¿Cómo es posible que, desde un proyecto de ruptura con el capital, se termine depositando en una persona patológica la posibilidad de cambio de un país?
Carlos Alberto Gutiérrez Márquez
Germán Ardila, detalle Los consejeros, 60 x 100 cm. (Cortesía del autor)
La política como ejercicio de los intereses y las necesidades comunes es asunto colectivo, público, pero en pocas ocasiones funciona así; tal vez en cortos períodos, cuando las gentes indignadas y sublevadas toman por asalto el destino de sus vidas.
Pero eso es temporal, ya que prevalece la delegación del diseño de la vida cotidiana y futura en manos de ‘especialistas’, los políticos profesionales, que terminan por hablar y actuar a nombre del colectivo pero sin crear espacios (más allá de los partidos), procesos y mecanismos, a través de los cuales y en los cuales la gente siempre esté involucrada en el perfilamiento de los más variados programas que les dan forma y piso tanto al Estado como a los gobiernos, y con estos a las políticas públicas.
Esa delegación, que como tal debiera ser temporal, en realidad termina transformada en un proceso de expropiación, producto del cual la política sufre una privatización efectiva; un suceso por medio del cual los profesionales de la política usurpan una de las cualidades que debiera resaltar en cada uno de los seres humanos, como animales que somos, con necesidades intrínsecas de vivir y trabajar libremente en sociedad, de ser conscientes del mundo que habitamos, del territorio inmediato que ocupamos, de las personas y otros animales con que compartimos el día al día. Una conciencia de presente, con una construcción futura que obliga a reflexionar, compartir, proyectar, experimentar, organizar y evaluar qué hacer para que todos vivamos con dignidad, floreciendo humanamente, sin exclusiones, sin negaciones, sin opresiones.
Este es un proceso vivido en el curso de siglos que permitió que una minoría opresora terminara elevándose sobre el cuerpo social, transmitiendo el mensaje de ser indispensable, irreemplazable. Y de su mano, unidos con los propietarios de los medios de producción –cuando ellos mismos no lo son–, así como con quienes encabezan el poder militar y otros factores decisivos para blindar y darle cuerpo al Estado, terminan por formar una casta que, bajo la hegemonía capitalista, atenazan la democracia, menguándola, comprimiéndola, asfixiándola, dejándola como simple forma abstracta.
Elevados a voceros de la totalidad que somos, su acción, aunque permanente, copa la cotidianidad de las sociedades cuando el calendario marca el tiempo electoral. Se abre un escenario de espectáculo. Como lo ilustró el filósofo francés Guy Debort, todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación (1). Ahora, la historia de la vida social se puede entender como “la declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer” (2). Abierto ese calendario, por semanas llenan todos los espacios físicos y virtuales de un cuerpo social dado, presentándose ante unas y otros de quienes lo habitan como los más sensibles de los seres, los más dispuestos a escuchar y dar, desplegando un ejercicio informativo sobre medidas económicas, paternalistas y de todo orden por tomar, programas por implementar, obras por ejecutar, todo ello en procura de superar supuestamente las desigualdades y las injusticias sociales.
Es un esfuerzo de cientos y en ocasiones de miles de personas, de políticos, unos profesionalizados y otros no, que giran alrededor del líder, del candidato; esfuerzo inconmensurable, tanto en lo físico como en lo económico, en este último de los particulares con gasto de tantos cientos de millones, de miles en no pocas ocasiones, una exigencia de músculo económico que termina por hacer del ejercicio político, en su forma electoral, una empresa también privatizada, que a pesar de estar cubierto un alto porcentaje de esos gastos por el gobierno, esto es, la ciudadanía, muy pocos pueden encararlos. El giro posterior y no anterior al inicio de toda campaña así lo determina. Los avales bancarios, vía para apalancar los gastos, es el yunque que lo establece. Por los demás, los aportes en dinero que llegan a las campañas desde el empresariado, legal, ilegal o mafioso, inflan en un porcentaje no despreciable los gastos, tanto como el costo total que las mismas alcanzan, hipotecando su independencia, por un lado, y haciendo de las mismas más que disputas ideológicas y de modelos sociales un pugilato de cajas mayores. Como esencia del capitalismo: cuánto tienes, cuándo vales; todo se compra y todo se vende.
Apropiado del diseño de lo social y público, en particular el líder de una colectividad política, enfrascada en la dinámica electoral, saca a flote todas sus capacidades, al tiempo que sus debilidades y sus defectos también brotan de su piel. Enfrentado cada día a cientos y a miles, transmite certezas y las recibe de parte de sus simpatizantes y seguidores.
