Descubre por qué la crítica de la cultura es una trinchera semiótica vital para la emancipación y la lucha social
almaplus.tv 3 Septiembre
Crítica de la
Cultura: una trinchera ético-semiótica ineludible
Nuestra crítica
de la cultura no es un lujo intelectual ni un pasatiempo estético: es
una necesidad política, teórica y práctica. Entendida como el
conjunto vivo de producciones simbólicas, materiales e ideológicas,
la cultura es el terreno donde se despliegan las luchas
de clases en su dimensión más sutil y a la vez más profunda.
Allí se deciden las
batallas por el sentido, se definen las jerarquías de los valores, se instituye
lo que puede ser considerado bello, legítimo, verdadero o deseable. Allí
también se siembran los consensos que sostienen la explotación,
la alienación y la desigualdad. Por eso, el
análisis crítico de la cultura es una trinchera semiótica ineludible:
un espacio de combate teórico-práctico donde se libra la guerra por el signo y
su potencia emancipadora.
No es casualidad
que el poder dominante de las burguesías haya
invertido históricamente tanto esfuerzo en regimentar las formas culturales.
Su industria del entretenimiento, sus sistemas escolares, sus
instituciones religiosas, sus medios masivos y hoy sus
plataformas digitales conforman un dispositivo inmenso y polimorfo de
administración simbólica. Allí se cuece la hegemonía en la que
Gramsci puso tanto énfasis: al capitalismo no le basta con
dominar las fábricas, hay que dominar las conciencias. Y ese dominio no se
logra sólo con represión, sino con seducción, con hábitos, con imágenes, con
palabras y canciones que se filtran hasta lo más cotidiano. Su cultura
burguesa no es un simple “reflejo” de la economía; es la trama donde
el capital asegura la naturalización de su orden.
La semiosis —ese
proceso incesante de producción, circulación y transformación de sentido— es el
nervio de la cultura. Comprenderla es comprender cómo se forman
los imaginarios, cómo se organizan los lenguajes que
nos dicen quiénes somos, cómo debemos desear, qué debemos temer, qué debemos
callar. El capitalismo monopoliza la semiosis, la dirige hacia
la fetichización de las mercancías, hacia la glorificación
del consumo, hacia la despolitización de la vida cotidiana. No se
trata sólo de vender productos, sino de vender mundos posibles clausurados en
la lógica del mercado. El automóvil no es sólo un medio de transporte, es un
mito de libertad individual; la moda no es sólo ropa, es un mandato de
pertenencia; la publicidad no vende un jabón, vende una identidad. Esa es la
maquinaria cultural de la mercancía, que coloniza la sensibilidad,
el lenguaje y la memoria.
Pero la cultura no
es un territorio completamente cerrado ni unívoco. En cada grieta de la
semiosis oficial anida la posibilidad de disputa. La canción popular,
la sátira, el grafiti, las lenguas indígenas, los rituales
comunitarios, los gestos cotidianos de solidaridad y humor son también formas
de cultura. Allí late un contrapoder semiótico que
no puede ser borrado del todo. La crítica de la cultura debe
ser capaz de detectar esas fuentes revolucionarias, potenciarlas, articularlas
en proyectos emancipados y emancipadores. No basta
con denunciar la manipulación cultural; hay que construir, con audacia
creadora, una semiosis revolucionaria capaz de disputar el
sentido a la maquinaria dominante.
Cuando hablamos
de trinchera semiótica, no lo hacemos en un sentido meramente
metafórico. Las trincheras son lugares donde se defiende la vida frente al
ataque, donde se organiza la contraofensiva. La cultura es hoy
un campo de batalla: la ultraderecha lo sabe y por eso habla de
“batalla cultural”, porque ha comprendido que la guerra ideológica se libra con
memes, con narrativas mediáticas, con algoritmos que seleccionan lo que vemos y
pensamos. La crítica revolucionaria de la cultura debe
asumir el desafío de entrar en esa batalla con rigor teórico, con estrategia
comunicacional y con la fuerza de una praxis colectiva que no se conforme con
resistir: que aspire a transformar radicalmente.
Marx nos propuso
que la cultura no puede analizarse al margen de las
condiciones materiales. Las formas culturales no flotan en el aire, responden
a estructuras de producción, distribución y consumo. La semiosis no
es ajena a la lucha de clases. La ideología dominante fabrica
los relatos que hacen digerible la explotación. Pero la semiosis también
puede ser un arma de emancipación, cuando el signo se arranca de su servidumbre
mercantil y se pone al servicio de la lucha social, cuando la
palabra se hace conciencia transformadora, cuando la imagen se hace denuncia,
cuando el arte se hace pedagogía popular. Allí radica la
potencia política de la cultura crítica.
Esta crítica no
debe ser entendida como una mera actitud negativa o denunciatoria. Criticar es
ordenar. Criticar, en el sentido más radical, lucha desde las bases, es
desenmascarar, es poner en evidencia lo oculto, es analizar las condiciones de
posibilidad de un fenómeno. Criticar la cultura implica,
entonces, mostrar cómo opera la maquinaria de manipulación, pero también cómo
puede subvertirse. Es detectar el plus-valor semiótico que el
capital extrae de nuestras prácticas culturales —esa plusvalía simbólica que
convierte la creatividad colectiva en negocio privado— para
consolidar medios, modos y relaciones de producción de sentido realmente nacido
del pueblo como patrimonio común.
