El comunismo, la economía y los referentes
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Darel Avalus Zimertan
Rebelión
El comunismo –la posición de hegemonía que ocupe dentro del universo ideológico del escenario de que se trate, a causa de la aceptación mayoritaria ciudadana convocada por su racionalidad, o sea por la avenencia de sus presupuestos rectores con el mundo real (natural y humano), por ser ellos racionalmente derivados del mundo real y científicamente comprobados; su posterior construcción colectiva e instrumentación práctica en el poliedro social (como fruto necesario y preferible de la historia de ese poliedro dentro de un conjunto de alternativas siempre extremas y no como su destino inexorable)– es un asunto más de crecimiento cultural que de producción material. Siempre lo ha sido, porque el comunismo es mucho más una cuestión de argumentos que de tarecos.
En otras palabras, el comunismo, a despecho de cuanto haya sido dicho sobre él, siempre ha tratado de valores éticos primarios: un grupo de seres humanos, esencialmente idénticos en tanto tales, comparten una realidad común; consecuentemente –debido a su equipolencia ontológica– esos seres tienen derechos equivalentes y equipotentes sobre esa realidad.
De lo anterior hay que concluir que el comunismo, y en especial todo lo atinente a su construcción en un entorno específico, por no ser sino un tipo de organización social, se refiere a la libérrima decisión de un grupo de individuos socializados que, conscientes de su finitud terrenal, comprenden que:
la necesidad imperiosa que como individuo, ante su humana realidad, siente por dar contenido existencial a su vida es ansia que comparte con todos sus semejantes;
nadie es un “producto divino predestinado”, sino que las características personales (positivas o negativas) de cada quien dependen más de las circunstancias que han rodeado a las personas que de la dote genética individual (sobre la que obviamente ningún nonato tiene poder), en tanto las propias valoraciones que reciban estas cualidades están históricamente condicionadas, por lo que aquello que, en una época y entorno, se califica de “positivo” muy bien puede ser reputado de “negativo” en otros escenarios;
las cualidades volitivas personales que –dentro de un universo de soluciones coyunturales posibles– permiten a los individuos socializados tomar las decisiones menos probables (rasgo que determina la originalidad y creatividad individuales), a contrapelo formal de las circunstancias, también dependen de ellas de manera compleja;
cualquier cantidad de riqueza que alguien acumule por encima de la cantidad equitativa que de una realidad única corresponde a individuos esencialmente idénticos: a) solo puede ser consecuencia de la negación a los demás del acceso al monto para sí añadido; b) no existe cantidad alguna de bienes que permita sortear a nadie la necesidad de realización existencial; c) la injusticia que de sí comporta la distribución inequitativa de una única realidad entre individuos esencialmente idénticos constituye la primera causa de beligerancia social; d) las contradicciones antagónicas son el obstáculo mayor hacia la realización existencial de los individuos;
la comprensión profunda de esos postulados coloca a sus poseedores en condiciones “naturales” de servir a los demás, de fomentar lazos de colaboración y complementariedad con el resto de los elementos de la sociedad que les permitan organizar la producción material y la reproducción ulterior de las relaciones sociales de acuerdo con la visión que de tales principios se deriva.
Es de destacar, acaso como recurso memorístico, que –bien mirada sus esencias– los principios apuntados se resumen holgadamente en el adagio martiano que reza: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.
El mérito de exponer en términos “primarios” los fundamentos del comunismo radica en que lleva a ese “plano básico” la discusión con sus enemigos, de suerte que se vean obligados a pronunciarse sobre cinco interrogantes claves:
1) la identidad esencial de los humanos;
2) el destino común de los humanos;
3) la unicidad de la realidad que compartimos;
4) el peso de la realidad sobre la conducta de los individuos socializados, a través de las circunstancias que ella impone;
5) la noción de justicia, los derechos legales y responsabilidades que se derivan de los puntos anteriores.
