En apenas un lustro, el nazismo construyó un Estado totalitario sobre las ruinas de la República de Weimar, fanatizando a toda una sociedad rendida ante el poder de seducción de Hitler
Imagen de un líder totalitario con rasgos similares a los de Adolf Hitler. Foto: Midjourney/Juan Castroviejo. - Imagen de un líder totalitario con rasgos similares a Hitler
Por Roberto Piorno
Historiador y periodista, 9.01.2025
Depresión económica, deudas inabordables, índices de paro desbocados (más de seis millones de desempleados), un absoluto desapego hacia la clase política, un arraigado sentimiento de odio hacia Europa... Una nación que sobrevivía aplastada por las duras imposiciones del Tratado de Versalles escarbaba entre las ruinas en busca de culpables y chivos expiatorios del desastre.
La Alemania de entreguerras, a comienzos de los años 30, era un polvorín social. Fue el Partido Nacional Socialista Alemán (NSDAP) el que se lanzó a rentabilizar los estragos de la crisis, y a finales de 1932, con nuevas elecciones a las puertas, el ascenso de la formación liderada por Adolf Hitler ya parecía imparable. En los comicios de 1928, los nazis habían obtenido 800.000 votos. Veinticuatro meses después, sus apoyos se habían disparado y conquistaron casi seis millones y medio. En julio de 1932, en una nueva y prematura cita electoral propiciada por la parálisis política que vivía el país, el NSDAP ganó por vez primera las elecciones con más de trece millones de sufragios y 230 escaños, casi un centenar más que el SPD de Otto Wels; lejos, con todo, de la mayoría absoluta.
Ante la imposibilidad, nuevamente, por parte de todos los partidos en liza de formar gobierno, los nazis forzaron una moción de censura contra el gobierno de Franz von Papen, que se vio obligado a la enésima disolución de las cámaras y a una nueva convocatoria de elecciones para noviembre de ese mismo año. Las expectativas de Hitler sufrieron en esta nueva cita electoral un revés, ya que los suyos no solo no lograron la ansiada mayoría absoluta, sino que perdieron hasta treinta y cuatro escaños. Alemania seguía hundida en el abismo de la ingobernabilidad y, en esa tesitura, el presidente Von Papen decidió presentar su dimisión en un intento, infructuoso, de desbloquear la situación. Von Hindenburg eligió como nuevo canciller a Kurt von Schleicher, una figura de consenso que, con todo, chocó contra los mismos muros contra los que había chocado su predecesor. Fue un canciller efímero.
En la imagen, el ya canciller alemán Adolf Hitler saluda al presidente Paul von Hindenburg. Este no quería situar al líder del NSDAP al frente del gobierno, pero finalmente, accedió a nombrarlo para el cargo el 30 de enero. Foto: Getty.
El ascenso de Hitler
En enero de 1933, Von Papen instó al presidente a cesar a Von Schleicher en favor de Hitler. Hindenburg había manifestado en repetidas ocasiones su frontal rechazo a situar al líder del NSDAP al frente del gobierno. Lo que Von Pappen pretendía era formar un gobierno de mayoría conservadora en el que él mismo, en calidad de vicencanciller, pudiera manejar al histriónico líder del Partido Nazi. Y finalmente, y a regañadientes, Hindenburg accedió a nombrar a Hitler nuevo canciller el 30 de enero. No tardó Von Papen en darse cuenta del enorme error de cálculo que había cometido: no solo Hitler no era un líder de paja, como esperaba, sino que en apenas unos meses su principal valedor había sido completamente desplazado, hasta ser cesado como vicencanciller en 1934.
Nadie lo sabía entonces, pero las elecciones de noviembre de 1932 habían sido los últimos comicios democráticos de Alemania. Hitler era la cabeza de un gobierno originariamente muy plural y con múltiples contrapesos. Desde el momento en el que aterrizó en el poder, sin embargo, el nuevo canciller no hizo otra cosa que maniobrar para deshacerse de todo obstáculo (externo e interno) en el ya inexorable camino hacia la dictadura.
