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NARCOTRÁFICO Y EXTRADICIÓN, ESTRATEGIA GEOPOLÍTICA DEL PODER GLOBAL EN LA QUE COLOMBIA ACTÚA COMO SIMPLE PEÓN

Extradición: Manipulaciones y algo más. El juego del gato y el ratón



Carlos Gutiérrez M.

Walter Tello, detalle (Cortesía del autor)

Dicen que “no hay peor ciego que aquel que no quiere ver”. Parodiando este refrán, es posible aseverar que “no hay peor ignorante que aquel que no quiere aprender”. Uno y otro resumen de manera meridiana la manera como el poder realmente existente en Colombia encaró –y continúa encarando– la extradición de connacionales hacia los Estados Unidos desde hace cerca de cuatro décadas.

En la memoria nacional todavía anida, no sin estupor, la ofensiva de los narcos con secuestros selectivos para afectar y presionar de manera puntual a factores del poder tradicional: bombas que, más allá de sus destinatarios específicos, produjeron decenas de víctimas de simples transeúntes o trabajadores de ciertas empresas, que nada tenían que ver con el propósito de las mismas; atentados contra políticos, jueces, agentes de inteligencia y otros, así como la lapidaria frase: “Preferimos una tumba en Colombia que una celda en Estados Unidos”.

Era aquella una ofensiva prolongada por varios años y que resumía la respuesta de los ‘emergentes’ ante la autorización de la extradición, en 1985, por parte del gobierno de Belisario Betancur. Una luz verde encendida por el poder tradicional vigente en nuestro país, que desde entonces no cesa de decir que esa es la mejor manera de enfrentar el narcotráfico. Un poder entremezclado desde sus primeros asomos con quienes en forma rápida amasan una inmensa fortuna que deben legalizar –lavar–, para lo cual numerosos bancos disponen sus conductos, así como el propio establecimiento a través de la llamada “ventanilla siniestra”, abierta en el Banco de la República, con el favor de industriales que les importan las materias primas necesarias para transformar la coca en cocaína, o simplemente al realizar lucrativos negocios con quienes querían alardear de su inesperada riqueza, compra-ventas concretadas en la transacción de infinidad de muebles e inmuebles –como cuadros y obras de arte en general–, así como aceptando su dinero para aceitar las campañas electorales.

Se establecía así una relación poder-narcos por conveniencia, como lo recuerda, además, el nacimiento de “Muerte a Secuestradores” (MAS), aparato armado que estructuran sicarios al servicio de un amplio número de mafiosos, reunidos para enfrentar a quienes atentaban contra sus intereses, teniendo como referente inicial el secuestro por parte del M-19 de Marta Nieves, integrante de la familia Ochoa, parte relevante del Cartel de Medellín. El aparato armado se utiliza desde ese momento por el ejército colombiano, como lo testifican algunos integrantes de la otrora guerrilla nacionalista que fueron secuestrados por el MAS para aparecer posteriormente torturados en Bogotá en las caballerizas de Usaquén. Es la dupla de la mafia –poder en cierne– y el poder tradicional, entrelazados por un mismo enemigo y objetivo.

Aquel aparato armado es, a la luz del tiempo, una especie de antesala y base de lo que luego sería conocido como paramilitarismo: ejército financiado por la mafia y puesto al servicio del poder dominante en Colombia para llevar a cabo todas las operaciones –inicialmente clandestinas– que la fuerza oficial no debía ejecutar de manera abierta y permanente.

Como lo testifican infinidad de sucesos, la mafia y sus efectivos militares –transformados en fuerza rural de combate, por la decisión estratégica de factores del poder tradicional, como el generalato colombiano, los terratenientes, políticos de primer nivel, gobernantes de diferentes instancias, obispos y otros– terminan como brazo armado, no ya para la protección y la defensa de sus familias e intereses sino para la defensa del poder tradicional, el mismo que, finalmente, una vez aquellos cumplen con su trabajo sucio –asesinar, desaparecer, exterminar, desplazar, robar, atemorizar, concentrar aún más la propiedad de la tierra–, los niega y desprecia, actuando en este caso tal como ha procedido siempre con todos sus sirvientes.

Desde aquellos años, la ecuación extradición–cultivos de coca y su transformación en cocaína, así como su exportación a otros países, de manera relevante a los Estados Unidos, no muestra efecto alguno: ni los cultivos de coca dejan de crecer en cantidad de hectáreas utilizadas para ello ni las toneladas de coca se comprimen ni los millones de dólares dejan de ingresar al país.

