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¿QUÉ SE NECESITA PARA DESTRUIR UN ORDEN MUNDIAL?

De hecho, la pregunta del momento debería ser: ¿Está reuniendo ahora el cambio climático suficiente fuerza destructiva para paralizar el orden mundial liberal de Washington y crear una apertura para el decididamente antiliberal de Pekín o, posiblemente, incluso un nuevo mundo en el que tales órdenes serán irreconocibles?

Alfred W. McCoy, colaborador habitual de TomDispatch


Érase una vez en Estados Unidos, donde todos podíamos discutir sobre si el poder mundial estadounidense estaba o no en declive. Ahora, la mayoría de los observadores tienen pocas dudas de que el final es sólo una cuestión de tiempo y circunstancias. Hace diez años, predije que, para 2025, todo habría terminado para el poder estadounidense, un comentario entonces controvertido que hoy es habitual. Con el presidente Donald Trump, la otrora «nación indispensable» que ganó la Segunda Guerra Mundial y construyó un nuevo orden mundial se ha vuelto realmente prescindible.

El declive y la caída del poder global estadounidense no es, por supuesto, nada especial en el gran barrido de la historia. Después de todo, en los 4.000 años transcurridos desde que se formó el primer imperio de la humanidad en el Creciente Fértil, han surgido al menos 200 imperios, han chocado con otras potencias imperiales y, con el tiempo, se han derrumbado. Sólo en el último siglo han caído dos docenas de Estados imperiales modernos y el mundo ha sabido arreglárselas muy bien tras su desaparición.

El orden mundial no pestañeó cuando el extenso imperio soviético implosionó en 1991, liberando a sus 15 «repúblicas» y siete «satélites» para convertirse en 22 nuevas naciones capitalistas. Washington se tomó este acontecimiento histórico con calma. No hubo manifestaciones triunfales, en la tradición de la antigua Roma, con cautivos rusos esposados y sus tesoros saqueados desfilando por Pennsylvania Avenue. En su lugar, un promotor inmobiliario de Manhattan compró un trozo de seis metros del Muro de Berlín para exponerlo cerca de Madison Avenue, algo que apenas llamó la atención de los ajetreados compradores.

Para quienes tratan de seguir las tendencias mundiales durante la próxima década o dos, la verdadera cuestión no es el destino de la hegemonía mundial estadounidense, sino el futuro del orden mundial que empezó a construir en la cúspide de su poder, no en 1991, sino justo después de la Segunda Guerra Mundial. Durante los últimos 75 años, el dominio mundial de Washington ha descansado sobre una «delicada dualidad». La cruda realpolitik de las bases militares estadounidenses, las corporaciones multinacionales, los golpes de Estado de la CIA y las intervenciones militares extranjeras se han visto equilibradas, incluso suavizadas, por un orden mundial sorprendentemente liberal: con Estados soberanos reunidos como iguales en las Naciones Unidas, un Estado de Derecho internacional que silenciaba los conflictos armados, una Organización Mundial de la Salud que erradicó realmente enfermedades epidémicas que habían asolado a la humanidad durante generaciones y un esfuerzo de desarrollo dirigido por el Banco Mundial que sacó de la pobreza al 40% de la humanidad.

Algunos observadores siguen confiando plenamente en que el orden mundial de Washington pueda sobrevivir a la inexorable erosión de su poder global. El politólogo de Princeton G. John Ikenberry, por ejemplo, ha apostado esencialmente su reputación a esa discutible proposición. Cuando el declive de Estados Unidos se hizo evidente por primera vez en 2011, argumentó que la capacidad de Washington para dar forma a la política mundial disminuiría, pero «el orden internacional liberal sobrevivirá y prosperará», preservando sus elementos centrales de gobernanza multilateral, libre comercio y derechos humanos. Siete años después, en medio del auge de los nacionalismos antiglobalización en partes importantes del planeta, sigue siendo optimista en cuanto a que el orden mundial creado por Estados Unidos perdurará porque cuestiones internacionales como el cambio climático hacen que su «visión proteica de la interdependencia y la cooperación… sea más importante a medida que avanza el siglo».

Esta sensación de cauto optimismo es ampliamente compartida entre las élites de la política exterior del corredor de poder Nueva York-Washington. El presidente del influyente Consejo de Relaciones Exteriores, Richard Haass, viene sosteniendo habitualmente que «el orden posterior a la Guerra Fría no puede restaurarse, pero el mundo no está todavía al borde de una crisis sistémica». Mediante una diplomacia hábil, Washington aún podría salvar al planeta de un «desorden más profundo» o incluso de «tendencias que auguran una catástrofe».

