Juan Pablo Fernández, Economista, asistente senador Jorge Enrique Robledo,
Bogotá, diciembre 4 de 2009
I
Rechazar los asaltos de que es objeto el erario público es una cuestión que tirios y troyanos respaldan en público. Pero como a la gente se la conoce no solo por lo que dice sino también por lo que calla, hace y deja de hacer, hay que decir con franqueza que muchos de los que con “dureza” se pronuncian contra los males que rodean la corrupción y contra la corrupción misma carecen de honradez y lo hacen con afán manipulador. Es común ver cómo la lucha contra este mal se emplea para conseguirse los votos de personas que creen que quien esgrime tal lucha actúa con sinceridad. Lanzan globos que ninguna cortapisa ponen a los que se valen de los cargos públicos para obtener beneficios privados y de la posición privada para favorecerse de lo público, pero que sí cumplen la misión de cazar incautos y hacerse a unos “réditos” políticos.
Desde la campaña que lo llevó en 2002 a la Presidencia, Álvaro Uribe Vélez habló del sueño en el que el Estado esté al servicio del pueblo y no para provecho de la corrupción y la politiquería. ¡Y hay que ver cómo “lucha” contra los males que tanto promueve! Protuberante es el número de escándalos que rodean al gobierno. La Yidispolítica, el parauribismo, las ejecuciones extrajudiciales (mal llamadas falsos positivos), las “chuzadas” del DAS, la entrega de notarías para “tramitar” la primera y segunda reelección, lo de ‘Job’ y la ‘Casa de Nari’, el caso del hermano del ministro del Interior, Carimagua, las privatizaciones, el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, las bases militares norteamericanas, Agro Ingreso Seguro y los negocios de los hijos del Presidente, son algunos de los actos que demuestran que sus banderas son meros cantos de sirena para engatusar a los colombianos de bien. Detrás de la fraseología gubernamental se esconden las intenciones de quien quiere que él o su alfil perpetúen en el poder unas políticas que extiendan la profunda iniquidad de la sociedad colombiana.
De la corrupción hay que decir además que esta va más allá de las actividades delincuenciales de unos cuantos. Las leyes, por ejemplo, desde la concepción vienen torcidas. Con acierto Daniel Samper Pizano, hablando del escándalo de Agro Ingreso Seguro, escribió que “parece que la corrupción encontró formatos reglamentarios y tiene ya un seguro de impunidad.” (El Tiempo, sep.24.09). Hasta el Procurador General, tan adepto a las tesis uribistas, dice que la corrupción desborda la institucionalidad colombiana. Agreguemos que esta también tiene que ver con la naturaleza de las instituciones y el papel que juegan en la economía y en la política.
La corrupción nacional medra en medio de una pasmosa concentración de la riqueza –Colombia es el séptimo país con la mayor desigualdad social del mundo–, en la falta de justicia, en las alianzas entre la delincuencia y algunos sectores económicos y políticos y en la consolidación de un proyecto político donde lo que cuenta para los gobernantes es la separación de su suerte personal de la de la nación.
Las informaciones de prensa, los estudios académicos o de organizaciones internacionales relacionadas con la corrupción, ponen a Colombia en lugares bien deshonrosos. Pero al margen del repudio que generan los actos de quienes se sirven de su posición e influencias para apropiarse o concentrar los dineros del erario público, la peor de las corrupciones es aquella que condena al atraso económico y social al país y que cede la soberanía económica y política a poderes extranjeros y en especial, al norteamericano. ¿O acaso el desastre económico y social nada tiene que ver con el modelo neoliberal dictado desde la Casa Blanca, el FMI, el Banco Mundial y la OMC? ¿Ignorarán quienes están en la cumbre económica que el “libre comercio” impide a amplios sectores del empresariado y de los trabajadores obtener los ingresos para el funcionamiento de sus negocios y la manutención propia y la de sus familias?
Los doscientos años de la Independencia de la Corona española sirven para preguntarse si Colombia ejerce hoy plenamente el derecho a la autodeterminación, logrado en aquellas calendas. El perecimiento de los viejos colonialismos en los siglos XIX y XX y el desigual desarrollo capitalista dieron origen a nuevas formas de dominación donde se ve una aparente independencia pero que, detrás de eufemismos como el de la comunidad internacional, están los intereses de potencias dominantes. Del Banco Mundial y el FMI se habla como organismos multilaterales, pero se evade decir que el mayor accionista de estas organizaciones es Estados Unidos.