Rebelión
I
El comunismo –la posición de hegemonía que ocupe dentro del universo ideológico del escenario de que se trate, a causa de la aceptación mayoritaria ciudadana convocada por su racionalidad, o sea por la avenencia de sus presupuestos rectores con el mundo real (natural y humano), por ser ellos racionalmente derivados del mundo real y científicamente comprobados; su posterior construcción colectiva e instrumentación práctica en el poliedro social (como fruto necesario y preferible de la historia de ese poliedro dentro de un conjunto de alternativas siempre extremas y no como su destino inexorable)– es un asunto más de crecimiento cultural que de producción material. Siempre lo ha sido, porque el comunismo es mucho más una cuestión de argumentos que de tarecos.
En otras palabras, el comunismo, a despecho de cuanto haya sido dicho sobre él, siempre ha tratado de valores éticos primarios: un grupo de seres humanos, esencialmente idénticos en tanto tales, comparten una realidad común; consecuentemente –debido a su equipolencia ontológica– esos seres tienen derechos equivalentes y equipotentes sobre esa realidad.
De lo anterior hay que concluir que el comunismo, y en especial todo lo atinente a su construcción en un entorno específico, por no ser sino un tipo de organización social, se refiere a la libérrima decisión de un grupo de individuos socializados que, conscientes de su finitud terrenal, comprenden que:
la necesidad imperiosa que como individuo, ante su humana realidad, siente por dar contenido existencial a su vida es ansia que comparte con todos sus semejantes;
nadie es un “producto divino predestinado”, sino que las características personales (positivas o negativas) de cada quien dependen más de las circunstancias que han rodeado a las personas que de la dote genética individual (sobre la que obviamente ningún nonato tiene poder), en tanto las propias valoraciones que reciban estas cualidades están históricamente condicionadas, por lo que aquello que, en una época y entorno, se califica de “positivo” muy bien puede ser reputado de “negativo” en otros escenarios;
las cualidades volitivas personales que –dentro de un universo de soluciones coyunturales posibles– permiten a los individuos socializados tomar las decisiones menos probables (rasgo que determina la originalidad y creatividad individuales), a contrapelo formal de las circunstancias, también dependen de ellas de manera compleja;
cualquier cantidad de riqueza que alguien acumule por encima de la cantidad equitativa que de una realidad única corresponde a individuos esencialmente idénticos: a) solo puede ser consecuencia de la negación a los demás del acceso al monto para sí añadido; b) no existe cantidad alguna de bienes que permita sortear a nadie la necesidad de realización existencial; c) la injusticia que de sí comporta la distribución inequitativa de una única realidad entre individuos esencialmente idénticos constituye la primera causa de beligerancia social; d) las contradicciones antagónicas son el obstáculo mayor hacia la realización existencial de los individuos;
la comprensión profunda de esos postulados coloca a sus poseedores en condiciones “naturales” de servir a los demás, de fomentar lazos de colaboración y complementariedad con el resto de los elementos de la sociedad que les permitan organizar la producción material y la reproducción ulterior de las relaciones sociales de acuerdo con la visión que de tales principios se deriva.
Es de destacar, acaso como recurso memorístico, que –bien mirada sus esencias– los principios apuntados se resumen holgadamente en el adagio martiano que reza: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.
El mérito de exponer en términos “primarios” los fundamentos del comunismo radica en que lleva a ese “plano básico” la discusión con sus enemigos, de suerte que se vean obligados a pronunciarse sobre cinco interrogantes claves:
1) la identidad esencial de los humanos;
2) el destino común de los humanos;
3) la unicidad de la realidad que compartimos;
4) el peso de la realidad sobre la conducta de los individuos socializados, a través de las circunstancias que ella impone;
5) la noción de justicia, los derechos legales y responsabilidades que se derivan de los puntos anteriores.
II
Cabría señalar que mientras en los regímenes clasistas los procesos simétricos de exaltación permanente de los representantes de las elites y denigración sistemática de los desapoderados constituyen una necesidad inherente del orden social para su funcionamiento, en las ordenaciones sociales que busquen la superación dialéctica de los estados estamentales, semejantes aproximaciones resultan consubstancialmente espurias, por lo que sus manifestaciones estertóreas deben ser cuidadosamente focalizadas, analizadas y convenientemente canalizadas… Es imposible ignorar a este tenor la deletérea influencia del llamado “culto a la personalidad” en los países del socialismo irreal.
