LA DIFERENCIA, LOS ERRORES Y LA DISTINCIÓN.
Régimen sociopolítico, coyuntura electoral y variedades del (neo)fascismo en Colombia
por José Francisco Puello-Socarrás
colombiadesdeafuera
Dos errores mayúsculos subsisten en la caracterización casi unánime que actualmente monopoliza los análisis que prevalecen en la coyuntura electoral en Colombia.
El primero de ellos: suponer – y además proponer – que Santos y Zuluaga son dos opciones diferentes, casi antípodas, frente a los escenarios políticos futuros, especialmente frente a la dicotomía Paz/Guerra, lo cual necesaria e inevitablemente involucra el escenario de diálogos con los grupos insurgentes. Las diferencias entre el candidato-presidente y el candidato-del-expresidente serían más bien de forma (inclusive, de estilo) y son sólo verosímiles en apariencia a partir del excesivo personalismo – el cual combina toscamente un exacerbado énfasis electoralista – que se le imprime a las reflexiones.
La tesis de los matices tan popularizada recientemente se resume en que, al final de cuentas y después de descontar las evidentes similitudes y convergencias políticas entre ambos candidatos, existiría una diferencia crucial entre Santos y Zuluaga: la Paz. Esta diferencia además permitiría “resolver” el acertijo que enfrentan sobre todo los sectores político-electorales que no comulgan ni con el uribismo de antaño de Santos ni con el neo-uribismo de Zuluaga. Se viene vociferando y construyendo peligrosamente en el imaginario político de la opinión pública la idea según la cual Santos es el candidato de la Paz mientras que Zuluaga lo sería el de la antítesis: la Guerra. Este planteamiento, además de simplista, resulta contraevidente y contra-histórico.
No sólo habría que hacer memoria que Santos fue el ministro de la Guerra – literalmente, tal y como se le denomina a esta cartera en algunos países; en Colombia, eufemísticamente: ministro de la Defensa y Seguridad –, seguramente uno de los más guerreristas en los tiempos más recientes y más puntualmente durante la segunda administración del también guerrerista Uribe Vélez, quien por ese tiempo – valga anotarlo, de paso – disfrutaba de un apoyo excepcional e irrevocable del entonces senador de la República y hoy candidato vicepresidencial de Santos: Vargas Lleras, uno de los incitadores más incisivos para que en Colombia se iniciara una carrera armamentista en particular frente a los países vecinos e igualmente el parlamentario que más apoyo mediático le proporcionó al gobierno de turno frente al contrasentido que significó la violación de la soberanía ecuatoriana. Precisamente este período es cuando se registraron varios episodios innombrables vinculados con “la guerra” y su exacerbación, entre ellos, las mal llamadas ejecuciones extra-judiciales, más conocidas como “falsos positivos”, por nombrar exclusivamente este funesto antecedente. Por ello, también habría que rememorar y subrayar varias veces que el terror pánico desplegado a lo largo de la larga noche que representaron los dos cuatrienios consecutivos de Uribe mantienen una continuidad bastante consistente con el (hasta ahora) primer mandato santista en variadísimos aspectos. Para no abrumar con el calidoscopio de ignominias (violaciones sistemáticas del Estado hacia los derechos humanos en general), los “falsos positivos” trascendieron la administración de Juan Manuel Santos y solo en 2013 se registraron 52 casos según probados estudios (CINEP), más allá que estas informaciones hayan pasado – como se dice coloquialmente – “de agache” y la absolución de Santos, muy oportunamente haya llegado a pocos meses de iniciar su mandato actual, probando tener un efecto analgésico ante la indignación generalizada que generaron estos hechos entre la opinión pública. Ahora, sin contar con el velo de impunidad que desafortunadamente aún hoy arropa a estos (como a otros tantos) crímenes de lesa humanidad y sus perpetradores intelectuales y materiales, la responsabilidad de Uribe Vélez como presidente y la doble responsabilidad (incluso agravada, pues estas prácticas continuaron) de Juan Manuel Santos, primero como MinDefensa y, luego, como presidente, resultan indiscutibles. Sin embargo, resulta más indiscutible aún, el perfil guerrerista que los emparenta más allá de las diferencias en sus estilos.
