El capitalismo desregulado que lejos de resolver ciertas necesidades básicas ha creado unos problemas mayúsculos que atentan contra su propia continuidad y la de la especie humana.
La fábula del libre mercado es su soporte filosófico. Esta es una vulgar alabanza al egoísmo. Le temen a un incremento sustancial del salario mínimo y a una contribución impositiva mayor porque ello les reduce en una ínfima porción su rentabilidad
Autor/a: Jaime Villamil
Fotos de camisetas de Santo Ochoa, Avaricia2, https://www.flickr.com/photos/fotosdecamisetas/29057143413/
El 19 de junio de 2022 a las 16 horas y 51 minutos con el Boletín Nº9 de la Registraduría Nacional, Colombia conocía la noticia que su nuevo presidente era Gustavo Petro. Con esto, por primera vez en más de 200 años de historia republicana, se abría paso a un gobierno de base popular alejado de las hegemonías imperantes desde siempre.
Un momento estelar en el cual se abre la posibilidad de apartarnos de una clase política que comprometió nuestro bienestar transformándolo en empresas rentables para ellos mismos. Emprendimientos dedicados a favorecerse de las pensiones, la salud, el crédito, y de tantas cosas que asfixian al pueblo colombiano.
Este triunfo viabilizó la posibilidad de que el discurso político transcurra en el eje del bienestar social y no atravesado por la fábula de la libertad de mercado. Su primer paso fue el planteamiento de una reforma tributaria que se propuso recaudar $25 billones para atender la deuda social que se tiene con el pueblo colombiano y los compromisos del acuerdo de paz de La Habana. Una reforma caracterizada por principios de justicia distributiva hasta ahora inexistentes, pues en Colombia el coeficiente Gini de ingresos es el mismo cuando se aplica a la renta antes y después de impuestos. A este avance, con argumentos tradicionales de la ortodoxia, se oponen sectores minero, financiero, Andi y Fenalco entre otros, arguyendo que la reforma afecta negativamente el empleo, la inflación, la inversión y el crecimiento. Detrás de su inconformismo solamente está la reducción de muchos beneficios tributarios que ellos lograron durante varias décadas de lobby en el Congreso.
La fábula del libre mercado es su soporte filosófico. Esta es una vulgar alabanza al egoísmo. Le temen a un incremento sustancial del salario mínimo y a una contribución impositiva mayor porque ello les reduce en una ínfima porción su rentabilidad. Les importa muy poco mejorar la calidad de vida de quienes mediante el trabajo hacen posible que esos márgenes de utilidad aparezcan. El gerente del Banco de la República, Leonardo Villar advirtió, por ejemplo, que la negociación del salario mínimo no debe hacerse tomando como referente la inflación causada en 2022 debido a que la política monetaria la llevará a niveles del 6 por ciento para el 2023. Además de abiertamente inconstitucional su afirmación, ¡qué mezquindad! Veamos un poco de que trata esa fábula.
El escritor californiano Jack London en 1905 se preguntaba “¿Por qué millones de hombres modernos viven más míseramente que los cavernícolas?”. En su mente comparaba un hombre primitivo que cuando cazaba y recolectaba con ayuda de herramientas precarias, consumía todo el alimento obtenido y lo compartía con todos los miembros de su colectividad, esto ante la imposibilidad de acumularlo y conservarlo. London fue observador de las condiciones materiales de los trabajadores en la Inglaterra de finales de siglo XIX. Su testimonio quedó en La gente del abismo. No logró comprender cómo, si la eficiencia del hombre para conseguir alimentos y construir viviendas se había multiplicado más de doscientas veces, entonces abundaban las personas expuestas a excesivas jornadas de trabajo con ingresos precarios, desnutridos, viviendo en condiciones insalubres y sin un techo propio.