Pero ¿es cierto que el declive de la «única superpotencia» del planeta (como se la conocía antes) no sacudirá el orden mundial actual más de lo que lo hizo en su día el colapso soviético? Para analizar qué hace falta para que se produzca una implosión semejante del orden mundial, es necesario recurrir a la historia; a la historia, de hecho, del colapso de los órdenes imperiales y de un planeta cambiante.

Es cierto que estas analogías son siempre imperfectas, pero ¿qué otra guía para el futuro tenemos sino el pasado? Entre sus muchas lecciones: que los órdenes mundiales son mucho más fundamentales de lo que podríamos imaginar y que su desarraigo requiere una tormenta perfecta de las fuerzas más poderosas de la historia. De hecho, la pregunta del momento debería ser: ¿Está reuniendo ahora el cambio climático suficiente fuerza destructiva para paralizar el orden mundial liberal de Washington y crear una apertura para el decididamente antiliberal de Pekín o, posiblemente, incluso un nuevo mundo en el que tales órdenes serán irreconocibles?

Imperios y órdenes mundiales

A pesar del aura de poder sobrecogedor que desprenden, los imperios han sido a menudo creaciones efímeras de un conquistador individual como Alejandro Magno o Napoleón que se desvanecen rápidamente tras su muerte o derrota. En cambio, los órdenes mundiales están mucho más arraigados. Son sistemas globales resistentes creados por la convergencia de fuerzas económicas, tecnológicas e ideológicas. En la superficie suponen una entente diplomática entre naciones, mientras que en un nivel más profundo se entrelazan con las culturas, el comercio y los valores de innumerables sociedades. Los órdenes mundiales influyen en las lenguas que habla la gente, en las leyes por las que se rigen y en su forma de trabajar, de rendir culto e incluso de jugar. Los órdenes mundiales están entretejidos en el propio tejido de la civilización. Para desarraigarlos hace falta un acontecimiento o un conjunto de acontecimientos extraordinarios, incluso una catástrofe mundial.

En el último milenio, los viejos órdenes han muerto y han surgido otros nuevos cuando un cataclismo, marcado por la muerte masiva o una vorágine de destrucción, ha coincidido con una transformación social más lenta pero arrolladora. Desde que comenzó la era de la exploración europea en el siglo XV, unos 90 imperios, grandes y pequeños, han ido y venido. En esos mismos siglos, sin embargo, sólo ha habido tres grandes órdenes mundiales: la era ibérica (1494-1805), la era imperial británica (1815-1914) y el sistema mundial de Washington (1945-2025).

Estos órdenes mundiales no son meras imaginaciones de historiadores que intentan, tantas décadas o siglos después, imponer cierta lógica a un pasado caótico. Esas tres potencias -España, Gran Bretaña y Estados Unidos- intentaron conscientemente reordenar sus mundos para, esperaban, las generaciones venideras mediante acuerdos formales: el Tratado de Tordesillas en 1494, el Congreso de Viena en 1815 y la Conferencia de San Francisco que redactó la carta de la ONU en 1945. Si Pekín sucede a Washington como potencia preeminente del mundo, es probable que los historiadores del futuro recuerden su Foro de la Franja y la Ruta, que reunió a 130 naciones en Pekín en 2017, como el inicio formal de la era china.

Cada uno de estos tratados dio forma a un mundo de las maneras más fundamentales, articulando principios universales que definirían la naturaleza de las naciones y los derechos de todos los seres humanos dentro de ellas en las décadas venideras. A lo largo de 500 años, estos tres órdenes mundiales llevaron a cabo lo que, en retrospectiva, podría considerarse un debate continuo sobre la naturaleza de los derechos humanos y los límites de la soberanía estatal en vastas extensiones del planeta.

Al extenderse por tierras dispares, los órdenes mundiales se convierten en coaliciones de fuerzas sociales enfrentadas, incluso contradictorias: pueblos diversos, naciones rivales, clases que compiten entre sí. Un sistema de este tipo, cuando está hábilmente equilibrado, puede sobrevivir durante décadas, incluso siglos, al subsumir esas fuerzas enfrentadas dentro de intereses ampliamente compartidos. Sin embargo, a medida que las tensiones se convierten en contradicciones, un cataclismo en forma de guerra o desastre natural puede catalizar conflictos que de otro modo estarían latentes, permitiendo el desafío de potencias rivales, revueltas de órdenes sociales subordinados, o ambas cosas.