Se propone insistentemente que Santos, al menos, está “dialogando” – otros, rectifican, incluso que no solo se dialoga con las FARC sino que ya se está negociando – para la Paz, y que ello es una situación impensable que, de entrada, se descartaría en cualquier escenario presidencial con Zuluaga. Relativamente cierto. Santos está dialogando con uno de los grupos insurgentes en medio de la Guerra. Y si bien está decisión pueda estar basada en un obtuso pragmatismo fruto de los antecedentes históricos en los acercamientos Gobierno-guerrilla más próximos, y en donde el cese de hostilidades fue aprovechado para repontenciar el conflicto militar, es decir, en esas ocasiones la retórica de la Paz fue convertida en una oportunidad estratégica ó táctica para “mejorar” sus posiciones militares, en lo concreto del asunto, la Guerra es lo que prevalece. Esto sin profundizar demasiado la legislación contraria a la Paz de iniciativa gubernamental que se ha “pupitreado” en Bogotá mientras se “dialoga” en la Habana (v.gr. el Fuero Militar, medidas económicas antipopulares). La historia reciente registra acercamientos de Uribe como presidente con las guerrillas (con el ELN, por ejemplo) e, incluso, la instalación de un par de mesas de facilitación – poco y nada difundidas mediáticamente – las cuales, si bien fracasaron y en varias oportunidades fueron utilizadas también como parte de una estrategia militar, tenían como objetivo hacer la guerra por otros medios, y principalmente ver de qué forma lograban más eficaz y eficientemente la meta de la Pacificación (cosa distinta a la Paz, por lo menos, en un entendimiento complejo y amplio, social histórico y político de la paz y no solamente bajo el simplismo de la hermenéutica militaroide) e imponer así una Pax Colombiana (bit.ly/Qu9PWD).
Rectificaciones como la anterior hay demasiadas. Y no sólo en el terreno del conflicto armado sino también en lo que hace al socioeconómico donde la legislación y las políticas santistas son la profundización del legado uribista bajo un estilo coyuntural que en algunos casos resulta novedoso e innovador pero que, al final de cuentas, endurece las condiciones y situaciones estructurales que alimentan el conflicto social que hoy por hoy tiene diferentes expresiones armadas, entre ellas, la insurgente. En este tópico, tanto Uribe como Santos tienen la perspectiva de la Pax Colombiana, es decir, la de La Pacificación, una óptica obtusa que reduce la Paz a “lo militar” y, según el estilo, a un eventual asistencialismo social dentro de un posible escenario post-conflicto (el cual, de paso, no resultaría tal).
Si la coyuntura política actual se analizara más allá de la dimensión puramente electoral, y se incorporara un marco que aproxime efectivamente ya no el personalismo sino la personificación de los intereses sociales en pugna dentro de las condiciones reales y concretas del régimen sociopolítico y económico histórico y actual del país,el horizonte diluye las aparentes contradicciones y, sobre todo, despeja las ambigüedades que supone la superficialidad con la cual se ha intentado tratar (e imponer, habría que decirlo) este tema por parte del emergente pensamiento unificado.
De allí que se caiga en un segundo error: considerar que la institucionalidad política colombiana se caracteriza por ser un contexto democrático ya sea una especie de democracia representativa, incluso, en alguna variante “restringida” o democracia autoritaria.
