EXPLORADOR MÉXICO
La revolución inconclusa
Por Luciana Garbarino
México inauguró el siglo XX con un levantamiento popular democrático y antiimperialista. Sin embargo, su institucionalización en el PRI conduciría a la claudicación de estas banderas y a la instauración de un régimen hermético, funcional a la expansión del narcotráfico.
Al grito de “tierra y libertad”, los caudillos revolucionarios inauguraban el siglo XX mexicano, un período histórico que, como bien sabemos por Eric Hobsbawm, se rige por procesos y no por calendarios. En este primer gran movimiento insurreccional de masas del continente confluían, por una parte, las clases campesinas desposeídas, y por otra, la naciente burguesía nacional con objetivos democráticos, antifeudales y antiimperialistas. De allí que la Revolución tuviera desde el inicio una doble faz contradictoria –radicalmente popular y burguesa democrática– que daría lugar a un largo período de inestabilidad política y de lucha entre facciones. Con el objetivo de fusionar en una única fuerza los distintos elementos revolucionarios, en 1929 nacía el Partido Nacional Revolucionario, conocido a partir de 1946 como Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernaría al país casi sin interrupciones (salvo por el interregno 2000-2012) hasta el presente.
Paradójicamente, esta preocupación inicial por institucionalizar las conquistas de la Revolución sería al mismo tiempo el inicio de su propia claudicación. Lázaro Cárdenas fue quizás el último presidente mexicano plenamente identificado con sus banderas: reforma agraria, nacionalización del petróleo, fortalecimiento de los sindicatos, integración de los indígenas a la cultura y economía nacionales. Pero, como señala Octavio Paz, el cardenismo no perfiló una reforma democrática tan profunda como sus reformas sociales, y así las organizaciones obreras y campesinas fueron convirtiéndose en apéndices del Partido. A partir de allí comenzó lo que Paz define como el sometimiento de la democracia al progreso económico (1). Hacia la década de 1940 se iniciaría un largo proceso de crecimiento apoyado en un programa de sustitución de importaciones que permitió la expansión de una clase media conforme con los altos niveles de seguridad social, educación y cultura.
Simultáneamente, el disciplinamiento de la burguesía, la Iglesia y el Ejército aportó una valiosísima estabilidad institucional, en una Sudamérica golpeada por la violencia de las dictaduras militares.
La trampa de este “milagro”, sin embargo, no tardaría en quedar en evidencia. Este crecimiento económico, interesado esencialmente en el incremento de la productividad, no mostró la misma preocupación por la disminución de la pobreza y la desigualdad. Por otra parte, el descontento con un sistema en el que un partido controlaba la economía, los bancos, los sindicatos y una parte de la prensa fue silenciado con plomo. La multitudinaria manifestación estudiantil del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco dejaría un saldo de centenares de muertos. En palabras de Paz, “nos salvamos de la dictadura de un césar, a la latinoamericana, pero caímos en la burocracia impersonal del siglo XX” (2).
Sin embargo, la extraordinaria capacidad de adaptación del régimen priísta permitió la continuidad de este estado de cosas y la extensión endémica de la corrupción en el aparato político.
La mayor amenaza
Pero entonces, ¿cuándo situar el fin del siglo XX mexicano? Acaso podríamos ubicarlo hacia la década de 1980, al producirse el acelerado viraje hacia el neoliberalismo tras la gran crisis de la deuda externa. Desde hacía algún tiempo que el modelo económico vigente mostraba signos de agotamiento, los cuales eran amortiguados con los enormes recursos petroleros y el progresivo endeudamiento. La situación se hizo insostenible, y en 1982 finalmente estalló: si en 1976 la deuda representaba el 28,6% del PIB, seis años después alcanzaba el 91,6%.
Tras la debacle, se adoptaron importantes medidas que implicaron la apertura de la economía al comercio mundial, la atracción de capitales extranjeros, la privatización de las empresas públicas, la caída de los salarios y el achicamiento de la ayuda estatal. La piedra de toque de este proyecto fue la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que entró en vigencia el 1º de enero de 1994. No casualmente, ese mismo día otra gran manifestación de descontento tendría lugar. Al mando del subcomandante Marcos, miles de indígenas se levantaron en armas en el sur del país exigiendo tierra, trabajo, paz y otra serie de derechos históricamente postergados. Más allá de su potencia inicial y de algunas conquistas concretas, que generaron grandes expectativas entre la izquierda y el progresismo mundial, el zapatismo no persistió en sus intentos de construir un frente de lucha más amplio y se retrajo a la construcción de sus bases en Chiapas.
Recién en el año 2000, por primera vez en la historia de México, el PRI perdía el Ejecutivo Nacional y Vicente Fox, del Partido Acción Nacional (PAN), llegaba a la Presidencia. El arribo de una fuerza de derecha, fundado más en el descontento con el priísmo y la debilidad de la izquierda que en el convencimiento con su proyecto, agudizaría los problemas que atravesaba el país y consumaría el alineamiento con los intereses estadounidenses.
A la par de este proceso institucional, y apoyándose en un poder político corrompido, el narcotráfico se expandió capilarmente a todos los niveles del Estado, y las muertes y desapariciones se volvieron trágicamente cotidianas. Las explicaciones de este fenómeno son diversas y probablemente insuficientes: la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades, las debilidades del aparato de seguridad y justicia, la corrupción e incompetencia de las policías, el encarecimiento de la cocaína como consecuencia de la política colombiana de combate al narcotráfico, la vecindad con el principal consumidor, la eliminación en Estados Unidos de la prohibición de la venta de rifles de asalto, la repatriación de ex convictos, la disputa por las plazas entre los carteles y entre éstos y las fuerzas de seguridad. Sin duda la “guerra contra las drogas” implementada por Felipe Calderón agravaría la situación al militarizar la represión y consolidar la injerencia estadounidense a través del Plan Mérida. Aunque no hay datos precisos, se habla de al menos 80.000 muertos durante este sexenio y de miles de desaparecidos.
Para entender la complejidad del fenómeno, es interesante destacar que el narcotráfico se encuentra estrechamente imbricado con “actividades de refuerzo” perfectamente legales. Conductores, pilotos, joyeros, propietarios de caballos se benefician ampliamente de esta economía paralela (3).
El retorno del PRI en 2012 lejos está de modificar el escenario. Por el contrario, el gobierno de Enrique Peña Nieto ha continuado con la infructuosa guerra contra el crimen, y más allá de la implementación de sus grandes reformas estructurales (entre ellas, la energética, que termina con el monopolio estatal de Pemex) se ha mostrado incapaz de dar una solución de fondo a una espiral de violencia que amenaza con destruir al propio Estado de Derecho.
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1. Octavio Paz, “Debate: presente y futuro de México”, El ogro filantrópico, Seix Barral, España, 1979.
2. Ibídem.
3. Gilles Bataillon, “Narcotráfico y corrupción: las formas de la violencia en México en el siglo XXI”, Nueva Sociedad, Nº 255, enero-febrero 2015.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Edición Nro 191 - Mayo de 2015
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