Esa realidad más de un siglo después se mantiene. Y peor. Es inadmisible que, con el nivel de riqueza actual, haya habido 260 millones de personas muertas por hambre en el mundo en 2020, según la Oxfam. Ese aterrador dato no solo mantiene vigente la pregunta del escritor sino que invita a que la gritemos y dejemos en claro a quien debemos dirigirla. “Esta es la pregunta –agrega London– que se hace a la clase dominante, a la clase capitalista. Y la clase capitalista no la responde, no puede responderla”. Hay discursos para defender el actual modelo económico basado en la financiarización de todos los aspectos de la vida, conocido como “neoliberalismo”. Sus apóstoles sostienen que el capitalismo ha traído una mayor riqueza percápita, una mayor expectativa de vida, y que no existe otro sistema social que defienda la libertad individual tanto como este.
Por el contrario, el capitalismo desregulado que lejos de resolver ciertas necesidades básicas ha creado unos problemas mayúsculos que atentan contra su propia continuidad y la de la especie humana. Una de ellas es la creencia de que el crecimiento económico se puede sostener sobre la base de una extracción infinita de recursos naturales. En el informe Stern de 2007 se señaló que Estados Unidos y Europa, desde 1850 hasta el año 2007 han generado el 70 por ciento de emisiones de CO2, y en la actualidad junto con China e India son los principales emisores de gases efecto invernadero. En el año 2019 el mundo alcanzó la mayor cifra registrada de emisiones de CO2, cerca de 415 partes por millón. Las consecuencias de estos mayores niveles han sido advertidas por la comunidad científica, e indiferentes a ellas existen sectores económicos y políticos que convenientemente niegan el cambio climático poniéndose cada vez más a favor del libre mercado.
Las advertencias son claras. Aumento de la temperatura global que por medio del deshielo de glaciares se traduce en un incremento del nivel del mar que va a sepultar islas y ciudades costeras. Mayor intensidad y frecuencia de sequías, tormentas e inundaciones. Erosión de suelos cultivables y altas temperaturas en las zonas cercanas a la línea ecuatorial que van a desplazar los cultivos y las poblaciones hacia las zonas norte y sur del globo. En la búsqueda por ampliar las fronteras agrícolas se está transgrediendo el hábitat animal y se están introduciendo enfermedades en los seres humanos que antes eran propias de los animales. Todo lo anterior hace regresar el dilema malthusiano que creíamos haber conjurado con la agricultura a gran escala. Habrá más hambre, conflictos bélicos por abastecimiento de agua y la extinción de todo tipo de especies.
Otro problema que ha empeorado desde que los intereses económicos se metieron en las instituciones democráticas es la mayor concentración de la riqueza. Los economistas Alberto Alesina y Dani Rodrik encontraron que los países con alta desigualdad se caracterizan por un bajo crecimiento económico. Ellos en 1994 mostraron que “la relación entre desigualdad y crecimiento es positiva en niveles bajos de ingreso”. En una muestra de 70 países tomando como punto de partida el año 1960 concluyeron que por un incremento de 0.16 en el indicador Gini como medida de la desigualdad en la tenencia de la tierra, se traducía en una reducción de la tasa de crecimiento del PIB de 0.8 por ciento por año. Esto quiere decir que de la mayor riqueza que hemos obtenido una parte mayor de seres humanos están excluidos de ella.
Con el discurso de liberalización de los mercados internacionales, la globalización esperaba una convergencia de todos los países a una misma tasa de crecimiento global. El resultado fue contrario. La mayor movilidad que se le permitió al capital y al trabajo, y las menores barreras al comercio internacional se tradujeron en una mayor concentración de la riqueza. Cerca de tres cuartas partes de la riqueza global están en América del Norte, en la Comunidad Europea y en Japón. En contraste con África Subsahariana y Asia Meridional que solo acceden al 2 por ciento de la riqueza global. En el caso de Colombia, posterior a la apertura de 1990, el país experimentó síntomas de enfermedad holandesa en diferentes aspectos como la abundancia de dólares legales e ilegales, la revaluación del peso, el aumento desproporcionado de las importaciones con relación a las exportaciones, y una mayor desindustrialización.
