POLANSKI SE ENFRENTA AL REALISMO
Ayer mencioné en mi reflexión sobre los premios la edición de los Oscar en la que el gran Roman Polanski fue galardonado como mejor director pero su obra no se llevó el de mejor película. Así que me acordé del film y de que lo visioné hace algunas semanas en mi ímpetu por viajar a través del mundo cinematográfico del polaco y creo oportuno hablar ahora de ella. Sea dicho de antemano que esta película no es grande por los premios que haya ganado si no por el excelente trabajo de su responsable, quien le da una vuelta de tuerca a su curiosa filmografía para rodar uno de los ejercicios realistas más sobrecogedores de los últimos años. Y todo ello después de varios años de capa caída en los que la crítica no hacía más que vapulear sus películas una tras otra, a veces con razón, otras no con tanta. Pero como el tiempo pone a cada uno en su sitio, Polanski dio un golpe en la mesa y dijo “aquí estoy yo” con las desventuras de este pianista judío.
Basada en las memorias de un Wladyslaw Szpilman, famoso pianista polaco, la película cuenta casi en primera persona las peripecias del protagonista por sobrevivir a la invasión alemana. Tras ser separado de su familia, Szpilman vagará por las ruinas de Varsovia tratando de sobrevivir al hambre, el frío y escondiéndose como puede de los soldados alemanes.
Así como la trama se centra en la figura de Szpilman, personaje excelentemente definido y interpretado de forma magistral por el larguirucho Adrien Brody, bien podía ser otro personaje cualquiera el que estuviese enzarzado en tal cruzada individual. Porque aquí lo importante no es tanto de quién hablamos si no de qué y Polanski entiende esto a la perfección porque, al fin y al cabo, va un capítulo de su torturada vida en ello. Recordemos que de niño él vivía en Varsovia y también fue expulsado de su país en busca de la supervivencia, por lo tanto sabe de qué habla y al terrible material al que se enfrenta. Y Polanski, que de narración audiovisual sabe un rato, opta por la vía del realismo alejándose completamente de sus cuentos macabros y fantasiosos, en los que tan bien se mueve para contar el horror (constante en su filmografía) esta vez sin ningún tipo de artificio.
Tiroteos desde la distancia, violencia dura y seca, ausencia de música no justificada, luces casi naturales y siempre presentes en la escena, etc. Esos son los aspectos que se unen con terrible coherencia a lo narrado y siempre desde el prisma de Szpilman. No hay atisbos de dramatismo ni sensiblería, simplemente se nos muestra lo que hay en un alarde de objetividad asombroso. Existen en la película (y así lo afirma Polanski) nazis buenos y nazis malos, judíos buenos y judíos malos. Porque de lo que nos habla al fin y al cabo es de las circunstancias que condicionan nuestras decisiones y actuaciones, que no hay blanco ni negro si no un eterno gris mutable en distintas capas fácilmente corrompibles. Si comparamos las pretensiones e intenciones de esta película con sus resultados nos sale positivo.
Porque Polanski tenía muy claro lo que quería contar y lo hace con sensibilidad, interés y de dentro hacia fuera. Esta película sale de su corazón, de su alma, de su “yo” interno en busca quizá de saldar cuentas con su tortuoso pasado. O quizá no, quizá simplemente pretendía darnos su visión de unos hechos aterradores que no hacen más que subrayar las continuas equivocaciones del ser humano. Y desde ese “yo” interno Polanski llega a nosotros con toda la luz que le aporta su talento y deberíamos dar gracias porque así sea. Grandiosa película, ni más ni menos.