La época ibérica

Durante los últimos mil años, el primero de estos cataclismos transformadores fue sin duda la Peste Negra de 1350, una de las mayores oleadas de mortalidad masiva por enfermedad de la historia, propagada por ratas que transportaban piojos infectados desde Asia Central a través de Europa. En sólo seis años, esta pandemia mató hasta el 60% de la población europea, dejando unos 50 millones de muertos. A lo largo del siguiente medio siglo se repitieron epidemias menos graves, pero letales, al menos ocho veces, y la población mundial descendió bruscamente de unos 440 millones de habitantes a sólo 350 millones, una caída de la que no se recuperaría del todo hasta pasados dos siglos.

Los historiadores sostienen desde hace mucho tiempo que la peste provocó una escasez duradera de mano de obra, reduciendo drásticamente los ingresos de las propiedades feudales y obligando así a los aristócratas a buscar ingresos alternativos a través de la guerra. El resultado fue un siglo de conflictos incesantes en Francia, Italia y España. Pero pocos historiadores han explorado el impacto geopolítico más amplio de este desastre demográfico. Después de casi un milenio, parece haber puesto fin a la Edad Media, con su sistema de Estados localizados e imperios regionales relativamente estables, al tiempo que desataba las fuerzas reunidas del capital mercantil, el comercio marítimo y la tecnología militar para, literalmente, poner el mundo en movimiento.

Mientras los jinetes de Tamerlán recorrían Asia Central y los turcos otomanos ocupaban el sureste de Europa (además de capturar Constantinopla, la capital del imperio bizantino, en 1453), los reinos ibéricos se volvieron hacia el mar para explorar durante un siglo. No sólo extendieron su creciente poder imperial a cuatro continentes (África, Asia y las dos Américas), sino que también crearon el primer orden verdaderamente global digno de tal nombre, combinando comercio, conquista y conversión religiosa a escala mundial.

A partir de 1420, gracias a los avances en navegación y guerra naval, incluida la creación de la ágil cañonera carabela, los marinos portugueses avanzaron hacia el sur, rodearon África y acabaron construyendo unos 50 puertos fortificados desde el sudeste asiático hasta Brasil. Esto les permitiría dominar gran parte del comercio mundial durante más de un siglo. Algo más tarde, los conquistadores españoles siguieron a Colón a través del Atlántico para conquistar los imperios azteca e inca, ocupando importantes zonas del continente americano.

Apenas unas semanas después de que Colón completara su primer viaje en 1493, el Papa Alejandro VI promulgó un decreto por el que concedía a la corona española la soberanía perpetua sobre todas las tierras situadas al oeste de una línea en medio del Atlántico para «que las naciones bárbaras sean derrocadas y llevadas a la fe [católica]». También ratificó una bula papal anterior (Romanus Pontifex, 1455) que otorgaba al rey de Portugal derechos para «someter a todos los sarracenos y paganos» al este de esa línea, «reducir sus personas a esclavitud perpetua» y «poseer estas islas, tierras, puertos y mares».

En 1494, los diplomáticos españoles y portugueses se reunieron durante meses en la pequeña ciudad de Tordesillas para negociar un tratado que dividió el mundo no cristiano e inauguró oficialmente la era ibérica. En su definición expansiva de la soberanía nacional, este tratado permitía a los Estados europeos adquirir «naciones bárbaras» mediante la conquista y convertir océanos enteros en un mare clausum, o mar cerrado, mediante la exploración. Esta diplomacia también impondría a la humanidad una rígida segregación religioso-racial que persistiría durante otros cinco siglos.

Aunque rechazaban el acaparamiento global de tierras por parte de Iberia, otros Estados europeos contribuyeron a la formación de ese orden mundial distintivo. El rey Francisco I de Francia exigió «ver la cláusula de la voluntad de Adán por la que se me negaría mi parte del mundo». No obstante, aceptó el principio de la conquista europea y más tarde envió al navegante Giovanni da Verrazzano a explorar Norteamérica y reclamar para Francia lo que se convertiría en Canadá.