En 1933, Adolf Hitler, canciller de Alemania desde el 30 de enero, recibe la bienvenida de sus partidarios a su llegada a Núremberg para el llamado Congreso de la Victoria. En esta ciudad se celebraron durante 11 años las concentraciones anuales del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP). Foto: Getty.
Hitler había llevado su discurso demagógico y populista a la cúspide gracias a una cuidada estrategia, orientada no a captar el voto de un determinado segmento de la población; su éxito radicó en movilizar a votantes de múltiples perfiles y, tanto o más importante, logró despertar a la ciudadanía desmovilizada, a aquellos que habitualmente no votaban. Hitler no habría sido canciller sin la torpe jugada de Von Papen, y los resultados de las elecciones de noviembre de 1932 mostraban, quizá, los primeros síntomas de agotamiento de la estrategia nazi, pero lo cierto es que lo logró respetando las reglas del orden constitucional y por vías estrictamente democráticas.
Desmantelar la República de Weimar
Hitler era, con todo, canciller en un gobierno de coalición, en el que apenas tres carteras (de once en total) correspondían al NSDAP; concretamente, la cancillería y dos ministerios en manos de Wilhelm Frick y un pujante Hermann Göring. Los planes de Hitler apuntaban a librarse de la incómoda compañía de sus socios de coalición cuanto antes, por cualquier medio necesario. Göring fue el encargado de llevar a cabo una tarea esencial y decisiva: la nazificación de cuerpos policiales, que desembocaría en la constitución de la Gestapo en abril de 1933.
Un policía de la República de Weimar y un miembro de las SS (entonces una pequeña unidad de guardia del Partido Nazi) patrullan el 5 de marzo de 1933, día de las elecciones. Foto: Alamy.
Con el pleno control del aparato del Estado e instrumentalizando desde el poder los medios de comunicación, la propaganda nazi allanó el camino a las elecciones de marzo de 1933. No fueron unos comicios libres en ningún modo pero, nominalmente al menos, sí fueron los últimos celebrados en Alemania bajo el maquillaje de una falsa normalidad democrática. Una normalidad marcada por uno de los acontecimientos más traumáticos acaecidos en la Alemania de entreguerras.
En la noche del 27 de febrero, a solo una semana de las elecciones, el Reichstag, símbolo y domicilio de la soberanía popular, ardió y proporcionó a los nazis la ocasión esperada para dar un paso más en su imparable ascenso. Las autoridades cargaron la culpa a un presunto complot comunista y, en concreto, a un inmigrante holandés llamado Marinus van der Lubbe, al que arrancaron un testimonio de autoinculpamiento bajo tortura y que sería ejecutado varios meses después. La versión oficial fue puesta en tela de juicio desde el primer momento, pero los nazis comenzaron a instrumentalizar el desastre también desde el primer minuto utilizando el miedo como arma electoral de cara a los inminentes comicios y sentando las bases, con la coartada de la implementación de nuevas medidas de seguridad contra los “enemigos” de Alemania, de su régimen de terror.
En la noche del 27 de febrero de 1933, el Reichstag ardió. Se culpó de ello a un complot comunista y el presidente Von Hindenburg, presionado por la agresiva retórica nazi, firmó al día siguiente un decreto que acababa con las libertades del pueblo alemán. Foto: ASC.
El enorme impacto del siniestro en las elecciones de marzo fue solo la punta del iceberg de una política de intimidación y acoso sistemático a líderes de otros partidos y a sus terminales mediáticos. Göring desarticuló de facto la estructura de la policía prusiana purgando a sus elementos más incómodos y rellenando el vacío con miembros de las SA (Sturmabteilung) y de las SS (Schutzstaffel), que campaban a sus anchas y sin control por las calles generando un clima preelectoral irrespirable. Pero fue en las cenizas del Reichstag donde Hitler sentó las bases del nuevo régimen.
