La promesa de Brasil
Por José Natanson
El Mundial es un gran desafío -deportivo pero también político- para Brasil. Las manifestaciones de los últimos meses dan cuenta de ello, sobre todo en país que, pese a sus avances, aun tiene demasiadas cuentas pendientes.
Los grandes acontecimientos deportivos, como los mundiales de fútbol y las olimpíadas, producen indudables efectos económicos, aunque no esté tan claro que sean positivos. El caso más extremo es el de los Juegos Olímpicos de Montreal 1976, cuya inversión total, calculada en 4 mil millones de dólares, generó una deuda que obligó al gobierno a establecer un impuesto especial al tabaco, terminó de saldarse 30 años después y dejó elefantes blancos tan inútiles como imposibles de mantener, entre los que se destaca un modernísimo velódromo que fue transformado en... jardín botánico.
El déficit fue tal que luego de Moscú 1980, que la Unión Soviética decidió organizar como vehículo de propaganda en medio de la Guerra Fría, una sola ciudad, Los Ángeles, se presentó, un poco a regañadientes, como candidata para las olimpíadas de 1984. De hecho, la literatura económica coincide en que no hay evidencia de relación directa entre la realización de un evento deportivo y el crecimiento económico del país anfitrión: salvo una o dos excepciones, en todos los países que celebraron Juegos Olímpicos desde la Segunda Guerra Mundial, el PIB fue más bajo en los años siguientes en comparación con el período anterior, probablemente por el esfuerzo financiero que insume organizarlos (1). Por si hiciera falta, el ejemplo de Atenas 2004 demuestra que la realización de las olimpíadas no alcanzó a evitar la crisis económica posterior. La idea de que un acontecimiento de esta naturaleza es en sí mismo un “motor económico” no pasa de un mito urbano.
Esto no quiere decir, por supuesto, que carezcan completamente de sentido. No todo en esta vida es dinero y hasta la economía, cuya inclinación cacofónica nunca dejará de asombrarnos, ha acuñado una expresión para definir los impactos intangibles de un cierto evento: los llaman “externalidades”, que pueden ser negativas –digamos la degradación ambiental que produce una fábrica– o positivas –digamos las ganancias de reputación y prestigio que genera un Mundial–. En este sentido, los megaeventos deportivos pueden ser una forma de inyectarle autoestima a un país en ruinas (el Mundial de Alemania 1954), una vía para mostrar al mundo una extraordinaria resiliencia (los Juegos Olímpicos de Tokio 1964, cuya antorcha fue llevada por Yoshinori Sakai, nacido en Hiroshima el día que explotó la bomba) o un recurso con el que la comunidad internacional premia procesos de apertura democrática (el Mundial de Sudáfrica 2010); muchas veces, como en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 o el Mundial de Argentina 78, funcionan como una vía de legitimación de regímenes autoritarios.
Por la vereda del sol
En este contexto, la elección de Brasil para la Copa del Mundo y de Río de Janeiro como sede olímpica tiene un sentido básicamente geopolítico: demuestra que la FIFA y el Comité Olímpico, que tienen muchos problemas pero no comen vidrio, repararon en una transformación que viene tramitándose lentamente y que quizás por eso ha pasado desapercibida pero que tiene la envergadura de macrocambios globales como la Segunda Guerra Mundial o la caída del Muro de Berlín: me refiero a un reequilibrio paulatino de la economía planetaria a favor del Tercer Mundo, cuyo hito puede situarse en 2010, cuando, por primera vez desde, digamos, la revolución industrial, las economías en desarrollo superaron en volumen a las 23 potencias desarrolladas (2).
Esta desconcentración del poder mundial ha tendido a favorecer sobre todo a los países-continente que cuentan con contingentes poblacionales susceptibles de ser incorporados al mercado de consumo capitalista. En este pequeño grupo, y aunque su PIB sea apenas un cuarto del chino y su población un sexto de la india, aunque disponga de sólo dos reactores nucleares contra 20 de India y aunque su gasto militar sea un tercio del ruso, Brasil cuenta con algunos puntos a favor: a diferencia de China y Rusia, es un país perfectamente democrático, cuyas fronteras, en contraste con las de India, se encuentran consolidadas, situado en una zona desnuclearizada y en paz. Y si bien es cierto que su crecimiento reciente fue entre mediocre y malo, también es verdad que ha logrado una envidiable estabilidad macroeconómica en el contexto de la cual se produjo el proceso de inclusión social más importante del último medio siglo: en la última década, 35 millones de brasileros salieron de la pobreza para sumarse a la nueva clase media, la famosa clase C, que hoy abarca nada menos que al 52 por ciento de la población (3). En otras palabras, Brasil pasó de ser un país de ingresos medios a un país de clase media.
La rabia
La ola de protestas que comenzó antes del Mundial y se mantenía al cierre de esta edición sorprendió al mundo, básicamente porque es inédita. La historia brasilera, sostienen los especialistas, es en esencia una historia de pactos entre elites, en la que la sociedad, sobre todo la sociedad movilizada, ocupa un lugar secundario. Todas las transiciones importantes (la independencia, el fin de la esclavitud, el golpe del 64, la recuperación de la democracia) se procesaron siguiendo esta pauta de acuerdos cupulares lentos y negociados, casi diríamos cordiales; todo un estilo nacional.