Un siglo después, cuando los marinos protestantes holandeses desafiaron el mare clausum del Portugal católico apresando uno de sus barcos mercantes frente a Singapur, su jurista Hugo Grocio argumentó persuasivamente, en su tratado de 1609 Mare Liberum («Libertad de los mares»), que el mar, como el aire, es «tan ilimitado que no puede convertirse en posesión de nadie». Durante los 400 años siguientes, los principios diplomáticos gemelos de los mares abiertos y las colonias conquistadas seguirían siendo fundamentales para el orden internacional.

Sostenido por los beneficios mercantiles e inspirado por el celo misionero, este orden mundial difuso demostró ser sorprendentemente resistente, sobreviviendo durante tres siglos completos. Sin embargo, a principios del siglo XVIII, los Estados absolutistas de Europa se habían sumido en destructivos conflictos internos, entre los que destacaron la Guerra de Sucesión Española (1701-1714) y la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Además, las compañías reales -británicas, holandesas y francesas- que para entonces dirigían esos imperios se mostraban cada vez menos capaces de gobernar eficazmente las colonias y eran cada vez más ineptas para producir beneficios.

Tras dos siglos de dominio, la Compañía Francesa de las Indias Orientales se liquidó en 1794 y su venerable homóloga holandesa se hundió sólo cinco años después. Las revoluciones estadounidense, francesa y haitiana, que estallaron entre 1776 y 1804, asestaron los últimos golpes mortales a estos regímenes absolutistas.

La era imperial británica

La era imperial británica surgió de las cataclísmicas guerras napoleónicas que desataron el poder transformador de las innovaciones inglesas en la industria y las finanzas mundiales. Durante doce años, de 1803 a 1815, esas guerras resultaron ser una vorágine al estilo de la Muerte Negra que asoló Europa, dejando seis millones de muertos a su paso y llegando hasta la India, el sudeste asiático y América.

Cuando el emperador Napoleón desapareció en el exilio, Francia, despojada de muchas de sus colonias de ultramar, había quedado reducida a un estatus secundario en Europa, mientras que su antigua aliada, España, estaba tan debilitada que pronto perdería su imperio latinoamericano. Impulsada por una transformación económica tumultuosa e histórica, Gran Bretaña se encontró de repente sin ningún rival europeo serio y se vio libre para crear y supervisar un orden mundial bifurcado en el que la soberanía seguía siendo un derecho y una realidad sólo en Europa y partes de América, mientras que gran parte del resto del planeta estaba sometido al dominio imperial.

Es cierto que la destrucción causada por las guerras napoleónicas puede parecer relativamente modesta comparada con la devastación de la peste negra, pero los cambios a largo plazo engendrados por la revolución industrial británica y el capitalismo financiero que surgió de aquellas guerras resultaron mucho más convincentes que las compañías mercantiles y las empresas misioneras de la época anterior. De 1815 a 1914, Londres presidió un sistema global en expansión marcado por la industria, las exportaciones de capital y las conquistas coloniales, todo ello espoleado por la integración del planeta a través del ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo y, en última instancia, la radio. A diferencia de las débiles compañías reales de la época anterior, esta versión del imperialismo combinaba las corporaciones modernas con el dominio colonial directo de un modo que permitía una explotación mucho más eficaz de los recursos locales. No sorprende, pues, que algunos estudiosos hayan llamado al siglo de dominio británico la «primera era de la globalización».

Aunque la industria y las finanzas británicas eran la quintaesencia de la modernidad, su época imperial extendió principios internacionales clave de siglos pasados, aunque fuera bajo una sombría apariencia secular. Mientras la doctrina holandesa de la «libertad de los mares» permitía a la armada británica dominar las olas, la anterior justificación religiosa de la dominación fue sustituida por una ideología racialista que legitimaba los esfuerzos europeos por conquistar y colonizar a la mitad de la humanidad que el poeta imperialista Rudyard Kipling tildaba de «razas inferiores».

Aunque el Congreso de Viena de 1815 inauguró oficialmente la era británica al eliminar a Francia como rival, la Conferencia de Berlín sobre África de 1885 definió verdaderamente la era. Al igual que habían hecho los portugueses y los españoles en Tordesillas en 1494, las 14 potencias imperiales (incluido Estados Unidos) presentes en Berlín cuatro siglos después justificaron el reparto de todo el continente africano proclamando un compromiso interesado de «velar por la preservación de las tribus nativas y preocuparse por la mejora de las condiciones de su bienestar moral y material». Del mismo modo que esa designación de los africanos como «tribus nativas» en lugar de «naciones» o «pueblos» les negaba tanto la soberanía como los derechos humanos, el siglo británico fue testigo de cómo ocho imperios sometían a casi la mitad de la humanidad a un régimen colonial basado en la inferioridad racial.