Por otra parte, el reconocimiento de esa diferencia raigal expone con agudeza el problema no trivial de la estimulación social de la virtud en las sociedades tendientes a superar las estructuras clasistas, toda vez que la historia ha demostrado que la suplantación mecánica de la burguesía por el nuevo liderazgo, si bien “enaltece” –en el corto plazo– a los recién ungidos ante el imaginario de las masas menos politizadas, a la postre deviene una claudicación en toda marca frente a la ideología de la sociedad que se intenta suceder, pues tal reemplazo constituye –en la confrontación entre el “tener” y el “ser”, como alternativas al desarrollo de los individuos socializados– una clara decantación por el “tener”. Esta no equivalencia entre el significado de términos tales como “vivir bien” en una y otra sociedad revela cuán imprescindible resulta la ideación meticulosa y estructuración de un nuevo paradigma, y en especial la incorporación creciente de personas a vivir según sus precepciones, a servir como sus “agentes corporeizados” (los detentores de liderazgo, en primerísimo lugar).
Al mismo tiempo, bien se comprende, la importancia de la estimulación social mencionada no se relaciona con los beneficios que ella suponga para individuos concretos, sino con la difusión de la virtud misma en el seno de la sociedad, con la educación de sus miembros bajo estándares verdaderamente humanísticos.
No es posible exagerar la importancia de la tarea “ideación y estructuración de un paradigma comunista”… Los líderes del socialismo irreal fallaron en ese empeño y ese fracaso dictó la futura (e inevitable, en esas circunstancias) implosión de sus intentos organizativos, pues –con tanta necedad como arrogancia– aceptaron como bueno el paradigma encarnado por la burguesía, y creídos de que había sido puesto en sus manos un mecanismo seguro (la estatización de los medios de producción) para lograr que todos los ciudadanos se convirtieran eventualmente en burgueses, se abocaron graciosa e irresponsablemente a incrementar producciones de mercancías a cualquier coste en detrimento tanto del medio material como del espíritu humano.
Dicho, la construcción de la sociedad comunista no es un problema procedimental sino teleológico.
III
De ser ciertas las hipótesis de factibilidad y viabilidad de semejante organización social, quedaría iluminada –debido a la clara intencionalidad que le acompaña– la relación entre naturaleza humana y curso de la historia, entre evolución cultural y desarrollo social, pues la sola concepción de este proyecto anunciaría sin dudas el tránsito definitivo de la humanidad del reino de la necesidad al de la libertad, pero este es claramente otro tema… De lo anterior resulta imprescindible resaltar, no obstante, el uso deliberado del término naturaleza humana, o sea, esa peculiar realidad, autoconsciencia y capacidad de previsión incluidas, gracias a la cual las conductas de los seres humanos (vale decir, la manifestación de sus múltiples interacciones mediante la práctica social) se distinguen de la de todos los restantes seres. Con esta precisión queda descalificada la afirmación de que los humanos somos egoístas por naturaleza: en efecto, el egoísmo es parte de nuestros instintos básicos, esos cuyo vencimiento –mediante la aplicación en la práctica social de los recursos bio-sociales de que estamos atribuidos, vía interacción holística de “todos con todos y todo”– nos ha hecho humanos.
Mas, la sociedad comunista no será construida para demostrar –siquiera a cada quien en particular y a todos en general– cuánto de humanidad hay en nuestra naturaleza: será nuestra naturaleza quien se impondrá finalmente a las circunstancias y nos exigirá la construcción de la sociedad comunista, porque –según lo expuesto– es este orden social el único que, ante la presencia inevitable de la muerte individual, pone a todas y cada una de las personas de este mundo en condiciones de plantearse propósitos que den sentido existencial a sus vidas, justamente por asumir el mundo todo como un “valor común”, que exige de todos responsabilidades compartidas.
IV
De la exposición hecha hasta el momento habría que deducir que el comunismo no sobrevendrá inexorablemente por acumulación de bienes, sino que será consecuencia del desarrollo cultural de las personas.