Y si esta historia de partos sin dolor generó por un lado niveles de violencia menos dramáticos que los sufridos por otros países, notoriamente Argentina, por otro limitó la incidencia popular en los grandes rumbos nacionales. Dos ejemplos ilustran la idea: el varguismo, la versión brasilera del populismo de mediados del siglo XX, fue un movimiento desarrollista, estatizante e inclusivo, pero con un componente movilizacionista comparativamente acotado: un peronismo sin 17 de octubre. Del mismo modo, la decisión de Kubitschek de trasladar la capital federal al medio de la selva se explica por la estrategia desarrollista de llevar la civilización al desierto pero también por la intención de alejar el centro de las decisiones políticas de las masas que habitan los grandes conglomerados urbanos: un país sin Plaza de Mayo.
Y sin embargo, si se olía bien era posible sospechar que algo se estaba cocinando. Las masivas políticas sociales desplegadas en los últimos años, el boom de consumo y la ampliación de la clase media no fueron acompañados por un proceso equivalente de mejora de los servicios públicos, incluyendo el primero de todos: la seguridad. El ingenioso reclamo de un “patrón FIFA” (los estándares de calidad que exige la organización) para la educación, la salud y el transporte ilustra el contraste entre la inversión destinada a poner a punto las obras deportivas y el estado casi siempre calamitoso de los servicios públicos. Como sostiene Aloizio Mercadante (4), nada menos que el actual jefe de Gabinete de Dilma Rousseff, la vida de los brasileros mejoró mucho más dentro de su casa que fuera de ella. No hace falta encargar una encuesta para entender la frustración de una persona que pasa frente a la lujosa villa olímpica que se está construyendo en Barra de Tijuca –que luego, según afirma la empresa Carvalho Hosken en su página web, se convertirá en un complejo de condominios de “alta calidad– en un ómnibus sin aire acondicionado y repleto de transpirados pasajeros que se ha quedado 45 minutos detenido en Cebolão, el temido cruce de la Avenida Américas y Ayrton Senna. Y no sólo en Río: según los estudios, un tercio de la población de San Pablo dedica tres horas diarias a moverse por la ciudad, principalmente en ómnibus cuya velocidad promedio es de ¡12 kilómetros por hora! (5)
Pero las protestas no deberían ser leídas simple y llanamente como un signo de insatisfacción con el gobierno nacional, o al menos no sólo como eso. La imagen positiva de Rousseff, aunque ha descendido, sigue siendo alta, y las encuestas coinciden en que se mantiene como la favorita para las elecciones del 5 de octubre. De hecho, buena parte de los reclamos apuntan a servicios provistos por administraciones estaduales o municipales bajo control de las fuerzas opositoras. Quizás el proceso de lulización del PT, que desde su llegada al poder fue pasando de un partido de trabajadores organizados y clases medias a la expresión política de los sectores excluidos, haya dejado a ciertos grupos sociales sin representación. Sin embargo, más que un movimiento anti-PT, la protesta tiene el tono de una impugnación difusa, desorganizada y acéfala a la clase política en general, un proto que-se-vayan-todos que con el tiempo podría apagarse pero que también podría crecer hasta generar consecuencias imprevisibles.
Lo cual nos lleva, una vez más, al tema de las “democracias de centro”, sobre el cual venimos alertando desde hace tiempo. Me refiero a países que cuentan con un núcleo de políticas de Estado que generan estabilidad y confianza pero que enfrentan enormes dificultades para procesar cambios, innovaciones y rupturas, aun cuando la sociedad los reclame a los gritos. La decisión del gobierno brasilero de dar marcha atrás con el anuncio de un plebiscito y una reforma constitucional que habilite una reforma política profunda confirma este problema, verificable también en el caso más paradigmático de todos: en Chile, a tres meses de su asunción, no está claro cómo hará Michelle Bachelet para impulsar los cambios prometidos en la campaña y que la mayoría de la población espera con ansiedad. Pareciera como si la atención que generan los siempre tumultuosos procesos bolivarianos dejara poco espacio para poner en cuestión los problemas de las “democracias serenas”, mucho menos perfectas de lo que lucen a primera vista.
La final
Como cualquier megaevento, un Mundial es un desafío: deportivo, por supuesto, pero también político. Y como todo desafío, supone siempre una promesa (y el riesgo de incumplirla). Para superar el reto, el gobierno cuenta a su favor con los miles de millones de dólares invertidos en obras de infraestructura, la capacidad de un Estado ágil y en muchos sentidos eficiente, la carta blanca otorgada por la justicia para militarizar completamente la seguridad y los cables subterráneos que aún lo conectan con la sociedad civil. De todo esto, más que de las gambetas de Neymar, depende el éxito brasilero en la Copa del Mundo.
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1. Ferran Brunet, “Análisis del impacto económico de los Juegos Olímpicos”, Mosaico Olímpico. Investigación multidisciplinar y difusión de los estudios olímpicos, CEO-UAB.
2. Banco Mundial, World Economic Indicators 2011.
3. Marcelo Neri, A nova classe média: o lado brillhante da base da pirâmide, Saraiva, San Pablo, 2012.
4. Brasil: de Lula a Dilma (2003-2013), Capital Intelectual, Buenos Aires, 2014.
5. Ermínia Maricato, “É a questão urbana, estúpido”, Le Monde diplomatique, edición Brasil,Nº 73, agosto de 2013.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
http://www.eldiplo.org/180-la-politica-del-futbol/la-promesa-de-brasil/