Sin embargo, sólo un siglo después de su fundación, las contradicciones que acechaban en el dominio global de Gran Bretaña estallaron, gracias a la forma en que dos cataclísmicas guerras mundiales coincidieron con el auge a largo plazo del nacionalismo anticolonial para crear nuestro actual orden mundial. El sistema de alianzas entre imperios rivales resultó volátil, estallando en conflictos mortíferos en 1914 y de nuevo en 1939. Peor aún, la industrialización había engendrado el acorazado y el dirigible como motores para una guerra de alcance y poder destructivo sin precedentes, mientras que la ciencia moderna también crearía armas nucleares con el poder de destruir potencialmente el propio planeta. Mientras tanto, las colonias que cubrían casi la mitad del globo se negaban a acatar la negación institucionalizada de la misma libertad, humanidad y soberanía que Europa apreciaba para sí misma.

Mientras que la mayoría de los 15 millones de muertos en combate de la Primera Guerra Mundial se debieron a la naturaleza destructiva de la guerra de trincheras en el frente occidental francés (agravada por los 100 millones de víctimas mortales en todo el mundo de una pandemia de gripe), la Segunda Guerra Mundial extendió su devastación por todo el mundo, matando a más de 60 millones de personas y arrasando ciudades de toda Europa y Asia. Con Europa luchando por recuperarse, sus imperios ya no podían contener los gritos coloniales de independencia. Sólo dos décadas después del final de la guerra, los seis imperios europeos de ultramar que habían dominado gran parte de Asia y África durante cinco siglos dieron paso a 100 nuevas naciones.

El orden mundial de Washington

Tras la guerra más destructiva de la historia, Estados Unidos utilizó su incomparable poder para formar el sistema mundial de Washington. Los muertos estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial ascendieron a 418.000, pero esas pérdidas palidecieron ante los 24 millones de muertos en Rusia, los 20 millones más en China y los 19 millones en Europa. Mientras las industrias de Europa, Rusia y Japón quedaban dañadas o destruidas y gran parte de Eurasia era devastada, Estados Unidos se encontró con una economía vibrante en pie de guerra y con la mitad de la capacidad industrial del mundo. Con gran parte de Europa y Asia padeciendo hambre masiva, los crecientes excedentes de la agricultura estadounidense alimentaron a una humanidad hambrienta.

El visionario orden mundial de Washington tomó forma en Bretton Woods, New Hampshire, en 1944. Allí, 44 naciones aliadas crearon un sistema financiero internacional ejemplificado por el Banco Mundial y luego, en San Francisco en 1945, por una carta de la ONU para formar una comunidad de naciones soberanas. En un golpe contundente para el progreso humano, este nuevo orden rechazó rotundamente las divisiones religiosas y raciales de los cinco siglos anteriores al proclamar en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU los «derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana», que «deben ser protegidos por el imperio de la ley».

Una década después del final de la Segunda Guerra Mundial, Washington contaba también con 500 bases militares en el extranjero que rodeaban Eurasia y una cadena de pactos de defensa mutua que abarcaban desde la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hasta el Tratado de Seguridad entre Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos (ANZUS), así como una armada de buques de guerra y bombarderos estratégicos dotados de armamento nuclear. Para ejercer su versión de dominio global, Washington mantuvo la doctrina holandesa del siglo XVII de la «libertad de los mares», extendiéndola más tarde incluso al espacio donde, durante más de medio siglo, sus satélites militares han orbitado sin restricciones.

Al igual que el sistema imperial británico era mucho más omnipresente y poderoso que su predecesor ibérico, el orden mundial de Washington fue más allá de ambos, convirtiéndose en rigurosamente sistemático y profundamente arraigado en todos los aspectos de la vida planetaria. Mientras que el Congreso de Viena de 1815 fue una reunión efímera de dos docenas de diplomáticos cuya influencia se desvaneció en una década, las Naciones Unidas y sus 193 Estados miembros han mantenido durante casi 75 años a 44.000 funcionarios permanentes para supervisar la salud mundial, los derechos humanos, la educación, el derecho, el trabajo, las relaciones de género, el desarrollo, la alimentación, la cultura, el mantenimiento de la paz y los refugiados. Además de esta amplia gobernanza, la ONU también alberga tratados destinados a regular el mar, el espacio y el clima.