La libertad es el principal baluarte para los defensores del libre mercado. Ludwig Von Mises señala que la libertad es “la oportunidad que el sistema social concede al individuo para modelar su propia vida de acuerdo con sus propios proyectos”. Hayek es mucho más preciso y la define como el “estado en virtud del cual un hombre no está sujeto a la coacción de la voluntad arbitraria de otro”. Si una sociedad es tolerante con la existencia de la coacción de unos por otros es complaciente con la existencia de un grupo de hombres que utiliza a otros para la consecución de sus propios fines. No obstante, en el capitalismo es posible ver, cómo subraya London, que “la supremacía de unas clases solamente puede asentarse en la degradación de otras clases”. El discurso del libre mercado es hipócrita porque sus seguidores como Hayek quieren “persuadir a las masas que viven de un empleo, de que en interés general de la sociedad, y por tanto a largo plazo en el suyo propio, deben conservar las condiciones que permiten que unos pocos logren posiciones que a ellos les parezcan fuera de su alcance o indignas de riesgo y esfuerzo”
La libertad en el libre mercado solo tiene una causa final: el enriquecimiento de unos pocos, que nos hacen creer que es una virtud del sistema que nos beneficia a todos. “Lo que sostenemos –escribe Mises– es simplemente que un sistema basado en la libertad de todos los trabajadores garantiza la máxima productividad del trabajo humano y por tanto atiende los intereses de todos los hombres de este mundo […]. Tal es el fruto del trabajo libre: consigue crear para todos más riqueza que la que jamás creara en el pasado solo para los amos del trabajo no libre”. Esta adulación al trabajador está en función del emprendedor que en opinión de este autor termina siendo el sujeto de la dinámica capitalista. “El empresario –continua– es el elemento dinámico de la sociedad capitalista y por lo tanto de la tecnología moderna, es inimaginable un ambiente de hombres consagrados a la vida contemplativa”.
Aquí la escuela austriaca les niega un espacio a aquellos que simplemente no se acogen a ver su vida como un cálculo de eficiencia y producción de riqueza. Su definición de libertad se cae, porque no se predica de todos los hombres sino de aquellos que tienen una funcionalidad en el sistema capitalista, y disuaden con ella a que los hombres hagan de su vida un proyecto productivo o una mercancía para que sea valiosos. Solo con este tipo de hombres es posible que, mediante la competencia entre ellos en un mercado libre, unos acumulen a expensas de otros. Y así es como pasan a destacar otra piedra angular en su construcción intelectual: la propiedad privada. Lo acaparado debe ser respetado por encima de todo. “Puesto que la sociedad –dice Mises– solo puede sostenerse sobre la base de una propiedad privada, quien la defiende, defiende el mantenimiento del nexo social que liga a todos los hombres, el mantenimiento de la cultura y la civilización”.
Ese nexo es la competencia entre los actores del mercado. La premisa para que la competencia funcione es el egoísmo. Se nos ha vendido que Adam Smith fue el promotor de esta visión y su frase más citada es “no es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestro alimento, sino la búsqueda que ellos hacen por su propio beneficio”. Con esto se quiere decir que en mercados libres, las personas advierten a través de los precios dónde existen oportunidades para entrar a mejorar o innovar con nuevos o mejores bienes o servicios, y así satisfacer dicha demanda y de paso obtener un lucro. Mediante la división del trabajo y el egoísmo se cierra el argumento de los pensadores del libre mercado, es con todos los anteriores elementos que ellos consideran que las personas se benefician mutuamente y se consolida el avance de las sociedades.
Este discurso ha tomado formas más radicales y exigen que un número de instituciones dejen de existir con el fin de que no haya intervención alguna sobre los mercados. Murray Rothbard propuso eliminar los bancos centrales. Esta idea no es precisamente descabellada pues, con el pretexto de controlar la inflación como su principal propósito, la banca central se han convertido en guardián de la rentabilidad de los activos financieros y rescatista de la banca comercial. De allí que en la práctica no haya permeado tal idea. De la misma manera la legalización de todas las drogas que propuso Milton Friedman no se ha llevado a cabo, pese al fracaso de la lucha contra las drogas se mantiene su prohibición y con ella, la existencia de unos precios elevados que mantienen un mercado subterráneo nocivo para el consumidor, y una fuente de ingresos que magnífica la violencia de los grupos ilegales que trafican con ellas.