A estos efectos, parece sensato examinar, dentro del ámbito de un grupo social suficientemente definido (podría ser, por ejemplo, lo que hoy identificamos como “nación”), o sea, el grupo de personas que posea metas comunes que permitan ordenar su vida de acuerdo a ellas por recibir el apoyo mayoritario de sus miembros, por nacer de su historia y ser expresada en términos de dominio general, y por contar con condiciones para alcanzarlas de acuerdo a los factores coyunturales que encare, la relación que existe entre “entorno material” y desarrollo cultural de los individuos.
Para hacerlo, resulta conveniente definir las necesidades humanas y clasificar las condiciones en que ellas se ven satisfechas en las sociedades modernas.
Los humanos, por ser soma y psiquis, además de saciar el hambre, debemos satisfacer el apetito: tenemos necesidades vitales y necesidades existenciales. La satisfacción de las primeras nos permiten seguir vivos; la de las segundas, existir, algo que para la mayoría de los entendedores significa en propiedad realizar-se, o hacer real la virtualidad individual de cada quien.
Nuestras exigencias vitales no son tantas: alimentación (comidas y bebidas adecuadas, en cantidades notablemente inferiores de las que hemos sido manipulados a creer) y seguridad. El contenido de ambos términos depende de la cultura de la que procedemos y la época en que vivimos, y –gracias al conocimiento científico acumulado y al desarrollo tecnológico– varía con los tiempos, pero, en el mundo globalizado de hoy, muchas personas aceptarían que la seguridad debe incluir hogares convenientemente energizados (sin excesos), salud pública, la salvaguarda institucional (civil y policial) de la ciudadanía, los sistemas de pensiones y de protección social, el de transporte y el de las comunicaciones.
Dadas las singularidades del universo psíquico de los humanos, es difícil definir con precisión las necesidades existenciales . Aun así, la experiencia indica que el psiquismo humano tiene potencialidades ínsitas, como son la tendencia a la socialización (que se realiza en el amor), la tendencia a la duda (que se realiza en el conocimiento), la tendencia a la libertad (que se realiza en la re-creación del entorno circundante).
Este enfoque permite afirmar que, en el plano existencial, las sociedades deben contar con estructuras que permitan la conversión de las tendencias ínsitas de los humanos en sus poderes. Entre esas estructuras cabría destacar: a) las que facilitan la diseminación de conocimientos; b) las que lo hacen con las relaciones interpersonales; c) las laborales (el trabajo debía constituir –y lo hace muchas veces, a pesar de insuficiencias claras existentes en todo el mundo– el marco idóneo para que los humanos realicen sus capacidades creativas).
Esta aproximación facilita el planteamiento social del problema humano (entendido como la necesidad que tiene toda persona de dar contenido existencial a su vida): crear una sociedad en la que, vencidos los obstáculos vitales, las personas encuentren el entorno más favorable que la época permita para dar sentido a sus existencias.
Resulta adecuado definir estados generales de satisfacción de las necesidades humanas, derivables de la sociedad.
Si los definimos no por índices crematísticos, como habitualmente se hace, sino por sus posibilidades reales de viabilidad, subsistencia, productividad y crecimiento, obtendremos la siguiente clasificación.
Indigencia. La inconsistencia material y de otro tipo reinante en el medio hace que la persona sea inviable. Su subsistencia es un evento casual que no depende del individuo mismo, lo que los hace socialmente improductivos en todos los planos. En la indigencia los seres humanos no ven cubiertas regularmente sus necesidades básicas materiales ni espirituales.
Extrema pobreza. La precariedad material del entorno convierte a la persona en un ser individualmente viable, pero no es genéticamente subsistente, o sea, en este estado el individuo ve cubiertas sus necesidades materiales básicas con cierta regularidad (aunque la regularidad de la satisfacción mencionada no depende del sujeto en cuestión, por lo que su productividad social es esporádica) y subsiste, pero la mayoría de los miembros de su familia (de poseerla) tendrían grandes probabilidades de acabar por verse obligados a vivir en la indigencia, incluyendo al sujeto referido. Los seres humanos que viven en extrema pobreza no ven satisfechas sus necesidades espirituales básicas.