Nuestra crítica
de la cultura debe ser también una pedagogía. No basta con producir
análisis lúcidos si estos no surgen de las bases en lucha. Necesitamos forjar
un lenguaje crítico que sea comprensible, movilizador, capaz
de parirse en la experiencia cotidiana. La trinchera semiótica se
sostiene en las luchas de los pueblos, en la escucha de los símbolos
necesarios, en la recreación de las narrativas de los pueblos
que no quieren más la barbarie burguesa. Una crítica que se encierra en el
elitismo académico pierde su filo transformador. Lo verdaderamente
revolucionario es convertir la crítica de los pueblos en
conciencia colectiva organizada.
No olvidemos que
la cultura es memoria. La hegemonía
burguesa se empeña en borrar, trivializar o mercantilizar las memorias
de resistencia. La historia de los pueblos queda reducida a
espectáculos, efemérides huecas o productos de museo. Nuestra crítica
semiótica de la cultura tiene el deber de imbricarse con la memoria
viva de las luchas, de empoderar a las generaciones actuales con el
hilo rojo que une las rebeldías pasadas con las batallas presentes. Cada signo
recuperado de la amnesia impuesta es un arma contra el olvido funcional al
poder.
En esta trinchera,
la teoría de la comunicación juega un papel decisivo. No se
trata sólo de entender cómo circulan los mensajes, sino de
comprender la lógica de dominación que organiza esas circulaciones. El monopolio
mediático no es únicamente una concentración empresarial: es un
dispositivo semiótico que filtra la realidad, que fabrica consensos, que impone
un sentido único. La crítica cultural no puede prescindir de
un análisis riguroso de estos dispositivos, pero tampoco puede limitarse a
ellos: debe ir más allá, hacia la construcción de alternativas comunicacionales
que respondan a los intereses del pueblo.
Nuestra crítica
cultural como trinchera semiótica nos obliga a pensar
también en el arte. ¿Qué es el arte bajo el capitalismo sino
un campo atravesado por la contradicción entre mercantilización y emancipación?
La obra convertida en mercancía pierde su potencia crítica,
pero el arte como práctica social puede abrir horizontes de
libertad. La música que acompaña las marchas, la poesía que nombra lo
innombrable, el mural que transforma la calle en un grito, son ejemplos de cómo
el arte puede ser parte de la trinchera. La
crítica debe rescatar esa dimensión insurgente y oponerse al secuestro
mercantil que lo degrada a espectáculo vacío.
Frente al cinismo
posmoderno que declara la “muerte de los grandes relatos” y celebra el
relativismo cultural, la crítica semiótica debe reafirmar que
la lucha por el sentido no es opcional: es vital. No todo vale
lo mismo; no toda narrativa es equivalente. La cultura crítica tiene
que recuperar criterios de verdad, de justicia,
de emancipación. Sin esos criterios, la trinchera se
diluye en eclecticismo inofensivo. La lucha cultural necesita
brújulas teóricas que permitan discernir entre lo que emancipa y lo que aliena.
Hoy, las tecnologías
digitales han abierto un nuevo frente de batalla. La cultura
de algoritmos y plataformas reconfigura la semiosis global.
El capitalismo digital no solo controla la información,
controla también los procesos de atención, de percepción, de memoria. El signo ya
no circula libremente: es filtrado, jerarquizado, manipulado por sistemas
invisibles. La crítica de la cultura no puede ignorar este
fenómeno. La trinchera semiótica debe desplegarse también en
el terreno digital, disputando el sentido en memes, videos, redes, pero sobre
todo en la organización política de un uso popular y emancipador de
la tecnología.
Nuestra crítica
de la cultura es ineludible porque sin ella no hay revolución
completa. No se trata únicamente de cambiar la estructura económica;
se trata de revolucionar también las formas de sentir, de pensar, de imaginar.
La emancipación no será posible mientras la semiosis siga
colonizada por la lógica de la mercancía. Necesitamos, por tanto,
una crítica que sea praxis, que organice, que cree nuevas instituciones
culturales, nuevos espacios de producción simbólica donde
florezca una cultura de lo común.
Nuestra crítica
cultural, como trinchera semiótica, exige tres movimientos
inseparables: el desenmascaramiento de las formas hegemónicas, la
potenciación de las luchas en marcha y la creación de una
nueva cultura realmente emancipadora. No basta con
denunciar la cultura burguesa: hay que producir cultura
socialista, humanista, comunitaria. No basta con
resistir, hay que avanzar en la construcción de un nuevo orden simbólico. Y
para ello, necesitamos convertir cada signo en campo de lucha, cada
gesto en herramienta de transformación, cada palabra en semilla de
futuro. Nuestra crítica de la cultura no es un suplemento de
la política, es su corazón semiótico. En esa trinchera nos
jugamos el sentido de la vida misma.
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