El fracaso de las negociaciones del Caguán fue la plataforma de lanzamiento del presidente Álvaro Uribe. Foto: Archivo Cambio
El primer decenio del siglo XXI empieza con un intento de negociación con las Farc que acaparó la atención nacional por más de tres años. La iniciativa surgió como parte fundamental de una estrategia electoral en la campaña por la Presidencia de la República que, sin perspectiva alguna de éxito, terminó envenenando la fórmula de la negociación política y llevando al país por un despeñadero de violencias en el que la receta oficial para buscar la paz fue apagar las llamas con más fuego.
Cuando comenzó el proceso en enero de 1999 era evidente el declive sistemático del Estado en el campo militar, las Fuerzas Armadas habían perdido la iniciativa en el conflicto. El presidente Pastrana estaba en la peor posición para negociar, hecho que agravó su desespero por sentar a las Farc en la mesa y que lo indujo a aceptar la fórmula, inédita en Colombia y en el mundo, de desmilitarizar 42.000 km2 de territorio, sin que la fuerza armada del grupo insurgente tuviera que concentrarse allí. Esa zona quedó bajo la égida militar de las Farc, que estaban en el momento militar más exitoso de toda su historia. Venían de tomarse Mitú, Vaupés, y de no ser por el apoyo militar brasileño que dejó repostar a los helicópteros colombianos en una base fronteriza, la guerrilla habría permanecido mucho más días en esa población.
Con el Gobierno en su peor momento y la guerrilla en el óptimo, nadie pensó racionalmente, todos lo hicieron bajo el embrujo de sus mundos irreales. El Gobierno conservador y su presidente, creyendo que la paz con las Farc les abriría páginas gloriosas en la Historia, se la jugaron sin pensar en las marrullas de 'Tirofijo' y con el agravante de que no solo iniciaron una negociación sin futuro sino que lo hicieron sobre el cuero de las Fuerzas Armadas.
La guerrilla, por su parte, no supo interpretar el momento y en sus decisiones pesaron el aprovechamiento de la zona de distensión y la publicidad. Continuaron interpretando la realidad con los criterios del comunismo ortodoxo de la Guerra Fría, sumándole su sesgo campesino y su ya endémico desfase histórico-temporal. En suma, no creyeron que era el mejor momento para negociar sino que podían continuar empujando el débil Estado hacia el barranco y llegar al poder en poco tiempo por la vía de las armas.
Los tres años de la zona de distensión, sin avances y colmados de abusos por parte de las Farc, llevaron a que el país perdiera, si lo tuvo, el poco aprecio que había sentido por la lucha insurgente y terminara no solo vacunado contra ella sino cohonestando e incentivando el crecimiento del paramilitarismo.
Hastiada de la violencia guerrillera, Colombia se movió hacia la derecha y eligió y reeligió presidente a Álvaro Uribe, que hizo de la lucha contra la insurgencia, puesta ahora bajo el paraguas de terroristas y narcotraficantes, el eje de política de gobierno.
Con Uribe el conflicto dio un giro con el cual empezó un nuevo proceso de mutación de la violencia. La política de Seguridad Democrática, colgada en lo esencial del Plan Colombia, logró reducir en forma sustancial a las Farc. El paramilitarismo, desbocado militar y políticamente tras haber penetrado la clase política hasta los tuétanos, entró en una controvertida negociación con el Gobierno. Los paramilitares fueron reconocidos como actores legítimos, se desmovilizaron más de 30.000 hombres y les fue diseñada, casi a la medida, una ley de Justicia y Paz.
Con este haber, el Gobierno creó un nuevo artificio que desdibujaba la realidad de la nueva fase de la mutante violencia colombiana. Anunció que la guerrilla estaba derrotada, que el paramilitarismo dejó de existir, que no hay conflicto armado y que, en consecuencia, el país está en la fase del posconflicto.
Pero la verdad es que el conflicto continúa y que las guerrillas han sido duramente golpeadas pero están lejos de desaparecer. Basta señalar que en sus manos y durante más de 11 años, se encuentra secuestrado el hoy general Luis Herlindo Mendieta.
Por Carlos Eduardo Jaramillo,
ex consejero presidencial para la Paz
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