Así, por ejemplo, en 1991 el país registra 37.500 hectáreas dedicadas a tal siembra, 10 años después ya eran 144.800, para el 2011 decaen a 83.000, estirándose tras otros seis años –último reporte en línea– a 209.000, pasando de un potencial de producción de toneladas métricas de cocaína de 320 en 2008 a 921 en 2017.

De manera contradictoria, durante estos mismos años los gobernantes de turno autorizaron la extradición de no menos de 2.423 connacionales, la mayoría de ellos durante los gobiernos de Álvaro Uribe –1.149– y Juan Manuel Santos –1.200–, quien no dudó en hacer ostentación de ello: “(hemos extraditado) ¡más que ningún otro gobierno!” (1).

A la luz de estos resultados –sin considerar los miles de muertos, violentados, presos, desaparecidos, desplazados– y de la confiscación de embarques, por acción de la llamada “guerra contra las drogas”, es necesario preguntar: ¿Dónde está la efectividad de la extradición? ¿Por qué no decae el negocio que dice combatir? ¿Por qué el establecimiento continúa aferrado a una estrategia totalmente inocua?

Esa estrategia que está en contravía de la lógica del capital, aquella que indica que donde existe demanda hay oferta; demanda que, como en todo mercado, hace fluctuar los precios, en este caso también por calidad y/o pureza, oportunidad, incluyendo un factor que finalmente inclina la balanza: el riesgo –ligado a su prohibición–, lo que le abre campo a la especulación en el extremo de la cadena, cuando ya está el producto al por menor ante el consumidor.

Estrategia de criminalización, que, además, no repara en el factor natural que motiva a quienes, como campesinos, ven en la siembra de la coca una oportunidad para mejorar sus menguados ingresos, en un ejercicio agropecuario en el cual no están obligados a desplazarse cientos de kilómetros con su producto en procura de un posible comprador, que tal vez no esté dispuesto a adquirir el producto o que tal vez le quiebre el precio de su cosecha ante la abundancia de la misma.

Choca esta estrategia estatal de poder y violencia, nacional y extranacional, contra la realidad del mercado, como acaba de suceder en México, donde los campesinos cultivadores de amapola ven cómo el negocio desaparece como producto del mercado gringo inundado por fentanyl, sustancia química “[…] que produce los mismos efectos que la heroína natural, pero 10 veces más poderosa, cuesta la tercera parte y su saldo es fatal. En Estados Unidos, por el uso de fentanyl, mueren al año entre 35 mil y 45 mil personas” (2). Inundado por esta droga, el mercado “[…] trajo consigo la debacle de las cosechas de amapola a lo largo de todo el territorio mexicano. La razón es estrictamente económica: la caída del precio del kilogramo de la goma de mil 350 a 300 dólares (aproximadamente). La cantidad no alcanza ni para cubrir los gastos de la siembra”.

Resultado final de aquellas circunstancias: la erradicación de la amapola, imposible para el ejército, el gobierno mexicano y la DEA, lo consiguió en pocos meses el mercado. Lo mismo ha resultado con la marihuana, ahora en competencia con la producción local de Estados Unidos y su legalización en varios estados de la Unión, así como en diversidad de países que ven en tal mecanismo la mejor estrategia para desinflar un negocio que da pie al fortalecimiento de las mafias, así como al debilitamiento del establecimiento, producto de la violencia creciente que propicia y de la corrupción que alimenta.

Así, en contra de la realidad del mercado, de la naturaleza y de la vida misma, vuelve una y otra vez el interrogante ¿Por qué persisten con la extradición?

Años 80 del siglo XX

No está de más recordar que, cuando Richard Nixon acuña la expresión “Guerra contra las drogas”, lo hace en contravía de las conclusiones de la Comisión Shafer –que había sido conformada para evaluar las relaciones de la drogadicción con las diversas formas de criminalidad en los Estados Unidos–, que no vio relación directa alguna entre consumo de psicotrópicos y delito. Un acto bélico convertido posteriormente en “Guerra contra el terrorismo” sería el sucedáneo que llenaba el vacío de un “enemigo de la civilización” derrotable.

Para nuestra desgracia, ‘emprendedores’ colombianos, finalizando los 70, vieron que el comercio ilegal de psicotrópicos en Estados Unidos era un gran negocio, y que tanto la marihuana –especialmente la sembrada en La Guajira– como la hoja de coca contaban con ecosistemas favorables para su siembra, conformando un vector sinérgico para la generación de enormes ganancias que los llevaron a posicionarse rápidamente como líderes de ese comercio.