Presionado por las circunstancias y por la agresiva retórica nazi, el presidente Von Hindenburg se vio obligado a firmar al día siguiente del fuego el Decreto del Incendio del Reichstag, que dejaba en suspenso la libertad de expresión, de asociación y reunión, daba carta blanca a registros y confiscaciones sin orden judicial y decretaba la pena de muerte contra aquellos que se opusieran a las autoridades del Reich. Sobre este decreto estaba a punto de germinar un orden completamente nuevo.
Acoso al disidente
No fueron las de marzo de 1933 unas elecciones libres, y aun así Hitler no logró la contundente mayoría que buscaba. Pero ya daba igual. El 23 de marzo, Hitler logró la aprobación en el Parlamento de la Ley Habilitante, que en la práctica decretaba poder absoluto para el canciller y su gobierno, que se aseguraba la facultad de aprobar decretos a voluntad obviando al Parlamento. Valiéndose de esta nueva herramienta, Hitler absorbió todas las competencias de los Länder y suprimió los sindicatos.
Los líderes de los partidos de la oposición optaron por el exilio, asumiendo la evidencia del desmantelamiento de la democracia. Así, todos los partidos políticos, a excepción, claro está, del NSDAP, se disolvieron ante las insoportables presiones y el clima de permanente intimidación y recorte de libertades. El 14 de julio se aprobó la Ley contra la Creación de Partidos Políticos. Göring relevó a Von Pappen como comisionado del Reich para Prusia y Joseph Goebbels fue nombrado ministro para la Ilustración Pública y la Propaganda. En la práctica, el gabinete del gobierno fue desmontado en favor de una camarilla de incondicionales de Hitler. No hubo, de hecho, nueva Constitución. La República de Weimar había sido definitivamente desmontada.
El ministro para la Ilustración Pública y la Propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, despliega su elocuencia y su fanatismo histriónico durante un discurso pronunciado en septiembre de 1934. Foto: Getty.
Alemania era ya, a todos los efectos, un régimen dictatorial de partido único. Aún quedaban dos escollos que vencer en la conquista del poder absoluto: el presidente, Von Hindeburg, y el ejército, una institución que escapaba aún por completo al control de Hitler. La presión de los sectores más radicales dentro del movimiento amenazaba con la eclosión de una “segunda revolución” de corte aún más extremista, especialmente en lo económico. El poder desbocado de las SA, en manos de un militarista rebelde y poderoso como Ernst Röhm, comenzaba a inquietar en el seno del régimen, pero muy especialmente en las filas del ejército, ya que Röhm no ocultaba su voluntad de remplazar el ejército, aún en manos de la vieja nobleza prusiana, por las SA.
Röhm se creía tan poderoso que se permitía incluso desafiar a Hitler, pero este sabía que el apoyo del ejército era crucial para los planes que tenía en mente para Alemania. Así, decidió cortar las alas de una vez por todas a las SA, a Röhm y a los radicales con el inestimable apoyo de su guardia pretoriana, formada por Göring, Goebbels, Rudolf Hess –mano derecha y ayudante del canciller– y Heinrich Himmler, jefe de las SS, todos ellos acérrimos enemigos de Röhm. Göring y Himmler fueron los encargados de diseñar la purga. Fue la llamada Noche de los Cuchillos Largos. Röhm y sus fieles fueron detenidos y ejecutados sin juicio previo el 30 de junio de 1934. Y Hitler y sus pretorianos aprovecharon para ajustar viejas cuentas extendiendo la purga a cualquier voz disidente, crítica o simplemente incómoda dentro del régimen.
Poder absoluto
La muerte de Von Hindenburg el 2 de agosto completaba el círculo. Con el apoyo del ejército, Hitler asumió el título de Führer und Reichskanzler, refrendado días después en un plebiscito. Nadie podía hacerle ya sombra.