Pobreza. En este estado la persona es genéticamente subsistente, pero la fragilidad material del entorno le impide satisfacer sus necesidades básicas con absoluta regularidad. Aparece como un sujeto socialmente productivo una parte del tiempo y sus necesidades cognitivas y espirituales son parcialmente satisfechas. La viabilidad plena de los miembros de la familia que cree es un acontecimiento aleatorio.
Suficiencia. La persona es genéticamente subsistente ya que sus necesidades materiales básicas se cubren regularmente, y dicha regularidad depende fundamentalmente del propio sujeto en cuestión, puesto que son seres socialmente productivos en muchos planos de la realidad; mientras tanto, en este estado la cobertura de las necesidades espirituales del individuo es casual, por lo que su crecimiento individual y plenitud vivencial se tornan eventos puntuales y estocásticos.
Abundancia. Las personas tienen cubiertas todas sus necesidades materiales y espirituales básicas, con una regularidad que depende en gran medida de ellas mismas; o sea, en la abundancia los individuos humanos son permanentemente productivos en todas las aristas sociales, lo que les da un grado muy elevado de autosuficiencia y autonomía. Las producciones redundantes o injustificadas son muy irregulares. La abundancia garantiza el crecimiento individual y plenitud vivencial de todos los miembros de la sociedad de que se trate; el fracaso individual se convierte en un evento casual. En la abundancia, resultado de la mesura individual y la concertación productiva social, se alcanza la máxima eficiencia existencial, puesto que cada persona encara los riesgos y enfrenta los retos que genera su propio crecimiento, de acuerdo con las metas que se haya propuesto, en virtud de las complejidades de su interrelación social. Los individuos no se plantean la satisfacción de ambiciones, sino el cumplimiento de sus propias aspiraciones.
Exceso. El exceso material es el fruto de un estado caótico de la producción y del mercado, en el que se generan y comercializan artículos espurios (redundantes, inútiles e innecesarios), no asociados a ninguna de las gradaciones de las necesidades humanas, sino a las exigencias del propio mercado, las que conducen a los individuos fuertemente manipulados, por la virtualidad de su realidad y condición, a desarrollar una heteronomía social patológica respecto a la posesión de tales artículos, en detrimento de la satisfacción de sus propias humanas necesidades. El exceso es insostenible, por lo que la regularidad de la satisfacción de las necesidades vitales y existenciales se convierte en una magnitud aleatoria, dependiente de los individuos de forma indirecta y compleja. El crecimiento individual y plenitud vivencial se torna fenómeno puntual y fortuito; la de todos los miembros de la sociedad, es imposible. El fracaso individual se transforma en una regularidad, porque la persona está espiritual y cognitivamente desprovista para enfrentar riesgos y retos; la virtualidad en que vive le dificulta el planteamiento coherente de metas enriquecedoras o aspiraciones: ellas se reducen, en lo fundamental, a la calidad de ambiciones. Los seres humanos se transmutan en derrochadores desenfrenados y la sociedad se doblega ante el consumismo y el despilfarro, dos puntos de una misma recta.
Desde el punto de vista social global (o sea, considerando a la humanidad como una entidad), los niveles de precariedad y exceso están íntimamente relacionados por una proporcionalidad directa: el exceso, como regularidad, es posible en ciertos grupos poblacionales a costa de la precariedad de los restantes, y tanto mayor será en los primeros cuanto mayor sea la precariedad en los otros. Si esta desigualdad es sistémica o no controlada socialmente, los resultados son desastrosos.
Luego, mientras la abundancia exige equidad, sinergia y cooperación entre grandes poblaciones humanas, el exceso no puede prescindir de un orden internacional garante de la desigualdad y la explotación de unos grupos humanos por otros. Por estas razones, el exceso no es un estado alcanzable mediante la dialéctica interna del progreso de una sociedad; su eficiencia existencial es mínima, pues implica la imposibilidad de su consecución tanto para los individuos de las naciones (y grupos sociales) que lo disfrutan como para los de aquellas (y aquellos) que lo sustentan.
De acuerdo al esquema expuesto, es plausible suponer que las sociedades post capitalistas, en una primera etapa, se propondrán alcanzar niveles de producción-distribución-culturalización que permitan a la mayoría de sus ciudadanos alcanzar la suficiencia o cualquier estado similar. (Ese estado post-capitalista y pre-comunista se conoce como “socialismo” en la literatura especializada).
