La obra de Mariátegui remite al puñado de pensadores clásicos que produjo la cultura latinoamericana. Un dilecto ensayista, acaso uno de los más dilectos del siglo XX peruano
Ilán Semo
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Hace 100 años, en 1923, José Carlos Mariátegui regresaba a Lima después de cuatro años de una travesía por las capitales de la cultura europea. Fue particularmente en Italia donde encontró un mundo intelectual y político en el que descubrió que la escritura profunda era una operación transversal, sin domicilio ni locación definibles. O en las palabras de Callois: la mejor filosofía es la que no tiene patria, sólo el lenguaje desnudo del ser. A su retorno a Perú debía someterse a la amputación de una pierna; la operación lo dejó en silla de ruedas. Así, en un mundo de perímetros circunspectos, y con una economía personal reducida a las exigencias de la sobrevivencia, emprende los trabajos que acabarían por integrar, en 1928, la publicación de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Schelling escribió que hay libros que merecen ser leídos cinco años después; otros provocan curiosidad 10 años más tarde. Pero muy pocos pueden ser admirados un siglo después; como si el tiempo no pasara por ellos. Los Siete ensayos pertenecen a este selecto club.
La pregunta por la actualidad de un pensador es infructuosa. ¿Qué sentido tiene interrogarse por la actualidad de Maquiavelo o de Grocio a 500 años de la aparición de sus textos? No tiene sentido. El pensamiento clásico reside precisamente en que habla por sí mismo, consigo mismo, en las circunstancias más inesperadas, como si formulara preguntas siempre en espera de respuestas. De ahí que pensar signifique interrogar lo ya pensado sin importar la distancia a que nos remita. Y son las interrogantes las que cambian con el tiempo, no los textos.
La obra de Mariátegui remite al puñado de pensadores clásicos que produjo la cultura latinoamericana. Un dilecto ensayista, acaso uno de los más dilectos del siglo XX peruano. Se formó, sin poder atender a una educación formal, en la crítica literaria del modernismo, la prosa de González Prada y la tradición de la crónica naturalista; también en esa cultura filosófica que, a principios del siglo XX, encontró en Nietzsche y Bergson los paradigmas conceptuales y el ánimo para resistir al positivismo liberal. Su equivalente en México fue, en cierta manera, la generación del Ateneo. El paso por Italia, y el encuentro con Croce y Gobetti, lo llevaron a descubrir en la escritura de la historia la posibilidad de un ejercicio crítico sobre la cultura de una época. En particular de sus zonas abismales, como el darwinismo social, clave del arrebato racista de los años 20. En el Partido Socialista Italiano halló las afinidades que definirían sus pasiones políticas. No se sabe si se cruzó con Gramsci. Probablemente se habrían estimado. Además, en esos años Gramsci todavía no era esa patente intelectual en la que devino en los años 50. Pero acaso fue la lectura de Marx la que le mostró la misteriosa fábrica de los lenguajes de la crítica. En 1923, ya se encontraba en posesión de su propia y personal caja de herramientas teóricas y conceptuales.
Los Siete ensayos cifran el paradigma de un cosmopolitanismo que logra hablar desde Perú no como un lugar singular en el mundo, sino como el mundo reunido en un lugar. Si la cultura mexicana hubiera contado con un Mariátegui, acaso nos ahorramos el penoso espectáculo de la filosofía de lo mexicano.
Vale la pena detenerse en el examen de su postura frente al populismo de Haya de la Torre. Miembro del APRA hasta 1927, rompe con Haya porque considera que el concepto de pueblo, vertido como sostén de los lenguajes de la política, sólo sirve para dar un cheque en blanco a la legitimación de un caudillismo civil. Para él, la clave de una filosofía crítica, capaz de crear un lugar propio y único frente a los sistemas de dominación, reside en la profanación de la ideología sistémica y la producción de un lenguaje que resulte no asimilable por los signos del binomio Estado/pueblo.
Sus textos de los años 20 reúnen al laboratorio de ese desplazamiento. Su clave: el hallazgo de las ontologías de los sujetos en los que debe encarnar. La postura de que el Partido Socialista en Perú debe ceñirse a un carácter obrero es un gesto o una metáfora de separación en un país con una industria raquítica. No lo es –desviándose de toda la ortodoxia marxista de la época– su relaboración radical del concepto de indio (que define a más de 80 por ciento de su población). Para Mariátegui los pueblos originarios representan un sujeto político en sí, porque bajo ese signo se ocultan una forma de vida, una cosmovisión y otro mundo posible. Ese mundo no tiene nada que ver con las etnias. Escribe Mariátegui: La suposición de que el problema indígena es un problema étnico, se nutre del más envejecido repertorio de las ideas imperialistas. Su capítulo sobre los quechuas y los aymaras apabulla todo etnicismo antropológico. En su profundidad se encierra una forma de vida que puede ser el sostén de una soberanía plural de la nación.
Las rebeliones indígenas que se iniciaron en 1994 con el levantamiento en Chiapas y se extendieron, hasta la fecha, por Perú, Bolivia, Ecuador y la región andina hicieron de ese lenguaje crítico la casa de su ser y el mejor homenaje a José Carlos Mariátegui.
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