afanasiev, Oizerman…: todos aquellos viejos profesores de filosofía que saltaban como fieras ante los indicios más mínimos de «revisionismo». Ellos eran guardianes de un poderoso dogma que sostenía Estados gigantes y movía a millones de personas en el mundo. Sabemos que el dogmatismo y el sectarismo son diferentes y que no tienen que convivir, pero podemos decir, sin temor a equivocarnos, que si el sectarismo tiene un padre, ese es el dogmatismo. Y no es solo su padre: es también su corazón. Bajo la luz cegadora de un dogma magnánimo se entiende la ferocidad de los viejos estalinistas dispuestos a echarse los unos sobre los otros como hienas, encantadas por el fulgor de la «doctrina invencible del proletariado», en aras de proteger su «pureza». Así mismo, puede llegar a comprenderse el fundamentalismo religioso, embriagado del mandato mesiánico proveniente de Dios.

Decía Marx que toda secta es en realidad religiosa. ¿Pero cuál es el dios de nuestros sectarios?

Seguramente ante la pregunta responderían airados: «¡La Revolución!». Así, con mayúsculas. Y habrá que insistirles una vez más: ¿qué es la Revolución? O más bien, ¿qué es para ustedes? Estas son preguntas difíciles que, por demás, no hemos hecho aún a esos compañeros. Lo que tenemos como pista son las reacciones virulentas de ellos ante lo que consideran la anti-Revolución.

Si alguien juzga sospechoso o se molesta porque se emplee a un autor francés o norteamericano para explicar fenómenos de la Revolución Cubana, ¿qué cuerpo doctrinario está protegiendo? Cada vez que se acusa a alguien de «centrista» o de «liberal» o de «socialdemócrata», ¿de qué se le acusa exactamente? Esas etiquetas, devenidas ofensas, se han vuelto muy socorridas en los últimos años. ¿Qué son el «centrismo», el «liberalismo» y la «socialdemocracia»? Los dogmáticos y sectarios de antaño, del viejo Partido Socialista Popular (PSP), de la URSS, tenían todo esto milimetrado, pero ¿y estos?, ¿qué es lo que defienden?

Hay un problema de fondo en el asunto de acusar de centrismo o de socialdemocracia. En Cuba, desde 1991, pero sobre todo después del retiro de Fidel y el cese de su práctica política discursiva permanente, hay una crisis doctrinal de la Revolución Cubana.

Esa crisis hace que sea difícil distinguir los discursos clásicamente liberales o socialdemócratas, por ejemplo, del discurso del Estado sobre determinados temas.

La Revolución Cubana está pagando una derrota que no fue suya: la del socialismo europeo. La ideología producida en Europa del Este, su marxismo-guión-leninismo, con todos sus defectos y su dogmatismo, otorgaba sostenimiento espiritual y sentido a un mundo —epistemológico, político, jurídico, ético, existencial, estético…— Su hundimiento dejó a la Revolución Cubana y su socialismo como náufragos en el océano de las ideologías.

Por fortuna teníamos a Fidel, una máquina líder productora de sentido. Fidel pasa entonces a convertirse en la principal fuente de legitimación ideológica. En ausencia de un cuerpo doctrinal y espiritual sólido, más allá de la ambigüedad transclasista que caracteriza a todo nacionalismo, lo que Fidel explica y suscribe se considera lo revolucionario. La condición revolucionaria de las ideas ya no reside en su consistencia con un canon específico, sino en el emisor: Fidel, mientras estuvo activo.

Por un lado, esto tuvo la limitación de que es imposible que el grueso de la reproducción ideológica de una sociedad recaiga en un sujeto individual. El mundo del socialismo real era sostenido por miles y miles de pensadores, artistas, políticos, maestros, científicos, etc. Por otro lado, luego de Fidel, el Estado —y no el Partido— lo sustituye como fuente de legitimación ideológica. Entonces ocurre un desplazamiento muy interesante en nuestros sectarios.

Si un intelectual de izquierdas, pero sin cargos gubernamentales, señala la naturaleza estructural del bloqueo para el socialismo cubano y la necesidad de crear y avanzar a pesar de él, algunos compañeros se levantan airados a cuestionar las ocultas intenciones perversas de ese intelectual que seguramente lo que pretende es blanquear y minimizar el bloqueo. Basta que a la semana siguiente el compañero Primer Secretario del Partido suscriba la misma idea para que, ¡entonces sí!, ellos puedan asumirla como algo decible y aceptable. Del mismo modo, algunos son muy ácidos contra economistas cubanos que no trabajan para el enemigo, pero que tienen visiones críticas sobre determinada política económica, a los cuales acusan enseguida de neoliberales o socialdemócratas ―sin demostración alguna de en lo que esto consiste―, pero luego se hace mutis cuando en un Pleno del Comité Central un compañero dice que cuando los ricos se enriquecen jalan a los pobres.

Esto indica que para algunas de nuestras sectas locales lo sagrado no es tanto el proyecto revolucionario como el poder que lo sostiene, el cual se les presenta como productor de la verdad.

Que una relación de poder sea el instrumento de legitimación ideológica implica unos niveles de mistificación y metafísica política extraordinarios, además de ser un excelente asidero a los oportunismos de todo tipo que siempre sacan ventajas de las opacidades. El avance o el libre desarrollo de un sectarismo huérfano y sin corazón, cuya única sujeción es la «verdad» del poder, es muy peligroso para el futuro del socialismo cubano, porque precisamente los discursos liberal y socialdemócrata logran calar en las conciencias de revolucionarios, no porque sean engañosos o porque la gente sea tonta, sino por la inconsistencia actual del cuerpo doctrinal de la Revolución Cubana. ¡Y contra el completamiento de este se levantan nuestros caníbales!

Quien desee ser solamente ideólogo del poder, es decir, de políticas gubernamentales, de «lo que está», de la burocracia —como rezan recientes confesiones de algunos—, y no ideólogo del proyecto, de la Revolución, de «lo que queremos ser y de aquello por lo que luchamos», que lo sea; pero que no intente hacer pasar eso como militancia revolucionaria. Y que tampoco se atreva, con sus cacerías de brujas y sus mediocridades, a intentar ponerle freno al empeño de pensar y hacer la Revolución Cubana; porque ante toda voluntad de congelar el tiempo y convertir a los revolucionarios cubanos en un ejército de obsecuentes y repetidores, solo hallarán un fuego que se esparció por toda Cuba el 25 de noviembre de 2016, y que no se extinguirá hasta abrasar este mundo y dar a luz a un mundo nuevo. ¡Aprendan a arder, o serán consumidos!

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Notas:

[1] Como lo describe Rafael Hernández en su excelente artículo «Algunas enfermedades infantiles en la cultura del socialismo en Cuba», publicado en el diario digital OnCuba el 6 de marzo de 2020 (https://oncubanews.com/opinion/columnas/con-todas-sus-letras/algunas-enfermedades-infantiles-en-la-cultura-del-socialismo-en-cuba/).

[2] Rafael Hernández, op. cit.
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