Préstamos, misiones y acuerdos con organismos multilaterales son el prolegómeno a una intervención de mayor refinación en los asuntos internos pero no por ello menos voraz y detestable. A la aplicación del neoliberalismo en América Latina, por ejemplo, la precedieron varias reuniones en Washington que devinieron en el denominado Consenso de Washington, de donde surgió la apertura económica, las privatizaciones de empresas y de servicios sociales, la libertad para los capitales, los acuerdos de “libre comercio”, etc. En el caso colombiano, por ejemplo, la apertura provino también de un préstamo con el Banco Mundial, como lo denunció en su momento Abdón Espinosa Valderrama. Medidas de las que emanaron y emanan los deteriorados indicadores productivos, económicos y políticos, de los que quienes ocupan la cúspide económica obtienen jugosos ingresos.
II
Federico List decía que para una nación, más importante que la riqueza, es la aptitud para generar riqueza –unir los brazos de las gentes para transformar la naturaleza–, lección que los países desarrollados aprendieron y aplicaron. Y en Colombia, los sucesivos gobiernos niegan adrede las experiencias de los países que estando en la cumbre patean la escalera por la que ascendieron. Se niega también que el “libre comercio” le arrebata al país la facultad para acumular riqueza y ampliar la existente, un modelo que se introdujo a espaldas del país y que, según Rudolf Hommes, se impuso aprovechando el “efecto distracción” de la Constitución de 1991, permitiéndole al gobierno de César Gaviria tramitar por el Capitolio “las principales reformas legislativas del proceso de apertura [económica]”.
Se dice que Colombia es una democracia profunda, frase con la que se le da una “buena” envoltura política a lo que en realidad es una nación en crisis e inviable. Las cifras son contundentes. Desde 1994 el país ha acumulado un déficit externo de 45.500 millones de dólares, desbalance que significa mayores importaciones que exportaciones, fuga de capitales que deberían integrarse al circuito económico interno y remesas que envían los más de tres millones de colombianos desterrados por la inviabilidad económica del país. Detrás de las casi cien millones toneladas de importaciones agropecuarias en los últimos cuatro lustros, están el desplazamiento de millones de habitantes rurales, la ruina de campesinos y empresarios agrícolas no monopolistas, una pobreza rural que azota a casi siete de cada diez pobladores del campo, un ingreso promedio inferior a algunas de la naciones africanas más pobres, el que sobren nueve millones de hectáreas aptas para cultivar y la pérdida de la soberanía alimentaria. Y en las ciudades son millones los que se acuestan con dolor de estómago no por comer mucho sino por no comer nada. Muy cínico o ingenuo es quien, a pesar de estas realidades, hace esfuerzos por ocultarlas o negarlas.
En la otra cara de la moneda están quienes perciben más de siete billones de pesos anuales en exenciones tributarias. Los que se han quedado a menosprecio con todas las compañías privatizadas (ej., Telecom, valía 2.200 millones de dólares y la venta se hizo por 370 millones). Los especuladores que tranzan con las pensiones y la salud de los colombianos, arrebatándoles la posibilidad del derecho o el de gozarlo plenamente. Los linces del capital financiero que con sus actuaciones en las bolsas y en los mercados de divisas ponen en jaque a productores nacionales (exportadores y no exportadores). Las compañías trasnacionales que saquean nuestros recursos naturales, pagan bajos o inexistentes impuestos, que deterioran el medio ambiente, que imponen condiciones leoninas a distintos sectores de la producción y del trabajo y reciben pingües ganancias.
En el neoliberalismo está la causa principal de las adversidades “modernas” de Colombia. Y qué hacer, se preguntan los colombianos en medio de las dificultades. Los beneficiados del estado actual de cosas dicen que el mundo es así, qué le vamos hacer, contestación que perpetúa las tesis servilistas y evita el sacudón que deben darse los colombianos. Combatir males como la corrupción y el atraso económico y social pasa por la derrota del neoliberalismo y por la construcción de una nueva sociedad con verdadera democracia económica y política. Tarea fácil, no, pero pendiente e irrenunciable.
Notas
(1) Hommes, Rudolf (2002), en Modelo de Desarrollo Económico. Colombia 1990-2002, pp. 267-268, Editorial Oveja Negra.
Página del senador Jorge Enrique Robledo