El acuerdo de alto el fuego, y la propia resolución 1701 de la ONU, seguirán siendo papel mojado
El acuerdo de alto el fuego en el frente norte, con la supuesta mediación de EEUU y cuya aplicación es verificada por ellos, ha permitido a las FDI poner fin a las fuertes pérdidas que estaban registrando en los combates con Hezbolá, sin lograr sin embargo ningún resultado
Lo que convence al régimen israelí de que éste es el momento para la gran expansión es que el mundo ha entrado en una era en la que la ley es plenamente suplantada por la fuerza
ENRICO TOMASELLI
Que la caída de Assad en Siria no fue un gran éxito para Occidente es algo que poco a poco empieza a quedar claro; sin embargo, más o menos todo el mundo está de acuerdo en que -entre todos los actores regionales e internacionales en escena- el único que sin duda se ha beneficiado enormemente es Israel.
En realidad, es difícil discutirlo, dado que pudo obtener, prácticamente a coste cero, una serie de resultados nada desdeñables.
En primer lugar, pudo proceder con toda tranquilidad a la destrucción sistemática de toda la infraestructura militar siria, eliminando del horizonte lo que -aunque ahora en muy mal estado- era uno de los ejércitos árabes siempre en primera línea en todas las guerras con el Estado judío.
También pudo ocupar una parte importante del territorio sirio, mucho más allá de los Altos del Golán, que se ha anexionado de facto desde 1967. Una ocupación que da a Tel Aviv más de una carta que jugar en la redefinición del equilibrio de poder en Oriente Próximo.
Para empezar, la conquista del monte Hermón, que da a las Fuerzas de 'Defensa' de Israel (FDI) la capacidad de controlar una vasta zona, desde el Mediterráneo hasta Jordania, por no hablar de la de varias presas, que dan a Israel el control sobre parte de los suministros de agua dulce a Siria y Jordania, una palanca geopolítica evidente de gran importancia.
De forma nada secundaria, pues los nuevos territorios ocupados ofrecen otras posibilidades, desde la expansión de los asentamientos coloniales (satisfaciendo así los deseos del ala más extremista de su mayoría, y ofreciendo al mismo tiempo una salida al inquieto movimiento de colonos), hasta la creación de un Estado tapón confiado a los drusos sirios.
Sin olvidar, por supuesto, el hecho de que las FDI controlan ahora la parte sur de la frontera sirio-libanesa, lo que da al ejército israelí la capacidad (en caso de reavivación del conflicto con Hezbolá) de atacar territorio libanés desde un lado en el que no hay líneas defensivas fortificadas (aunque las distancias son lo suficientemente cortas como para que los misiles de Hezbolá sigan siendo peligrosos).
Por tanto, si Tel Aviv se ha beneficiado del cambio de régimen en Siria, queda por ver si se trata de una ventaja táctica o estratégica. Lo que, a su vez, requiere que entendamos la dirección en la que va Israel.
Por supuesto, la narrativa del régimen de Netanyahu es que está encadenando un éxito tras otro, de hecho, que estos éxitos no sólo son numerosos sino decididamente significativos, casi como si la derrota definitiva de todo el Eje de la Resistencia estuviera a la vuelta de la esquina.
Sin embargo, esta narrativa no sólo está desconectada de la realidad, ni más ni menos que la narrativa occidental sobre el conflicto en Ucrania (las similitudes entre estos dos teatros de guerra son realmente interminables...), sino que además revela toda su falacia en el mismo momento en que no contempla ninguna perspectiva para después.
La cuestión es que ciertamente hay un interés del régimen en mantener el estado de guerra, pero lo que es menos evidente es que, en efecto, se trata ahora de una necesidad del propio Estado judío, independientemente de quién lo dirija.
De hecho, todos los movimientos de los dirigentes israelíes, incluso cuando parecen ir en la dirección de un cierre (parcial) de los frentes de guerra, están en realidad determinados por necesidades puramente tácticas; la dirección estratégica de Israel va en cambio hacia la prolongación del conflicto (y por tanto su extensión), porque si la tensión de la guerra cesara, no sería simplemente la actual mayoría gubernamental la que caería, sino que la propia existencia del Estado se vería tan profundamente sacudida que rozaría el colapso.