Cuando el narcotráfico mostró inicial y desenfrenadamente su poderío en Colombia, corrían los primeros años de la década del 80 del siglo XX, tiempo para el cual nuestra sociedad acumulaba en sus entrañas la lava de un volcán social. Así lo reflejaba la aparición de paros, sobre todo cívicos, que se multiplicaban a lo largo y ancho de su territorio; el descontento social propiciaba el crecimiento de las guerrillas urbanas y rurales, que, tras una quimera socialista y/o nacionalista insuflaba la imaginación y la multiplicación de las energías de miles de jóvenes y no tanto; la coordinación de variados movimientos sociales proyectaba la imagen de una capacidad de acción y de confrontación del poder tradicional por parte de los negados de siempre: la constitución de la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic), así como de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), al tiempo de la inicial coordinación de movimientos por el derecho a la ciudad. La superación de la dispersa acción insurgente, como Coordinadora Guerrillera de Colombia, no estaba por fuera de esa dinámica.

La confianza de que una Colombia de nuevo tipo estaba por tomar forma también encontraba aire, por un lado en la incapacidad del régimen político para desmontar el descontento social y, por otra, en el por entonces reciente triunfo sandinista contra la dictadura somocista, pero también en los avances de la guerrilla salvadoreña. Una América insurgente ganaba espacio y audiencia tras una movilización por ideales de justicia e igualdad.

En tales circunstancias, la emergencia del narcotráfico como opción efectiva para resolver aquí y ahora, no en un tiempo impreciso –en este caso de manera individual y no colectiva–, las necesidades familiares, sobre todo de casa, así como el goce diario del dinero que no falta, aparece como el camino por seguir, tras el cual se desfoga en un principio un considerable porcentaje de jóvenes, en particular de Medellín y Cali. La escalada violenta que coparía varias de las principales ciudades del país, primero con acciones de las bandas mafiosas contra representantes del poder tradicional, luego contra las fuerzas de policía, y después entre los propios carteles –en particular el de Medellín y el de Cali–, termina por desestructurar tejidos sociales construidos en décadas de resistencia social por un país de nuevo tipo.

Tras aquello, en particular la guerra vivida en comunas y barrios populares de Medellín, entre milicias guerrilleras y bandas al servicio del narcotráfico, potenciadas con el apoyo del aparato armado oficial, termina por hacerse evidente –para el poder tradicional, criollo e internacional– la capacidad de control político y destructiva del tejido social desprendido del narcotráfico, en toda la extensión de su palabra y proceder.

Pasados los años, una vez derrotadas las milicias de corte insurgente en Medellín, e impuesto el reino paramilitar, y con éste el imperio de las “fronteras invisibles”, queda sellada la destrucción de la organización comunitaria. La extensión de tal fenómeno por barriadas populares de Cali, Bogotá y otras de nuestras principales ciudades, a la par de multiplicar el negocio del menudeo de estupefacientes, conlleva, con conciencia o sin ella, iguales resultados. Cárceles hacinadas por jóvenes, muchos de ellos asesinados en su interior, adictos en su gran mayoría a algún psicoactivo, así como al alcohol, terminan por darle forma al círculo “vive pronto y muere”, imaginario cultural que es propiciado por un modelo de control social que potencia el individualismo, afinca la vida en el presente, y rompe con el futuro por construir y vivir.

El narcotráfico al servicio del poder, que por extensas regiones rurales de la patria dejó una estela de terror, despojo y desplazados, transforma por muchos años el mapa del poder territorial, también como producto de la destrucción del tejido social hilado a lo largo de décadas de lucha campesina por el derecho a la tierra y una vida digna.

Se hace evidente entonces la capacidad destructiva del narcotráfico, a la vez que de control político, leída e interpretada por las agencias de inteligencia de los Estados Unidos, que no sólo utilizaron a los narcotraficantes colombianos para reunir los dineros necesarios para llevar a cabo sus operaciones secretas –caso Irangate– (3) sino que además inundaron las barriadas populares de ciudades como Los Ángeles, con la clara conciencia de drogar y volver adicta a la población negra allí residente, que también terminó por perder el foco de la organización colectiva para defender sus derechos y mejorar su calidad de vida, así como el referente de la necesaria destrucción del sistema que los niega y oprime, para un porcentaje importante de ellos pasar a inundar el sistema carcelario de su país, como lo testimonió en sus reportajes sobre este tema, y el posterior libro Alianza oscura, el laureado y ‘suicidado’ Gary Webb (4).