La conferencia de Bretton Woods no sólo creó un sistema financiero mundial, sino que también condujo a la formación de la Organización Mundial del Comercio, que regula el comercio entre 124 Estados miembros. Cabe imaginar, por tanto, que un sistema tan extraordinariamente completo, integrado en casi todos los aspectos de las relaciones internacionales, sería capaz de sobrevivir incluso a grandes convulsiones.

Cataclismo y colapso

Sin embargo, cada vez hay más pruebas de que el cambio climático, a medida que se acelera, está creando las bases para el tipo de cataclismo que será capaz de sacudir incluso un orden mundial tan profundamente arraigado. Los efectos en cascada del calentamiento global serán cada vez más evidentes, no en el lejano 2100 (como se pensaba antes), sino en tan sólo 20 años, afectando a las vidas de la mayoría de los adultos que viven hoy en día.

El pasado mes de octubre, los científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU publicaron un «informe catastrofista» en el que advertían de que a la humanidad sólo le quedaban 12 años para reducir las emisiones de carbono en un sorprendente 45% o la temperatura mundial aumentaría al menos 1,5 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales en torno a 2040. Esto, a su vez, provocaría importantes inundaciones costeras, tormentas cada vez más intensas, sequías feroces, incendios forestales y olas de calor, con daños que podrían ascender a 54 billones de dólares, más de la mitad del tamaño actual de la economía mundial. Pocas décadas después, el calentamiento global alcanzaría, si no se toman medidas heroicas, la peligrosa cifra de 2 grados centígrados, con una devastación aún mayor.

En enero, los científicos, utilizando nuevos datos de sofisticados sensores flotantes, informaron de que los océanos del mundo se estaban calentando un 40% más rápido de lo estimado sólo cinco años antes, desatando poderosas tormentas con frecuentes inundaciones costeras. Tarde o temprano, el nivel del mar podría subir medio metro gracias únicamente a la expansión térmica de las aguas existentes. Informes simultáneos mostraron que el aumento de la temperatura del aire en el mundo ya ha hecho que los últimos cinco años sean los más calurosos de la historia, provocando huracanes cada vez más potentes e incendios forestales furiosos en Estados Unidos, con daños por un total de 306.000 millones de dólares en 2017. Y esa cuantiosa suma debería considerarse solo el más modesto de los anticipos de lo que está por venir.

El derretimiento sorprendentemente rápido de las capas de hielo de Groenlandia y la Antártida no hará sino intensificar el impacto del cambio climático. Un aumento previsto del nivel del mar de 20 centímetros para 2050 podría duplicar las inundaciones costeras en las latitudes tropicales, con efectos devastadores para millones de personas en las zonas bajas de Bangladesh y en las megaciudades del sudeste asiático, desde Bombay hasta Saigón y Cantón. El agua de deshielo de Groenlandia está también alterando la “circulación de retorno” del Atlántico Norte, que regula el clima de la región, y está abocada a producir fenómenos meteorológicos aún más extremos. Mientras tanto, el agua de deshielo de la Antártida atrapará agua caliente bajo la superficie, acelerando la ruptura de la plataforma de hielo de la Antártida occidental y contribuyendo a un aumento de los niveles de los océanos que podría llegar a los cincuenta centímetros en 2100.

En resumen, es probable que en las próximas décadas el ritmo cada vez más acelerado del cambio climático produzca enormes daños a la infraestructura que sustenta la vida humana. Setecientos años después, la humanidad podría enfrentarse a otra catástrofe de la escala de la Peste Negra, que podría tener graves de nuevo graves consecuencias.

El impacto geopolítico del cambio climático puede sentirse más inmediatamente en la cuenca mediterránea, donde viven 466 millones de personas y donde en 2016 las temperaturas ya habían alcanzado 1,3 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales (la media mundial actual todavía rondaba los 0,85 grados). Esto significa que la amenaza de una sequía devastadora se trasladará a una región históricamente seca bordeada por extensos desiertos en el norte de África y Oriente Medio. En un ejemplo elocuente de cómo una catástrofe climática puede borrar todo un orden mundial; alrededor del año 1200 a. C. el Mediterráneo oriental sufrió una sequía prolongada que “causó pérdidas de cosechas, escasez y hambruna”, arrasando con civilizaciones de la Edad del Bronce Tardío, como las ciudades micénicas griegas, el imperio hitita y el Imperio Nuevo de Egipto.