Israel siempre se ha impuesto y ha sobrevivido gracias al apoyo diplomático, militar y económico de Occidente; durante una breve fase de su historia reciente, intentó emanciparse -al menos parcialmente- de la dependencia económica, tratando de desarrollar su propia economía (especialmente en los sectores de defensa y ciberseguridad), pero una de las consecuencias del 7 de octubre -no sólo, sino principalmente- fue que este intento de crecimiento autónomo resultó estructuralmente imposible, ya que Israel sigue siendo un Estado colonial, que no puede sobrevivir sin vínculos con la madre patria.
De hecho, por lo tanto, para Israel, la guerra no sólo es la mejor manera de mantener vivo este vínculo, sino de mantener unida a la sociedad israelí, y por lo tanto es indispensable.
El alto el fuego con Hezbolá en el Líbano, y los intentos más o menos sinceros de llegar a un intercambio de prisioneros en Gaza, deben verse por tanto como movimientos tácticos, dictados por necesidades específicas y circunstanciales, en absoluto insertados en una trayectoria estratégica.
El acuerdo de alto el fuego en el frente norte, con la supuesta mediación de EEUU y cuya aplicación es verificada por ellos, ha permitido a las FDI poner fin a las fuertes pérdidas que estaban registrando en los combates con Hezbolá, sin lograr sin embargo ningún resultado ni en términos de avance territorial, ni en términos de seguridad.
Pero este acuerdo responde plenamente a la misma lógica de los infames acuerdos de Minsk, es sólo una forma de ganar tiempo. Las FDI no sólo aprovechan la tregua para obtener los resultados que no pudieron obtener en la batalla, sino que sus continuas violaciones (ya más de 300), constantemente encubiertas por los estadounidenses, prefiguran lo que los dirigentes israelíes dicen abiertamente: no se retirarán de las porciones de territorio ocupado (salvo en la medida en que lo consideren ventajoso), violando así los términos del acuerdo.
Más o menos el mismo guion que la ya interminable saga del acuerdo de intercambio de prisioneros en Gaza. Es demasiado evidente que la única razón por la que el régimen de Tel Aviv mantiene las negociaciones es para contentar a esa parte de la ciudadanía que desearía el regreso de los rehenes y, sobre todo, para apaciguar a Trump, a quien tanto le gustaría atribuirse el mérito de su liberación.
Pero el quid de todo esto no son, desde luego, las disputas sobre los nombres de los que deben ser liberados, de un lado o de otro -aunque esto también adquiere relevancia política-.
El meollo de todo son las demandas más importantes de la Resistencia: retirada completa de Israel, cese de las hostilidades.
Solicitudes que pueden plantearse y respaldarse no solo porque, después de quince meses, todavía hay decenas de prisioneros israelíes en manos de las formaciones combatientes, sino sobre todo porque estas -¡precisamente!- siguen luchando. A pesar del aterrador volumen de fuego desplegado sobre los 360 km² de la Franja, de hecho, la Resistencia no cesa de enfrentarse diariamente y causar severas bajas a las fuerzas israelíes.
Ya se trate de Hezbolá o de Hamás, por lo tanto, la cuestión para Israel es simplemente ganar tiempo, tanto para dejar que las tropas recuperen parcialmente el aliento, como para esperar mejores condiciones.
Lo ideal, de hecho, es que Israel se enfrente a sus adversarios por separado y en momentos distintos, porque mantener un enfrentamiento sin cuartel en varios frentes tiene un coste insostenible a partir de cierto umbral.
Pero si esto está muy claro para la cúpula militar, lo está mucho menos para la política. Esta divergencia crea a menudo fricciones, pero sobre todo impide el desarrollo de una estrategia política y militar que fije objetivos alcanzables de forma realista, y la definición de los pasos para conseguirlos.