Tanto el régimen como el sistema políticos en Colombia no resisten análisis en ese sentido. Desde hace décadas, Colombia no podría ser considerada una Democracia. Ni en el sentido amplio y pleno del concepto ni tampoco en el sentido minimalista y restringido de este término. Colombia comparece más con lo que se ha venido denominando Anocracias, un régimen “mitad dictadura, mitad democracia” el cual, justamente, al desarrollarse en medio de un conflicto social y armado crítico (y en esto las cifras sobre la tragedia humanitaria en el país no dejan mentir), formalmente visibiliza algunos atributos presentes en las democracias realmente existentes (la dimensión electoral, por ejemplo, aún en su expresión restringida; de allí los altos niveles de abstención que se registran no sólo ahora sino a lo largo del siglo XX) pero que en la práctica funciona a partir de la exacerbación de los componentes autoritarios (en ciertos episodios o eventos, incluso, aproximándose a situaciones que podrían ser consideradas homólogas al neo-fascismo), núcleos que efectivamente construyen las realidades sociales, constituyen las dinámicas políticas y promueven las lógicas económicas del Estado, la sociedad y la nación. Por ello no resulta simplemente una casualidad que la consolidación y la progresiva institucionalización del régimen político colombiano dentro del marco de los regímenes anocráticos (los cuales asocian característicamente el componente neoliberal) coincidan consistentemente con las opciones electorales y los proyectos económico-políticos hoy por hoy vigentes. Tampoco es una curiosidad ociosa sostener que las campañas electorales (tanto en primera como en segunda vuelta, aunque con excepciones aisladas) conduzcan indefectiblemente al corazón del régimen y su complejo neoliberal-paramilitar, más allá que – en este momento en particular – una u otra opción, en la riña por determinar quiénes y qué estilo administrarán el statu quo, contengan más de uno o del otro extremo de esa ecuación. Al final de cuentas, ambos candidatos, sus proyectos políticos y sus modelos socioeconómicos, mantienen un equilibrio que refuerza el complejo socioeconómico político colombiano en el cual han confluido recíprocamente el neoliberalismo y el para/militarismo.
La distinción: ¿variedades del (neo)fascismo (aquí y ahora)?
Es indiscutible que se caería en un (tercer) error si tozudamente se insiste en que no existe ninguna distinción en absoluto, así sea relativa – desde luego, políticamente hablando –, entre Santos y Zuluaga en medio de la actual coyuntura electoral. La reversión de la encrucijada política y de las crisis de representación y participación vigentes en el país inevitablemente tendrán que considerar las consecuencias del resultado electoral sobre todo las que se derivarán de la orientación gubernamental del Estado y su aparato en la construcción y profundización de la Anocracia colombiana.
Si cabe alguna posibilidad de establecer distinciones podríamos traducir nuestra perspectiva hacia una situación histórica análoga como lo fue el fascismo en la década de 1930s en Europa. Esta operación didáctica permitiría ofrecer algunas claves políticas, máxime cuando parecería confirmarse un resurgimiento de este fenómeno aunque bajo un nuevo cuño en tiempos recientes. Así lo establecía J. Dimitrov en un informe titulado: “El carácter de clase del fascismo” en 1935:
“(…) En unos países, principalmente allí donde el fascismo no cuenta con una amplia base de masas, y donde la lucha entre los distintos grupos en el campo de la propia burguesia fascista es bastante dura, el fascismo no se decide inmediatamente a acabar con el parlamento y permite a los demás partidos burgueses, así como a la socialdemocracia, cierta legalidad… En otros países… el fascismo establece su monopolio político ilimitado, bien de golpe y porrazo, bien intensificando cada vez más el terror y el ajuste de cuentas con todos los partidos y agrupaciones rivales, lo cual no excluye que el fascismo, en el momento en que se agudice de un modo especial su situación, intente extender su base para combinar — sin alterar su carácter de clase — la dictadura terrorista abierta con una burda falsificación del parlamentarismo”.
Sentenciando, más adelante:
“La subida del fascismo al poder no es un simple cambio de un gobierno burgués por otro, sino la sustitución de una forma estatal de la dominación burguesa – la democracia burguesa – por otra, por la dictadura terrorista abierta. Pasar por alto esta diferencia sería un error grave, que impediría al proletariado revolucionario movilizar a las amplísimas capas de los trabajadores de la ciudad y del campo para luchar contra la amenaza de la toma del poder por los fascistas, así como aprovechar las contradicciones existentes en el campo de la propia burguesía. Sin embargo, no es menos grave y peligroso el error de no apreciar suficientemente el significado que tienen para la instauración de la dictadura fascista las medidas reaccionarias de la burguesía que se intensifican actualmente en los países de la democracia burguesa, medidas que reprimen las libertades democráticas de los trabajadores, restringen y falsean los derechos del parlamento y agravan las medidas de represión contra el movimiento revolucionario.”
En nuestro tiempo no es la diferencia sino esa distinción, una clave ciertamente crucial.
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