Es también sensato creer que, en una segunda etapa, esta sociedad luche por difundir la abundancia entre todos sus miembros. Igualmente es probable que exista en ella una suerte de exceso controlado (no sistémico y sin lujosas aberraciones) para los sectores, no los individuos (y definitivamente no las elites políticas), cuya actividad creativa lo requiera en pos de metas superiores a las existentes, en beneficio de una parte significativa de la sociedad.
El diseño del paradigma de la sociedad comunista, centrado en el ser y no en el tener, donde el enriquecimiento cultural permanente y la superación constante de las adversidades han de ocupar el lugar central, exige la participación activa de tantas personas como sea posible de la comunidad en cuestión (eventualmente, el género humano) en un proceso dialéctico de creación, lleno de contradicciones, intensas luchas discursivas y pulsiones varias en muchos planos y niveles. En sociedades acostumbradas a las más diversas estratificaciones sociales, la construcción (intencionalidad subrayada) de semejante paradigma es asunto que requiere muchísimos esfuerzos y disposición política expresa.
Asumiendo que, efectivamente, el acopio cultural conduzca a un cambio del paradigma social antes de que la humanidad se autodestruya, de modo que seres cuya modificación biológica se ha estabilizado en torno a ciertos valores se vean forzados a desarrollarse en un entorno distinto cada vez por esa sola virtud cultural, cabe que nos preguntemos: ¿cómo medir cuantitativamente el acopio cultural?; ¿qué elementos o factores culturales habría que acopiar?; ¿son todos esos factores equivalentes entre sí?; ¿cómo acelerar ese acopio?; ¿qué papel desempeña en este concepto la universalización e imposición de la enseñanza y otros modelos instructivo-educativos?; ¿qué peso tiene en esa aceptación de la identidad esencial de todos los humanos el conocimiento de los procesos biológicos que compartimos todos, incluyendo la muerte?; a los efectos de la acumulación de la que hablamos, dentro de los límites de una población dada (o sea, suficientemente definida, en el sentido expuesto), ¿qué relación podría establecerse entre la riqueza material disponible, los sistemas referenciales vigentes y los esfuerzos instructivo-educativos que se realicen?; ¿cuál es el límite o nivel que debe alcanzar el acopio cultural para que sobrevenga un nuevo entorno?; ¿es necesariamente ese nuevo entorno mejor que el anterior?; ¿cómo evaluarlo?; dentro de una población dada (suficientemente definida), ¿qué parte mínima de esta se requiere que esté atribuida del nuevo paradigma para inducir al resto de la población a participar creadoramente en la construcción del nuevo entorno?; ¿cómo redunda el nuevo entorno en los humanos, en su calidad de vida, en su estado existencial, en su apreciación efectiva del goce, de la felicidad, de la realización personal, del disfrute pleno de su existencia?; ¿cómo incide el nuevo entorno en aspectos básicos de la convivencia social, tales como el reconocimiento individual, la criminalidad, la solidaridad, la eficiencia productiva y otros asuntos parecidos?
Entre las interrogantes expuestas, merecen especial atención las relacionadas con los efectos que tienen los sistemas universales e impuestos de instrucción-educación sobre el entorno cultural, y el impacto de este último sobre la realización de los humanos.
Por lo dicho, para una sociedad que persigue la realización más plena posible de sus ciudadanos, entre sus propósitos inmediatos deben encontrarse la masificación de la enseñanza gratuita, el acceso irrestricto a la información no comprometida o sensible, la creación de múltiples y amplios espacios de discusión e intercambio de criterios.
O sea, a los efectos de lograr que los ciudadanos de una sociedad devengan seres con propósitos, la satisfacción de las necesidades vitales y existenciales ha de ser tarea de cumplimiento simultáneo, según lo permita la realidad. Esto es así por el peso que para los seres humanos tiene su universo psíquico y porque los sistemas referenciales propios son el útero de los proyectos personales.
Finalmente, la economía , cualquiera que sea el contenido que se dé a este concepto, tiene que servir para satisfacer esos propósitos.
Correo del autor: zimertan@gmail.com
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