No en vano, y desde hace ya mucho tiempo, la relevancia política de las fuerzas armadas se ha reducido enormemente, en comparación con los años de las guerras árabe-israelíes, y el liderazgo político procede sólo en escasa medida de los cuadros del ejército, y cada vez más, en cambio, de la burocracia del aparato y de los colonos supremacistas.
Para estos dirigentes, la guerra se convierte por tanto en un instrumento político, pero no en el sentido Clausewitziano.
Los dirigentes israelíes, y tras ellos el poderoso movimiento de colonos, parecen haber entrado en una fase en la que el delirio mesiánico del Gran Israel bíblico se combina con las (supuestas) oportunidades que ofrece el momento, lo que los empuja en una dirección aún más alocada.
Lo que convence a los dirigentes israelíes de que éste es el momento adecuado para la gran expansión del Estado judío es, por un lado, una lectura distorsionada de los acontecimientos actuales y, por otro -quizá aún más decisivo-, la percepción de que el mundo ha entrado en una era en la que la ley es plenamente suplantada por la fuerza.
Fundamentalmente, es a partir de las guerras de los Balcanes por la desintegración de Yugoslavia cuando se inicia este proceso, que encuentra su culminación con la agresión de la OTAN contra Serbia y la creación del Estado títere de Kosovo.
En ese momento, de hecho, cae definitivamente el imperativo de la integridad territorial de las naciones, y se reabre la caja de Pandora de las guerras de conquista. Lo que, entre otras cosas, también justifica sustancialmente la guerra de la OTAN contra Rusia en Ucrania.
Además, Israel fue precursor de esta nueva era bajo la bandera de la ley de la fuerza (y de la que son corolario las declaraciones de Trump sobre Groenlandia, Canadá y el Canal de Panamá).
Pero la progresiva caída de las inhibiciones debidas al derecho internacional actúa en realidad como un elemento liberador, con respecto a los históricos impulsos expansionistas sionistas. Y así, estas ambiciones reaparecen no sólo sobre Gaza y Cisjordania, sino también sobre Líbano y Siria, e incluso sobre el Sinaí egipcio.
Ahora está claro que no tiene intención de retirarse ni del Líbano ni de Siria, lo que obviamente significa, en primer lugar, que el acuerdo de alto el fuego, y la propia resolución 1701 de la ONU, seguirán siendo papel mojado, y por tanto Hezbolá tendrá pleno derecho a no aplicar sus términos, y a reanudar el conflicto cinético cuando lo considere oportuno.
Pero, en lo que respecta a los territorios sirios ocupados, se abre un juego mucho más complejo, en el que el adversario potencial pasa a ser Turquía.
A corto plazo, la cuestión sobre la que se producirán fricciones es, obviamente, la posición de Ankara sobre la integridad territorial de Siria, que no puede cuestionarse.
Tanto porque es el principal instrumento para negar a los kurdos la posibilidad de labrarse su propio enclave, como porque Turquía a su vez tiene aspiraciones expansionistas, obviamente no en términos de conquista y anexión, sino de hegemonía e influencia.
Estas dos fuerzas contrapuestas están destinadas a entrar en conflicto de forma casi inevitable, y seguramente alcanzarán un punto de crisis desde el momento en que se resuelva la cuestión kurda, de un modo u otro.
Desde una perspectiva israelí, éste sería un escenario extremadamente preocupante, no sólo porque las fuerzas armadas turcas son las segundas más grandes de la OTAN, sino también porque -a pesar de la retórica de Erdogan- Turquía desempeña actualmente un papel clave para garantizar la supervivencia del Estado judío, tanto a través de considerables y aumentados suministros comerciales [1] (que suplen los suministros perdidos por los ataques yemeníes en el Mar Rojo) como a través de los suministros de petróleo azerí, que cubren el 40% de las necesidades de Israel.
Resulta significativo que el Comité Nagel, un organismo gubernamental israelí, recomendara recientemente la necesidad de prepararse para una guerra con Turquía, una amenaza que podría "superar incluso el desafío de Irán".
