Los tipos específicos de contaminantes tienen un papel fundamental en los daños cerebrales correlacionados.
Los científicos aún no tienen claro cuáles de los contaminantes presentes en el aire aumentan el riesgo de padecer trastornos mentales y neurológicos.
La exposición prolongada a partículas en suspensión y óxidos de nitrógeno aumenta significativamente el riesgo de sufrir depresión y ansiedad
No sólo las altas temperaturas son un peligro, sino también los impactos de la contaminación del aire resultanteKohei Hara/Getty Images
Diversos estudios han demostrado que los altos niveles de contaminación en el aire están correlacionados con mayores riesgos de padecer trastornos mentales y neurológicos. El vínculo ha generado preocupación entre los organismos sanitarios debido a que la polución atmosférica afecta al 99% de la población global, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Una investigación elaborada por el Instituto Nacional de Pediatría entre 2008 y 2010 analizó los cambios en el cerebro de los niños en Ciudad de México, una demarcación altamente contaminada. El trabajo logró identificar la neurotoxicidad de la contaminación del aire. Descubrió que los infantes que vivían en la metrópoli presentaban más lesiones en los tractos de materia blanca que conectan las regiones cerebrales, en comparación con sus pares que residían fuera de la capital. También mostraron un rendimiento inferior en tareas cognitivas.
El aire tóxico mata a más de medio millón de niños cada año y, sin embargo, apenas una vez la contaminación atmosférica ha figurado como causa de muerte en un certificado de defunción.
Un artículo publicado en la revista Nature subraya que estos hallazgos generaron alertas sobre los efectos neurológicos de los contaminantes en todo el mundo. La publicación clínica The Lancet reconoció la contaminación como un factor de riesgo para la demencia en 2020. Un año después, la OMS enfatizó en la necesidad de ampliar los estudios sobre el fenómeno en las personas jóvenes y de la tercera edad.
La comunidad científica aún no tiene claridad sobre cuáles son y cómo funcionan los mecanismos subyacentes del problema, lo que dificulta el diseño de políticas eficaces de mitigación. La mayoría de los análisis carecen de controles que aporten mayor certeza a sus resultados.
Qué hay en el aire
Los avances más recientes señalan que los tipos específicos de contaminantes tienen un papel fundamental en los daños cerebrales correlacionados. Los estándares para medir la calidad del aire consideran componentes gaseosos primarios, y partículas de diámetros menores a 10 y 2.5 micrómetros. No obstante, estos pequeños cuerpos transportan diversas sustancias químicas cuya toxicidad varía según su origen. Ian Mudway, toxicólogo ambiental del Imperial College de Londres, recuerda que la contaminación del aire “es una mezcla heterogénea de cientos de miles de compuestos químicos diferentes”.
Un extenso estudio realizado en el Biobanco del Reino Unido con más de 389 mil participantes reveló en 2023 que la exposición prolongada a partículas en suspensión y óxidos de nitrógeno aumenta significativamente el riesgo de sufrir depresión y ansiedad. Guoxing Li, toxicólogo ambiental de la Universidad de Pekín y autor principal del ensayo, enfatiza que incluso niveles de exposición muy bajos aumentaron la incidencia de estas afecciones.
Deborah Cory-Slechta, profesora de Medicina Ambiental, Neurociencia y Ciencias de la Salud Pública en la Universidad de Rochester, explica que las partículas de menos de 100 nanómetros de diámetro son las más peligrosas para la salud. Pese a ello, alerta que estas moléculas ultrafinas no son analizadas de forma regular.
Mudway sostiene que aunque los sistemas de monitoreo se ampliarán, los estudios no pueden identificar con precisión qué sustancia química específica causa los trastornos neurológicos. La presencia de otros factores de riesgo, como las enfermedades cardiovasculares, dificulta aún más la interpretación de estos resultados. Según Mudway, “la única forma de obtener respuestas claras es a través de experimentos controlados”.
En 2012, Cory-Slechta diseñó una prueba de laboratorio para comparar los efectos del aire contaminado y limpio en el cerebro de dos grupos de ratones. Descubrió que los roedores expuestos a partículas ultrafinas mostraron tractos de materia blanca y ventrículos cerebrales agrandados, niveles elevados de impulsividad y déficits de memoria a corto plazo.
Estos cambios en el cerebro coinciden parcialmente con los que se producen en personas con trastornos del desarrollo neurológico, como el autismo y la esquizofrenia. Otros estudios en animales de mayor edad determinaron que la contaminación del aire parece acelerar la acumulación de las proteínas ‘amiloide’ y ‘tau’ asociadas con la enfermedad de Alzheimer.
Los signos de afectación varían de un trabajo a otro. Sin embargo, Caleb Finch, investigadora de la Universidad del Sur de California, sugiere que la respuesta inflamatoria es un factor común en todos los casos. El reporte de Nature destaca que diversos estudios muestran que ante altos niveles de contaminación aérea, “las respuestas inflamatorias se activan, los mensajeros asociados con la inflamación se vuelven más abundantes, hay signos de estrés oxidativo y las células microgliales, que detectan el daño y protegen a las neuronas, se activan”.
Megan Herting, neuróloga de la Universidad del Sur de California en Los Ángeles, dice que la inflamación hace que los sistemas biológicos no funcionen correctamente. Esta condición está asociada con trastornos del estado de ánimo y deterioro relacionado con la edad. También tiene potencial para alterar diversas fases de desarrollo.
Los hallazgos avivan las preocupaciones sobre los efectos que los contaminantes suspendidos en la atmósfera tienen en la salud.
Los investigadores aún no tienen claro cuáles de los contaminantes presentes en el aire provocan la inflamación y cómo la inician. Estudios post mortem han revelado la acumulación de nanopartículas y metales pesados en el tejido cerebral. Cory-Slechta señala que estas sustancias nocivas llegan al cerebro a través de la sangre y los nervios olfativos. Sospecha que el cerebro es incapaz de eliminar estos componentes.
Los científicos reconocen que es necesario estudiar a fondo estos fenómenos. Señalan que el elevado costo de los equipos para efectuar los ensayos y la escasez de neurocientíficos especializados en el tema son barreras que deben abordarse. Subrayan que acelerar los esfuerzos al respecto podrían contribuir a una mejor comprensión de los riesgos asociados a contaminantes específicos, lo que a su vez permitiría diseñar estrategias de mitigación más efectivas.
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