Es una energía contagiosa de alabanzas y adulaciones que llevan a que el líder/candidato se convenza de sus supuestas insuperabilidad e indispensabilidad, de su especial inteligencia. Los ecos que sus giras, discursos y propuestas encuentran en los medios de comunicación, con diversidad de entrevistas –escritas, orales, visuales, con fotografía aquí y allá, con afiches, vallas, y otros impresos–, hacen eco sobre su ególatra personalidad. El funcionamiento de su fuerza política como equipo, en que se limite por las discusiones y las decisiones colectivas, es el colchón indispensable para que se pueda blindar contra el pegamento que suelta la miel del poder; negarse a esa contra es la ruta segura para perderse por los laberintos de la megalomanía y todo lo relacionado con ella.
Asociado a esto, la antesala obligada que cientos de personas hacen para dejar en sus manos hojas de vida, solicitud de favores de uno y otro tipo, el poder de decisión sobre cierta cantidad de gastos, los ofrecimientos o apoyos en especie que recibe de parte de grupos económicos y personas con poder de diverso tipo, la oferta de negocios de variada índole van llevándolo a sentir que sobre sus manos descansan los resortes que puede tensar a su gusto, el gusto del poder, ese cúmulo de factores que amasan líderes, gobernantes y magnates económicos para producir los efectos de sus deseos en el entorno de su dominio.
Tenemos así la forma de la política en una sociedad como la nuestra, proceso que activa las fibras, las creencias y las emociones más profundas del ser humano y embriaga la autoestima hasta el extremo de llevar a quien la asume como proyecto de vida a creerse un ser en verdad especial, sobrehumano.
No es extraño. El encuentro con las gentes, la aceptación y la repetición acrítica de las ideas y los mensajes de quien ya encuentra sintonía entre multitudes, los ecos de las voces que lo aclaman, los gestos de miles de rostros que transmiten idolatría, la invitación a manteles en que el plato ya no es el cotidiano y en que se deslizan ofertas y beneficios personales, todo ello y mucho más estimula fibras en la estructura cerebral del líder/candidato que, al sintonizarse con los deseos de hacer realidad diversos propósitos e ideales, van llevándolo a sentirse autosuficiente a quien debiera actuar en colectivo. Los demás acolitan, en el mejor de los casos, pero en lo fundamental suman, hacen masa ante el ‘mesías’.
La vivencia de este proceso, si no existe vida colectiva, con aceptación por parte del líder de lo que decida la mayoría, va mellando a quien lo vivencia. La reiteración de suaves voces, como el canto de las sirenas que endulzan los oídos de Ulises, que le dicen una y otra vez que es genial, que es el mejor, que con su elección el país superará los males que carga y padece desde décadas atrás, todo ello suma sobre su inconsciente, llevándolo a convencerse de que ciertamente es la ‘salvación’ para el país o para una comunidad dada.
El ego crece y también el narcisismo, manifiesto en unos primeros momentos cuando el que está inserto en esta dinámica no acepta a su lado a quienes de manera crítica le llaman la atención, a quienes no lo adulan sino que buscan la forma de ponerle polo a tierra. Alejamiento o exclusión de las personas que lo critican o cuestionan, un fenómeno así termina por hacerle perder la panorámica al mirar y aislarse de voces y sonidos al cerrar los ojos y los oídos, sentidos que siempre debe tener bien dispuestos para no terminar viendo y escuchando solo lo que cree que es o debe ser algo –el país, la organización política, la participación de la gente.
Cada vez más solo, a pesar de tantos que lo rodean, el personaje va entrando en un proceso de enajenación que le reafirma que ciertamente es distinto del común y que por sus capacidades es irremplazable para el país. Llegado a ese punto de psicosis, su cerebro ya no escucha las voces críticas, y en forma de filtro selecciona lo que lo reafirma de aquello que puede colocarlo contra la pared, proceso realizado mediante la omisión, la distorsión y la generalización.
Esta filtración, realizada por su cerebro de manera automática, sin que medie orden alguna, ahonda el narcisismo hasta llevarlo a su forma patológica, al tiempo que estimula el histrionismo, en un proceso que lo lleva a sentirse ratificado cada vez que se encuentra con grupos de personas.
En esta situación ya no es posible una vida colectiva, ciertamente crítica. Lo extraño de todo este proceso que sufre la personalidad de un líder es que, siendo connatural a un ser de derecha –que aboga y reivindica como centro de todo el individualismo–, por qué también termina siendo aceptado y propiciado en colectividades de izquierda.
¿Cómo es posible que, desde un proyecto de ruptura con el capital, se termine depositando en una persona patológica la posibilidad de cambio de un país? ¿Y cómo es posible que quien actúa a nombre de esas colectividades no les llame la atención a sus simpatizantes, no los conmine a prepararse y organizarse para que entre todos se materialice lo que claramente no puede resolver una sola persona? ¿Qué sucede entre quienes así se identifican para potenciar un comportamiento enfermizo entre sus dirigentes? Se trata de una forma de ser y hacer que, como claramente se puede deducir, alimenta comportamientos y proyectos autoritarios.