Según el Comité, Ankara pretende restaurar su influencia sobre el antiguo Imperio Otomano, lo que podría desembocar en un conflicto con Israel; en esta eventualidad, Ankara podría unir sus fuerzas a Siria.
El propio Netanyahu ha declarado que Irán ha sido durante mucho tiempo nuestra mayor amenaza, pero nuevas fuerzas están entrando en escena y debemos estar preparados para lo inesperado.
Aunque la cuestión de un enfrentamiento directo entre los dos países no es inminente, y ciertamente hay intereses mutuos que empujan en la dirección opuesta, está claro que dos imperialismos regionales tienden naturalmente a chocar, y es obvio que se preparan para esta eventualidad.
Esto significa que Tel Aviv debe tener en cuenta la posibilidad de un choque con los turcos, tal vez incluso sólo a través de sus apoderados sirios.
Lo que significa muy sencillamente que la ocupación de territorios en Siria requiere una importante presencia militar de seguridad, ampliando aún más el compromiso de las FDI. Ampliación tanto en el espacio como en el tiempo.
Por si fuera poco, también crece la tensión con Egipto. Israel se queja de que El Cairo está reforzando su presencia militar en el Sinaí, tanto con el despliegue de unidades blindadas como con la (supuesta) construcción de barreras defensivas.
Tel Aviv acusa al gobierno egipcio de violar los acuerdos de Camp David, olvidando sin embargo que el régimen sionista a su vez los está violando, mediante la ocupación militar del llamado Corredor de Filadelfia, en la frontera sur de la Franja de Gaza.
En esencia, Israel está avivando las llamas también hacia el sur, y tarde o temprano no faltarán colonos que pidan la creación de asentamientos en el Sinaí.
Un famoso periodista sionista, Hallel Bitton Rosen [2], se quejaba de que las medidas defensivas egipcias, en caso de conflicto, ¡podrían obstaculizar la acción de las fuerzas israelíes! Por otra parte, la maniobra egipcia también está vinculada al temor de que -tras la revolución siria- haya fuerzas regionales y no regionales que podrían tratar de derrocar a Al-Sisi, y la península del Sinaí es precisamente la zona donde se mueven las formaciones vinculadas a la Hermandad Musulmana.
Egipto es también, como Turquía, un país sustancialmente en buenas relaciones con Israel, pero no deja de ser consciente de que los sueños de los extremistas sionistas se extienden también a tierras egipcias, y que en Tel Aviv piensan en El Cairo como un competidor y (potencialmente) un temible adversario, con sus 113 millones de habitantes.
De hecho, Israel no es ajeno a las maniobras encubiertas para desestabilizar a Egipto y ve con alegría mal disimulada el resurgimiento de las tensiones internas [3].
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Notas
[1] Entre el 3 de mayo y el 7 de diciembre de 2024, a pesar de los anuncios oficiales de ruptura de relaciones, la actividad comercial turca con Israel aumentó significativamente. Durante este periodo, se realizaron más de 340 viajes entre los dos países, con barcos turcos que cruzaron el Mediterráneo vía Egipto, llegando a los puertos de Haifa y Ashdod. Durante el periodo en cuestión, 108 buques turcos viajaron a Israel, transportando diversas mercancías, como petróleo, productos químicos, vehículos, material rodante y otros materiales esenciales. 36 portacontenedores turcos realizaron 148 viajes, mientras que 30 buques de carga general completaron 66 viajes durante el mismo periodo. 48 buques de transporte de petróleo y productos químicos realizaron 48 viajes y 61 buques de transporte de vehículos y material rodante completaron 61 viajes a Israel.
[2] Es un extremista antiárabe, que recientemente escribió en su canal de Telegram que «es necesario lanzar una guerra total contra todas las ciudades y pueblos árabes del sector del Mando Central, antes de que ellos lo hagan delante de nosotros ».
[3] Véase «¿Es ahora el turno de Egipto? Anti-Sissi Campaign Gaining Traction on X», Nagham Zbeedat, Haaretz
Enrico´s Substack / observatoriodetrabajadores.wordpress.com
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