Retrato del teniente principal de Himmler en las SS nazis. Conocido por su extrema crueldad, Heydrich estuvo detrás de la Kristallnacht o Noche de los Cristales Rotos. Foto: Getty.
Tras la purga del verano de 1934, la prioridad del régimen fue la nazificación del país a todos los niveles. El férreo control ejercido por la policía política del régimen sería total. Las SS, al mando de Himmler y del prometedor Reinhard Heydrich, aplastaban cualquier conato de disidencia. El adoctrinamiento de jóvenes y adultos (los primeros a través de las escuelas, las universidades y las Juventudes Hitlerianas, a las que todos los jóvenes de más de 17 años tenían la obligación de afiliarse, y los segundos a través de los medios de comunicación o las artes) sería uno de los pilares del imparable lavado de cerebro colectivo.
Pero para que los mecanismos de cohesión de un régimen totalitario funcionen es esencial fabricar enemigos externos para canalizar la ira de las masas. El antisemitismo era uno de los pilares de la ideología nazi, y los judíos fueron desde que Hitler se hizo con el poder su víctima predilecta. En 1935, las Leyes de Núremberg dieron carta de naturaleza a un sistema organizado de discriminación racial, en virtud del cual los privilegios de la ciudadanía alemana eran exclusivos para individuos con “sangre alemana”. Los judíos quedaban excluidos de cargos públicos y del acceso al funcionariado, se restringían extraordinariamente sus actividades económicas en territorio alemán y se prohibían los matrimonios mixtos entre judíos y gentiles.
Una mujer acusada de violar las Leyes Raciales de Núremberg (o Leyes Arias) es afeitada en público en una calle de Dresde. Foto: Getty.
Rearmando el país
En otro orden de cosas, la política de elevadas inversiones públicas no solo permitió desplegar un grandioso e impactante escaparate ingenierístico y arquitectónico a mayor gloria del Führer y rearmar al país a marchas forzadas (ante la pasividad de las potencias europeas), sino que además logró reducir drásticamente los índices de paro (de seis millones a comienzos de 1933 a dos y medio dos años después), lo que incrementó la popularidad del dictador entre las clases trabajadoras.
En septiembre de 1936, Hitler anunció un plan cuatrienal, dirigido por Göring, para convertir de nuevo a Alemania en una superpotencia militar, violando así las cláusulas del Tratado de Versalles. Alemania había iniciado el camino hacia la guerra total. En octubre de 1933 el país teutón había abandonado la Sociedad de Naciones, y en marzo de 1935 Hitler anunció la creación de un ejército de “paz” mediante conscripción de hasta 35 divisiones. La ratificación del Tratado Franco-Soviético ese mismo año provocó la respuesta alemana con la remilitarización de Renania.
Mientras, Alemania se afanó en sellar alianzas con Japón y con Italia dando muestras palpables de cuáles eran sus verdaderas intenciones. Pero, al mismo tiempo, Hitler fingía una política de apaciguamiento y pacto con las grandes potencias europeas con la que únicamente se limitaba a ganar tiempo. La nazificación de Alemania ya estaba completa.
Y el último acto de esa trágica desfiguración tuvo lugar el 9 de noviembre de 1938 con la tristemente célebre Noche de los Cristales Rotos, un pogromo llevado a cabo por las SA y las SS, coordinadas por Goebbels, con una confiscación masiva de propiedades y que se saldó con 91 muertos y más de tres mil detenidos. Eran los cimientos del Holocausto. Entre tanto, había llegado la hora de desplegar los cañones y resarcirse de las humillaciones de Versalles. Hitler marcaba ya el paso decidido hacia la guerra de todas las guerras.
El escaparate de una tienda de Berlín destrozado en la Kristallnacht. Foto: Alamy.
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