Contrario a lo que ha sucedido, la liberalización de los mercados genera ahora crisis más frecuentes y profundas. La creación de dinero por medio del mercado de crédito ha conducido a una permanente distorsión de los precios y a situaciones más prolongadas de inestabilidad. En series de tiempo de larga duración, Piketty ha advertido que, entre 1700 y 1913 en Francia, EE.UU. y Reino Unido los precios han sido relativamente estables, la inflación osciló entre 0% y 1%, en contraste con lo observado en el siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI. Esta es evidencia para replantear la función del banco central, si bien no sea para eliminarlos cómo plantea Rothbard si para que tengan otro propósito como el de elevar el nivel de empleo como lo sugiere la curva de Philips. O que la emisión monetaria pueda ser usada, en lugar del rescate de bancos, para mejorar las condiciones de salud y educación de la población, o en operaciones de fomento para contribuir al cambio de la matriz energética como lo recomiendan Stiglitz y el Banco Internacional de Pagos (BIS).
El Banco Central no es la única institución del sistema capitalista que debe ser replanteada. También hay otro conjunto de ellas que obedecen a intereses económicos y políticos globales y que tienen efectos distorsionantes en la capacidad de elección de las personas. El Banco Mundial durante la administración de Paul Romer manipuló el Índice de Competitividad con el fin de mostrar una supuesta superioridad del Gobierno de Sebastián Piñera respecto del de Michelle Bachellet. Las calificadoras de riesgo no son severas con los países poderosos pero si con los periféricos. El crecimiento de la deuda ha sido especialmente notorio en los países de ingresos altos, entre 1991 y 2021 el saldo de la deuda pasó de 55 por ciento del PIB a 122.5 por ciento, y para muchos de ellos las agencias calificadoras mantuvieron su calificación en AAA cómo el caso de Canadá. No ocurrió así en países de ingresos medios y bajos que, entre 1997 a 2021 incrementaron la deuda de 40.8 por ciento a 48.6 por ciento, y han recibido rebajas crediticias que empeoraron sus costos de financiamiento, es el caso de Colombia que perdió el año pasado la calificación de grado de inversión. Con esto es claro que agencias como Moody’s, S&P y Fitch castigan a los países de la periferia que intenten priorizar su gasto social por encima del servicio de la deuda internacional.
El economista Alvin Roth, premio nobel de economía 2012, afirma que no existe ni un solo mercado del que se pueda decir que es “libre” puesto que todos los mercados necesitan de reglas e instituciones para su adecuado funcionamiento. Los defensores del libre mercado señalan como ejemplo el mercado de capitales, pero debido a sus normas de apertura y cierre, marcación de precios, proveedores de precios que construyen consensos sobre los insumos y de métodos de valoración, autorregulación y regulación entre otros, tampoco se puede decir que sean libres. Y pese a que un economista cómo Mises reconoce que la acción humana se desenvuelve dentro de un conjunto de reglas e instituciones, existen tergiversadores que quieren seguir descargando la fábula del libre mercado y del egoísmo con claros propósitos de favorecimiento propio.
Es importante que ante el fracaso de la postura neoliberal desde los años ochenta se construyan propuestas económicas y políticas que reconozcan como Kropotkin “la libertad plena y entera del individuo, la plenitud de su existencia, y el libre desarrollo de sus facultades”. Que se destaque la solidaridad y no el egoísmo. “Sin confianza mutua no hay lucha posible, no hay valor, no hay iniciativa, no hay solidaridad no hay victoria; es la derrota segura.” Que en las escuelas de economía se enseñe el Adam Smith de La teoría de los sentimientos morales que dejó claro que “el hombre sabio y virtuoso es aquél que es capaz de controlar su egoísmo”. ¡Qué no nos timen más con la fábula del libre mercado!
Jaime Villamil
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Fuente:
Periódico desdeabajo Edición Octubre 18 - noviembre 18 - 2022