Entre 2007 y 2010, el calentamiento global en curso causó la “peor sequía de tres años” en la historia registrada de Siria, precipitando disturbios marcados por “enormes fracasos agrícolas” que llevaron a 1,5 millones de personas a los barrios marginales de las ciudades y, a continuación, por una devastadora guerra civil que, a partir de 2011, obligó a cinco millones de refugiados a huir de ese país. Cuando más de un millón de migrantes, encabezados por 350.000 sirios, llegaron a Europa en 2015, la Unión Europea (UE) se hundió en una crisis política. Los partidos antiinmigrantes pronto ganaron popularidad y poder en todo el continente, mientras que Gran Bretaña votó por su propio y caótico Brexit.

Si proyectamos la historia de Oriente Medio, antigua y moderna, hacia un futuro cercano, los ingredientes para una crisis regional con graves ramificaciones globales están claramente presentes. El mes pasado, el Consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos advirtió que los “riesgos climáticos”, como las “olas de calor [y] las sequías”, estaban aumentando “el malestar social, la migración y la tensión interestatal en países como Egipto, Etiopía, Iraq y Jordania”.

Si traducimos esas escasas palabras a un escenario futuro en algún momento antes de 2040, cuando es probable que el calentamiento global promedio alcance esa peligrosa marca de 1,5 grados Celsius, es probable que Oriente Medio experimente un aumento desastroso de la temperatura de 2,3 grados. Un calor tan intenso producirá sequías prolongadas mucho peores que la que destruyó esas civilizaciones de la Edad de Bronce, devastando potencialmente la agricultura y provocando guerras por el agua entre las naciones que comparten los ríos Tigris y Éufrates, al tiempo que hará que millones de refugiados huyan hacia Europa. Bajo una presión tan sin precedentes, los partidos de extrema derecha podrían tomar el poder en todo el continente y la UE podría romperse a medida que cada nación selle sus fronteras. La OTAN, que sufre una “crisis grave” desde los años de Trump, podría simplemente implosionar, creando un vacío estratégico que finalmente le permita a Rusia apoderarse de Ucrania y los Estados bálticos.

A medida que aumenten las tensiones a ambos lados del Atlántico, la ONU podría verse paralizada por un punto muerto entre las grandes potencias en el Consejo de Seguridad, así como por las crecientes recriminaciones sobre el papel de su Alto Comisionado para los Refugiados. Golpeada por estas y otras crisis similares en otros puntos calientes del cambio climático, la cooperación internacional que estuvo en el corazón del orden mundial de Washington durante los últimos 90 años simplemente se marchitaría, dejando un legado aún menos visible que ese bloque del Muro de Berlín en el centro de Manhattan.

El sistema mundial emergente de Pekín

A medida que el poder global de Washington se desvanece y su orden mundial se debilita, Pekín está trabajando para construir un sistema sucesor a su propia imagen que sería sorprendentemente diferente del actual.

En esencia, China ha subordinado los derechos humanos a una visión global de expansión de la soberanía estatal, rechazando con vehemencia las críticas extranjeras sobre su trato a las minorías tibetana y uigur, al igual que ha ignorado transgresiones internas igualmente atroces de países como Corea del Norte y Filipinas. Si el cambio climático, de hecho, desencadena migraciones masivas, entonces el nacionalismo desenfrenado de China, con su hostilidad implícita hacia los derechos de los refugiados, podría resultar más aceptable para una era futura que el sueño de cooperación internacional de Washington que ya ha comenzado a desaparecer en la era de la “gran muralla” de Donald Trump.

En un giro claramente irónico, una China en ascenso ha desafiado la doctrina de larga duración de los mares abiertos, ahora sancionada por una convención de la ONU, y en cambio ha revivido en la práctica la versión mare clausum del poder imperial al reclamar los océanos adyacentes como su territorio soberano. Cuando la Corte Permanente de Arbitraje, la corte mundial original, rechazó por unanimidad su reclamo sobre el Mar de China Meridional en 2016, Pekín insistió en que el fallo era “naturalmente nulo y sin valor” y no afectaría su “soberanía territorial” sobre todo un mar. De esa manera, China no solo extendió su soberanía sobre los mares abiertos, sino que también señaló su desdén por el estado de derecho internacional, un ingrediente esencial en el antiguo orden mundial de Washington.