Son estas mismas agencias de espionaje de Estados Unidos, en especial la DEA, las que en todo momento buscan infiltrar y controlar el mercado de narcóticos, conservando bajo su manga la amenaza de la extradición de sindicados por comerciar con narcóticos con destino a aquel país, en una estrategia que terminó por convertirse en mecanismo para negociar con los capturados el precio de su libertad, que se hace efectiva tras el pago de pocos años de encierro y la confiscación de bienes, entrega de rutas y delación de conocidos incursos en el negocio. La verdad sobre la guerra y sus víctimas –por ejemplo, para el caso de paramilitares extraditados– poco les interesa o la acumulan para cuando requieran apretarles el cuello a ciertos personajes del país, garantizando así la sumisión en las esferas del alto gobierno, como en las Fuerzas Armadas y otros factores del poder realmente existente y dominante.

Esa sumisión asume rasgos grotescos, como en el caso del actual procurador general de la Nación, Fernando Carrillo, quien en defensa de su apelación a la decisión de la JEP de negar la extradición de Jesús Santrich, en forma vehemente y sin timideces dice defender los intereses judiciales de los Estados Unidos: “No es, y perdónenme la analogía, el papelito de un funcionario de tercera del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Es un documento formal que tiene fuerza y cuya legalidad estamos defendiendo”, como una muestra más de que, en los procesos de extradición –como en muchos otros de diferente índole–, los agentes del Estado colombiano no son más que dóciles ejecutores de los dictados extranjeros.

La pregunta no tarda en aparecer: ¿Si han capturado una cantidad creciente de narcos, con los cuales concretan tal estrategia de negociación, cómo es que la DEA no controla todas las rutas e intersticios del negocio que dice combatir, acabando de una vez y para siempre con el mismo? ¿Acaso estamos ante el juego del gato y el ratón, en el cual el felino no destruye su presa para que el juego no llegue pronto a su fin?

Estamos ante una estrategia que, luego de procesada en todas sus variables, es trasladada y copiada para realidades similares a las de Colombia, como México, donde el poder de los carteles del narcotráfico, con iguales y peores prácticas que las copiadas a sus pares suramericanos, arrolla como un tsunami, llevándose a su paso el tejido social, extendiendo el miedo por doquier, desuniendo, hastiando a su población sometida a una violencia sin límite, fijándoles frontera a los poderes insurgentes venidos de abajo, debilitando su gobierno nacional, quebrando la moralidad y la ética ante el atractivo del billete del vecino del norte.

Poco a poco, la estrategia muestra raíces en Argentina y otros países de la región, todo con una clara pretensión: arruinar el tejido social y solidario para desvirtuar con ello la esperanza en un cambio del sistema sociopolítico. La experiencia adquirida con la extradición de colombianos lleva ahora, cuando ven que el imperio afronta revalidad global, a fortalecer la idea del derecho del sistema judicial estadounidense a la extraterritorialidad, que en el caso del fifagate y ahora con Julian Assange y Meng Wanzhou, ejecutiva de Huawei, señala su proyección como una forma de intimidación y, por tanto, de control del comportamiento de cualquier persona por fuera de sus fronteras.

La estrategia de dominio político y control social, de destrucción de referentes colectivos, de proyección de temor y desconfianza en la vida diaria, en que cada uno debe resolver lo suyo sin pensar en los demás, pasa a ser utilizada en la lucha contra la propia insurgencia, ahora como un recurso de “lucha contra el terrorismo”, extendido para el caso de los Acuerdos de Paz firmados en Colombia como un recurso para explosionarlos.

Son entonces, narcotráfico y extradición, una realidad social y económica, utilizada además como estrategia en la geopolítica del poder global, en la que nuestro país actúa, como en otros muchos sucesos, como simple peón.
_______________________________________
1. Palabras del presidente Juan Manuel Santos en el balance del sector de infraestructura y vivienda. 14 de marzo de 2017.
2. Semo, Ilán, “Lo que el opio se llevó”, La Jornada, México,mayo 18 de 2019.
3. Estalla el Irangate, https://www.lavanguardia.com/hemeroteca/20161125/412132963656/irangate-oliver-north-venta-armas.html
4. En agosto de 1996, Webb, con una serie de reportajes sobre el tráfico de drogas entre Estados Unidos y Nicaragua, reveló cómo la CIA vendió toneladas de crack en los barrios de Los Ángeles y utilizó ese dinero de comercio criminal para financiar las operaciones de la contra nicaragüense, que trataba entonces de derrumbar al gobierno sandinista en Nicaragua. Webb hizo esos trabajos con abundantes entrevistas a narcotraficantes hoy detenidos en Estados Unidos (entre ellos, uno a quien llaman Ricky Ross, uno de los más grandes narcos de la costa oeste) y con agentes de la DEA. Webb recibió en 1990, con el diario San José Mercury News, el Premio Pulitzer (máximo galardón anual para los periodistas de Estados Unidos).

Carlos Gutiérrez M.

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