Pues, bien, estas –que son constantes de la política que predomina en las sociedades hoy vigentes– debieran sufrir un proceso de cuestionamiento y superación por parte del conjunto social, que, en un acto de reapropiación de lo que nunca debió suceder, atesore, interiorice y expanda por todos los poros de cada ser, como de todo el tejido social, la política, es decir, la vida democrática y digna, en su concreción y su diseño colectivos.
La democracia directa, plural, incluyente y libertaria es un ejercicio que se debe tornar diario, constante, abierto y realizable en infinidad de espacios, no solo los electorales sino asimismo todos aquellos en forma de reuniones, asambleas ciudadanas, cabildos y otros de estos formatos, micro o macro, con momentos deliberativos y otros decisivos. Debe ser un proceso educativo de carácter constante, de apropiación de los más diversos componentes de la vida moderna, participativo, sin exclusiones, que le permita sentir a cada uno de los integrantes de una sociedad que su praxis consciente y voluntaria es importante para el bienestar de todos; un proceso este de la política donde ya no median quienes habían hecho de ella una profesión jerárquica, excluyente, opresiva y explotadora, ya que cada uno de los miembros del cuerpo social sabe que tiene un deber y una posibilidad de opinar, exponer, deliberar, consultar y ser llamado para tomar decisiones de uno y otro nivel que tengan que ver con la forma de vivir y funcionar como cuerpo colectivo.
Esos espacios y procesos pueden incorporar lo electoral, pero ya no como ejercicio liderado y sometido al protagonismo del líder y su organización, ni dependientes del músculo financiero que distorsiona la disputa ideológica y de clases al convertirla en espectáculo. Ahora el liderazgo deberá ser colectivo, de manera que, en caso de la elección de la presidencia de un país, al frente de la campaña deben aparecer, como mínimo, las tres o cuatro docenas de personas que ocuparían los cargos más importantes del gobierno, entre ellos la primera magistratura y la vicepresidencia, los ministros, la gerencia del emisor y otros.
No es algo casual ni caprichoso. Como se sabe, en la forma que hoy caracteriza a la política electoral, los líderes ofrecen un conjunto de medidas por tomar, una dirección del país bajo ciertos parámetros. Pero llegada la hora de gobernar, en las concesiones que debieron ofrecer a unos y otros para ganar su apoyo y sus votos, terminan por negar buena parte de lo dicho y ofrecido a las mayorías en público, y realizando lo dicho y asegurado a unos pocos en privado; el poder real detrás del trono.
Consecuentemente con lo ofrecido y difundido por el grupo ciudadano que se enfrasque en el ejercicio electoral, de ser elegido, al momento de recibir el encargo de encabezar la conducción temporal del país debe incorporar –además y como acción preponderante en su gestión– el más amplio estímulo a la acción política de toda la ciudadanía. Sin que sea obligatorio, tal proceder debe penetrar en la conciencia de cada integrante de una comunidad dada, de modo que se niegue a delegar en otros el diseño, la forma y el contenido de lo que se deberá ver traducido en sus posibilidades de vida digna. Es un giro que las sociedades están en mora de encarar. No es admisible que quienes propugnan por otro modelo social, distinto al del capital, reproduzcan, cuantifiquen y cualifiquen en su actuar electoral las formas, los métodos y los procederes; los imaginarios de vida, gobierno y Estado cimentados por una minoría que en sus manos concentra medios de producción y los más finos hilos del poder, y que dice gobernar a nombre de las mayorías.
Es la hora de otra política. Si Occidente nació enfermo (3) y en su agonía ya no es modelo por seguir; si el Sistema Mundo Capitalista vive una crisis sistémica; si de la democracia no queda más que la forma, realidad reafirmada cada año en los informes de Oxfam (4) que denuncian la demencial e injusta concentración de riqueza y la multiplicación del empobrecimiento que padece la humanidad, a la par de guerras que destruyen la vida de millones por el simple interés de imperios y multinacionales de imponer los intereses de unos cuantos; si los políticos profesionales no son fieles a lo ofrecido en sus campañas y quedan maniatados por los intereses del capital en su forma dominante financiera y sus aliados de otros sectores, todo ello indica y reafirma que es el tiempo de recuperar lo que la sociedad nunca debió delegar en unos cuantos. Vivimos un quiebre civilizatorio y de ello no escapa la política.
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1. Debort, Guy, La sociedad del espectáculo, Editorial Pre Textos, 2000, España.
2. Ibíd., p.
3. Maldonado, Carlos Eduardo, Occidente, la civilización que nació enferma, Ediciones Desde Abajo, 2020.
4. “Las desigualdades matan”, enero 17/22, https://www.oxfam.org/es/informes/las-desigualdades-matan.
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