En términos más generales, Pekín está construyendo un sistema internacional alternativo bastante separado de las instituciones establecidas. Como contrapeso a la OTAN en el extremo occidental de Eurasia, China fundó la Organización de Cooperación de Shanghai en 2001, un bloque económico y de seguridad con una inclinación hacia el extremo oriental de Eurasia gracias a la membresía de naciones como Rusia, India y Pakistán. Como contrapunto al Banco Mundial, Pekín estableció en 2016 el Banco Asiático de Desarrollo de Infraestructura, que rápidamente atrajo a 70 países miembros y se capitalizó por un monto de 100.000 millones de dólares, casi la mitad del propio Banco Mundial. Sobre todo, la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda de China, de 1,3 billones de dólares (diez veces el tamaño del Plan Marshall estadounidense que reconstruyó una Europa devastada después de la Segunda Guerra Mundial), está ahora intentando movilizar hasta 8 billones de dólares más en fondos de contrapartida para 1.700 proyectos que podrían, en una década, unir a 76 naciones de África y Eurasia, la mitad de toda la humanidad, en una infraestructura comercial integrada.

Al deshacerse de los ideales actuales de derechos humanos y del Estado de derecho, ese futuro orden mundial probablemente estaría regido por la cruda realpolitik de la ventaja comercial y el interés propio nacional. Así como Pekín ha revivido efectivamente la doctrina del mare clausum de 1455, su diplomacia estará imbuida del espíritu de autoengrandecimiento de la conferencia de Berlín de 1885 que una vez dividió África. Los ideales comunistas de China pueden prometer progreso humano, pero en una de las inquietantes ironías de la historia, el orden mundial emergente de Pekín parece más probable que doble ese “arco del universo moral” hacia atrás.

Por supuesto, en un planeta en el que para el año 2100 el corazón agrícola de ese país, la llanura del norte de China, con sus 400 millones de habitantes, podría volverse inhabitable gracias a olas de calor insoportables, y su principal ciudad comercial costera, Shanghái, podría estar bajo el agua (al igual que otras ciudades costeras clave), quién sabe cómo será realmente el próximo orden mundial. El cambio climático, si no se logra controlarlo de alguna manera, amenaza con crear un planeta nuevo y eternamente cataclísmico en el que la propia palabra “orden” puede perder su significado tradicional.

Alfred McCoy, TomDispatch.com, 19 septiembre 2024

Traducido del inglés por Sinfo Fernández
Imagen de portada: Faded Glory de Bob White con licencia CC BY-NC-ND 2.0 / Flickr
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*Alfred W. McCoy, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor de historia de la cátedra Harrington en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de In the Shadows of the American Century: The Rise and Decline of U.S. Global Power. Su libro más reciente es To Govern the Globe: World Orders and Catastrophic Change (Dispatch Books).

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DESCARGAR Y COMPARTIR EN PDF VISITE BIBLIOTECA EMANCIPACIÓN DESCARGUE 25 LIBROS EN PDF CON CADA ENTREGA HACIENDO CLIC EN CADA TÍTULO ANTES QUE PIERDA EL ENLACE: LIBROS 12976 A 13000 NO OLVIDE DESCOMPRIMIR LOS ARCHIVOS 12976 Los Grandes Problemas Matemáticos. Stewart, Ian. Emancipación. Septiembre 21 de 2024 12977 El Viejo Celoso. De Cervantes Saavedra, Miguel. Entremes. Emancipación. Septiembre 21 de 2024 12978 La Celosa De Sí Misma. De Molina, Tirso. Comedia. Emancipación. Septiembre 21 de 2024 12979 El Viejo Manuscrito. Kafka, Franz. Emancipación. Septiembre 21 de 2024 12980 El Viejo Terrible. Lovecraft, H. P. Emancipación. Septiembre 21 de 2024 12981 El Vizcaíno Fingido. De Cervantes Saavedra, Miguel. Entremés. Emancipación. Septiembre 21 de 2024 12982 El Yo Y El Ello. Freud, Sigmund. Emancipación. Septiembre 21 de 2024 12983 El Zorro. Lawrence, D. H. Cuento. Emancipación. Septiembre 21 de 2024 12984 Amor Entre El Heno. Lawrence, D. H. Cuento. Emancipación. Septiembre 21 de

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